Tener la visión no es la solución; todo depende de la ejecución.
—Stephen Sondheim, 1930–2021
M
ientras el mundo lucha contra las consecuencias cada vez mayores de la crisis climática y la aterradora posibilidad de una extinción masiva, dirigentes políticos de todo el mundo responden con una ambición sorprendente. En la 26.ª Conferencia de las Partes sobre el cambio climático que tuvo lugar en Glasgow a fines del 2021, 153 países renovaron su compromiso con la reducción de las emisiones a fin de evitar que las temperaturas mundiales promedio aumenten más de dos grados Celsius para el 2030, y de incrementar las posibilidades de alcanzar el objetivo de emisiones cero a nivel mundial para el 2050. En la misma reunión, más de 140 países prometieron acabar con la deforestación para el 2030.
Mientras tanto, en la 15.ª Conferencia de las Partes (COP15) sobre biodiversidad en Kunming, 70 países acordaron conservar el 30 por ciento de sus suelos y océanos para el 2030 (30×30) como parte de un esfuerzo para preservar los ecosistemas mundiales y evitar la pérdida de biodiversidad. Se espera que muchos otros países se unan al compromiso cuando finalice la COP15 (está se estructuró como un evento de dos partes debido a la pandemia, lo que demostró la complejidad de llegar a cualquier tipo de acuerdo internacional en la situación actual).
Si se logra, la meta 30×30 será una gran contribución para los esfuerzos de mitigación de la crisis climática, principalmente mediante la captura de carbono. Lamentablemente, no falta mucho para el 2030. Se necesitarán más que buenas intenciones para alcanzar esta meta ambiciosa, y las políticas de suelo tendrán un papel fundamental a la hora de pasar de la ambición a la implementación.
El Instituto Lincoln y su Centro de Soluciones Geoespaciales (CGS) desarrollaron un marco geoespacial para acelerar el progreso hacia la meta 30×30. Nuestro enfoque hace hincapié en la importancia de encarar el alcance del problema y sus soluciones desde otros puntos de vista. En especial, creemos que las partes interesadas que están trabajando en pos de la meta 30×30 deben identificar objetivos alcanzables, incorporar una responsabilidad común sobre el suelo en conservación, integrar resultados medioambientales y sociales, incluir tierras públicas y privadas en estrategias de conservación, y tomar impulso a partir de éxitos concretos.
Crédito: Centro de Soluciones Geoespaciales
Primero, se debe establecer una referencia que evalúe con precisión el estado actual de la conservación del suelo, tanto en el ámbito nacional como en el internacional. Esto es más complejo de lo que parece. Por ejemplo, en los Estados Unidos, donde los registros del suelo son bastante confiables, la Base de datos de Áreas Protegidas del Servicio Geológico de los Estados Unidos (USGS, por su sigla en inglés) indica que el 13 por ciento de las tierras del país se consideran “conservadas” explícitamente para la protección de la biodiversidad. Según esa métrica, para alcanzar la meta 30×30 es necesario proteger más del doble de las tierras que ya se encuentran en conservación. Si nos centramos exclusivamente en el territorio continental de los Estados Unidos, el suelo en conservación representa solo el ocho por ciento. Esto implica que se debería casi cuadruplicar la cantidad de suelo protegido en los próximos ocho años, una tarea casi imposible.
No obstante, cambiar la forma en que se administra el suelo puede contribuir a alcanzar las metas de conservación sin necesidad de incorporar un 22 por ciento adicional del territorio nacional (178 millones de hectáreas) al suelo protegido. Por ejemplo, las tierras públicas y de tribus representan un poco más del 25 por ciento (202 millones de hectáreas) del suelo de los Estados Unidos. Esas tierras no se consideran como suelo conservado porque se permite la extracción de recursos o no se exige explícitamente la protección de la biodiversidad. Además, los parques urbanos y suburbanos, los senderos y los espacios verdes, y otros terrenos municipales que se utilizan con fines recreativos no suelen tenerse en cuenta como parte de las tierras en conservación. Las tierras protegidas en el paisaje urbano o suburbano son de gran importancia para mejorar la salud de las personas, abordar la injusticia medioambiental y crear corredores y un hábitat para otras especies. Al cambiar la forma en que se administra el suelo, desde prohibir la minería y la exploración petrolera hasta proteger explícitamente la biodiversidad, se puede contribuir para aumentar la cantidad de suelo conservado para alcanzar la meta 30×30 sin necesidad de empezar desde cero.
Las tierras privadas protegidas por la servidumbre de conservación también serán importantes para lograr los objetivos nacionales de protección del suelo. El sistema actual de control del suelo en conservación privada, la Base de datos de la Servidumbre de Conservación Nacional, está desactualizado. Se necesitan incentivos mayores para que los fideicomisos de suelo y propietarios aporten datos sobre sus propiedades que permitan construir un panorama nacional más exhaustivo y preciso sobre la conservación del suelo privado. Esto también conllevará mejores resultados en la administración y la restauración.
Si se combinan la incorporación de nuevas tierras protegidas y la mejora de la administración de las tierras públicas para alcanzar las metas de conservación, el 33 por ciento del territorio continental de los Estados Unidos podría conservarse con rapidez. Sin embargo, si no tenemos cómo identificar qué tierras hace falta proteger con mayor urgencia para respaldar las prioridades de conservación que proponemos, y no contamos con el compromiso de protegerlas y controlarlas, el progreso será muy lento.
En el Instituto Lincoln, creemos que se requiere una estrategia de prioridad equilibrada que tenga en cuenta varios objetivos de conservación (incluidas la protección de la biodiversidad, los paisajes resilientes y conectados, y la captura de carbono), y que no abandone otras metas importantes, como la protección de tierras agrícolas muy productivas o la mejora del acceso a la naturaleza para las comunidades desatendidas. Proponemos una perspectiva integrada y un enfoque exhaustivo que tenga en cuenta a la totalidad del país, analice varias prioridades de conservación, garantice el acceso equitativo al suelo y atraiga financiamiento para la conservación.
Los esfuerzos actuales para elaborar mapas de prioridades no tienen en cuenta el componente social de la conservación, la mejora y la restauración del suelo. Las decisiones sobre la conservación deben fundarse no solo en la biodiversidad y los datos medioambientales, sino también en datos sobre las personas y sus necesidades, relaciones e interacciones con el suelo. Si se tienen en cuenta esos datos, podemos proteger el suelo y obtener muchos beneficios para las personas y la naturaleza. A fin de ilustrar estas oportunidades, el CGS creó un análisis que podría servir de guía para los esfuerzos colectivos de protección de paisajes cruciales. Fieles al espíritu colaborativo característico del trabajo del CGS, estos mapas aprovechan y resumen la sabiduría colectiva de organizaciones y científicos líderes centrados en este esfuerzo, como NatureServe, The Nature Conservancy y el Centro de Monitoreo de la Conservación del Ambiente (consulte la página 9 para obtener más información sobre el trabajo del CGS).
Si recopilamos datos completos y precisos sobre tierras públicas y privadas que están protegidas o deberían estarlo, y los ponemos a disposición de las comunidades para que accedan a estos sin restricciones, podemos lograr una conservación inclusiva y equitativa. Además, podemos integrar otros conjuntos de datos a medida que estén disponibles. Esto nos permitirá supervisar y administrar los suelos conservados, y determinar si están generando los resultados esperados. Es fundamental que se realice una supervisión rigurosa. De lo contrario, no podremos saber si redujimos la escorrentía y los contaminantes en arroyos y ríos, si creamos sumideros verdes para mitigar las emisiones de gases de efecto invernadero, o si mejoramos la salud de la comunidad. Tampoco podremos hacer un seguimiento del progreso y celebrar los avances hacia las metas de conservación nacionales e internacionales.
Finalmente, a fin de apoyar los esfuerzos nacionales e internacionales para alcanzar la meta 30×30, debemos establecer una infraestructura de administración que garantice la transparencia y la responsabilidad. La comunicación periódica sobre los esfuerzos de protección del suelo, ya sea que estén a cargo de fideicomisos pequeños o de organismos gubernamentales, creará un marco y un idioma comunes para que todas las partes interesadas comprendan qué función tienen en el panorama general y puedan ver que incluso las pequeñas oportunidades pueden contribuir con esta iniciativa mundial. Cada país deberá contar con una estructura administrativa y de moderación, así como con procesos eficaces para reunirse, tomar decisiones y monitorear el progreso de forma periódica. Las iniciativas internacionales que tuvieron éxito, desde la erradicación de la poliomielitis y la reducción a la mitad de la mortalidad infantil, hasta la reconstrucción tras la Segunda Guerra Mundial, requirieron que la comunidad internacional invirtiera y creara una infraestructura administrativa eficaz. Si se hizo antes, podemoshacerlo de nuevo.
Los Estados Unidos y muchos otros países están listos para hacer grandes inversiones en infraestructura natural y construida. Este gasto público sin precedentes podría mejorar la protección del suelo conservado o que debería conservarse, para mitigar la crisis climática y preservar la biodiversidad, o amenazarlo. Pero no se puede predecir el impacto que tendrán estas actividades sobre un suelo que no reconocemos. Debemos mejorar la administración de datos y del suelo, y poner esta información al alcance de todos los socios para posibilitar esta conversación importante lo antes posible. Si realmente queremos proteger el 30 por ciento del suelo y los recursos hídricos para el 2030, debemos pasar de la visión a la ejecución. El Centro de Soluciones Geoespaciales del Instituto Lincoln está listo para ayudar.
George W. McCarthy es presidente y CEO del Lincoln Institute of Land Policy.
A Natural Experiment Hints at an ‘Elegant Approach’ to Climate Adaptation
As climate change creates ever more harm and havoc, one way governments are trying to keep people and property out of peril’s path is to steer new development away from the riskiest places. It’s a just goal whose execution is exceedingly complicated: Telling people where they can and can’t live or what they can do with their land is almost always a fraught endeavor.
“How do you go about doing that very hard thing,” asks Margaret Walls, senior fellow at the nonprofit Resources for the Future, “when you have private property rights and so forth?”
It turns out, a 41-year-old federal law may hold some answers to that question.
In 1982, Congress did something that, by today’s standards, at least, seems almost unthinkable: It passed sweeping environmental legislation with overwhelming bipartisan support. The Coastal Barrier Resources Act (CBRA) had 58 cosponsors in the Senate, and sailed through the House in a 399–4 vote.
The law initially placed some 450,000 acres of sensitive coastal areas and wildlife habitat along the Atlantic and Gulf of Mexico shorelines into the Coastal Barrier Resources System (CBRS). Congress has periodically approved the addition of more land over the years, and today the system, managed by the U.S. Fish and Wildlife Service, includes about 3.5 million acres, spanning from the Great Lakes to Puerto Rico.
The CBRA’s purpose was twofold: to preserve some of our most delicate and dynamic coastal ecosystems, but also to discourage development—and to limit federal spending on things like flood insurance and disaster relief—in risky, storm-prone areas.
It used a fairly simple policy mechanism to achieve those goals. The law didn’t actually prohibit development inside CBRS units, it simply withdrew some of the underlying federal supports that encourage growth, like infrastructure funding and access to federal flood insurance.
“One thing that people talk about a lot is that we might be implicitly subsidizing people to live in [risky] places,” Walls says. For example, until recently, the National Flood Insurance Program had long offered coverage at rates that didn’t necessarily reflect the true cost of flood risk, making it less financially ruinous to roll the dice and build in a floodplain.
It’s hard to isolate and quantify the effects of such subtle subsidies, Walls says. But by carving out designated areas “where you cannot get federal flood insurance, the federal government will not pay for infrastructure, like roads and so forth, and you will not get disaster aid if you’re hit by a disaster,” she says, “the Coastal Barrier Resources Act provides this natural experiment.”
Four decades into that experiment, research is showing just how effective the CBRA has been at keeping homes out of harm’s way. Simply shifting the cost and risk of coastal development onto private property owners or local governments seems to have been a particularly powerful nudge—enough to prevent untold families from living in disaster areas waiting to happen, and to preserve hundreds of miles of fragile coastal ecosystems.
In a study commissioned by the Lincoln Institute of Land Policy, researchers at Resources for the Future are using historical maps and geospatial machine learning to compare hundreds of CBRS units along the Atlantic and Gulf coasts with a matching set of “control units”—that is, areas that weren’t placed in the CBRS, but which easily could have been, because they shared similar geomorphic features and development density in the early 1980s. Among other criteria, “We looked at roads, we looked at elevation, and we looked at land cover in the ‘80s,” says environmental economist Yanjun ‘Penny’ Liao, a fellow at Resources for the Future.
What the team has found so far, as described in the working paper, is that a CBRS designation reduced development by an astonishing 85 percent, as compared to within a control unit. That effect was consistent even in CBRS units facing high development pressure from nearby metro areas, Liao says.
Amy Cotter, director of climate strategies at the Lincoln Institute, is hopeful this research can complement the organization’s work with the Climigration Network, to help communities that are wrestling with “incredibly difficult decision making” around rebuilding or relocating in the face of repeated flood disasters.
“We see the way in which sea level rise and other chronic effects of climate change show no sign of abating and, in fact, show every sign of being faster and more severe than anticipated,” Cotter says. “How do we take what we know about market responses to government policies and incentives, and help develop programs that still allow people to practice self-determination and make choices, but with market signals that are actually more accurate and reflect the risk of creating a home in a particular place?”
The Spillover Effect
Interestingly, the CBRA hasn’t just protected coastal lands, or the homes and lives of the people who might have otherwise built on them. The researchers are also studying spillover effects in communities within a two-kilometer radius of either a CBRS unit or a control unit.
While development just about stopped inside CBRS boundaries after 1982, immediately adjacent areas saw a 20 to 30 percent boost in development density compared to communities near control units. CBRS-adjacent neighborhoods also had higher average property values.
The RFF researchers believe they’re the first to document these spillover effects, which could offer important lessons for policymakers. For one thing, the study shows that the conservation of buildable land doesn’t have to erode a city’s property tax revenues. Liao says the increased rate and value of the development within two kilometers of CBRS units more than offset the property tax revenue the smaller, preserved areas could have generated had they been built up.
And while there could be many reasons for the higher property values found in CBRS-adjacent areas, such as the prized proximity to a pristine piece of nature, Liao wonders if one of them could be the flood protection offered by undeveloped land. The researchers found that the intensity of flood damage, as measured by claims per $1,000 of coverage, was 25 percent lower in areas just outside a CBRS unit, as compared to communities next to control areas.
“By conserving natural land inside the units, they can serve as a kind of buffer when there’s a storm,” Liao says, “so it can protect the land that’s right behind them.”
Houses perch at the edge of a marsh in Quincy, Massachusetts, that is part of the Coastal Barrier Resources System. Credit: Jon Gorey.
Cotter says the research offers a glimpse at a more sensible approach to policy in flood-prone areas. “What alternatives could we explore that would diminish not only the expense, but the real loss and trauma associated with the kind of damage that the flood insurance program intends to fix?” she asks. “What would it look like to designate more of these areas?”
In fact, the U.S. Fish and Wildlife Service in April sent to Congress a set of revised maps that would add about 277,000 acres to the Coastal Barrier Resources System in nine states most impacted by 2012’s Hurricane Sandy. (One of the proposed sites, it turns out, is an area RFF researchers chose as a control unit, lending extra credibility to their mapping process.)
The revised maps will only take effect once passed by Congress, but a Senate bill introduced in December would adopt the revisions, and already has bipartisan support.
Walls would like to investigate that same question—and whether a similar program could work in inland areas facing riverine flood risk—with additional research. “Should we be thinking about more additions to the system? There’s still a fair amount of undeveloped land in risky coastal areas,” she says. “I don’t think we feel like we could completely weigh in on that yet . . . but I think it’s an interesting next question to look at.”
Adapting the program for use in already developed flood-prone areas would be challenging; when the sites were chosen in 1982, CBRA units were virtually empty, with no more than one structure per five acres. But since the CBRA doesn’t actually ban development outright, a CBRS designation would leave any existing property owners in control of what is typically an agonizing decision. If coupled with pro-growth policies in better-protected places nearby, Cotter wonders if the combination could encourage and support people grappling with climate migration—nudging them toward a safer alternative that’s still within proximity of their jobs, childcare, and familial support networks.
“If you can be surgical about your identification of those CBRS units, so that they not only prevent development in an at-risk area, but they preserve important buffers to an adjacent area, that sounds like a win-win,” Cotter says. “It suggests quite an elegant approach to preserving what you need in order to reduce the risk” in nearby neighborhoods.
Jon Gorey is a staff writer for the Lincoln Institute of Land Policy.
Image: A stretch of coast in South Kingstown, Rhode Island, that contains land protected by the Coastal Barrier Resources Act. Credit: U.S. Fish and Wildlife Service.
Lincoln Institute Staff Promote Private and Civic Land Conservation at Historic COP15
This is an edited excerpt from an article published by the International Land Conservation Network.
Leaders and conservationists from more than 190 countries came together in Montreal from December 7 to 19 to address urgent threats to biodiversity at the COP15 global conference. A team from the Lincoln Institute of Land Policy participated in the historic event, promoting the role that private and civic land conservation can play in the international effort to halt and reverse biodiversity loss by the end of the decade.
Formally known as the 15th meeting of the Conference of the Parties to the United Nations Convention on Biological Diversity, COP15 resulted in a historic agreement, the Kunming̵–Montreal Global Biodiversity Framework, which serves as a roadmap toward a nature-positive future in which species and ecosystems thrive. COP15 has been compared in significance to its better-known counterpart, COP21, the 2015 UN climate conference where nearly 200 parties pledged to take action to mitigate climate change by signing the Paris Agreement.
A pillar of the Kunming–Montreal Global Biodiversity Framework is the formalization of the 30×30 goal, an effort to protect at least 30 percent of the world’s lands, oceans, coastal areas, and inland waters by 2030. This goal prioritizes areas based on the value of their biodiversity and aims to create ecologically representative, well-connected, and equitably governed systems of protected areas and other effective area-based conservation measures. It also recognizes Indigenous and traditional territories and emphasizes respect for the rights of Indigenous Peoples and local communities. The Kunming–Montreal framework also addresses issues including financial support for developing countries, harmful subsidies, food waste, and corporate transparency.
On the first day of the conference, ILCN and PLC co-hosted a daylong event with the Global Environmental Institute, Africa Wildlife Foundation, and other non-governmental organizations. The event, which centered on strengthening non-state actors’ efforts to support multi-goal and multi-benefit biodiversity conservation and sustainable development initiatives, attracted more than 100 participants from civil society, academia, the business sector, youth groups, and local communities. Elizabeth Maruma Mrema, executive secretary of the UN Convention on Biological Diversity, spoke about the critical role of civil society organizations in implementing the new framework. Levitt gave a keynote presentation on leveraging international and cross-sectoral expertise to help create an effective, trusted, and connected global network for private and civic land conservation. He described successful examples of collaborative civic conservation including the FONAG water fund in Quito, Ecuador, and Tallurutiup Imanga National Marine Conservation Area in Nunavut, Canada.
At a separate event, Shenmin Liu spoke about the importance of engaging youth in the conservation movement and the power young people hold as the future stewards of the planet. The ILCN and the Nature Conservancy of Canada also hosted a gathering for ILCN network members attending COP15, with participants hailing from Canada, China, Australia, Spain, South Africa, Kenya, Liberia, and other countries.
In addition to yielding a landmark agreement among the world’s nations to protect and restore biodiversity, COP15 served as a springboard for ongoing work. For example, delegates sowed the seeds for the establishment of a multilateral fund to enable equitable benefit sharing between providers and users of emerging agricultural technology. Details of the fund are set to be finalized at COP16 in Turkey in 2024, where signatories of the Kunming-Montreal Declaration will assess progress on their efforts to address the current biodiversity crisis and ensure a sustainable future for the planet.
Shenmin Liu is a research analyst with the Lincoln Institute and ILCN representative for Asia.
Image: Lincoln Institute staff and global partners at COP15 in December 2022. Credit: Shenmin Liu.
Course
Políticas de Suelo y Acción Climática en Ciudades Latinoamericanas
La urbanización y las actividades humanas de las ciudades producen gases de efecto invernadero con impacto en la temperatura ambiente, las precipitaciones y la capa de hielo, lo que genera islas de calor, sequías, inundaciones y aumento del nivel del mar. Lo anterior tiene consecuencias para la infraestructura urbana y la disponibilidad de recursos básicos, al tiempo que provoca la pérdida de ecosistemas y desplazamientos de población, lo que afecta especialmente a los habitantes más vulnerables. A pesar de que las emisiones totales de gases de América Latina y el Caribe representan solo el 8,3% de las emisiones mundiales, la región es particularmente vulnerable al cambio climático debido a sus características geográficas, climáticas, socioeconómicas y demográficas (CEPAL, 2015). En este escenario, es urgente incrementar la resiliencia y reducir las emisiones de carbono de la región, especialmente a través de la implementación de políticas de suelo para la mitigación y adaptación climática.
Con el objetivo central de abordar las diferentes alternativas que existen para la acción climática desde las políticas de suelo, este curso busca brindar conceptos y herramientas para: 1) comprender la relación entre la urbanización y el cambio climático, y los riesgos que enfrentan las ciudades; 2) definir objetivos y explorar escenarios en la planificación urbana y climática; 3) identificar, evaluar e implementar instrumentos de gestión y financiamiento urbano para la acción climática; y 4) monitorear y evaluar las medidas implementadas.
El curso se realizará en una modalidad híbrida con grupos reunidos en seis localidades de la región (Colina, Chile; Quito, Ecuador; Ciudad de Guatemala, Guatemala; Ensenada, México; Asunción, Paraguay; Lima, Perú) para potenciar la reflexión compartida a partir de sus desafíos y experiencias particulares.
Adaptation, Environmental Planning, Land Value Taxation, Local Government, Resilience, Scenario Planning, Sustainable Development, Urban Design, Value Capture
Por el bien común
Comunidades ubicadas río arriba y río abajo aúnan esfuerzos para proteger el suministro de agua
32 kilómetros río arriba de Portland, Maine, se encuentra el lago Sebago, la segunda masa de agua más profunda del estado. El lago abastece de agua potable al 16 por ciento de la población de Maine, incluidos los habitantes de Portland, la ciudad más grande del estado. Contiene casi un billón de galones de agua transparente y fría. La empresa de suministro de agua de Portland obtuvo una de las 50 exenciones federales de filtración del país, lo que significa que el agua, aunque reciba tratamiento para eliminar los microorganismos, no necesita pasar por un proceso de filtrado antes de llegar a los grifos de la ciudad.
“La razón principal por la que es tan pura es que la mayor parte de la cuenca sigue estando forestada”, dice Karen Young, directora de Sebago Clean Waters, una coalición que trabaja para proteger la zona. El 84 por ciento de la cuenca de 94.696 hectáreas está cubierto de bosques: una mezcla de pinos, robles, arces y otras especies que filtran el agua y ayudan a que este sistema funcione tan bien. Pero esos bosques están amenazados. Entre 1987 y 2009, la cuenca perdió alrededor del 3,5 por ciento de su cubierta forestal. Solo se conservó el 10 por ciento de la superficie. En 2009, 2014 y 2022, el Servicio Forestal de los EE.UU. clasificó la cuenca del Sebago como una de las más vulnerables del país debido a las amenazas del desarrollo.
En las últimas dos décadas, los grupos conservacionistas empezaron a preocuparse por el futuro de este recurso crítico, al igual que lo hizo Portland Water District (PWD). PWD, una empresa independiente que presta servicio a más de 200.000 personas en el área metropolitana de Portland, compró 688 hectáreas alrededor de la toma de agua en 2005 y adoptó una política de preservación del suelo en 2007. En 2013, estableció un programa para apoyar proyectos de conservación emprendidos por fideicomisos locales y regionales.
La mayoría de estas organizaciones trabajaron de forma independiente hasta 2015, cuando The Nature Conservancy las reunió a fin de desarrollar un plan de conservación para el afluente más importante del lago, el río Crooked. Esa reunión se convirtió en la coalición Sebago Clean Waters, que comprende nueve grupos de conservación locales y nacionales, PWD y miembros de la comunidad empresarial que brindan su apoyo. Mientras exploraban formas creativas de proteger el lago y las tierras que lo rodean, surgió la idea de crear un fondo de agua.
Los fondos de agua son asociaciones público-privadas en las que los beneficiarios río abajo, como los servicios públicos y las empresas, invierten en proyectos de conservación río arriba para proteger una fuente de agua y, por extensión, para garantizar que el suministro que llega a los usuarios sea lo más limpio y abundante posible. En 2016, Spencer Meyer, de la fundación Highstead Foundation (uno de los grupos que fundó Sebago Clean Waters), viajó a Quito, Ecuador, con The Nature Conservancy. El grupo visitó a representantes del Fondo para la Protección del Agua (FONAG), un ejemplo líder de este modelo novedoso de protección del agua de origen. Meyer encontró algunas similitudes con la situación de Maine.
“Pensamos: ‘¿Y si pudiéramos reunir a los socios en un sistema completo para acelerar el ritmo de la conservación?’”, comenta Meyer. “¿Podríamos aplicar ese modelo a una cuenca saludable para adoptar una postura proactiva y construir este modelo financiero en un lugar en el que no sea demasiado tarde?”
Un fondo de agua es una herramienta financiera, pero también es un mecanismo de gobernanza y un marco de gestión que reúne a múltiples partes interesadas. El fondo de Quito, lanzado en el año 2000, es el más antiguo del mundo. Hay proyectos similares que proliferaron en todo el mundo, en especial en América Latina y África. Según The Nature Conservancy, hay más de 43 fondos de agua en funcionamiento en 13 países, en 4 continentes y, al menos, 35 más en proceso de desarrollo.
La importancia de contar con cuencas sanas
El agua limpia es el recurso más importante a nivel mundial. Cuando las cuencas río arriba están sanas, recogen, almacenan y filtran el agua. Esto proporciona un recurso que puede apoyar la adaptación al cambio climático, la seguridad alimentaria y la resiliencia de las comunidades, además de satisfacer las necesidades básicas de hidratación y saneamiento. Cuando las cuencas no están sanas, los sedimentos obstruyen los sistemas de filtración del agua, los contaminantes fluyen río abajo y los ecosistemas se degradan.
Esa diferencia es crítica. Según un informe de The Nature Conservancy, es probable que más de la mitad de las ciudades del mundo y el 75 por ciento de la agricultura de regadío ya enfrenten una escasez recurrente de agua (Richter 2016). El cambio climático potencia las sequías extremas, desde el oeste de los Estados Unidos hasta Australia, y la contaminación por fuentes como el nitrógeno y el fósforo, se multiplicó por nueve en el último medio siglo. En muchas ciudades, la fuente de agua está muy lejos y bajo una jurisdicción diferente, lo que dificulta la regulación y el tratamiento.
The Nature Conservancy también calcula que, actualmente, 1.700 millones de personas que viven en las ciudades más grandes del mundo dependen del agua que fluye de cuencas vulnerables a cientos de miles kilómetros de distancia (Abell et al., 2017). Esto pone a prueba tanto los sistemas ecológicos como la infraestructura, y la demanda no hace más que crecer. Para el año 2050, dos tercios de la población mundial vivirán en esas ciudades. Ese nivel de demanda simplemente no sería sostenible, en especial en un clima que cambia rápidamente. Los fondos de agua pueden ser soluciones creativas y de varios niveles para dos cuestiones urgentes e interrelacionadas: la calidad y la cantidad del agua.
Crédito: Sebago Clean Waters.
“Los fondos de agua se sitúan en la intersección del suelo, el agua y el cambio climático”, afirma Chandni Navalkha, codirectora de Gestión Sostenible de los Recursos Terrestres e Hídricos del Instituto Lincoln de Políticas de Suelo. “Son un ejemplo del tipo de gobernanza y colaboración intersectoriales y entre varias partes interesadas que se requiere para garantizar la seguridad del agua en un clima cambiante”.
Hace poco, Navalkha supervisó el desarrollo de un caso de estudio sobre la iniciativa Sebago Clean Waters, que el Instituto Lincoln distribuirá a través de su Red Internacional de Conservación del Suelo (Sargent 2022). Cambiar la forma en que históricamente se gestionó el agua no es fácil, sobre todo porque está relacionada con cuestiones como la planificación urbana, el crecimiento económico y la salud pública. Por ello, grupos como el Instituto Lincoln y The Nature Conservancy trabajan con el objetivo de difundir el modelo de fondos de agua mostrando la ciencia que hay detrás de la protección del agua de origen, dando a las comunidades herramientas a fin de encontrar soluciones específicas para los ecosistemas y compartiendo las experiencias de lugares como Portland y Quito.
Lecciones aprendidas de Quito
A fines de la década de 1990, a los funcionarios del Distrito Metropolitano de Quito comenzó a preocuparles la posibilidad de quedarse sin agua suficiente para abastecer a los 2,6 millones de habitantes de la ciudad. Los ecosistemas río arriba que abastecían los acuíferos de la ciudad se estaban erosionando y ese impacto comenzaba a notarse río abajo.
El 80 por ciento del suministro de agua de la ciudad provenía de zonas protegidas dentro de su cuenca: la Reserva Ecológica Antisana, el Parque Nacional Cayambe–Coca y el Parque Nacional Cotopaxi.
“Pero solo eran parques de papel”, dice Silvia Benitez, que trabaja para The Nature Conservancy como gerente de seguridad hídrica de la región de América Latina. En lugar de estar protegidos, los páramos (pastizales de gran biodiversidad y altitud que albergan una variedad de especies endémicas poco comunes y filtran el suministro de agua río arriba) se enfrentaban a múltiples amenazas por el pastoreo de ganado, la agricultura no sostenible y la construcción. En los lugares donde la conservación era una opción posible, la falta de financiamiento dificultaba su implementación.
Benitez dice que los gestores del agua sabían que había que abordar la situación, por lo que la Empresa Pública Metropolitana de Agua Potable y Saneamiento de Quito y The Nature Conservancy crearon un fondo para apoyar el ecosistema río arriba con US$ 21.000 de capital inicial. En los años siguientes, crearon una junta con participación pública, privada y de ONG de la cuenca, incluidos la Empresa Eléctrica Quito, la Cervecería Nacional, el Consorcio CAMAREN, que ofrece capacitación en política social y medioambiental, y The Tesalia Springs Company, una multinacional de bebidas. Todos esos actores tenían un interés en el agua y cada uno aportaba al fideicomiso todos los años.
La ciudad de Quito, Ecuador, obtiene el agua de varias áreas protegidas, incluido el Parque Nacional Cayambe-Coca, que se observa en el fondo. Crédito: SL_Photography vía iStock/Getty Images Plus.
En la actualidad, el FONAG está regulado por la Ley de Mercado de Valores de Ecuador y cuenta con una dotación financiera creciente de US$ 22 millones. Ese financiamiento se utiliza para apoyar proyectos medioambientales río arriba, como la capacitación agrícola y la restauración de vegetación en los páramos, lo que ayuda a limitar la sedimentación.
“Es un mecanismo financiero que aprovecha las inversiones de los sectores público y privado para proteger y restaurar los bosques y los ecosistemas”, dice Adriana Soto, directora regional de The Nature Conservancy para Colombia, Ecuador y Perú. También es una forma de gestionar el agua con visión de futuro, según Soto, que antes fue viceministra del Ministerio de Ambiente y Desarrollo Sostenible de Colombia y forma parte de la junta directiva del Instituto Lincoln. La infraestructura hídrica tradicional, a menudo llamada infraestructura gris, consiste en tuberías, sistemas de filtración de agua y tratamientos químicos diseñados para purificar el agua antes de su uso. Durante mucho tiempo se confió en la infraestructura gris para garantizar que el agua fuera potable y accesible. Pero es cara y requiere mucha energía, puede tener un impacto negativo en la vida silvestre y los ecosistemas, y se descompone con el tiempo. El cambio climático también supone una amenaza para la infraestructura gris; por ejemplo, el aumento de los incendios forestales generó un aumento de la sedimentación que ahoga las plantas de filtración existentes y los ciclos virulentos de tormentas desbordan las plantas de tratamiento de aguas y otra infraestructura clave.
Por el contrario, la infraestructura verde es un enfoque de gestión del agua que se inspira en la naturaleza. La protección de las fuentes río arriba es una forma de inversión en infraestructura verde que puede ayudar a aliviar la presión sobre los sistemas hídricos. Hay casi tantas formas de gestionar agua de origen como fuentes de agua, pero el informe “Urban Water Blueprint” de The Nature Conservancy, que estudió más de 2.000 cuencas, identifica cinco arquetipos: protección de los bosques, reforestación, buenas prácticas de gestión agrícola, restauración del área ribereña y reducción del combustible forestal (McDonald y Shemie 2014).
Por ejemplo, en los páramos de Quito, el FONAG financió proyectos para mantener el ganado alejado de los pastizales más frágiles y contrató a guardias para frenar la quema de malezas, ya que la reconstrucción del ecosistema era una prioridad absoluta. El fondo, que trabaja en casi 5.180 kilómetros cuadrados, protegió más de 28.327 hectáreas de suelo. Este esfuerzo benefició a más de 3.500 familias, ya que les brindó financiamiento para apoyar operaciones agrícolas sostenibles y rentables.
“Una de las cosas buenas de la estrategia son los resultados sociales y económicos”, dice Soto. “No solo aborda la cuestión de la regulación del agua, sino también la resiliencia ante el cambio climático y la conservación de la biodiversidad. Además, fortalece a las comunidades y crea igualdad de género. La mayoría de las tierras agrícolas están a cargo de mujeres”.
El modelo de Quito inspiró a muchos otros fondos de agua, varios creados por The Nature Conservancy. Como estos ejemplos, cada uno tiene estrategias específicas según el lugar y las estructuras de financiamiento:
En 2021, el Fondo de Agua de Ciudad del Cabo invirtió US$ 4,25 millones en quitar vegetación invasora, como los eucaliptos y los pinos, que absorbían un estimado de 15.000 millones de galones de agua por año de una cuenca que enfrenta la sequía, el equivalente a dos meses de suministro de agua. The Nature Conservancy calculó que las soluciones con mayor nivel tecnológico, como las plantas de desalinización o los sistemas de reutilización de aguas residuales, costarían 10 veces más.
Desde que se creó el Fondo de Agua Alto Tana-Nairobi en 2015, los organizadores trabajaron con decenas de miles de las 300.000 granjas agrícolas pequeñas de la cuenca para evitar que el sedimento se escurra por las pendientes escarpadas de la región hasta el río Tana, que provee agua al 95 por ciento de los 4 millones de habitantes de Nairobi. El esfuerzo redujo la concentración de sedimentos en un 50 por ciento, aumentó la producción de agua anual durante la temporada seca en un 15 por ciento e incrementó el rendimiento agrícola en US$ 3 millones por año. En 2021, el fondo se convirtió en una entidad independiente registrada en Kenia.
Representante del Fondo de Agua Alto Tana-Nairobi. Crédito: Nick Hall.
Los químicos que se usan en la producción convencional de bambú contaminaban la reserva Longwu de China, que provee agua potable a dos pueblos de 3.000 habitantes. Con una inversión inicial de US$ 50.000, el Fondo de Agua Longwu ayudó a los agricultores locales a adoptar métodos agrícolas orgánicos e integrales que ahora se usan en el 70 por ciento de los bosques de bambú del área. Además, fomenta el ecoturismo y brinda programas de educación medioambiental. En 2021, el servicio de agua y el gobierno local acordaron pagarle al fondo en nombre de todos los usuarios del servicio de agua.
Medir el progreso
A fin de crear un fondo de agua, se deben establecer sistemas de gobernanza, asegurar el financiamiento, identificar los objetivos de conservación y definir puntos de referencia para medir los progresos. “El desarrollo del argumenbto comercial es difícil: se debe calcular cuánto dinero se necesita y se debe saber dónde se va a invertir”, dice Soto.
Una parte del caso de negocio consiste en demostrar el beneficio ecológico y financiero de un fondo. Soto dice que ese es el mayor desafío, porque los beneficios de la conservación son a largo plazo y no se observan de inmediato.
“La cuestión del agua es complicada”, dice. “El desafío no es solo el tiempo (tenemos que demostrar resultados durante muchos años), sino también el resultado general. ¿En qué medida la calidad o la cantidad del agua se deben al fondo de agua?”. Dice que al FONAG le costó encontrar una forma de cuantificar eso, pero los investigadores de la Universidad San Francisco de Quito ayudaron a establecer un sistema de supervisión que rastreaba la calidad y la cantidad del agua. Ese sistema se usó para registrar el progreso y mostrarles a los inversionistas los beneficios directos de este proyecto.
“No es fácil de vender, sobre todo cuando se trata de comprometer fondos por 50 o 70 años”, dice Benitez. “Pero ahora, 20 años después, tenemos muchas herramientas para mostrar los beneficios de las soluciones con base en la naturaleza”.
Dice que durante esos años, a medida que The Nature Conservancy introdujo fondos de agua en Colombia, Brasil y otros países, han aprendido a mostrarles a los socios potenciales resultados concretos y medibles, y han reunido herramientas y datos cientificos a para respaldar el trabajo.
Ampliación a escala
Con los años, se consideró que el proyecto de Quito tuvo éxito, pero una cosa es la creación de un único fondo de agua y otra es la ampliación del concepto. A medida que el modelo de los fondos de agua se extendió a otros países y continentes, surgieron desafíos.
Cambiar la forma de pensar y operar de las instituciones del agua requiere tiempo y negociación. En cuanto al aspecto financiero, los costos de transacción y de establecimiento pueden ser elevados, y no hay un marco claro para comparar los costos de las soluciones con base en la naturaleza y las infraestructuras grises. Desde el punto de vista logístico, el establecimiento de un fondo nunca se realiza de la misma manera. Por ejemplo, el problema de las especies invasoras en Ciudad del Cabo es diferente al de las necesidades de protección del páramo en Quito.
Para hacer frente a estos desafíos, The Nature Conservancy, junto con el Banco Interamericano de Desarrollo, la Fundación FEMSA, el Fondo Mundial para el Medio Ambiente y la International Climate Initiative, formaron la Alianza Latinoamericana de Fondos de Agua en 2011. El objetivo de la alianza, que se describe en From the Ground Up, un informe de enfoque en políticas del Instituto Lincoln (Levitt y Navalkha 2022), es ampliar el desarrollo de los fondos de agua en la región y proporcionar un modelo internacional sobre cómo ayudar a los centros urbanos a proteger el agua de origen.
Un año después de su puesta en marcha, la alianza publicó un manual destinado a proporcionar recursos que pudieran orientar el trabajo en todas partes, aunque cada lugar se enfrentara a desafíos específicos (TNC 2012). “Hay fondos de agua que trabajan con grupos de pueblos nativos río arriba y hay otros que trabajan con propietarios grandes o agricultores pequeños”, dice Benitez. “El objetivo común es llegar a un acuerdo con los grupos y establecer las responsabilidades del fondo”.
Es diferente en cada caso, pero hay ciertos elementos que pueden ayudar a que un fondo de agua tenga éxito, como la participación política. Por ejemplo, Soto dice que en Bogotá, Medellín y Cartagena, los organizadores del fondo se aseguraron de involucrar al Ministerio de Ambiente y al de Vivienda, que se encarga de las aguas grises. “Trabajar con ellos proporciona una plataforma que facilita el cambio de las políticas, de modo que no empezamos de cero”, dice. The Nature Conservancy también ofrece estrategias para involucrar a las empresas y mostrarles cómo apoyar a los fondos de agua reduce su riesgo a largo plazo.
En 2018, The Nature Conservancy fue un paso más allá: creó la Water Funds Toolbox, una caja de herramientas diseñada para guiar a los socios potenciales por las cinco etapas de un proyecto: la viabilidad, el diseño, la creación, la operación y la consolidación (TNC 2018). La caja de herramientas, que se basa en 20 años de conocimientos adquiridos, muestra cómo y dónde puede ayudar un fondo de agua a mantener la calidad y la disponibilidad hídricas. Además, brinda un marco para los aspectos financiero y de conservación de la planificación.
Maine adopta el modelo
En Maine, los miembros de Sebago Clean Waters implementaron esa caja de herramientas. “Desde el principio, nos esforzamos por diseñar Sebago Clean Waters como un modelo replicable del que pudieran aprender otras coaliciones, regiones y fondos de agua”, dijo Meyer, de la fundación Highstead Foundation.
La coalición evaluó la viabilidad del fondo mediante un estudio encargado a la Universidad de Maine. El estudio determinó que reducir las áreas forestales, incluso en un tres por ciento, podría aumentar notablemente los contaminantes. Según el estudio, si los bosques disminuyeran un 10 por ciento, la cuenca quedaría por debajo de las normas federales de filtración y agrega: “Proteger la exención de evitar la filtración les ahorra a PWD y a sus clientes un estimado de US$ 15 millones al año en los costos anuales adicionales previstos para una planta de filtración” (Daigneault y Strong 2018).
Sebago Clean Waters trabaja para garantizar la protección del 25 por ciento de la cuenca del lago Sebago, y ha comenzado a implementar proyectos que incluyen la conservación del Tiger Hill Community Forest. Crédito: Jerry y Marcy Monkman/EcoPhotography.
El argumento económico era sólido. Los investigadores descubrieron que cada dólar invertido en la conservación de los bosques probablemente produzca entre US$ 4,8 y US$ 8,9 en beneficios, incluida la preservación de la calidad del agua. Sin embargo, si fuera necesaria una planta de filtración, PWD tendría que aumentar las tarifas del agua en aproximadamente un 84 por ciento para compensar los costos de construcción. La conservación de la cuenca también tenía beneficios ecológicos, como proporcionar un hábitat para la trucha y el salmón, reducir la erosión y controlar las inundaciones.
Sebago Clean Waters elaboró un plan para garantizar la conservación de un total del 25 por ciento de la cuenca (14.163 hectáreas) durante 15 años. Comenzaron con proyectos como el Tiger Hill Community Forest, de 566 hectáreas, en la ciudad de Sebago. Esa extensión se protegió mediante una asociación entre Loon Echo Land Trust, miembro de la coalición que trabaja para proteger la región norte del lago Sebago desde 1987, y Trust for Public Land. En 2021, Sebago Clean Waters anunció su participación en un acuerdo que protegería más de 4.856 hectáreas en el condado de Oxford, incluida la cabecera del río Crooked, el afluente principal del lago. La cantidad de suelo protegido en la cuenca aumentó del 10 al 15 por ciento.
La conservación del suelo no es barata ni sencilla, en especial en Nueva Inglaterra, donde gran parte del suelo junto al lago estuvo durante mucho tiempo en manos privadas. Lograr los objetivos del fondo de agua requerirá unos US$ 15 millones. Pero el fondo está cobrando impulso: gracias a una subvención inicial para construir capacidad de US$ 350.000 de U.S. Endowment for Forestry and Communities, el financiamiento privado y empresarial, y el compromiso de Portland Water District de aportar hasta el 25 por ciento del financiamiento de cada proyecto de conservación de cuencas que cumpla sus criterios, la coalición consiguió hace poco un premio de US$ 8 millones del Programa de Asociación de Conservación Regional del USDA.
Las empresas locales también han hecho su aporte. En 2019, Allagash Brewing, de Portland, ofreció donar US$ 0,1 de cada barril de cerveza que fabricara (un total de casi US$ 10.000 al año). Allagash fue la primera de unas 10 empresas, incluidas otras cuatro cervecerías, que se unieron a la coalición. MaineHealth, una red de hospitales del estado, también acaba de unirse.
“La cuestión del agua potable es tan apremiante que no resulta difícil convencer a la gente de protegerla, sobre todo a las cervecerías, porque la cerveza es 90 por ciento agua”, dice Young. “Las personas comprenden el beneficio como empresas y como miembros de la comunidad”. Le sorprenden las razones por las que se unieron tantos socios. Muchos no lo hacen por su cuenta de resultados; les preocupa la sostenibilidad y quieren apoyar a las comunidades donde viven sus empleados.
Sebago Clean Waters ha logrado mucho, pero sus socios son muy conscientes de la necesidad urgente de proteger este recurso relativamente prístino. Al fin y al cabo, conservar el suelo y el agua es más fácil que restaurarlos. Una vez que una fuente de agua limpia desaparece, es difícil recuperarla.
A medida que el modelo de fondos de agua se extiende, revela el verdadero potencial de las asociaciones río arriba y río abajo para lograr un cambio significativo. Esta labor no es sencilla ni inmediata, pero puede tener efectos positivos duraderos en las cuencas y comunidades de todo el mundo. Meyer dijo que el modelo es muy prometedor: “Es increíble ver hasta dónde puede llegar una asociación fundada en la confianza”.
Heather Hansman es una periodista de Colorado y la autora del libro Downriver. Es guía registrada en Maine y una apasionada de los ríos del estado.
Imagen principal: El lago Sebago, Maine. Crédito: Phil Sunkel via iStock/Getty Images Plus.
Referencias
Abell, Robin, Nigel Asquith, Giulio Boccaletti, Leah Bremer, Emily Chapin, Andrea Erickson-Quiroz, Jonathan Higgins, Justin Johnson, Shiteng Kang, Nathan Karres, Bernhard Lehner, Rob McDonald, Justus Raepple, Daniel Shemie, Emily Simmons, Aparna Sridhar, Kari Vigerstøl, Adrian Vogl y Sylvia Wood. 2017. “Beyond the Source: The Environmental, Economic, and Community Benefits of Source Water Protection”. Arlington, VA: The Nature Conservancy.
Daigneault, Adam y Aaron L. Strong. 2018. “An Economic Case for the Sebago Watershed Water & Forest Conservation Fund”. Preparado para The Nature Conservancy por el Centro para Soluciones Sostenibles Senador George J. Mitchell de la Universidad de Maine. Orono, ME: la Universidad de Maine.
McDonald, Robert y Daniel Shemie. 2014. “Urban Water Blueprint: Mapping Conservation Solutions to the Global Water Challenge”. Arlington, VA: The Nature Conservancy.
Richter, Brian. 2016. Water Share: Using Water Markets and Impact Investment to Drive Sustainability. Arlington, VA: The Nature Conservancy.
Sargent, Jessica. 2022. “Sebago Source Protection: Collaboration, Conservation, and Co-Investment in a Drinking Water Supply”. Caso de estudio. Junio. Cambridge, MA: Instituto Lincoln de Políticas de Suelo.
TNC (The Nature Conservancy). 2012. “Water Funds: Conserving Green Infrastructure”. Arlington, VA: The Nature Conservancy.
Upstream and Downstream Communities Join Forces to Protect Water Supplies
By Heather Hansman, October 6, 2022
SHARE
Twenty miles upstream of Portland, Maine, lies Sebago Lake, the state’s deepest and second-biggest body of water. The lake provides drinking water to 16 percent of Maine’s population, including residents of Portland, the state’s largest city. It holds nearly a trillion gallons of clear, cold water. Portland’s water utility has earned one of only 50 federal filtration exemptions in the country, which means the water, although treated to ward off microorganisms, does not have to be filtered before it flows into the city’s taps.
“The primary reason it’s so pure is that most of the watershed is still forested,” says Karen Young, director of Sebago Clean Waters, a coalition working to protect the area. Eighty-four percent of the 234,000-acre watershed is covered in forests—a mix of pine, oak, maple, and other species that filter water and help make this system work so well. But those forests face threats. Between 1987 and 2009, the watershed lost about 3.5 percent of its forest cover. Just 10 percent of the area was conserved. In 2009, 2014, and 2022, the U.S. Forest Service ranked the Sebago watershed as one of the nation’s most vulnerable, due to threats from development.
Over the last couple of decades, conservation groups began to worry about the future of this critical resource—and the Portland Water District (PWD) was worried, too. An independent utility that serves more than 200,000 people in Greater Portland, PWD purchased 1,700 acres around the water intake in 2005 and adopted a land preservation policy in 2007. In 2013, it established a program to help support conservation projects undertaken by local and regional land trusts.
Most of these organizations were working independently until 2015, when The Nature Conservancy brought them together to develop a conservation plan for the lake’s largest tributary, the Crooked River. That convening evolved into the Sebago Clean Waters coalition, which includes nine local and national conservation groups, the water district, and supporters from the business community. As they explored creative ways to protect the lake and the land around it, the idea of creating a water fund surfaced.
Water funds are private-public partnerships in which downstream beneficiaries like utilities and businesses invest in upstream conservation projects to protect a water source—and, by extension, to ensure that the supply that reaches users is as clean and plentiful as possible. In 2016, Spencer Meyer of the Highstead Foundation—one of the groups that founded Sebago Clean Waters—took a trip to Quito, Ecuador, with The Nature Conservancy. The group visited with representatives of the Fund for the Protection of Water for Quito (FONAG), a leading example of this novel source water protection model. Meyer saw some similarities to the situation in Maine.
“We thought, ‘What if we could bring the partners together as a whole system to accelerate the pace of conservation?’” he says. “And could we apply that model to a healthy watershed, to take a proactive position and build this financial model in a place where it isn’t too late?”
A water fund is a financial tool, but it’s also a governance mechanism and management framework that brings multiple stakeholders to the table. Quito’s fund, launched in 2000, is the longest-standing one in the world. Similar projects have proliferated across the globe, particularly in Latin America and Africa. According to The Nature Conservancy, more than 43 water funds are operating in 13 countries on four continents, with at least 35 more in the works.
The Importance of Healthy Watersheds
Globally, clean water is our most important resource. When upstream watersheds are healthy, they collect, store, and filter water. That provides a resource that can, in addition to meeting basic hydration and sanitation needs, support climate change adaptation, food security, and community resilience. When watersheds are not healthy, sediment clogs up water filtration systems, pollutants flow downstream, and ecosystems become degraded.
That difference is crucial. According to a Nature Conservancy report, more than half the world’s cities and 75 percent of irrigated agriculture are likely already facing recurring water shortages. Climate change is fueling extreme drought, from the U.S. West to Australia, and pollution from sources like nitrogen and phosphorus has grown ninefold in the last half century. In many cities, the source of water is far away and under different jurisdiction, which makes regulation and treatment challenging.
The Nature Conservancy also estimates that 1.7 billion people living in the world’s largest cities currently depend on water flowing from fragile source watersheds hundreds of miles away. That puts strain on both ecological systems and infrastructure, and demand is only growing. By 2050, two-thirds of the global population will live in those cities. That level of demand simply may not be sustainable, especially in a rapidly changing climate. Water funds can be creative, multilayered solutions to two urgent, interlocking issues: water quality and quantity.
Credit: Sebago Clean Waters
“Water funds sit at the intersection of land, water, and climate change,” says Chandni Navalkha, associate director of Sustainably Managed Land and Water Resources at the Lincoln Institute of Land Policy. “They are an example of the kind of cross-sectoral, multi-stakeholder governance and collaboration that is required to maintain water security in a changing climate.”
Navalkha recently oversaw the development of a case study of the Sebago Clean Waters initiative, which the Lincoln Institute will distribute through its International Land Conservation Network. Changing the way water has been historically managed isn’t easy, particularly because it’s tangled up in issues like city planning, economic growth, and public health. So groups like the Lincoln Institute and The Nature Conservancy are working to spread the water fund model by showing the science behind source water protection, giving communities tools to find ecosystem-specific solutions, and sharing the experiences of places like Portland and Quito.
Lessons from Quito
In the late 1990s, officials in the Metropolitan District of Quito started to worry that they were running out of water to support the city’s 2.6 million residents. The upstream ecosystems that filled the city’s aquifers were eroding, and those impacts were trickling downstream.
A full 80 percent of the city’s water supply originated from protected areas within its watershed: the Antisana Ecological Reserve, Cayambe Coca National Park, and Cotopaxi National Park. “But they were only paper parks,” says Silvia Benitez, who works for The Nature Conservancy as water security manager for the Latin American Region. Instead of being protected, the area’s páramos—biodiverse high-altitude grasslands that are home to a range of rare endemic species and filter the upstream water supply—were facing multiple threats from livestock grazing, unsustainable agriculture, and construction.
Where conservation was an option, lack of funding made it difficult to achieve. Benitez says water managers knew the situation needed to be addressed, so the Municipal Sewer and Potable Water Company of Quito and The Nature Conservancy set up a fund to support the upstream ecosystem with $21,000 in seed money. Over the next four years they built a board of public, private, and NGO watershed actors, including Quito Power Company, National Brewery, Consortium CAMAREN, which provides social and environmental policy training, and the Tesalia Springs Company, a multinational beverage corporation. All of those stakeholders had a vested interest in water, and each contributed to the trust every year.
Quito’s water sources include Cayambe Coca National Park, visible in the
background. Credit: SL_Photography via iStock/Getty Images Plus.
Today, FONAG is regulated by the Securities Market Law of Ecuador and has a growing endowment worth $22 million. That funding is used to support upstream environmental projects like agricultural training and plant restoration in the páramos, which helps limit sedimentation.
“It’s a financial mechanism that harnesses investments from private and public sectors to protect and restore forests and ecosystems,” says Adriana Soto, The Nature Conservancy’s regional director for Colombia, Ecuador, and Peru. It’s also a forward-thinking way to manage water, says Soto, who was previously vice minister of Environment and Sustainable Development of Colombia and serves on the board of the Lincoln Institute.
Traditional water infrastructure—often called gray infrastructure—consists of pipes, water filtration systems, and chemical treatments, which are designed to purify water before it’s used. Gray infrastructure has long been relied on to ensure that water was potable and accessible. But it’s expensive and energy intensive, it can negatively impact wildlife and ecosystems, and it breaks down over time. Climate change is also posing threats to gray infrastructure; for instance, intensifying wildfires have led to increased sedimentation that chokes existing filtration plants, and virulent storm cycles have overwhelmed water treatment plants and other key pieces of infrastructure.
By contrast, green infrastructure is a water management approach that takes its cue from nature. Protecting upstream water sources is a form of green infrastructure investment that can help alleviate the pressure on water systems. There are almost as many ways to manage source water as there are water sources, but The Nature Conservancy’s “Urban Water Blueprint” report, which surveyed more than 2,000 watersheds, identifies five archetypes: forest protection, reforestation, agricultural best management practices, riparian restoration, and forest fuel reduction.
For instance, in the páramos above Quito, FONAG funded work to keep cattle off the most fragile grasslands and employed guards to stop rogue burning, because rebuilding the ecosystem was a top priority. Working across nearly 2,000 square miles, the fund has now protected more than 70,000 acres of land. This effort has benefited more than 3,500 families, providing funding to support sustainable, profitable farming operations.
“One of the beauties of the strategy is the social and economic results,” Soto says. “It’s not just tackling water regulation, it tackles climate change resiliency, biodiversity conservation, and it strengthens communities and creates gender equality. Most of the farms are led by women.”
Quito’s model inspired a swell of other water funds, many launched by The Nature Conservancy. Like these examples, each has place-specific strategies and funding structures:
In 2021, the Greater Cape Town Water Fund invested $4.25 million in removing invasive plants such as gum, pine, and eucalyptus trees, which were absorbing an estimated 15 billion gallons of water each year from this drought-stricken watershed—equal to a two-month water supply. More heavily engineered solutions like desalination plants or wastewater reuse systems would have cost 10 times as much, The Nature Conservancy estimated.
Since the Upper Tana–Nairobi Water Fund launched in 2015, organizers have worked with tens of thousands of the watershed’s 300,000 small farms to keep sediment from running down the region’s steep slopes into the Tana River, which provides water for 95 percent of Nairobi’s 4 million residents. The effort has reduced sediment concentration by over 50 percent, increased annual water yields during the dry season by up to 15 percent, and increased agricultural yields by up to $3 million per year. In 2021, the fund became an independent, Kenyan-registered entity.
A representative of the Upper Tana-Nairobi Water Fund. Credit: Nick Hall.
The chemicals used in conventional bamboo production were polluting China’s Longwu Reservoir, which provides drinking water to two villages of 3,000 people. With an initial investment of $50,000, the Longwu Water Fund has helped local farmers adopt organic and integrated farming methods, now used in 70 percent of the area’s bamboo forests; promote ecotourism; and provide environmental education programs. In 2021, the water utility and local government agreed to pay into the fund on behalf of all water users.
Measuring Progress
Water funds support conservation projects that address a range of issues, including sedimentation and turbidity, nutrient build-up, and aquifer recharge. They also create social and environmental cobenefits, like protecting and regenerating habitat and sequestering emissions.
There are financial upsides as well: according to The Nature Conservancy, these investments in land management can provide more than $2 in benefits for every $1 invested over 30 years. One in six cities could recoup the costs of investing in upstream conservation through savings in annual water treatment costs alone.
Creating a water fund requires establishing governance systems, securing funding, identifying conservation goals, and defining benchmarks for measuring progress. “The business case development is hard: how much money, where is it going to be invested,” Soto says. Part of the business case is demonstrating the ecological and financial benefit of a fund. Soto says that’s the biggest challenge, because the benefits of conservation are long term, and don’t present themselves immediately.
“Water is difficult,” she says. “The challenge is not only time—we have to prove the case over many years—but also the aggregated result. How much of the water quality or quantity is because of the water fund?” She says FONAG struggled to find a way to quantify that, but researchers from San Francisco de Quito University helped set up a monitoring system that tracked water quality and quantity. That system has been used to mark progress and to show investors the direct benefits of this work.
“It’s not an easy sell, especially when you’re talking about committing funding for 50 or 70 years,” Benitez says. “But now, 20 years later, we have a lot of tools to show the benefits of nature-based solutions.”
She says that over those years, as The Nature Conservancy has introduced water funds in Colombia, Brazil, and other countries, they’ve learned to show potential partners concrete, measurable outcomes, and they’ve gathered tools and science to back up the work.
Scaling Up
Quito’s project has been considered a success over the years, but while building a single water fund is one thing, scaling the concept is another. As the water fund model has expanded to other countries and continents, challenges have come up. Changing the way water institutions think and operate takes time and negotiation. On the financial side, transaction and set-up costs can be high, and there’s no clear framework to compare the costs of nature-based solutions and gray infrastructure. Logistically, setting up a fund is different every time; Cape Town’s invasive species problem is different, for example, from Quito’s páramo protection needs.
To address these challenges, The Nature Conservancy—along with the Inter-American Development Bank, the FEMSA Foundation, the Global Environment Facility, and the International Climate Initiative—formed the Latin America Water Funds Partnership in 2011. The goal of the partnership, which is described in From the Ground Up, a recently published Lincoln Institute Policy Focus Report, is to scale the development of water funds in the region and provide a global model for how to help urban centers with source water protection.
A year after its launch, the partnership published a manual intended to provide resources that could guide work everywhere, even though each place faced specific challenges. “We have water funds that work with indigenous groups upstream, and we have other funds that have more large landowners, or small farmers,” Benitez says. “Our common purpose is to establish agreement with the groups and set up the responsibilities of the fund.”
That’s different in every case, but there are certain elements that can help make a water fund successful, like political involvement. For instance, Soto says that in Bogotá, Medellín, and Cartagena, fund organizers made sure to involve Colombia’s Ministry of Environment and Ministry of Housing, which is in charge of graywater. “Having them on board provides a platform to facilitate policy change, so we don’t start from scratch,” she says. The Nature Conservancy also offers strategies to engage companies, and to show them how supporting water funds reduces their long-term risk.
In 2018, The Nature Conservancy took the framework a step further, building a Water Funds Toolbox designed to guide potential partners through five stages of a project: feasibility, design, creation, operation, and consolidation. The toolbox, which leans on 20 years of accrued knowledge, shows how and where a water fund can help with water quality and availability, and provides a framework for the financial and conservation side of planning, too.
Maine Adopts the Model
In Maine, the members of Sebago Clean Waters took that toolbox and ran with it. “From the very beginning, we strived to design Sebago Clean Waters as a replicable model for other coalitions, regions, and water funds to learn from,” said Meyer, of the Highstead Foundation.
The coalition assessed the fund’s feasibility, commissioning a study by the University of Maine. The study found that reducing area forest cover by even 3 percent could noticeably increase pollutants. If forest cover decreased by 10 percent, it would cause the watershed to fall below federal filtration standards, the study said: “Protecting the filtration-avoidance waiver saves PWD and its customers an estimated $15 million per year in expected additional annual filtration plant costs.”
Sebago Clean Waters has supported projects including the conservation of Tiger Hill Community Forest. Credit: Jerry and Marcy Monkman/EcoPhotography.
The economic argument was strong. The researchers found that every dollar invested in forestland conservation is likely to yield between $4.80 and $8.90 in benefits, including the preservation of water quality. If a filtration plant became necessary, however, PWD would need to increase water rates by about 84 percent to offset the costs of construction. There were ecological benefits to conserving the watershed, too, like providing habitat for trout and salmon, reducing erosion, and managing floods.
Sebago Clean Waters came up with a plan to ensure that a total of 25 percent of the watershed—35,000 acres—was conserved over the course of 15 years. They started with projects like the 1,400-acre Tiger Hill Community Forest in the town of Sebago. That tract was protected through a partnership between the Loon Echo Land Trust, a member of the coalition that has worked to protect the northern Sebago Lake region since 1987, and the Trust for Public Land. In 2021, Sebago Clean Waters announced its participation in a deal that would protect more than 12,000 acres in Oxford County, including the headwaters of the Crooked River, the lake’s main tributary. The amount of protected land in the watershed has increased from 10 percent to 15 percent.
Land conservation isn’t cheap or easy, especially in New England, where much of the lakeside land has long been in private hands. Achieving the water fund’s goals will take an estimated $15 million. But the fund is gaining momentum: building on an initial capacity-building grant of $350,000 from the U.S Endowment for Forestry and Communities; private and corporate funding; and a commitment by the Portland Water District to provide up to 25 percent of funding for each watershed conservation project that meets its criteria, the coalition recently landed an $8 million Regional Conservation Partnership Program award from the USDA.
Local businesses have also stepped up. In 2019, Portland’s Allagash Brewing offered to donate 10 cents from every barrel of beer it brewed, a total of about $10,000 a year. Allagash was the first of about 10 companies—including four other breweries—that have joined the coalition. MaineHealth, a statewide hospital network, just got involved as well.
“Drinking water is so compelling, it’s not a hard sell to talk to people about protecting it—particularly the breweries, because beer is 90 percent water,” Young says. “They understand the benefit as a business and as a community member.” She’s been surprised at the reasons so many partners have come on board. Many aren’t doing it because of their bottom line; they’re concerned with sustainability, and with supporting the communities where their employees live.
Sebago Clean Waters has accomplished a great deal, but its members are very aware of the time-sensitive need to protect this relatively pristine resource. After all, conserving land and water is easier than restoring them. Once a clean water source is gone, it’s hard to bring back.
As the water fund model spreads, it’s illustrating the real potential of upstream-downstream partnerships to make meaningful change. This work is not simple or immediate, but it can have lasting positive impacts in watersheds and communities around the world. Meyer said the model holds great promise: “It’s powerful to see how far a trust-based partnership can go.”
Heather Hansman is a Colorado-based journalist and the author of the book Downriver. She’s a Registered Maine Guide and a lover of the state’s rivers.
Lead image: Sebago Lake, Maine. Credit: Phil Sunkel via iStock/Getty Images Plus.