Topic: Urbanization

Ciudades e infraestructura

Un camino difícil por delante
Gregory K. Ingram and Anthony Flint, July 1, 2011

Las ciudades norteamericanas tienen un potencial prometedor a largo plazo como centros de innovación y crecimiento, y la expansión tecnológica y de las ciencias de la salud están comenzando a compensar la erosión de varias décadas en el sector de manufactura. Las ciudades siguen siendo también lugares llenos de vitalidad, que ofrecen opciones de diseño urbano, densidad y transporte que atraen a residentes de todas las edades y procedencias. De hecho, nueve de las diez ciudades más pobladas de los Estados Unidos han crecido en población en la última década, según el censo de 2010.

Sin embargo, las perspectivas de corto plazo de las ciudades están cargadas de desafíos. Con el reciente brusco descenso en los ingresos tributarios, causado por el colapso del mercado inmobiliario en 2008 y la consiguiente crisis financiera y recesión económica, se ha hecho extraordinariamente difícil para los gobiernos locales y estatales mantener los servicios básicos, por no mencionar los planes de inversion para el futuro. Los fondos federales de la Ley de Recuperación y Reinversión de los Estados Unidos (American Recovery and Reinvestment Act, o ARRA) ayudaron a los gobiernos locales a compensar la disminución de la renta de los últimos tres años, pero los fondos de ARRA ya no están disponibles para el año fiscal entrante (una transición que se ha dado por llamar “el precipicio”), obligando a los funcionarios locales a hacer frente en su totalidad al efecto causado por el déficit de ingresos.

El Foro Periodístico sobre Suelos y el Entorno Edificado: La Próxima Ciudad (Journalists Forum on Land and the Built Environment: The Next City) de 2011 reunió a académicos, profesionales y líderes politicos con periodistas de los medios impresos y audiovisuals para explorar el tema de la infraestructura de las ciudades en el contexto de la recuperación económica presente. Este programa es producto de una asociación anual entre el Instituto Lincoln, la Fundación Nieman de Periodismo de la Universidad de Harvard, y la Facultad de Estudios de Posgrado en Diseño de Harvard.

Los debates del Foro se centraron en dos enfoques para las inversiones en infraestructura y sus servicios asociados. El primero fue un enfoque a corto plazo de las inversiones en infraestructura como estímulo fiscal, con objeto de recuperar el nivel de actividad económica y aumentar el empleo. El segundo fue un enfoque a más largo plazo en cuanto a la función que cumple la infraestructura para sustentar la transformación de las economías municipales y el aumento de competitividad y habitabilidad en un mundo globalizado.

La infraestructura y la crisis fiscal de los gobiernos locales

La necesidad del país de contar con un estímulo fiscal para impulsar la economía en 2009 llevó a plantear inversiones colosales en infraestructura para satisfacer esta necesidad. No obstante, los tipos de proyectos que se podían iniciar rápidamente a nivel local tendían a ser esfuerzos de pequeña escala, como reparación de caminos y mantenimiento de instalaciones. Las iniciativas más ambiciosas, como los trenes de alta velocidad interurbanos, no llegaron a materializarse debido a problemas presupuestarios y de endeudamiento, y porque todas ellas requerían una mayor planificación antes de poder proceder a la etapa de implementación.

Lawrence H. Summers, quien recientemente retomó su cargo de profesor en Harvard después de haber sido director del Consejo Económico Nacional en la Casa Blanca, defendió el plan de estímulo de la administración Obama, que consideró necesario para restaurar la confianza en el sistema financiero y evitar que la recesión “pasara a formar parte de los libros de historia”. No obstante, admitió que “si bien los gobiernos locales pudieron usar los fondos de estímulo para cubrir déficits de ingresos, había muy pocos proyectos grandes listos para empezar”.

Más aún, la cruda realidad de la presión fiscal es que las ciudades no pueden concentrarse en proyectos de infraestructura en gran escala y a largo plazo porque están ocupadas en recortar gastos y realizar cambios en la dotación de los serviciospúblicos locales, señaló Michael Cooper, periodista de The New York Times. Algunos ejemplos de estos recortes en los servicios incluyen el programa de licencia sin goce de sueldo todos los viernes para los maestros públicos de Hawái durante el año escolar en curso; el niño de San Diego que murió atragantado con un chicle porque la estación de bomberos más cercana estaba cerrada debido a las clausuras rotativas; las decisiones de Colorado Springs de apagar un tercio de los faroles de alumbrado todas las noches, y de subastar el helicóptero de la policía; y el pueblo de California que destituyó a su alcalde porque acondicionó las tuberías de Madera deterioradas del sistema de aguas, pero aumentó las tarifas para pagar esta reparación.

Muchas jurisdicciones también tienen problemas fiscales con la falta de financiación de los fondos de pensión y de beneficios sociales. Algunas están agravando el problema simplemente dejando de realizar los pagos anuales requeridos, una medida de emergencia adoptada, por ejemplo, por el gobernador Chris Christie en Nueva Jersey. El Mercado de bonos municipales se está tambaleando y algunas ciudades, como Harrisburg, Pensilvania, se encuentran al borde de la quiebra. Los deficits fiscales están creciendo porque los gobiernos locales han gastado lo último que les quedaba de los fondos de ARRA.

Adrian Fenty, exalcalde de Washington, DC, afirmó que las ciudades se tienen que gestionar de forma similar a un negocio, adoptando una política de rendimiento y alejándose de la política de patrocinio. Es necesario mejorar tanto la eficiencia del suministro básico de servicios como la gestión de las finanzas municipales. Dado que la educación es tan importante para el crecimiento económico de las ciudades, su administración dio prioridad a una reforma educativa, concerniente tanto a la infraestructura humana como a la física, de manera que, durante su mandato en la alcaldía, su administración clausuró el 20 por ciento de las escuelas y redujo el personal administrativo un 50 por ciento. También renegoció los contratos de los maestros, ofreciendo un sistema de remuneración basado en el mérito y sin cargo fijo, que fue aceptado por el 60 por ciento de los maestros.

Desafíos de infraestructura: El caso del tren de alta velocidad

La iniciativa de 53 mil millones de dólares del presidente Barack Obama para construir trenes de alta velocidad ha puesto en evidencia los desafíos de la crisis fiscal en los gobiernos locales. Los gobernadores de Florida, Ohio y Wisconsin devolvieron los fondos federales asignados para ferrocarriles interurbanos con el argumento de que sus gobiernos locales y estatales no estaban en condiciones de asumir los gastos de explotación y mantenimiento, al tiempo que cuestionaban las proyecciones de tráfico de pasajeros. El proyecto de tren de alta velocidad de California, si bien estaba financiado por una emisión de bonos aprobada por los votantes, se encuentra con una oposición similar debido a las cargas financieras y a las disputas sobre el uso de suelos locales.

Bruce Babbitt, exgobernador de Arizona y Secretario del Departamento del Interior de los Estados Unidos, y miembro de la junta directiva del Lincoln Institute, dijo que la campaña de la administración Obama para construir ferrocarriles interurbanos de alta velocidad fue un “desastre político”, y que la visión subyacente se tenía que reevaluar. Sugirió que se usara como modelo el Corredor del Noreste, y que un plan revisado debería incluir un sistema bien definido de refinanciación confiable, similar a la estrategia adoptada para construir el sistema de autopistas interestatales.

El pago de la infraestructura de los ferrocarriles de alta velocidad exigirá una fuente de financiamiento específica, quizás mediante un aumento en el impuesto sobre la gasoline en los estados por donde se localizarán las nuevas líneas de ferrocarril, y un sistema de recuperación de plusvalías que comprometa a los propietarios privados que se beneficiarían del aumento en el valor de sus propiedades como consecuencia de estos proyectos de obras públicas. “No tenemos el coraje político para definir nuestra prioridades”, dijo Babbitt. Hará falta un “martillo nacional” para abordar el déficit de infraestructura del país sin abdicar del control a los gobernadores y los estados.

Los ferrocarriles de alta velocidad podrán vivir o morir de acuerdo a consideraciones económicas. Petra Todorovich, directora ejecutiva de America 2050, que ha efectuado numerosos análisis del potencial del ferrocarril de alta velocidad, propuso un marco de 12 megaregiones en los Estados Unidos que representan conjuntos de áreas metropolitanas donde la mejora en el servicio de ferrocarril brindaría el mayor potencial para reemplazar al automóvil y al viaje en avión de corta duración. Los trenes de alta velocidad pueden intensificar los mercados laborales, aumentar las economías de aglomeración y aumentar la productividad, al vincular grandes centros urbanos. Japón, Francia y China se encuentran entre los países que han demostrado cómo las líneas ferroviarias interurbanas pueden promover las sinergias económicas por medio de la ubicación estratégica de las estaciones para trenes de alta velocidad y sus conexiones con otros trenes y demás sistemas de transporte.

Este argumento de aprovechamiento económico fue respaldado por Edward Rendell, exgobernador de Pensilvania y alcalde de Filadelfia, y miembro de Building America’s Future, una campaña de revitalización de infraestructura deteriorada en todo el país. Rendell argumenta que los Estados Unidos han estado descansando sobre los laureles de las inversiones pasadas, y que la revitalización de los degradados cimientos físicos de la nación es ahora una prioridad urgente. Sin una infraestructura de nivel mundial, el país no será competitivo para atraer inversiones privadas, innovación tecnológica rápida y sustentable, y un crecimiento de la productividad, y no podrá mantener el crecimiento de buenos puestos de empleo a nivel nacional.

La infraestructura y el futuro de las ciudades

A medida que la recuperación se afiance y vuelva el crecimiento económico, serán necesarias inversions en nuevas tecnologías de comunicación, energía verde, sistemas urbanos inteligentes, transporte -como los trenes de alta velocidad y los sistemas de transporte colectivo- y otras obras de infraestructura, para ayudar a las ciudades a cumplir su papel de centros de innovación, cultura y productividad.

La visión de infraestructura combinada con el planeamiento a largo plazo también es fundamental para que las ciudades se puedan adaptar al impacto inevitable de los cambios climáticos, tales como un aumento posible en el nivel del mar de un metro con las consiguientes marejadas de tempestad, inundaciones y aumento en la cantidad de eventos climáticos extremos. La infraestructura de la mayoría de las ciudades costeras es tan vieja que incluso un huracán moderado puede causar importantes daños, dijo Ed Blakely, profesor de Política Pública de la Universidad de Sídney y “exzar” de la recuperación de Nueva Orleans tras el huracán.

Las ciudades han elaborado sus planes actuales sobre la base del registro meteorológico relativamente calmo de los últimos 200 años, pero esta calma probablemente se irá reduciendo a causa del cambio climático, de modo que la infraestructura existente resultará inadecuada u obsoleta. No se debe prestart atención a los esfuerzos de reconstrucción después de catástrofes como los del huracán Katrina, dijo Blakely, sino a la reubicación, reposicionamiento y “garantías de futuro” para ciudades más resistentes.

La infraestructura como servicio de utilidad pública que mejora la habitabilidad de la ciudad se puede observar en el proyecto High Line de la ciudad de Nueva York, consistente en el cambio de uso de una línea de trenes de carga elevada que pasa por el Meatpacking District y Greenwich Village. Uno de los arquitectos de ese proyecto, Liz Diller, socia de Diller, Scofidio y Renfro, sugirió que este tipo de mejoras puede transformar las áreas urbanas, funcionar como centros para eventos sociales y culturales, y promover la actividad económica, si bien advirtió que “la arquitectura no puede resolver en realidad grandes problemas”.

A pesar de la crisis fiscal actual, se espera que las ciudades experimenten otros cambios que puedan ayudar a su recuperación económica. Entre ellos, podemos mencionar las consecuencias de la crisis inmobiliaria actual, que probablemente genere demanda de propiedades en alquiler, y el desplazamiento demográfico a medida que la generación de baby boomers se vaya jubilando y mudando a casas más pequeñas.

Arthur C. (Chris) Nelson, profesor de la Universidad de Utah, notó que ambos cambios pueden generar más demanda de estilos de vida urbanos. Por ejemplo, se puede observar ya una reducción en la demanda de casas unifamiliares ocupadas por sus propietarios en la periferia metropolitana de las Rocosas, el Sudoeste y el Sur, donde hay subdivisions completas que están virtualmente vacías. El porcentaje de familias que son dueñas de sus casas ha disminuido desde un máximo de 69,2 por ciento en 2004 a 66,4 por ciento en 2011, generando una mayor demanda de unidades de alquiler, que normalmente están ubicadas en áreas más urbanizadas.

Los desplazamientos demográficos también están relacionados con cambios en la composición de los hogares. Para 2030, los hogares unipersonales constituirán un tercio de la población, y sólo alrededor de un 25 por ciento de los hogares incluirá niños, comparado con el 45 por ciento en 1970 y el 33 por ciento en 2000. Estos cambios promoverán probablemente un ajuste significativo en los mercados y valores inmobiliarios, a medida que los baby Boomers envejezcan y pongan a la venta sus casas suburbanas y se muden a ubicaciones más urbanizadas con acceso a transporte público y a barrios peatonales. Al mismo tiempo, los próximos cambios en los mercados hipotecarios y la reforma de Fannie Mae y Freddie Mac puedan llegar a aumentar el costo del financiamiento hipotecario (y de ser propietario de una casa) e inducir a las familias más jóvenes a alquilar en vez de comprar.

Las ciudades como motor de crecimiento

La inversión en infraestructura para respaldar las regiones metropolitanas puede justificarse también por la sorprendente fortaleza de las propias ciudades. El resurgimiento urbano se puede observar en el crecimiento de los ingresos de profesionales altamente especializados, la disminución relativamente modesta de los precios de las viviendas y hasta en los recientes incrementos en varias ciudades prósperas, y en una concentración de innovación en las áreas urbanas, dijo el profesor de economía de Harvard Edward Glaeser. “Podríamos mudarnos a cualquier lugar que se adecúe a nuestra biofilia”, dijo. “Pero seguimos atraídos por las ciudades”.

El crecimiento de la población urbana está altamente correlacionado con los ingresos urbanos promedio, los niveles de educación y la participación en la tasa de empleo en pequeñas empresas, a medida que las ciudades siguen atrayendo a emprendedores y promoviendo la productividad. Si los ingresos en otros lugares fueran como los de la ciudad de Nueva York, el PIB nacional aumentaría un 43 por ciento, dijo Glaeser. Las ciudades también resultarán atractivas por su valor medioambiental, por ser lugares de densidad y transporte público, con un uso relativamente menor de energía per cápita y menor emisión de carbono que las áreas suburbanas y rurales. G laeser rechazó las normas de edificación y las regulaciones restrictivas que desalientan el aumento de densidad y hacen que los barrios urbanos antiguos de baja altura estén “fosilizados en ámbar”. También recalcó que la educación pública sigue siendo la inversión más importante que las ciudades pueden y deben hacer para mejorar el crecimiento económico y la calidad de vida.

A medida que se recuperen la economía nacional y los ingresos de los gobiernos locales, una de las prioridades claves será equilibrar los gastos actuales en servicios y las inversiones de más largo plazo. El crecimiento económico facilitará el financiamiento de inversiones en infraestructura, pero éstas serán necesarias a su vez para aumentar el crecimiento económico. El desafío será encontrar una manera políticamente viable de romper este círculo vicioso.

Sobre los autores

Gregory K. Ingram es presidente y gerente ejecutivo del Instituto Lincoln de Políticas de Suelo.

Anthony Flint es fellow y director de asuntos públicosen el Instituto Lincoln de Políticas de Suelo.

Informe del presidente

La política medioambiental y el desarrollo urbano en China
Gregory K. Ingram, April 1, 2013

Desde la primera reforma económica ocurrida en 1978 hasta la liberalización de inversiones extranjeras y el desarrollo del sector privado que se dio entre mediados de la década de 1980 hasta la actualidad, las principales reformas económicas de China han tenido como prioridad lograr una alta tasa de crecimiento económico. Estas políticas funcionaron tan bien que el PIB per cápita en dólares constantes en China aumentó cerca de un 10 por ciento anual de 1980 a 2010. Este rendimiento en el crecimiento no tiene precedentes en un país de grandes dimensiones, pero ha sido acompañado por incontables costos, tales como la transformación estructural de la economía, el ajuste social y las migraciones y la degradación medioambiental. En un nuevo libro del Instituto Lincoln titulado China’s Environmental Policy and Urban Development (La política medioambiental y el desarrollo urbano en China), editado por Joyce Yanyun Man, se trata el último de estos temas. Según este libro, de acuerdo con las estimaciones realizadas por agencias gubernamentales, los costos medioambientales sin documentar asociados a la producción económica fueron del 9,7 por ciento del PIB en 1999 al 3 por ciento en 2004.

El crecimiento económico en países de bajos ingresos por lo general viene acompañado de costos medioambientales. Este trueque se ve plasmado en la “curva medioambiental de Kuznets”, según la cual la calidad medioambiental se deteriora con el crecimiento económico en los niveles de bajos ingresos y luego mejora con el crecimiento económico en los niveles de ingresos más altos. Según lo indicado en este libro, las estimaciones de la curva medioambiental de Kuznets para las ciudades chinas entre 1997 y 2007 muestran que, durante dicho período, los índices de contaminación industrial en China se redujeron a medida que aumentaron los ingresos, lo que indica que las ciudades con ingresos más altos experimentaron mejoras en estos índices de calidad medioambiental conforme aumentaron sus ingresos.

Varios de los autores de los capítulos de este libro afirman que las políticas medioambientales de China y su rendimiento se encuentran en una etapa de transición. Los indicadores medioambientales están mejorando en respuesta a las nuevas políticas y reglamentaciones, mientras que el crecimiento económico continúa. Al mismo tiempo, China también ha sufrido reveses en este sentido. Por ejemplo, ciertos eventos de gravedad extrema, como la combinación de un clima extremadamente frío con inversiones atmosféricas que se dio este invierno en Beijing, produjeron niveles muy altos de concentraciones de partículas en dicha ciudad.

La lógica detrás de la curva medioambiental de Kuznets implica diferentes elementos, tanto de demanda como de oferta. En cuanto a la demanda, las poblaciones con ingresos más altos demuestran apreciar cada vez más los servicios que tienen que ver con el medio ambiente, por lo que defienden las mejoras medioambientales. Con respecto a la oferta, las inversiones en nuevas capacidades hacen uso de equipos modernos con procesos que respetan el medio ambiente y tecnologías de control más accesibles económicamente. Las últimas mejoras medioambientales en China también derivan del fortalecimiento de los entes de regulación ambiental. En 1982, la función que tenía la Agencia de Protección Medioambiental era principalmente de asesoramiento. No obstante, en 1988 se transformó en una agencia nacional; en 1998 se convirtió en un ente más independiente, la Agencia Estatal de Protección Medioambiental; y posteriormente, en 2008, se elevó la jerarquía del ente para convertirse en el Ministerio de Protección Ambiental.

La creciente influencia de las agencias de protección medioambiental centrales se vio acompañada por un cambio en el estilo de las reglamentaciones. El antiguo énfasis que se daba a las normas de orden y control (tales como las normas sobre emisiones) se reemplazó en forma parcial por instrumentos basados en incentivos económicos (tales como los impuestos sobre insumos y el nuevo impuesto sobre emisiones de carbono). Según las investigaciones realizadas, a la fecha la aplicación de las normas de orden y control ha arrojado mejores resultados.

Mientras que las agencias centrales establecieron normas nacionales, la responsabilidad de monitorear y velar por el cumplimiento de dichas normas se descentralizó en gran medida hacia las agencias medioambientales municipales o metropolitanas. El rendimiento de los gerentes municipales se revisa todos los años según criterios que hacen hincapié en el crecimiento económico. Otras mejoras en los resultados medioambientales pueden darse solamente cuando dichos criterios dan un mayor peso a las mejoras medioambientales. Por ejemplo, como consecuencia de haber incluido la reducción de las emisiones de sulfuro como criterio de rendimiento anual, se produjo un rápido aumento en el control de las emisiones de dióxido de sulfuro de las centrales de energía.

Aun cuando a China le resta mucho por hacer para reducir la contaminación del aire urbano, limpiar los ríos y lagos y mejorar la eficiencia en el uso de la energía, estos objetivos están cobrando mucha más importancia para los ciudadanos. La creciente disponibilidad de datos relacionados con los indicadores medioambientales está promoviendo un diálogo nacional respecto de la calidad medioambiental. El nuevo libro de la profesora Man representa un aporte a este diálogo, ya que informa sobre el progreso realizado, identifica los desafíos inmediatos y evalúa las nuevas políticas y enfoques normativos para las mejoras medioambientales.

City Tech

Civic Insight’s BlightStatus App
Rob Walker, April 1, 2015

Five years ago, New Orleans resident Mandy Pumilia was concerned about the number of apparently blighted structures in her neighborhood, known as Bywater, where she is currently vice president of the neighborhood association. Despite post-Katrina recovery efforts, it was hard to identify and track truly troubled properties, and she didn’t have access to city data that could have helped. Instead, she built her own Google spreadsheet and filled it in with the results of her own research and legwork. “It was an arduous process,” she recalls. And despite her tech savvy and determination, it was a solution with limits: it wasn’t easy to share the information beyond people she knew directly, and keeping up with property-specific city hearings was a chore.

Since then, a web app called BlightStatus (blightstatus.nola.gov) has become a valuable new tool for her neighborhood recovery efforts. Created in 2012 by Code for America, a nonprofit specializing in open-source projects that benefit local government, BlightStatus makes it simpler for citizens like Pumilia to access property details, more deeply engaging them in managing blight and other planning challenges. The effort caught the attention of other cities and led to a spinoff startup called Civic Insight, which is now deploying its technology in Dallas, Atlanta, Palo Alto, Sacramento, and other places.

In New Orleans, BlightStatus aggregates information on inspections, code complaints, hearings, judgments, foreclosures, and more. This data is generally siloed or hard to access, but the app gathers and updates most of it daily. Users can search by address or use an interactive map to search at the neighborhood or citywide level. Particularly useful: a “watch list” feature that lets someone like Pumilia keep tabs on specific properties, and sends timely alerts about hearings and other developments. “And it makes it easier for me to empower other residents,” she adds, “so I’m not the only keeper of information.”

When other cities noticed New Orleans’ embrace of the app and expressed interest in a similar tool, Code for America adapted the technology to work elsewhere. “We seemed to hit a nerve,” says Eddie Tejeda, one of the BlightStatus creators. Specifics varied from place to place, but grappling with official property data was clearly a widespread frustration. Lots of people want information about buildings and property, Tejeda continues, but what’s available is often “really hard to work with”; digging through it requires knowledge and experience.

With an investment from the Knight Foundation, the group formed Civic Insight in 2013, using their New Orleans work as a template that could be scaled for other cities large and small, with varied needs and data sets. (Setup and annual subscription-like fees vary by population: roughly $1,000 to $10,000 for the base rate plus 20 to 70 cents per capita.) Among its newer clients, Dallas is proving a particularly important case study. A sprawling metropolis with wildly diverse neighborhoods, from pricey and thriving to severely economically challenged, it’s helping demonstrate that this approach to open-data technology isn’t just for triage in a place like post-Katrina New Orleans.

The connection came via Habitat for Humanity. The nonprofit’s New Orleans chapter has been an enthusiastic user of BlightStatus. Members passed the word to colleagues in Dallas, where the city has been grappling with strategies for using data to define, track, and address blight and related issues, such as identifying problem landlords. Launched in late 2014 with data similar to the information collected in New Orleans, the Dallas version will incorporate additional crime and tax-related statistics that locals want to access more readily, says Theresa O’Donnell, the city’s chief planning officer, who spoke about the app at the Lincoln Institute’s Big City Planning Directors conference in Cambridge in October 2014. “As we get these programs up and started,” she says, “we can rely more on citizens to let us know if [our blight efforts] are working or not.”

Atlanta and Sacramento are rolling out their own programs to make use of the app this year, and other Civic Insight efforts are forthcoming in Fort Worth, Texas, and elsewhere. Client goals aren’t limited to blight issues, notes Tejeda, now Civic Insight’s CEO: in Palo Alto, where zoning, development, and construction are hot topics, architects and homeowners use the app to keep up with permitting processes. That flexibility is by intent. “It’s relatively quick for us to map [raw data] to our application,” he explains. “The role we play is being the translator between what the city has, and what the public needs.” (The app is also built to accommodate new data sets—and it’s no surprise that active citizens like Pumilia, in New Orleans, have lots of suggestions that Civic Insight is working to accommodate.)

Comprehensive data sets and other digital tools have helped to guide planners and other city officials for years, but what Civic Insight is up to is the next logical step. “There’s this great opportunity to harness this data—sort of hidden data, for many cities—and bring it to life” in ways that are useful to citizens and planners alike, points out Lincoln Institute fellow Peter Pollock, the former head of planning in Boulder, Colorado.

Such accessibility matters because policy makers must “coproduce the good city” with residents, Pollock continues. “Planners are in the business of harnessing community energy around a vision for the future,” he says. That means zoning and permitting—but also maintenance and compliance. “It’s not just building the city; it’s care and feeding of the city over time.”

Still, the Civic Insight proposition may seem confusing at first: How does a city benefit by hoping citizens will pore over information that it already owns? But that’s the point. Opening up data to people who really know the neighborhoods where they live and work amounts to a kind of crowd-sourcing strategy for planning-level city maintenance.

Just ask Pumilia. This is the essence of what she was trying to do in New Orleans with her DIY spreadsheet and a whole lot of grit a few years ago. Now she can monitor her neighborhood more easily and direct others to BlightStatus so they too can quickly round up the information they need and prod the city about troublesome properties.

Dipping into the data as we speak, she calls up the history of one local address: “So there are one, two, three, four, five cases against this property,” she says. In short, she has just whipped up a ready-made dossier of neglect—one that helped persuade officials to start a process that should lead to the auction of that property.

Sometimes, Pumilia says with a laugh, “It requires citizen action to inspire people to do their jobs.”

Law and the Production of Urban Illegality

Edésio Fernandes, May 1, 2001

The creation of economic and institutional conditions for efficient urban environmental management, which are also committed to the consolidation of democracy, the promotion of social justice and the eradication of urban poverty, constitutes one of the major challenges for leading political and social agents in this century. This challenge to promote sociospatial inclusion is even more significant in developing and transitional countries, given the complexity of problems resulting from intensive urbanization, environmental degradation, increasing socioeconomic inequalities and spatial segregation. The debate on the legal-political conditions of urban environmental development and management deserves special attention.

The discussion on law and illegality in the context of urban development has gathered momentum in recent years, especially since the Habitat Agenda1 stressed the central importance of urban law. At workshops promoted by the International Research Group on Law and Urban Space (IRGLUS) over the last eight years, researchers have argued for the need to undertake a critical analysis of the role played by legal provisions and institutions in the process of urbanization. The UNCHS2 Global Campaign for Good Urban Governance suggests that the promotion of law reform has been viewed by national and international organizations as one of the main conditions for changing the exclusionary nature of urban development in developing and transitional countries, and for the effective confrontation of growing urban illegality.

Illegal practices have taken many different forms, especially in the expanding informal economy. An increasing number of people have had to step outside the law to gain access to urban land and housing, and they have to live without proper security of tenure in very precarious conditions, usually in peripheral areas. This process has many serious implications-social, political, economic and environmental-and needs to be confronted by both governments and society. It is widely acknowledged that urban illegality has to be understood not only in terms of the dynamics of political systems and land markets, but also the nature of the legal order, particularly the definition of urban real property rights. The promotion of urban reform depends largely on a comprehensive reform of the legal order affecting the regulation of land property rights and the overall process of urban land development, policy-making and management. Special emphasis has been placed on land tenure regularization policies aimed at promoting the sociospatial integration of the urban poor, such as those proposed by the UNCHS Global Campaign for Secure Tenure.

Conservative versus Innovative Approaches

This complex legal-political debate has serious socioeconomic implications at the global level, and it has to be viewed against three conservative though influential and intertwined political-ideological approaches to law and legal regulation.

First, discussion of the role of law in urban development cannot be reduced to the simplistic terms proposed by those who suggest, despite historical evidence, that capitalism per se can distribute wealth widely and who defend a “hands-off” approach to state regulation aimed to control urban development. Whereas globalization is undoubtedly irreversible and in some ways independent of government action, there is no historical justification for the neoliberal ideology which assumes that by maximizing growth and wealth the free market also optimizes the distribution of that increment. (Hobsbawn 2000).

Several indicators of growing social poverty, especially those closely related to the precarious conditions of access to land and housing in urban areas, demonstrate that, even if the world has become wealthier as a result of global economic and financial growth, the regional and social distribution of this newly acquired wealth has been far from optimal. Moreover, the successful industrial development of many countries (e.g., the U.S., Germany, or even Brazil and Mexico) was achieved by adopting regulation measures and by not accepting unreservedly the logic of the free market. Perhaps more than ever, there is a fundamental role for redefined state action and economic regulation in developing and transitional countries, especially regarding the promotion of urban development, land reform, land use control and city management. The central role of law in this process cannot be dismissed.

Second, the impact of economic and financial globalization on the development of land markets has put pressure on developing and transitional countries to reform their national land laws and homogenize their legal systems to facilitate the operation of land markets internationally. This emphasis on a globalized, market-oriented land law reform, with the resulting “‘Americanization’ of commercial laws and the growth of global Anglo-American law firms,” is based on an approach to land “purely as an economic asset which should be made available to anyone who can use it to its highest and best economic use.” This view aims to facilitate foreign investment in land rather than recognize that there is “a social role for land in society” and that land is a “part of the social patrimony of the state” (McAuslan 2000).

A third and increasingly influential approach has been largely, and sometime loosely, based on the work of the economist Hernando de Soto. He defends the notion that global poverty can be solved by linking the growing informal “extra-legal” economy to the formal economy, particularly in urban areas. In this view, small informal businesses and precarious shanty homes are essentially economic assets, “dead capital” which should be revived by the official legal system so people could have access to formal credit, invest in their homes and businesses, and thus reinvigorate the urban economy as a whole. Rather than questioning the nature of the legal system that generated urban illegality in the first place, the full (and frequently unqualified) legalization of informal businesses and the recognition of individual freehold property titles for urban dwellers in informal settlements have been proposed in several countries as the “radical” way to transform urban economies.

Contrary to these conservative approaches, several recent studies have argued that, in the absence of a coherent, well-structured and progressive urban agenda, the approach of legal (neo)liberalism will only aggravate the already serious problem of sociospatial exclusion. However, policy makers and public agencies should become aware of the wide, and often perverse, implications of their proposals, especially those concerning the legalization of informal settlements. The long claimed recognition of the state’s responsibility for the provision of social housing rights cannot be reduced to simply the recognition of property rights. The legalization of informal activities, particularly through the attribution of individual property titles, does not necessarily entail sociospatial integration.

Unless tenure legalization policies are formulated within the scope of comprehensive socioeconomic policies and are assimilated into a broader strategy of urban management, they can have negative effects (Alfonsin 2001). These consequences can include bringing unintended financial burdens to the urban poor; having little impact on alleviating urban poverty; and, most important, directly reinforcing the overall disposition of political and economic power that has traditionally caused sociospatial exclusion. New policies need to reconcile four major factors:

  • adequate legal instruments creating effective rights;
  • socially oriented urban planning laws;
  • political-institutional agencies for democratic urban management; and
  • socioeconomic policies aimed at creating job opportunities and increasing income levels.

The search for innovative legal-political approaches to tenure for the urban poor includes reconciling the promotion of individual tenure with the recognition of social housing rights; incorporating a long-neglected gender dimension; and attempting to minimize impacts on the land market so the benefits of public investment are “captured” by the poor rather than by private land subdividers. Pursuit of these goals is of utmost importance within the context of a broader, inclusionary urban reform strategy (Payne forthcoming). Several cities, such as Porto Alegre, Mexico City and Caracas, have attempted to operationalize this progressive urban agenda by reforming their traditional legal system. Significant developments to democratize access to land and property have included less exclusive urban norms and regulations, special residential zoning for the urban poor, and changes in the nature of fiscal land value capture mechanisms to make them less regressive.

Widening the Debate

In the context of this lively debate on urban law, the Lincoln Institute supported three recent international conferences:

  • 7th Law and Urban Space Conference on Law in Urban Governance, promoted by IRGLUS, Cairo, Egypt, June 2000;
  • UNCHS/ECLAC Latin American and Caribbean Regional Preparatory Conference in Santiago, Chile, October 2000;
  • 1st Brazilian Urban Law Conference in Belo Horizonte, Brazil, December 2000.

Law in Urban Governance

Given the relatively new emphasis on reconciling urban studies and legal studies, the legal dimension of the urban development process still needs to be made more explicitly the focus of research. This requires a more consistent approach to language so key concepts, such as property rights, can be adequately discussed in both political and legal terms. Most of the papers presented at this IRGLUS conference focused on land regularization. While regularization has become the most frequent policy response to the general problem of illegal settlement, the term is used in a variety of ways, each with different meanings, by different agencies and researchers. The implementation of the physical dimension of regularization policies entails upgrading infrastructure and introducing services. It also highlights the need to be culturally sensitive. For example, regularization policies to provide security of tenure require greater attention to the gender implications of the process.

Participants also discussed the impacts of regularization policies on both formal and informal land market. Regularization was seen by some as the “marketization” of processes operating in erstwhile illegal settlements. One area of concern was the possibility of “gentrification,” which in this case means not the rehabilitation and changed use of buildings but the process of middle-income groups “raiding” newly regularized settlements for residential or other purposes and displacing the original inhabitants. Clearly, a broad range of economic and political issues needs to be addressed when defining regularization policies. In particular, the residents of illegal settlements need to be included in the economic and political life of the city to avoid the dangers of increased socioeconomic segregation.

Responding successfully to the complex problems of illegal settlement is difficult, and particular solutions cannot always be replicated in other places. Ultimately successful regularization is dependent on government and requires costly programs and legal reform. However, the gap between the questions raised and actual practice in the field is significant. Because of the pressing need to “get ahead” of the process of illegal settlement, public agencies are concentrating on cure not prevention.

How do local governments halt the process of illegal settlement? By working on more effective housing and land delivery systems. Conference participants defended the legitimacy of tenure programs, pragmatically in some cases, or as a fundamental right in others. Given the “top-down” approach frequently given to this issue, the discussion on empowerment needs to be widened so the voice of the urban poor can emerge.

The UNCHS/ECLAC Conference

Latin America was the only region to draw up a plan of action for Habitat II-an indication that, despite the existence of fundamental linguistic, historical and cultural differences in the region, there is a common agenda that should mobilize collaboration. The region’s urban structure is undergoing significant transformation as a result of several combined processes:

  • new economic frontiers;
  • growing social poverty and spatial segregation;
  • environmental degradation;
  • the impact of natural disasters on the precarious urban infrastructure;
  • changes in family size and relations;
  • generalized unemployment and growing informal employment; and
  • escalating urban violence, frequently related to drug trafficking.

All such problems have worsened because of expanding economic globalization, inappropriate liberalization policies and largely unregulated privatization schemes. Despite its rapid integration into the growing global market, Latin America has seen social poverty escalate in the last decade. World Bank projections suggest that if this picture remains unchallenged 55 million Latin Americans may be living on less than US$1 a day in the next decade.

The Santiago Declaration resulting from this conference clarified the goal of an urban environmental agenda for political-institutional dialogue and joint action. The focus is to create the conditions needed to overcome political governance obstacles that still challenge the efforts made over the last two decades to promote economic reforms and democratization in the region. To develop a more competitive and efficient urban structure, such a regional action plan should:

  • require broad political reforms to facilitate the adoption of decentralization policies to favor the action of local government;
  • redefine intergovernmental relations and financial cooperation at national, regional and international levels;
  • modernize the institutional apparatus;
  • combat endemic and widespread corruption; and
  • create mechanisms for effective democratic participation in urban governance.

An urgent need is to provide better and more accessible housing conditions for the urban poor, as part of a broader urban reform strategy. Since public investment in housing in much of Latin America has decreased recently, the provision of new housing units, improvements to the existing housing stock and the regularization of informal settlements cannot be postponed any longer.

The Santiago Declaration also advanced a number of proposals, including new regulation frameworks for urban and housing policies; territorial organization policies and land use control mechanisms; and public policies for social integration and gender equity. However, it failed to confront the fact that many of the region’s social, urban and environmental problems have been caused by the conservative, elitist and largely obsolete national legal systems still in force in many countries. Any proposed new balance between states, markets and citizens to support the process of urban reform requires not only economic and political-institutional changes but a comprehensive legal reform as well, especially the legal-political approach to property rights.

Brazilian Urban Law Conference

Brazil’s 1988 Constitution introduced a ground-breaking chapter on urban policy by consolidating the notion of the “social function of property and of the city” as the main framework for Brazilian urban law. Although previous Brazilian constitutions since 1934 nominally stated that the recognition of individual property rights was conditioned to the fulfillment of a “social function,” until 1988 this principle was not clearly defined or made operational with enforcement mechanisms. In short, the 1988 Constitution recognizes individual property rights in urban areas only if the use and development of land and property meets the socially oriented and environmentally sound provisions of urban legislation, especially master plans formulated at the local level. As a result, countless urban and environmental laws have been enacted at the municipal level to support a wide range of progressive urban policies and management strategies.

Some of the most interesting international experiences in urban management are taking place in Brazil, such as the participatory budgeting process which has been adopted in several cities (Goldsmith and Vainer 2001). The imminent approval of National Urban Development Law (the so-called “City Statute”) should help consolidate the new constitutional paradigm for urban planning and management, especially by regulating constitutional enforcement mechanisms such as mandatory edification, transfer of development rights, expropriation through progressive taxation and special usucapiao (adverse possession) rights.

This change in the legal paradigm is of utmost importance. The incipient tradition of urban legal studies in Brazil tends to be essentially legalistic, but it reinforces traditional notions of individual property rights found in the long-standing 1916 Civil Code. This obsolete Code views land and property rights almost exclusively in terms of the economic possibilities granted to individual owners, allowing little room for socially oriented state intervention aimed at reconciling different interests over the use of land and property. Just as important as enacting new laws is the need to consolidate the conceptual framework proposed by the 1988 Constitution, and thus replace the individualistic provisions of the Civil Code, which still provide the basis for conservative judicial interpretations on land development. Much of the ideological resistance to progressive urban policies held by large conservative sectors of Brazilian society stems from the Code, which does not address the role of law and illegality in the process of urban development and management.

The papers presented at this conference explored the legal, political and institutional possibilities created by the new constitutional framework for state and social action in the process of urban development and land use control. Participants emphasized that the discussion of laws, legal institutions and judicial decisions has to be supported by an understanding of the nature of the law-making process, the conditions for law enforcement, and the dynamics of the process of social production of urban illegality.

Participants also remarked that if the legal treatment of property rights is to be taken out of the narrow context of civil law so it can be interpreted from the more progressive criteria of redefined public urban law, then the possibilities offered by administrative law in Brazil are not satisfactory either. The limited and formalistic administrative provisions now in force do not have enough flexibility and scope to deal with and provide legal security to the complex and rapidly changing political-institutional relations at various levels-inside the state, among governmental levels, between state and society, and inside society. New urban management strategies are based on ideas such as planning gains, public-private partnerships, so-called “urban” and “linkage” operations, privatization and public service subcontracting, and participatory budgeting, but they lack full support in the legal system. Furthermore, the new constitutional basis of Brazilian urban law still needs to be consolidated as the main legal framework for urban management.

Conclusion

Many important questions about law and urban illegality remain unanswered, and much more work, research and discussion needs to be undertaken before they can be properly answered. However, sometimes formulating the right questions is as important as providing the right answers. Thus, the discussion of the legal dimension of the urban development and management process will continue to explore questions and answers in the regional context of Latin America and internationally.

Notes

1) Habitat Agenda – the global plan of action adopted by the international community at the Habitat II Conference in Istanbul, Turkey, in June 1996

2) UNCHS: United Nations Centre for Human Settlements (Habitat). See www.unchs.org/govern for information on the UNCHS Global Campaign on Good Urban Governance and www.unchs.org/tenure for information on the UNCHS Global Campaign for Secure Tenure.

References

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de Soto, Hernando. 2000. The Mystery of Capital. London: Bantam Press.

1989. The Other Path. London: I.B.Tauris & Co.

Fernandes, Edesio. 1999. “Redefining property rights in the age of liberalization and privatization,” Land Lines (November) 11(6):4-5.

Goldsmith, William W., and Carlos B. Vainer. 2001. “Participatory budgeting and power politics in Porto Alegre.” Land Lines (January) 13(1):7-9.

Hobsbawn, Eric. 2000. The New Century. London: Abacus.

McAuslan, Patrick. 2000. “From Greenland’s icy mountains, from India’s coral strand: the globalisation of land markets and its impact on national land law.” Paper presented at the 1st Brazilian Urban Law Conference.

Payne, Geoffrey. Forthcoming. “Innovative approaches to tenure for the urban poor.” United Kingdom Department for International Development.

Edésio Fernandes is a Brazilian jurist and lecturer at DPU-Development Planning Unit of University College London. He is also the coordinator of IRGLUS-International Research Group on Law and Urban Space. He thanks the participants in the IRGLUS Cairo workshop who shared their notes, especially Ann Varley, Gareth A. Jones and Peter Marcuse.

Mobilizing Land Value Increments to Provide Serviced Land for the Poor

Martim O. Smolka and Alfonso Iracheta Cenecorta, July 1, 1999

The lack of affordable serviced land for the urban poor is one of the most important issues on the Latin American land policy agenda.1 This shortage of serviced land and the subsequent illegal occupation of unserviced land are characteristic features of Latin American cities, especially in the urban peripheries and in areas unsuited to or restricted from the formal property market by topographic and environmental conditions.

An immediate consequence of this shortage is the overvaluation of land that is serviced. In effect, the provision of services usually increases the price of land by more than the cost of the services. Typically, raw land at the fringe, when designated as urban, is valued at US$5-10 per square meter. The provision of all services costs about US$20-30 per square meter, but the market price may be as much as US$50-100 per square meter. At this price, a 150-square-meter lot of serviced land is equivalent to at least three times the annual income of the majority of poor urban families. In most Latin American cities at least 25 percent of the population falling below the poverty line can barely survive, let alone pay for overpriced land.

Poor people in illegal settlements thus pay a higher price for land than residents in other parts of the city, and they pay more for services such as water, which they have to acquire from private vendors, as well as food, building materials and other consumer goods. Furthermore, their risk for disease is higher due to poor sanitation and limited access to medical facilities.

The Problem of Irregular Occupancy

It should be no surprise that 60 to 70 percent of land in Latin American cities is occupied irregularly, illegally or even clandestinely, with most housing stock being self-built incrementally over decades. In Mexico, the phenomenon of irregularity in land tenure can be seen as a way of life, given its important political and even cultural context. Low-income families find that the only way they can settle in the cities is by acquiring or invading illegal or irregular land.

The message transmitted to younger generations and others who seek housing has been clear: settle wherever you can, and don’t worry because some day the state will regularize your lot.2 This cultural attitude reinforces the perversity of the vicious cycle: the higher the expectation regarding the eventual regularization of irregular settlements, the higher the price that land sub-dividers may charge to sell unserviced or partially serviced land. The mere act of parceling the land raises the price two or three times, so again the poor pay more for land than buyers in the formal market.

Two important policy corollaries relate to this anticipation of land appreciation resulting from future regularization. First, public actions to regularize land have not solved the problem of access to land for the urban poor; rather, regularization is part of the problem because it feeds into the “industry of irregularization.” We must consider a serious restructuring or even the termination of this perverse policy and create other ways to offer serviced land to those who need it.

Second, this process also exposes a fallacy regarding the (in)capacity of the poor to pay for some urban services. They are already paying for at least part of their services, albeit to the landowner/sub-divider as a private “land tax” that could otherwise be collected publicly. The focus of the discussion is therefore misplaced. The issue is not so much whether the poor should pay or not, but rather how they should pay and the limits of such payments. For example, should low-income families benefiting from regularization programs pay for services directly, or should the land value increment generated by the improvements be captured from the landowners through taxation and other fiscal policies? The latter point sheds new light on the problems with some conventional subsidy schemes.

Challenging Current Regularization Programs

The traditional frameworks for studying the phenomenon of irregularity-regularization of land tenure in low-income urban colonies in Mexico (as for the rest of Latin America) need to be reevaluated. This was the motivation behind the March 1999 Lincoln Institute seminar cosponsored with the Colegio Mexiquense AC in Toluca, State of Mexico. Although the seminar could not resolve the conundrum indicated above, or even provide the means to break the vicious cycle, it generated some important conclusions.

First, it is important to recognize that the problem of how to supply land to the poor in Latin American countries cannot be resolved within the prevailing regularization programs. Besides the perverse feedback effects of these programs, there are serious questions regarding their financial sustainability. Regularization programs tend to be more curative than preventive, and they often depend on extra-budgetary government allocations unless the funds are provided by multilateral agencies, NGOs or other organizations.

In Mexico, CORETT, a federal commission for land tenure regularization of “ejidal” land, and CRESEM, a state commission for land tenure regulation and regularization of private land, have worked mainly on the legal side of the problem. Neither commission has achieved its program objectives of providing serviced land for the poor or creating land reserves. They have not focused on the basic problem of land irregularity but rather on one of its manifestations or consequences: illegal tenure.

Second, the problem with current regularization programs exposes the weakness of dissociating such programs from a broad-based fiscal policy, particularly property taxation, with its obvious implications for a healthier land market. As noted in the seminar, successful urban land management cannot be achieved solely through regulatory means. Greater fiscal discipline of land markets is needed, principally at the local level. This should be a pre-condition for an effective mobilization of land value increments to generate urbanized land, rather than a surrogate for the absence of a more comprehensive tax on land values. The same difficulties in obtaining adequate land value assessments, updated land records and other information usually attributed to the implementation of land value taxes also apply, sometimes even more dramatically, to most value capture instruments.

Third, existing fiscal instruments governing land in Mexico, although quite diverse and rigorous, are quite sensitive politically and thus, in reality, very weak. For example, land property taxes (mainly “impuesto predial”) face serious practical limitations in being able to capture land value increments because they were not designed for that purpose. However, fiscal reform may not be as insurmountable an obstacle as once thought when one considers that changes in other sensitive areas, such as privatization of state-owned assets or of ejido lands, have been accomplished.

Over and above these technical and political constraints, one should not neglect the importance of cultural and managerial obstacles. Planners must work with the fiscal administrators to overcome the lack of communication that has long characterized these two groups. Some promising steps have already been taken, and many public employees are aware of the urgent need to integrate fiscal policies and urban planning within the framework of a global strategy.

Finally, there is the broader context in which the issue must be placed. The government and the private sector have to understand that land has become the strategic issue in the dynamic process of urbanization. The main concern is the need to regulate land markets to meet the huge demand for serviced land in new ways and to make significant changes in the priority of this issue within Mexican politics and urban policy.

In sum, the seminar exposed the multifaceted need for a more effective policy to provide serviced land for the poor, including better coordination of existing policies relating to finance, territorial reserves, regularization and land market dynamics. We have also learned that many fiscal and regulatory instruments are sufficient in theory but not in practice. The problem is not so much a lack of resources as the capacity to mobilize the resources that do exist into a comprehensive program that links regularization with fiscal policy, including the exploration of value capture mechanisms.

While we studied various proposals and offered alternatives for future working agendas on the topic, several issues must be addressed before we can begin to understand the phenomenon in a different way. One key question is, If servicing the land adds so much value, why is it so hard to find private agents or developers in the formal market who are willing to invest in the informal market? Why is it deemed unprofitable in spite of such handsome mark-ups?

There is no easy answer, other than imprecise indications regarding risks due to complicated judicial and legal problems, unclear rules of the game, the high cost of approval licenses, lack of information about procedures, and concerns about low profitability over time. Because of the complex institutional issues involved in this dilemma, it will continue to be the focus of attention in collaborative efforts by the Lincoln Institute and its cosponsors in Mexico and other countries of Latin America.

Martim O. Smolka is senior fellow and director of the Latin American Program at the Lincoln Institute.

Alfonso Iracheta Cenecorta is president of El Colegio Mexiquense AC, an institution of research and postgraduate education in social sciences and the humanities, in the State of Mexico.

Notes

1. Serviced land is land designated for urban use and provided with basic public services (water, sewerage, paved roads, electric and telephone utilities, and the like), and with access to municipal functions such as employment, education and public transport.

2. Regularization means not only the provision of legal title but, more importantly, the provision of the urban infrastructure, services and other changes needed to integrate the “informal/illegal yet real” settlement into the fabric of the “legal” city.

Some Definitions

Illegal – land occupation that expressly contradicts existing norms, civil codes and public authorization

Informal – economic activity that does not adhere to and is not protected by institutional rules, as opposed to formal activity that operates within established procedures

Irregular – subdivisions that are officially approved but are not executed in accordance with the law

Clandestine – subdivisions that are established without any official recognition

La recuperación de plusvalías ‘socialmente creadas’ en Colombia

William A. Doebele, July 1, 1998

Una versión más actualizada de este artículo está disponible como parte del capítulo 4 del libro Perspectivas urbanas: Temas críticos en políticas de suelo de América Latina.

El 18 de julio de 1997 el Congreso de la República de Colombia aprobó una innovadora Ley de Desarrollo Territorial con objetivos ambiciosos que permiten que los municipios y distritos recuperen el valor de la tierra creado socialmente, es decir, las plusvalías. Específicamente, la Ley 388 establece que los ciudadanos tienen derecho a “participar” en el aumento del valor de la tierra cuando el marco legal que regula su uso aumenta el potencial de desarrollo. Se distinguen tres categorías de acción urbanística:

  1. cambio en la clasificación, de tierra rural (en la que el desarrollo está sumamente limitado) a tierra para expansión urbana o suburbana;
  2. modificación de la zonificación u otras regulaciones del uso de la tierra;
  3. modificación de las regulaciones que permiten un mayor aprovechamiento de la tierra.

Para expresarlo de forma breve, la legislación estipula que el precio del metro cuadrado de tierra se calculará antes y después de cualquier acción urbanística. Cualquier municipio, por iniciativa del alcalde, podrá exigir su “participación” y así podrá recuperar entre el 30 y el 50 por ciento (según lo decida el mismo municipio) de la plusvalía generada. El precio se determina multiplicando los dos precios en metros cuadrados por el área de cada predio individual en cuestión y restando el precio antes de la acción urbanística del nuevo precio de referencia. Se fijó una tasa máxima del 50 por ciento para garantizar que siguiera habiendo motivación financiera para los promotores inmobiliarios.

Con esta legislación, Colombia ha dado fuerza de ley nacional a la premisa fundamental de los postulados de Henry George, quien sostenía que los ciudadanos tienen el derecho moral de recuperar el valor creado socialmente, como se evidencia en este caso con el aumento del precio de la tierra generado por las tres categorías de acción urbanística mencionadas anteriormente. Tal vez con la única excepción de Taiwán, pocos países, por no decir ningún otro, han intentado incorporar de manera tan directa los principios de George en una ley verdadera de carácter nacional.

Procedimientos para la aplicación

La legislación actual es apenas el primer paso. Según las prácticas colombianas, el Congreso actúa para trazar las políticas generales, pero su aplicación depende del seguimiento que se haga en el nivel ejecutivo nacional y en el nivel municipal. Para hacer el peritazgo crítico por metro cuadrado anterior y posterior a la acción urbanística con la mayor objetividad posible, una entidad independiente llamada Instituto Geográfico Agustín Codazzi llevará a cabo los avalúos de acuerdo a las directrices establecidas en la ley para cada una de las tres categorías.

Las tasas (denominadas participaciones en la ley) deben pagarse cuando el propietario solicita una licencia de urbanización o construcción, cuando cambia el uso del inmueble, cuando hay transferencia del dominio sobre el inmueble o cuando se adquieren títulos valores (representativos de los derechos adicionales de desarrollo y construcción). Estas tasas deben quedar asentadas en el registro de escrituras de propiedades para garantizar el cumplimiento del pago, y el dominio del inmueble no podrá ser transferido en dicho registro hasta que se paguen las tasas mediante alguna de estas modalidades de pago:

  1. en dinero efectivo;
  2. por transferencia a una entidad pública de una porción del predio con valor equivalente al monto de la participación;
  3. por canje de predios de valor equivalente localizados en otras zonas urbanas;
  4. haciendo socia a una entidad pública en la ejecución del proyecto con un interés social equivalente a la participación;
  5. mediante la ejecución de obras de infraestructura o áreas de recreación de valor equivalente; o
  6. mediante la cesión de una parte, de valor equivalente, de los derechos de desarrollo derivados de la acción urbanística.

Es de esperar que la mayoría de los promotores privados preferirá asociarse con los municipios en lugar de pagar dinero efectivo. De hecho, la legislación prevé a manera de incentivo un descuento del 10 por ciento sobre el monto de la participación al utilizar la modalidad (6) y un descuento del 5 por ciento al utilizar las modalidades (2) y (4).

Los municipios y distritos deben destinar los recursos provenientes de las participaciones en las plusvalías para fines específicos:

  • compra de predios o inmuebles para viviendas de “interés social”;
  • obras de infraestructura en las áreas donde el desarrollo sea inadecuado;
  • ampliación de la red de espacio público urbano;
  • financiamiento del sistema de transporte masivo;
  • ejecución de macroproyectos urbanos o programas de renovación urbana;
  • pago de los costos de expropiación de inmuebles para programas de renovación urbana; o
  • fomento de la conservación del patrimonio histórico.

Posibles repercusiones de la ley

Esta legislación aborda muchos aspectos de las políticas de la tierra que por mucho tiempo han sido de interés para el Instituto Lincoln. Martim Smolka, director del Programa para América Latina y el Caribe del Instituto y otras instituciones asociadas realizan seminarios y programas de capacitación con el propósito de compartir las experiencias adquiridas durante los procedimientos de implementación, posiblemente brindar asistencia en los proyectos piloto y seguir la evolución del experimento colombiano.

Uno de estos programas fue un taller de tres días impartido en marzo y copatrocinado por la Universidad Nacional de Colombia y la Escuela Superior de Administración Pública de Bogotá. El taller comprendía las observaciones formales e informales de un amplio espectro de partes interesadas en el tema, tanto de Colombia como de otros países. Puesto que es obvio que Colombia ha dado un paso atrevido y existen pocos precedentes que sirvan de orientación, los funcionarios públicos responsables de la implementación deben actuar de manera innovadora. En el taller se identificaba un número de posibles complicaciones que pueden presentarse a medida que avanza la implementación.

Aspectos constitucionales: La nueva ley se fundamenta inequívocamente en el artículo 82 de la Constitución de Colombia de 1991, que en sí mismo es un documento sumamente novedoso en muchos aspectos de la reforma de políticas de tierra urbanas. Para expresarlo de forma sencilla, el artículo 82 establece que cuando las acciones urbanísticas aumentan el potencial de desarrollo de la tierra, los ciudadanos tienen el derecho de participar en la plusvalía generada por tales acciones, de manera que se sufrague y distribuya equitativamente el costo del desarrollo urbano.

El debate legal y constitucional tiene dos facetas: 1) ¿Pueden los municipios actuar con base únicamente en la ley o deben esperar hasta que el gobierno nacional decrete “regulaciones” para luego ceñirse a ellas por completo? y 2) ¿debe la ley limitarse a establecer los principios generales comunes, dado que la Constitución de 1991 confiere la responsabilidad de los impuestos territoriales exclusivamente a los municipios?

Efectos prácticos de la sindéresis municipal: En el taller también se señaló que la naturaleza voluntaria de la ley puede tener consecuencias negativas y posiblemente imprevistas. Puesto que es el alcalde de cada municipio quien da inicio a la tasación de la “participación”, puede verse sometido a una presión considerable, tanto financiera como de otra índole. En áreas de rápido desarrollo, una tasa entre el 30 y el 50 por ciento del incremento en el valor de la propiedad puede ser una suma altísima. Un vocero, por ejemplo, aseguró que en Cali el 60 por ciento de las plusvalías generadas por las decisiones de planificación equivalían al monto total del presupuesto municipal. Por otra parte, la ley puede facilitar negociaciones y asociaciones de beneficio mutuo entre los municipios y los promotores inmobiliarios, las cuales no ocurren en este momento.

Cuidado del electorado: El ambiente político que produjo esta valiente legislación abarcaba casos escandalosos de fortunas repentinas que surgieron a raíz del cambio de zonificación en Bogotá y de la decisión de extender el perímetro urbano de Cali. En este último caso, se dijo que el precio de la tierra llegó a multiplicarse, ¡más de mil veces!

Además de la implementación inicial, se plantea la cuestión sempiterna de mantener un electorado que permita la efectiva implementación de dicha ley de cara a la resistencia poderosa y bien financiada que oponen los terratenientes y promotores inmobiliarios privados. Por otra parte, la habilidad de cualquier gobierno nacional que haya aprobado una ley de este tipo es de por sí un logro que despierta interés especial en aquellos que consideran la “recuperación de plusvalías” como un elemento esencial de la política de desarrollo urbano.

Objetividad de los avalúos: A pesar de los procedimientos tan específicos estipulados en la ley con la finalidad de lograr la mayor objetividad y transparencia posibles, no será fácil para el Instituto Codazzi cumplir a cabalidad con el avalúo previo y posterior a la acción urbanística dadas las limitaciones de tiempo que establece la ley. Más aún, las distintas alternativas de transferencia para el pago de las tasas con dinero efectivo, que seguramente gozarán de mayor popularidad, dependen de la apreciación local que se haga de lo que se considera “valor equivalente”. Varios oradores señalaron que este proceso podría ser una invitación a la corrupción.

Aspectos técnicos: Los oradores también hicieron mención a un número de problemas de avalúo técnico con las directrices establecidas en la ley. Por ejemplo, si la zonificación restrictiva hace que un propietario pierda valor de su propiedad, y esto a su vez aumenta el valor de un propietario adyacente, ¿qué disposición puede estipularse para proteger al primer propietario sin dejar de recuperar la plusvalía del segundo? Es más, puesto que el mercado anticipa la acción urbanística, ¿se reflejará ya en el avalúo “previo” el aumento de valor que provoca la probabilidad de la acción? O, si las regulaciones del uso de la tierra o de la construcción aumentan el valor de los propietarios de bajos ingresos con predios o inmuebles pequeños, es posible que éstos no cuenten con el dinero efectivo necesario para pagar las tasas por desarrollo, y a pequeña escala tampoco serían viables las otras modalidades de pago. Esto podría traer como resultado ventas forzadas o el desplazamiento de los habitantes pobres. Estos asuntos plantean un reto para la viabilidad de la política: ¿Es mejor seguir adelante y resolver las dificultades a medida que se presenten o intentar una modificación legislativa de los problemas técnicos antes de proseguir?

Efectos económicos: Aunque legalmente se describe como participación pública en el aumento del valor que generan las acciones urbanísticas, la legislación también puede ser considerada como una forma de impuesto a las ganancias de capital. ¿Con qué frecuencia se aplicará? ¿La implementación tenderá a bajar los precios de las tierras afectadas o será el consumidor final el que absorba los cambios en el valor? Si ocurre esto último, la ley podría tener un efecto negativo sobre las viviendas de precio asequible. Por esta razón el artículo 83 (4) exonera del cobro de la participación a los inmuebles destinados a “viviendas de interés social”, según la definición que de esto hace el gobierno nacional. ¿Se convertirá esto en una ruta de escape para la evasión masiva? Existe poca experiencia internacional para responder estas interrogantes.

Planes de ordenamiento territorial: La Ley 388 de 1997 también estipula que todos los municipios y distritos deben elaborar planes de ordenamiento y proporciona descripciones bastante detalladas de dichos planes en los artículos 9 al 35. Sin duda la planificación altera las expectativas de los propietarios y, por ende, el valor de los inmuebles. La interacción administrativa y económica del proceso de planificación de la ciudad y la recuperación de las plusvalías seguramente será un asunto complejo.

Conflictos en los objetivos: Como suele suceder con los instrumentos fiscales, los nuevos cambios buscan alcanzar varios objetivos que no siempre son compatibles: financiar un mejor desarrollo urbano, reducir la especulación inmobiliaria, darle mayor equidad y carácter progresivo a la tributación y cerrar algunas de las vías predilectas para la corrupción de los funcionarios municipales.

Aprendizaje mediante la innovación

Pese a estas inquietudes, Colombia continúa la tradición de ser una de las naciones más innovadoras del mundo en el campo de la planificación de desarrollo urbano, legislación y finanzas. Bogotá fue la primera ciudad importante del mundo en crear un distrito de zonificación especial que reconocía las realidades de las prácticas de vivienda para sectores de ingresos menores. Con el estímulo producido por las ideas y la influencia del fallecido Lachlin Currie, asesor económico del gobierno nacional durante aproximadamente 30 años, la ciudad utilizó distritos de avalúo especial (llamados contribuciones de valoración) para llevar a cabo una transformación física de envergadura en los años 1960. Las leyes colombianas sobre el desarrollo territorial de 1989 y 1991, modificadas y ampliadas por esta ley de 1997, se encuentran entre los enfoques más integrales de la planificación urbana desde la ley británica para el control del desarrollo urbano promulgada en 1947 (British Town and Country Planning Act of 1947). Asimismo, la constitución colombiana prácticamente es única en mencionar el derecho moral que tienen los ciudadanos a las plusvalías generadas por las acciones urbanísticas.

Como cabría esperarse, algunas de estas innovaciones a la larga no llenarán las expectativas iniciales. De hecho, algunos participantes del taller sostenían que los esfuerzos invertidos en la recuperación de la plusvalía podrían ser de mayor utilidad en el mejoramiento de la eficacia de los impuestos a la propiedad convencionales. Por otra parte, la nueva ley está abordando y resolviendo algunos problemas causados por legislaciones y políticas anteriores, y el país está aprendiendo de esta experiencia. La conclusión de los participantes en el taller fue que el proceso bien ha valido la pena y que la nueva ley debe entenderse y evaluarse comparándola con otros instrumentos para la recuperación de plusvalías establecidos anteriormente y la política fiscal en general.

William A. Doebele es profesor emérito de planificación urbana y diseño en la Escuela de Postrado en Diseño de la Universidad de Harvard y miembro asociado del cuerpo docente del Instituto Lincoln. La preparación de este artículo contó con las valiosas colaboraciones de Martim Smolka, miembro superior de los programas para América Latina, Fernando Rojas, docente invitado del Instituto, y Fernanda Furtado, asociada del cuerpo docente y de investigación del Instituto.

Planificación y preservación participativas en La Habana

Ann LeRoyer and Mario Coyula, July 1, 1997

Una versión más actualizada de este artículo está disponible como parte del capítulo 6 del libro Perspectivas urbanas: Temas críticos en políticas de suelo de América Latina.

Preguntas y respuestas con Mario Coyula

P: ¿A qué se debe la reputación que tiene La Habana por sus hermosos edificios y barrios antiguos?

R: Hace más de doscientos años La Habana era la ciudad más destacada del Golfo de México y la cuenca del Caribe. Establecida como un asentamiento de servicios de la colonia española, la ciudad fue extendiéndose hacia el oeste y el suroeste desde su emplazamiento inicial próximo al puerto, y fue dejando tras de sí un valioso legado en edificaciones que han representado numerosos y variados estilos arquitectónicos durante más de cuatro siglos.

El talante histórico de La Habana perdura tanto por accidente como por diseño: Por accidente porque la revolución de 1959 súbitamente detuvo la marcha de un proceso de substitución de hermosos edificios antiguos por condominios de gran altura; por diseño porque una meta inicial del nuevo gobierno era reducir la pobreza rural y mejorar las condiciones de vida en el campo y en las ciudades pequeñas y los pueblos. Como consecuencia de esto, La Habana se deterioró más, pero la meta de población quedó interrumpida y la ciudad escapó al destino de una dramática renovación urbana y de un desarrollo especulativo de los bienes raíces.

P: ¿Cuáles son las dos caras de La Habana a las que hace referencia el título de su próximo libro, Havana: Two Faces of the Antillean Metropolis?

R: Cada ciudad tiene como mínimo dos caras, según el sesgo social, cultural y político del observador. En La Habana vivía mucha gente bastante adinerada y también mucha gente pobre. Algunas personas dirán que La Habana prerrevolucionaria era una ciudad maravillosa y llena de encanto, un lugar ideal para vivir hasta que llegó el comunismo. Otros la recordarán como un sitio agobiado por la pobreza, la discriminación y la injusticia social; creen que la revolución brindó las mismas oportunidades para todos.

Algunos dirán que La Habana actual está a punto de derrumbarse debido a la falta de mantenimiento y que se ve apagada debido a la carencia de servicios y opciones. Otros señalarán que por esta causa la arquitectura única de La Habana no sufrió los efectos del redesarrollo. Es posible que haya hacinamiento en los centros urbanos, pero la gente no ha sido desplazada a causa de la regeneración urbana. En cada caso, ambos fenómenos suceden simultáneamente. Tal vez es esto lo que hace que La Habana sea tan fascinante.

P: ¿Cuál es la misión del Grupo para el Desarrollo de la Capital?

R: El Grupo se creó en 1987 como un equipo interdisciplinario de expertos con la finalidad de asesorar al gobierno municipal en materia de políticas urbanas. Nuestra misión es darle el mismo peso al desarrollo económico y al desarrollo social de la ciudad, con énfasis en la participación activa de sus habitantes. La preservación del vasto patrimonio arquitectónico de La Habana representa una fuga impensable de fondos públicos en un momento en que la economía cubana atraviesa graves dificultades. No obstante, la inversión es un factor crítico para reafirmar el papel principal de La Habana en la región y para crear un entorno urbano capaz de estimular el crecimiento económico y mejorar la calidad de vida de la población.

Las nuevas inversiones deberían alentar a los habitantes a identificar y resolver sus propios problemas, y es indispensable supervisar el avance logrado para evitar los efectos negativos sobre el medio ambiente natural, así como en la estructura social y arquitectónica. La planificación del cambio en La Habana exige un patrón de desarrollo que sea económicamente factible, ambientalmente estable, socialmente justo y políticamente participativo. Queremos trabajar con inversionistas que entiendan y respeten la comunidad, para ayudar a crear una identidad social y una participación comunitaria mediante la mejora de los aspectos materiales, tales como vivienda, transporte, educación y salud.

P: ¿Cuál es la función de los talleres integrales de transformación del barrio organizados por el Grupo?

R: Son organizaciones de residentes de los barrios, asesorados y estimulados por arquitectos, trabajadores sociales, planificadores e ingenieros. Para cada grupo tratamos de encontrar profesionales que realmente vivan de forma permanente en el mismo barrio. Los grupos escogen y dirigen la recuperación, construcción de viviendas, recreación y otros proyectos económicos y sociales, según la visión y prioridades que tengan para el desarrollo comunitario en sus barrios específicos.

Algunos talleres han escogido dedicarse a la fabricación de materiales de construcción, incluso el reciclaje de escombros (¡materia prima abundante en La Habana!); utilizan estos materiales en sus propios proyectos y también los venden a otros grupos. Otros talleres de los barrios han decidido enfocarse en los jardines urbanos populares o el reciclaje de desechos. Lo que es más importante, estos talleres fomentan la independencia y el compromiso de los habitantes, lo cual despierta un sentimiento local de orgullo que ayuda a combatir la marginalidad.

P: ¿Qué funciones respectivas cumplen el gobierno central y los barrios en la recuperación de La Habana?

R: El gobierno central ha tenido dificultad para satisfacer las necesidades de los barrios, especialmente desde el desplome de la Unión Soviética. En una época el combustible, los alimentos y el transporte eran suministrados y controlados centralmente, o incluso eran importados. Los ciudadanos se acostumbraron a esperar que un gobierno bondadoso se ocupara de ellos, desde arriba hacia abajo. Ahora uno de los desafíos más grandes que tenemos es impulsar y habilitar a los ciudadanos para que ellos mismos obtengan esas cosas localmente, desde abajo hacia arriba. Por ejemplo, el gobierno ha autorizado la creación de decenas de miles de huertos comunitarios pequeños en terrenos baldíos, y el excedente se vende en los mercados municipales.

P: ¿Cuáles son las ventajas y desventajas del desarrollo del turismo en La Habana?

R: Por un lado, el turismo puede atraer nuevas inversiones e ingresos que ayudarán a mejorar las condiciones de vida de los habitantes de la ciudad. Por el otro, la construcción a gran escala destinada sólo a los turistas puede trastornar el conjunto de edificaciones locales y hacer que los cubanos miren a los turistas no como seres humanos semejantes, sino como un mero recurso económico, casi de la misma manera en que el hombre hambriento de la vieja película de Charlie Chaplin veía a cada persona a su alrededor como un pollo asado o un delicioso postre.

Sería preferible atraer muchos inversionistas pequeños en vez de unos pocos grandes y encontrar formas de reutilizar las antiguas quintas de la ciudad como hoteles pequeños. De esa manera podremos manejar con más eficacia las ventajas y los riesgos del turismo y distribuir los beneficios y los costos con mayor uniformidad entre los barrios.

Este patrón debería ser más sostenible y menos vulnerable en un entorno exterior desfavorable, incluso con el bloqueo de los Estados Unidos.

P: El Grupo ha diseñado una maqueta a gran escala de La Habana. ¿Cómo la usan?

R: Utilizamos la maqueta como una herramienta educativa para ayudar a la gente a ver la ciudad como un solo conjunto y a situar el barrio dentro de ese conjunto. Dado que los edificios están clasificados por colores según el período en que fueron construidos, la maqueta también ayuda a la gente a ver cómo ha crecido la ciudad y cómo las edificaciones más recientes han sustituido o arrollado las más antiguas. La maqueta se construyó en una escala 1:1000 y actualmente cubre 112 metros cuadrados. Está en exhibición en un pabellón construido específicamente para ese propósito y que sirve de centro de información para los habitantes y visitantes de la ciudad.

Asimismo usamos la maqueta para evaluar el impacto visual de nuevos proyectos. Al colocar los edificios nuevos en los emplazamientos propuestos, ayudamos a la gente a obtener más información sobre las distintas opciones y oportunidades. Tan es así que este proceso ha puesto freno a ciertos proyectos inapropiados y disruptivos porque todos los participantes –planificadores, urbanistas, residentes del barrio- pudieron ver con claridad la forma cómo una nueva estructura afectaría la comunidad.

Nota del editor: En abril, el arquitecto y planificador Mario Coyula visitó el Instituto Lincoln, la Escuela de Posgrado en Diseño de la Universidad de Harvard y la Escuela de Administración Pública Kennedy para dar charlas sobre la historia y arquitectura de La Habana, su ciudad natal. Se ha desempeñado como profesor de tiempo completo en la Facultad de Arquitectura de La Habana desde 1964 y es el subdirector del Grupo para el Desarrollo Integral de la Capital (GDIC). El Dr. Coyula además es integrante de varias comisiones, consejos científicos y consejos consultivos. Es coautor del libro de próxima circulación titulado Havana: Two Faces of the Antillean Metropolis (Nueva York y Londres: John Wiley and Sons, 1997) junto con Roberto Segre y Joseph L. Scarpaci Jr.

Fortress Communities

The Walling and Gating of American Suburbs
Edward J. Blakely and Mary Gail Snyder, September 1, 1995

Gated communities are residential areas with restricted access designed to privatize normally public spaces. These developments occur in both new suburban developments and older inner city areas retrofitted to provide security. We estimate that at least three or four million and potentially many more Americans are seeking this new form of refuge from the problems of urbanization.

This rapidly growing phenomenon has become ubiquitous in many areas of the country since the late 1980s. While early gated communities were restricted to retirement villages and the compounds of the super rich, the majority found today are middle to upper-middle class. Along with the trend toward “forting up” in new developments, existing neighborhoods of both rich and poor are using barricades and gates with increasing frequency to isolate themselves.

Gated communities can be classified in three main categories based on the primary motivation of their residents. Two types of “lifestyle” communities provide security and separation for the leisure activities and amenities within. These include retirement communities and golf or country club leisure developments as one subgroup and suburban new towns as another.

In “elite” communities the gates symbolize distinction and prestige. Through both creating and protecting a secure place on the social ladder, these communities become enclaves of the rich and famous, developments for the very affluent, and executive home developments for the middle class.

The third type is the “security zone,” where fear of crime and outsiders is the key motivation for defensive fortifications. This category includes middle-class areas where residents attempt to protect property and property values; working-class neighborhoods, often in deteriorating sections of the city; and low-income areas, including public housing complexes, where crime is acute.

Urban Problems Stimulate Trend to Gating

High levels of foreign immigration, a growing underclass and a restructured economy are changing the face of many metropolitan areas and fueling the drive for separation, distinction, exclusion and protection. Gated communities are themselves a microcosm of America’s larger spatial pattern of segmentation and separation by income, race and economic opportunity. Suburbanization has not meant a lessening of segregation, but only a redistribution of the old urban patterns. Minority and immigrant suburbanization is concentrated in the inner ring and old manufacturing suburbs. At the same time, poverty is no longer concentrated in the central city, but is suburbanizing rapidly.

Gated communities are not yet the normal pattern in the nation. They are primarily a metropolitan and coastal phenomenon, with the largest aggregations being in California, Texas and Florida. However, gates are being erected in almost every state. Real estate developers suggest that the demand for homes in gated communities is increasing, and there is evidence that housing appreciation in such developments is higher than outside the gates.

Fear of crime is the strongest rationale for this new form of community. According to recent reports in Miami and other areas where gates and barricades have become the norm, some forms of crime, such as car theft, are reduced. On the other hand, some data indicate that the crime rate inside the gates is only marginally altered by barricades. Nevertheless, residents report less fear of crime in such settings. This reduction in fear is important in itself, since it can lead to increased neighborly contact, which can reduce crime in the long run.

Policy Issues for Community Life

The development of gated areas is related to the uncoupling of industry from cities and of professionals from the industrial core. Geography compounds current trends toward fragmentation and privatization by undercutting the old foundation of community and providing a new rationale for the lifestyle enclave or gated community based on shared socioeconomic status. This narrowing of social contact is likewise narrowing the social contract.

Privatization- the replacement of public government and its functions by private organizations which purchase services from the market- is promoted as a “benefit” of gated communities, but it may have serious impacts on the broader community. Private communities provide their own security, street maintenance, parks, recreation, garbage collection and other services, thus relieving taxpayers of additional burdens. However, they may also have the unintended consequence of reducing voter interest in participating in tax programs or voluntary efforts to deal with community problems or additional public services such as schools, streets, police or other city and county government programs.

The resulting loss of connection between citizens in privatized and traditional communities loosens social contact and weakens the bonds of mutual responsibility that are a normal part of community living. As a result, there is less and less talk of citizenship. The new lexicon of civic responsibility is that of the taxpayers who take no active role in governance but merely exchange money for services. Residents of privatized gated communities say they are taking care of themselves and lessening the public burden, but this perspective has the potential for redistributing public costs and benefits.

Walled and gated communities are a dramatic manifestation of the fortress mentality growing in America. As citizens divide themselves into homogenous, independent cells, their place in the greater polity and society becomes attenuated, increasing resistance to efforts to resolve municipal, let alone regional, problems.

The forting-up phenomenon has enormous policy consequences.What is the measure of nationhood when neighborhoods require armed patrols and electric fencing to keep out other citizens? When public services and even local governments are privatized and when the community of responsibility stops at the subdivision gates, what happens to the function and the very idea of democracy? In short, can this nation fulfill its social contract in the absence of social contact?

Edward J. Blakely, a visiting fellow of the Lincoln Institute, is dean and Lusk Professor of Planning and Development for the School of Urban and Regional Planning at the University of Southern California. Mary Gail Snyder is a doctoral student in the Department of City and Regional Planning at the University of California at Berkeley.

Additional information in printed newsletter:

1. Map of the United States showing concentrations of Gated Communities.

2. Table showing Social Dimensions of Gated Communities.

The Changing Politics of Urban Mega-Projects

Alan Altshuler and David Luberoff, October 1, 2003

From the earliest days of the Republic, civic boosters have prodded American governments to develop large-scale physical facilities—mega-projects, we label them—ranging from canals and railroads in the nineteenth century to rail transit systems and convention centers today. Until the mid-twentieth century, such projects tended to involve modest public expenditures by contemporary standards and they rarely caused significant disruption of the existing urban fabric.

This pattern altered abruptly in the 1950s and early 1960s. Central city economies had, with rare exceptions, stagnated through the Great Depression and World War II, and they continued to do so in the early postwar years. Local business and political leaders concluded that if central cities—particularly those developed prior to the auto age—were ever to thrive again, they would require major surgery. Specifically, they needed to clear slums to provide large downtown sites for redeveloped office districts; to facilitate high-speed automotive movement between suburban and central city locations; and to provide larger airfields with attractive terminals for the nascent commercial aviation industry.

Recognizing that they could not finance these expensive projects with locally generated funds, urban leaders campaigned aggressively for federal assistance, and they were successful in obtaining considerable amounts of funding. We attribute their success mainly to the following factors: (1) public confidence in government was unusually high in the postwar period; (2) business leaders generally accepted the need for government activism to sustain prosperity; and (3) although cities lacked the political clout to secure expensive programs on their own, they were able to participate in much broader coalitions—most notably, those focused on housing (which expanded to include urban renewal) and highways. Urban aviation advocates were less successful, but as aviation traffic boomed they were able to fund new airports and expand old ones by relying primarily on revenues from landing fees and terminal leases.

During the late 1950s and the 1960s these efforts combined to produce an unprecedented wave of urban public investment. While often successful on their own terms, these projects tended to be highly disruptive as well, destroying in particular vast amounts of low-income housing and urban parkland. Project advocates maintained that the public should accept such impacts to advance the greater good. Robert Moses, New York’s famed master builder, never tired of citing a French proverb: “You can’t make an omelet without breaking eggs” (Caro 1974).

During the late 1960s and early 1970s, however, neighborhood activists allied with those involved in the emerging environmental movement against the full panoply of mega-project programs that had come into being during the 1950s. They succeeded not just in blocking large numbers of planned expressways, renewal schemes and airport projects, but also in securing the adoption of numerous statutes, regulations and judicial doctrines, thus strengthening the hands of critics in urban development controversies. For a time it seemed to most observers that the era of mega-project investment in cities was over.

“Do No Harm” Planning

The forces committed to mega-projects have proven highly resilient and adaptive, however. While the character of such investment has changed dramatically since the 1970s, its volume has remained high. Nevertheless, mega-project advocates have had to work within new constraints; they have had to learn the art of making omelets without leaving a residue of broken eggs. We label this art, as exercised in the domain of urban land use, “do no harm” planning. Its essential components are the selection, siting and design of projects to minimize disruptive side effects, and the aggressive mitigation of any harmful impacts that cannot be avoided entirely. Most obviously, governments have ceased clearing slums and building expressways through developed neighborhoods, and only one major new passenger airport—in Denver—has been constructed since the early 1970s.

Public investment in facilities such as rail transit systems, festival retail markets, sports stadiums and arenas, and convention centers has surged. Within the transportation sector, moreover, investment priorities have shifted toward the reconstruction of existing highways, new construction on suburban fringes and airport terminals rather than runway improvements. The great advantage of such projects is that they are relatively easy to site either at some distance from existing development or in older commercial districts that have few preservationist defenders.

Where cities and states have gone forward with major highway and airport projects, they have taken extraordinary steps to minimize social and environmental impacts. The new Denver airport, for example, is on a previously rural 53-square-mile site 25 miles east of downtown. Its location and scale were determined primarily by two considerations: land assembly without the disruption of existing residential enclaves; and future airport operation without significant noise impacts overflowing the airport boundary. Boston’s $14.6 billion Central Artery/Tunnel project, known colloquially as “The Big Dig,” appears very different, in that it is located in the heart of downtown, but it is virtually identical in its do no harm planning orientation. It is almost entirely underground as it passes close to built-up areas (replacing a previous elevated roadway); it has been threaded into the urban fabric without the taking of a single home; and it will add significantly to the city’s parkland.

Common Themes

In addition to do no harm planning, our review of mega-projects built over the past two decades identified the following themes as particularly salient.

Business Support

While insufficient by itself, strong business support has generally been an indispensable condition for mega-project development. Within the business community, leadership has almost invariably come from enterprises with deep local roots, particularly in real estate ownership, development and finance. The strongest supporters of Denver’s new airport, for example, were those who owned property with commercial development potential near the new site; downtown businesses concerned that the city’s existing airport was too small to allow for the region’s continued development; and the banks and financial service firms that had lent money to many of the city’s property owners and developers. Similarly, the most active and effective support group for Boston’s Big Dig has been the Artery Business Committee, a coalition of those who own major buildings adjacent to the artery’s corridor and several major employers with historic roots in downtown Boston.

Public Entrepreneurs

In addition to well-mobilized constituencies, aggressive, deft government officials have been indispensable to the success of recent mega-project proposals. Indeed, it was frequently they who originated project ideas and first sparked the formation of supportive coalitions. Even when others initiated, they commonly took the lead in crafting strategies, tactics and plans; in lobbying for state and federal aid; in securing other types of needed legislation and regulatory approvals; and in dealing with project critics.

Though business groups initiated some projects, they seemed more frequently to “invest” in proposals originated by public entrepreneurs. The business constituents were by no means easy marks, of course. Like venture capitalists in the private sector, they considered a great many ideas brought to them by public entrepreneurs (and others), but invested only in those few that looked particularly good for their enterprises, were to be carried out mainly or entirely at public expense, and had a reasonable chance of securing the myriad approvals required.

Illustratively, Boston’s Big Dig was conceived by Fred Salvucci, a transportation engineer who had become active in battles against planned highway and airport projects during the 1960s and then served as transportation secretary for twelve years under Governor Michael Dukakis. During the first Dukakis administration (1975–1979) the main constituencies for a new harbor tunnel (business) and for depressing the central artery (neighborhood and environmental groups) were at loggerheads. While temporarily out of office from 1979 to 1983, however, Salvucci concluded that the politically feasible strategy might be to marry these projects, while also relocating the tunnel to an alignment far from a neighborhood that it had historically threatened. This strategy in fact resolved the local controversy, and prepared the way for a successful campaign for massive federal aid, led again by Salvucci with critical business support.

Denver Mayor Federico Peña broke a similar type of logjam that had persisted for years over whether to expand Denver’s existing Stapleton Airport or build a new facility on a large site outside the city’s borders. Concluding that the obstacles, both political and environmental, to expanding Stapleton were insuperable, but that city ownership and operation of any new airport remained a critical objective, he negotiated successfully with adjacent Adams County for a massive land annexation. To achieve this objective, he accepted conditions protecting county residents from significant airport noise and guaranteeing Adams County most of the tax benefits that would flow from economic development around the new airport. With local agreements in hand he, like Salvucci, then led a successful campaign for special federal assistance.

Mitigation

Do no harm plans avoid substantial neighborhood and environmental disruption but it is impossible to build a mega-project with no negative side effects. The commitment of do no harm planning is to ameliorate such impacts as much as possible, and to offset them with compensatory benefits when full direct mitigation cannot be achieved. The boundary between mitigating harm and providing net benefits to protesting groups is often indistinct, however, so the norm of mitigation provides leverage as well for skilled activists whose demands are at times tangential to the mega-projects whose budgets they seek to tap. Mega-project champions in turn reflected on the fate of such projects as New York City’s proposed Westway, which failed because of what seemed at first a minor legal challenge. They were deathly afraid of litigation and were frequently willing to make very expensive concessions in return for agreements by critics not to sue.

During permitting for the Big Dig, for example, Boston’s Conservation Law Foundation (CLF), a group whose signature strategy was litigation for environmental purposes, threatened to sue unless the state committed to accompany the highway project with a multi-billion dollar set of rail transit investments, mainly for expansion. CLF’s rationale was that the transit projects would prevent the new road from filling up with traffic, which in turn would generate more air pollution. Modeling done for the project (as well as data from other regions) showed that the Big Dig would not in fact have significant air pollution effects, and that investing in rail transit extensions would be a particularly inefficient way to offset pollution effects if they did occur. Nonetheless, both Democratic and Republican state administrations acquiesced to CLF’s demands because they did not want to risk litigation, which at the very least threatened project delays and might also have imperiled the breadth of local consensus in support of the Big Dig.

Bottom-up Federalism

A naïve observer of American politics might assume that the federal government distributes grants to achieve national goals. In fact, however, the grantor-grantee relationship is usually much more complicated than that. Recipient jurisdictions are typically active participants in the coalitions that bring new programs into being and provide them with critical support each budget season. The programs of aid for mega-project investment that we examined were all distinguished more by their openness to local initiative than their sharp definition of national purpose. If grantee jurisdictions had a great deal of influence collectively on program structure, moreover, they had even more when it came to projects, and they were able to exercise it individually.

Every project we studied was initiated by subnational officials and interest groups, and it was they who took the lead at every stage in the decision process. While limited in their discretion by federal program rules, they were alert as well to opportunities for securing waivers, statutory amendments and add-on funds, with the assistance of their congressional delegations. Stated another way, when federal aims are diffuse and weakly defended, principal-agent theory (as applied to the intergovernmental system) needs to be read bottom-up rather than top-down.

High and Rising Costs

Do no harm designs and related mitigation agreements have tended to produce projects that are vastly more expensive than their historic predecessors. According to Brian Taylor (1995), the average cost per centerline mile of urban freeways rose by more than 600 percent in real terms from the 1960s to the 1980s, and costs were even more extreme in some of the mega-projects we examined. Whereas Taylor found that urban freeways cost on average about $54 million per centerline mile (in 2002 dollars) in the 1980s, for example, the Big Dig cost $1.9 billion per centerline mile. Judith Grant Long (2002) reports in a similar vein that the average cost of new stadiums and arenas more than quadrupled in real terms from the 1950s to the 1990s, and we have calculated that light rail development costs increased by nearly two-fifths from the 1980s to the 1990s.

Both older and more recent projects have been marked by a consistent pattern of substantial cost increases between authorization and completion. The projected cost of Boston’s Big Dig, for example, has roughly tripled in real terms since its approval by Congress as an interstate highway project in 1987. The cost of Denver International Airport more than doubled from the late 1980s, when it received voter approval and its federal funding commitments, to its completion six years later.

While a full study of this issue was beyond the scope of our work, we judge that the consistent pattern of underestimation has two primary causes. First, project advocates have very strong incentives to estimate optimistically as they seek political commitments of support. Second, mega-projects are often so complex—both technically and in terms of the mitigation agreements that will often prove necessary to keep them on track—that early cost estimates are typically little more than guesses within very broad ranges.

Locally Painless Project Funding

The hallmark of successful mega-project financing is that projects should appear costless, or nearly so, to the great majority of local voters. The easiest way to achieve this result is to rely on funding from higher-level governments. Where such aid is unavailable or insufficient, the challenge is to identify other sources of revenue to which local voters are generally insensitive—which means, above all, avoiding local property and income taxes and spreading the burden beyond host city residents.

This challenge became increasingly salient after 1970 with rising antitax sentiment, the end of federal renewal aid, and the surge in capital spending for such facilities as stadiums, arenas and convention centers, for which federal aid was only rarely available. In the growing domain of mass transit, moreover, federal matching ratios have tended to decline since 1980.

The revenue strategies adopted to deal with these challenges have been varied and ingenious. New terminals and runways at major airports have been funded largely by increased landing fees, lease payments, and (since the early 1990s) ticket surcharges authorized by the federal government but imposed locally. Stadiums, arenas and convention centers are commonly funded by taxes that fall mainly on nonresidents, such as taxes on hotel rooms, car rentals and restaurant bills. Where broad-based taxes have been unavoidable, the preferred method has been incremental add-ons to sales taxes, which typically require voter approval. Voters have often said no, but sales tax increases provide large amounts of revenue when they are adopted—and when they are not, project advocates routinely come back with revised plans. In Los Angeles and Seattle, for example, transit advocates responded to referendum defeats by scaling back their rail plans and allocating some of the projected revenue to bus service and local road improvements.

Looking to the Future

Almost two decades ago, when New York City’s ambitious Westway project died even though its backers had helped pioneer the do no harm planning and design paradigm, then-Senator Daniel Patrick Moynihan wondered whether it had become so difficult to build public projects that “Central Park could not conceivably be built today” (Finder 1985). Recent history suggests, however, that the mega-project impulse remains strong. The pertinent question is not whether the U.S. political system can still generate mega-projects but whether the projects that go forward are typically worth their costs to taxpayers.

In general, economists are skeptical about the cost-effectiveness of the most prominent mega-projects, from the Big Dig to the scores of rail transit systems, professional sports facilities and convention centers, built over the past 25 years. Project advocates invariably retort that the economists miss intangible project benefits such as fostering community pride and (in the case of transit, particularly) strengthening the likelihood of smart growth practices in new development. The national coalitions in support of highway and airport improvements, which economists tend to rate more favorably than other types of projects, have argued vociferously that current environmental rules and opportunities for critics to litigate are too onerous and should be relaxed.

There is no easy resolution of these issues because they involve tradeoffs between important, deeply held values. However, our review of a half-century of public works projects in urban areas has left us with three clear impressions. First, states and localities should be required to bear half or more of the cost of projects they undertake, because great windfalls of earmarked money from higher levels of government tend to overwhelm serious local deliberation. Second, strong environmental regulation helps ensure that local pro-growth coalitions do not leave fouled environments or devastated neighborhoods in their wake. Finally, while referenda are in general a flawed instrument of policy making, the evidence seems to suggest that the requirement of voter approval for major local projects tends to have a salutary effect on the bargaining between business groups that stand to benefit financially from the proposed investments and the more general interests of local taxpayers and residents.

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Alan Altshuler and David Luberoff are the coauthors of Mega-Projects: The Changing Politics of Urban Public Investment. Altshuler is the Stanton Professor of Urban Policy at the Kennedy School of Government and the Graduate School of Design (GSD) at Harvard University, and director of the Kennedy School’s Taubman Center for State and Local Government. Luberoff is the Taubman Center’s associate director and an adjunct lecturer at GSD.

References

Caro, Robert A. 1974. The power broker: Robert Moses and the fall of New York. New York: Alfred A. Knopf.

Finder, Alan. 1985. Westway: A road that was paved with mixed intentions, losing confidence and opportunities. New York Times, September 22, sec. 4, 6.

Long, Judith Grant. 2002. Full count: The real cost of pubic funding for major league sports facilities and why some cities pay more to play. Ph.D. dissertation, Harvard University.

Taylor, Brian. 1995. Public perceptions, fiscal realities, and freeway planning: The California case. Journal of the American Planning Association 61 (1): 43–56.

El Urbanizador Social

Un experimento de política del suelo en Porto Alegre
Martim O. Smolka and Cláudia P. Damasio, April 1, 2005

Una versión más actualizada de este artículo está disponible como parte del capítulo 2 del libro Perspectivas urbanas: Temas críticos en políticas de suelo de América Latina.

Durante varios años, el Instituto Lincoln ha patrocinado programas de investigación y capacitación en colaboración con funcionarios de Porto Alegre, Brasil. El experimento de política del suelo descrito en este artículo representa un avance de alto potencial pedagógico porque recalca la importancia de los factores de procedimiento (gestión, negociación, transparencia, legitimidad pública) en la provisión de tierras urbanizadas para los pobres, por encima del enfoque tradicional en las necesidades de financiamiento y otros recursos.

En el mundo de hoy, aproximadamente mil millones de personas viven en tugurios de barrios marginales con infraestructura precaria y sin seguridad de tenencia, y se espera que la situación empeore en el futuro (UN-HABITAT 2003). Desde las perspectivas del orden urbano y del ambiente, las ocupaciones ilegales del suelo suelen causar daños irreversibles e imponer altos costos de urbanización para los gobiernos municipales y para la sociedad como un todo.

La irregularidad es un fenómeno multidimensional que involucra cuestiones de tenencia (derechos de ocupación legal, registro de títulos, etc.); cumplimiento de normas y regulaciones urbanas (tamaños de lotes, tolerancias para espacios públicos, disposición de calles, etc.); cantidad y calidad de servicios suministrados; tipo de área donde se produce el asentamiento (áreas con riesgos ecológicos, laderas, zonas industriales abandonadas contaminadas, etc.); y por encima de todo, el proceso de ocupación en sí, que suele ser diametralmente opuesto al de la urbanización formal. En el mundo “formal”, la ocupación representa la última fase de una secuencia legal y reglamentada que empieza con la titulación y continúa con el planeamiento y la dotación de servicios.

Si bien las áreas irregulares suelen disponer de infraestructura básica, lo cierto es que la instalan los parceladores o las autoridades municipales después de la ocupación y frecuentemente como medida de emergencia. Por ejemplo, algunas veces existen redes troncales de agua y sistemas de alcantarillado cerca de las áreas donde se están formando los asentamientos irregulares, y el parcelador o incluso los ocupantes se limitan a improvisar conexiones clandestinas a las tuberías principales. Esta clase de intervención, si bien no es desastrosa en asentamientos pequeños, conlleva la extensión de los servicios a áreas no aptas para la ocupación humana. En otros casos, compañías de servicios públicos o privados extienden sus servicios a nuevos asentamientos sin tener en cuenta su condición legal y a menudo sin consultar con las autoridades municipales.

Procesos de ocupación típicos

Hoy en día, la manera más común de crear asentamientos irregulares consiste en ocupar parcelas mediante una compleja sucesión de transacciones comerciales en las que participan el propietario, el promotor inmobiliario o parcelador (fraccionador de terrenos) y, frecuentemente, los futuros ocupantes. Los propietarios buscan maneras de sacarle rentabilidad a la tierra; los parceladores hacen caso omiso a los códigos municipales y producen subdivisiones de bajo costo y alta rentabilidad; y los ocupantes pobres adquieren estos terrenos ilegales simplemente porque no tienen otra opción y quizás ni siquiera conocimiento de la legalidad de la situación. Por lo general, estas personas carecen de fuentes regulares de ingresos y de ahorros que les permitan aspirar a créditos o satisfacer las estrictas normas de construcción y otras condiciones exigidas para la adquisición y ocupación formal.

Los ocupantes compran el “derecho de ocupación” a través de un contrato de adquisición de la parcela (sin importar el estatus legal del terreno) y proceden a organizar la disposición de las calles y a construir viviendas sencillas. Cuando se realiza una inspección oficial, ya es demasiado tarde: las casas ya se construyeron y la comunidad está organizada para resistirse a cualquier intento de cambio. Las autoridades públicas no tienen capacidad para ir al ritmo de este ciclo de complicidad y terminan limitando su función a una mínima inspección, lo que no sólo esconde un modelo de gestión tolerante de la informalidad sino que pone en evidencia la carencia de otras opciones habitacionales para ese segmento de la población.

Muchas ciudades están aplicando medidas curativas de alto costo para introducir mejoras urbanas y programas de regularización de títulos, pero su eficacia ha sido limitada hasta la fecha (Smolka 2003). Lo más grave y paradójico es que las expectativas creadas por estos programas tienden a aumentar el número de personas que recurren a la irregularidad. Para decirlo en pocas palabras: el proceso típico de acceso a tierra urbanizada por parte de los pobres urbanos es injusto e ineficaz, y a la larga termina en un círculo vicioso de irregularidad porque contribuye a la pobreza en vez de mitigarla. El problema no es tanto definir el tipo, el proveedor y la escala de los servicios suministrados sino más bien cómo, cuándo y dónde funciona el proceso de dotación de dichos servicios.

El caso de Porto Alegre, Brasil

Porto Alegre, capital del estado más meridional de Brasil, es centro de un área metropolitana formada por 31 municipalidades. Con una población de 1.360.590 habitantes (año 2000), esta ciudad ha ganado reconocimiento mundial gracias a sus programas de reducción de la pobreza e inclusión social y sus muy aclamados procesos de gestión participativa que han mejorado la calidad de vida de sus habitantes (Getúlio Vargas Foundation 2004; Jones Lang Lasalle 2003; UNDP 2003; UN/UMP 2003). Cabe mencionar el alto alcance de los servicios de infraestructura, ejemplificado en el hecho de que el 84 por ciento de las viviendas de la ciudad están conectadas al sistema de alcantarillado; el 99,5 por ciento recibe suministro de agua tratada; el 98 por ciento recibe electricidad; y el 100 por ciento de los sectores goza de servicios de recolección selectiva de desechos (municipalidad de Porto Alegre, 2003).

A pesar de estas cifras impresionantes, el 25,5 por ciento de la población vive en los 727 asentamientos irregulares de la ciudad (Green, 2004) y el crecimiento anual estimado de la población de estas áreas marginales es del 4 por ciento, en comparación con sólo 1,35 por ciento para la ciudad en conjunto. Esta situación plantea la interrogante de cómo explicar el aumento paradójico de irregularidad ante la provisión generalizada de servicios básicos en un periodo de gestión participativa exitosa y popular.

A pesar de que el proceso decisorio de inversiones públicas en Porto Alegre ha mejorado desde 1989 (fecha de la introducción del sistema de presupuesto participativo descentralizado), también es cierto que el proceso sigue aquejado de fallas tales como ineficacia del sistema económico, técnicas poco apropiadas, caos medioambiental, injusticia fiscal (porque el dinero que debería beneficiar al público termina en los bolsillos de los parceladores) e insostenibilidad política. Muchas de las zonas están plagadas de problemas serios como calles deficientes sin drenaje ni pavimentación, inestabilidad geológica, susceptibilidad a inundaciones y falta de titulación legal, lo cual se traduce, por ejemplo, en la carencia de domicilio postal para poder recibir correspondencia. Así y todo, el caso de Porto Alegre es muy interesante porque constituye una vívida demostración de que el problema de confrontar la irregularidad no se refiere tanto a la provisión de servicios sino a cambiar el proceso de prestación de los mismos. Se trata de una cuestión de procedimientos, un cambio en las reglas del juego.

Un innovador instrumento de política urbana

El Urbanizador Social fue desarrollado en Porto Alegre como un instrumento, y más generalmente un programa, para superar el proceso insostenible de provisión de servicios urbanos pese a una larga historia de legislación reglamentaria (fig. 1). Promulgada en julio de 2003, poco después de la aprobación del innovador decreto brasileño Estatuto de la Ciudad, la Ley del Urbanizador Social fue el fruto de intenso diálogo entre sindicatos de la industria de la construcción, pequeños parceladores, cooperativas de vivienda, agentes financieros y la municipalidad.

Un “urbanizador social” es un promotor inmobiliario inscrito en el municipio, que tiene interés en construir viviendas de interés social en áreas identificadas por el gobierno y conviene en hacerlo bajo ciertos términos negociados tales como ofrecer parcelas urbanizadas a precios accesibles. Se trata de una asociación público-privada a través de la cual la municipalidad se compromete a aumentar la flexibilidad de ciertas normas y reglamentos urbanos, agilizar el proceso de obtención de licencias, reducir los requisitos jurídicos y reconocer la urbanización progresiva en etapas. También se prevé la transferencia de los derechos de urbanización como estímulo para los urbanizadores privados. Otros incentivos pueden presentarse en forma de acceso a líneas de crédito específicas o ciertas inversiones públicas directas en infraestructura urbana, de manera que los costos no terminen saliendo de los bolsillos del comprador final. Entre los posibles “urbanizadores sociales” figuran promotores inmobiliarios debidamente certificados, contratistas que ya están trabajando en el mercado informal, propietarios y cooperativas autogestionadas.

El programa Urbanizador Social de Porto Alegre incorpora lecciones aprendidas de problemas reales como también oportunidades de acción pública aún sin explotar, y se inspira en varias ideas específicas. Primero que todo, reconoce que los parceladores que suministran tierras urbanizadas al sector de bajos ingresos —si bien a través de actividades ilegales, irregulares, informales y clandestinas— poseen una experiencia y familiaridad con dicho sector que definitivamente no tienen las autoridades públicas. Por eso, en vez de condenar a estos agentes, posiblemente sea más beneficioso para el interés público darles incentivos apropiados (como también sanciones) para que puedan desempeñarse dentro del marco legal. Además, aunque es ampliamente sabido que los parceladores suelen ganar más dinero si se mantienen al margen de la ley (porque tienen menos costos generales, no pagan tarifas de permisos, etc.) menos conocido es el hecho de que, si se les diera la opción, muchos de ellos preferirían trabajar legalmente, incluso si ello redujera sus ganancias.

En segundo lugar, las plusvalías generadas por las transacciones del suelo podrían convertirse en una fuente de ingresos para el proyecto. En la práctica, este valor agregado debería ser distribuido directamente por el propietario —como una contribución de tierra que exceda lo exigido por la ley para los fraccionamientos de terrenos para el sector de bajos recursos—, e indirectamente por el parcelador en forma de menores precios del suelo para los compradores de bajos ingresos. En la mayoría de los casos de urbanización irregular, el público no percibe los beneficios de estos aumentos en el valor del suelo.

En tercer lugar, al dar transparencia a los términos de las negociaciones directas, y en consecuencia propiciar acuerdos que benefician a todas las partes interesadas (propietarios, promotores, autoridades públicas, compradores), el proceso del Urbanizador Social crea vías que facilitan el cumplimiento de las normas establecidas para el proyecto. Otro componente del proceso de negociación está relacionado con el programa de inversión acordado y su efecto en eliminar la especulación.

En cuarto lugar, para que este nuevo modo de urbanización pueda tener éxito, es necesario que pueda ofrecer un suministro adecuado de tierra urbanizada que satisfaga las necesidades sociales bajo condiciones de mercado competitivas (es decir, más costeables que las condiciones de los parceladores que normalmente serían informales). Un ingrediente básico del programa es que establece nuevas reglas para la urbanización social en general. Para los agentes privados debe estar muy claro que el proceso del Urbanizador Social es la única vía de participación del gobierno en el desarrollo de asentamientos costeables y aprobados.

El Urbanizador Social como un tercer camino

Desde el punto de vista del interés público, la meta principal de esta nueva estrategia es establecer, antes de la ocupación de los terrenos, la base o al menos un programa urbanizador que permita reducir o controlar los costos de la urbanización (fig. 2).

Por lo general, los gobiernos de las ciudades del tercer mundo responden a la incapacidad del sector pobre para tener acceso al mercado formal mediante dos modelos o paradigmas. Bajo el modelo del subsidio, el público interviene para facilitar tierra urbanizada bien sea directamente a través de asentamientos públicos desarrollados como respuesta a situaciones de emergencia, o indirectamente mediante préstamos a tasas inferiores del mercado para los promotores inmobiliarios que se desenvuelven en ese sector del mercado. En el otro extremo, el llamado “modelo de tolerancia del 100 por ciento” reconoce que el gobierno no tiene la capacidad de suministrar toda la tierra urbanizada requerida, y en consecuencia tolera arreglos irregulares e informales que pueden a la larga mejorarse mediante varias clases de programas de regularización.

Ninguna de estas dos maneras de enfrentar el problema afectan las condiciones del mercado y ambas contribuyen al círculo vicioso de la informalidad. En el primero de los casos, los subsidios se transforman en mayores precios del suelo, mientras que en el segundo caso los parceladores imponen una recargo basado en las expectativas de una regularización futura: mientras mayor es la expectativa, mayor es el recargo.

El Urbanizador Social representa una tercera vía que reconoce tanto el papel y la experiencia de los parceladores informales que trabajan en el segmento de bajos recursos, como la función indispensable de los agentes públicos, quienes prestan su apoyo a la población pobre para que participe en un mercado que, de otra manera, sería inaccesible. En otras palabras, este programa representa un esfuerzo para “formalizar lo informal” e “informalizar lo formal”, facilitando y proporcionando incentivos para que los promotores inmobiliarios puedan desenvolverse con más flexibilidad en ese sector poco rentable que es el mercado de bajos ingresos. Es un instrumento diseñado para estimular tanto a los empresarios que operan en el mercado inmobiliario clandestino como aquéllos que lo hacen en el segmento mercantil formal de mayores recursos, a fin de que urbanicen la tierra bajo las normas regulares existentes.

En el mundo entero se ha establecido una gran variedad de asociaciones público-privadas. Aunque es posible que el Urbanizador Social pueda ser visto como otro más de estos arreglos, consideramos importante establecerlo claramente y darle amplia difusión a fin de incrementar las posibilidades de este tipo de asociaciones.

La promulgación de la Ley del Urbanizador Social constituye un intento de cambiar la manera tradicional de responder a las necesidades de vivienda del sector de bajos recursos, porque da una señal clara a los agentes privados que gestionan en el mercado del suelo y protege al público de las acciones arbitrarias de los desarrollos privados. El Urbanizador Social ha demostrado ser una herramienta indispensable para la gestión pública. Sin embargo, dado que rompe con las prácticas de “siempre”, su puesta en práctica enfrenta todavía una multiplicidad de desafíos:

1. Desde un punto de vista institucional, debe superar el modelo tradicional de desarrollo urbano del municipio, que se ha limitado a los aspectos de regulación e inspección. Esta tradición puede interferir en las funciones de la autoridad pública como gerente, líder de los procesos de urbanización y regulador de relaciones que normalmente quedan a la merced de las reglas del mercado.

2. Desde el punto de vista de la administración municipal, la meta es coordinar sus muchas agencias, sucursales y entidades para estimular actividades que gocen de viabilidad económica y atractivo para los promotores inmobiliarios. El problema es que dicha meta pareciera estar reñida con los objetivos típicos del sector público.

3. Para poder atraer a grandes empresas inmobiliarias que forjen mejores asociaciones con las autoridades públicas, es fundamental que el instrumento ofrezca grandes atractivos dado que estas empresas ya tienen suficientes oportunidades lucrativas en el mercado de altos recursos.

4. Asimismo, el programa deberá poder aumentar la viabilidad de asociaciones con pequeñas empresas inmobiliarias, quienes por lo general carecen de la infraestructura interna y de los recursos financieros para poder desenvolverse en este tipo de mercado.

5. Finalmente, el Urbanizador Social debe procurar su estabilidad y función como elemento estructural de política urbana de acuerdo con el principio de acceso democrático a la tierra. Como nota interesante, tras 16 años con el mismo grupo político progresista en poder, Porto Alegre está actualmente pasando por una serie de cambios políticos acompañados de incertidumbre. A la larga, el Urbanizador Social no podrá crear resultados importantes si los gobiernos municipales no incorporan sus principios de manera estratégica a largo plazo.

Actualmente Porto Alegre tiene cinco proyectos pilotos de Urbanizador Social en diferentes etapas de desarrollo. Para que puedan funcionar como verdaderos experimentos, en ellos participan diferentes clases de promotores inmobiliarios tales como empresas urbanizadoras pequeñas, urbanizadoras ya establecidas en el mercado y cooperativas de viviendas. Una de estas áreas piloto ha demostrado la posibilidad de producir 125 m2 de tierras completamente urbanizadas a precios que van desde US$25 a US$28 por m2, en contraste con los precios del mercado formal, de US$42 a US$57 por m2 , por la misma cantidad de tierra. Los precios más bajos citados demuestran la buena disposición que tienen los promotores inmobiliarios a ceder en sus contratos con las autoridades municipales para ofrecer sus servicios dentro del marco del Urbanizador Social.

La municipalidad también intentó adquirir financiamiento para actividades de urbanización social a través de la entidad Caixa Econômica Federal (CEF), organización federal responsable por el financiamiento del desarrollo urbano y de la vivienda. La agencia está creando una nueva línea de financiamiento dentro de su programa de asociaciones, mediante el cual se otorga crédito a un comprador para la compra de una parcela. Hasta ahora, esta opción financiera había estado disponible únicamente para la adquisición de unidades habitacionales antes de su construcción. La idea de una línea de crédito para financiar el desarrollo de tierra urbanizada es una novedad. Otro aspecto digno de mencionarse son las intenciones de la administración municipal para anular los requisitos de análisis de riesgo para los promotores inmobiliarios; esto representa un ingrediente fundamental para abrir el campo a los pequeños promotores inmobiliarios.

Los elementos innovadores del instrumento del Urbanizador Social, en comparación con los métodos públicos tradicionales de enfrentar la irregularidad urbana, han captado la atención de muchas organizaciones y otras municipalidades. En el ámbito federal, el Urbanizador Social se considera totalmente integrado con los principios del Estatuto de la Ciudad, por lo que ha ganado el apoyo del Ministerio de las Ciudades de Brasil. Actualmente el Congreso nacional brasileño está debatiendo sobre otra ley federal que trata de la subdivisión de la tierra urbana, y el Urbanizador Social es parte de la discusión. Si se aprueba, esta legislación sobre subdivisiones será un paso importante para cambiar el deficiente proceso tradicional de suministro de acceso a la tierra para la población urbana pobre de otras ciudades brasileñas.

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