El futuro de la densidad

Capacidad de pago, igualdad y los efectos de un virus insidioso
Por Anthony Flint, June 24, 2020

 

Las ciudades de todo el mundo comienzan la labor lenta y prudente de recuperarse de la primera oleada devastadora provocada por el nuevo coronavirus; su búsqueda de resiliencia gira en torno a una característica que es un valor fundacional desde hace mucho: la densidad.

Los estragos de los últimos seis meses (500.000 vidas perdidas, por ahora, récord de desempleo, bancarrotas, miles de billones en pérdida de valor y renta impositiva) azotaron a las ciudades con una fuerza particular. La crisis amenaza los cimientos de una economía urbana funcional: residentes y empresas en el centro, sistemas de tránsito que estos utilizan, facultades y universidades prósperas, y servicios y comodidades como restaurantes, tiendas minoristas, deportes y entretenimiento.

Dado que más de la mitad de la población mundial vive y trabaja en zonas urbanas (y se espera que esta cifra aumente al 68 por ciento hacia 2050), es de vital importancia recuperar estas regiones.

Históricamente, las ciudades respondieron a enfermedades y desastres con medidas positivas: servicios de emergencia y códigos de edificación tras incendios importantes, infraestructura hídrica y de cloacas después del cólera, más protección contra el terrorismo internacional. Esta vez, entre requisitos de distanciamiento social e inquietudes sobre el contagio, la densidad es el foco de atención; los escépticos en los medios y los círculos políticos se cuestionan sus ventajas y los defensores se apresuran por intervenir a su favor.

Al ver con mayor detalle las realidades de este virus y cómo se ha propagado, resulta evidente que la densidad en sí no es la causa del dolor colectivo. La densidad define a las ciudades; es el combustible para que funcionen. Los factores más significativos que impulsan la pandemia (y los problemas que las ciudades deben afrontar con urgencia) son la aglomeración, la falta de capacidad de pago y las desigualdades raciales y económicas.

La gestión de la pandemia incluye varios componentes, como pruebas, rastreo de contacto, tratamientos y, por último, una vacuna, que el mundo anhela. Mientras tanto, los protocolos de salud pública sobre distanciamiento social (un mínimo de dos metros entre las personas) se basan en reducir la cercanía. Esto se puede lograr, por ejemplo, al limitar la cantidad de personas en el lugar de trabajo, el ascensor, el vagón de subterráneo, la facultad o la universidad en un momento determinado; dibujar círculos en un parque para marcar la distancia segura entre visitantes; o permitir que un restaurante se vuelque a la calle para tener más espacio entre las mesas.

En ese sentido, la densidad es solo un aspecto más que se debe atender. Pero ante un análisis más profundo, surgen un sinnúmero de preguntas sobre si las ciudades pueden funcionar económica y socialmente con una reducción en la proximidad; y ni hablar de transitar por una recuperación que las haga más sostenibles y equitativas. La pandemia ha resaltado amplias desigualdades económicas y raciales, y la ola reciente de protestas en todo el mundo sobre la brutalidad policial y el racismo estructural evidencia aun más todo lo que queda por hacer.

Cuando surgió la pandemia, el mundo vio cómo los ciudadanos ricos levantaron campamento y se fueron a su segunda casa o se instalaron en departamentos más grandes, pero los trabajadores de menores ingresos empleados en servicios (de los cuales una cantidad desproporcionada es de color) no tuvieron la posibilidad de trabajar desde casa ni de dejar de trabajar. Los que no perdieron sus empleos, se arriesgaron a exponerse a la enfermedad; para quienes se enfermaron, dado que suelen vivir en condiciones de aglomeración (en parte por necesidad por los altos costos de vivienda), el autoaislamiento se hizo más difícil.

Como bien expresó la escritora Jay Pitter cuando el coronavirus empezó a extenderse por América del Norte hace unos meses: hay distintos tipos de densidad que se deben debatir. Según dijo, existe “una densidad dominante . . . diseñada por y para ciudadanos principalmente blancos y de clase media, que viven en condominios costosos en el centro de la ciudad o junto a este”, y las “densidades olvidadas”, incluidas las de la periferia: “favelas, asentamientos informales marginales, habitaciones en fábricas, residencias para mayores, ciudades de carpas, reservas aborígenes, prisiones, parques de casas rodantes, refugios y viviendas sociales” (Pitter 2020).

Amy Cotter, directora de estrategias climáticas del Instituto Lincoln, dice que, si bien ocupar estacionamientos y hacer otros cambios en el dominio público pueden ser reparaciones convenientes a corto plazo, “no alcanzan ni por asomo. Necesitaremos políticas que hagan el doble o el triple que esto”, para abordar problemas estructurales de vivienda, transporte y medioambiente, y lograr una recuperación equitativa y sostenible para los más de 4.000 millones de ciudadanos del mundo.

En el s. XIX, el surgimiento global de enfermedades como el cólera y la fiebre amarilla generaron nuevas prácticas y sistemas de diseño que pretendían conservar la salud de la gente, en parte porque otorgaban más espacio (Klein 2020). Las ciudades, que antes estaban atestadas y sucias, introdujeron bulevares amplios, infraestructura hídrica y de cloacas, y parques públicos que funcionaban como “pulmones de la ciudad”, un concepto adoptado por Frederick Law Olmsted, padre de diseños paisajísticos como Central Park, en Nueva York, y Emerald Necklace, en Boston.

Es indiscutible que estas mejoras fueron positivas, pero algunas provocaron consecuencias económicas y sociales, deseadas y no deseadas. Por ejemplo, para ejecutar la ampliación y rectificación de las calles de París, cambio inspirado por el cólera, las autoridades derribaron vecin-darios de bajos ingresos. También allanaron el camino para que los militares vigilaran y suprimieran potenciales rebeliones, indica Sara Jensen Carr, profesora adjunta de arquitectura, urbanismo y paisajismo en la Universidad Northeastern, quien escribió el libro The Topography of Wellness: Health and the American Urban Landscape (La topografía del bienestar: la salud y el paisaje urbano de los Estados Unidos), que se publicará pronto.

A principios del s. XX, en los Estados Unidos, la zonificación de uso separado se implementaba, en gran parte, debido a las inquietudes de salud pública en zonas urbanas congestionadas: por ejemplo, no debía permitirse ubicar una curtiembre junto a edificios de departamentos. Puede decirse que ese cambio en las reglas del uso de suelo terminó por reforzar las políticas racistas de vivienda y permitieron la expansión urbana descontrolada. El rediseño de mapas de zonificación extendió la segregación racial de las zonas residenciales y estableció las bases para las prácticas discriminatorias impuestas a nivel federal tras la Gran Depresión. En general, la separación de usos es la base del desarrollo suburbano extendido y con baja densidad, luego de la Segunda Guerra Mundial.

El pionero modernista Le Corbusier, en su esfuerzo por tener más “luz y aire” en las ciudades, propuso vaciar la sección atestada del centro de París y reemplazarla por torres en los parques. Los Estados Unidos adoptaron la idea en la era de renovación urbana: construyeron viviendas en plazas ventosas y demolieron el tejido urbano (que solían ser casas y comercios en comunidades de color) para dar lugar a extensos lugares parquizados y autopistas destructoras.

La historia de intervenciones urbanas como respuesta a las crisis subraya la necesidad de que los gestores de políticas y los planificadores sean más considerados sobre qué problema intentan resolver en realidad, y qué efectos y reacciones en cadena podrían tener esas soluciones. Esto quiere decir que hay que comprender mejor cómo se propaga el coronavirus en realidad en todo tipo de asentamiento humano.

Las publicaciones científicas respaldan el supuesto general de que las enfermedades infecciosas se propagan con mayor facilidad en entornos urbanos con densidad alta, ya sea la peste o la gripe española de 1918. “Los expertos han afirmado que casi todas las enfermedades infecciosas humanas causadas por microorganismos surgieron con la aparición del urbanismo”, escribe Michael Hooper, profesor de la Escuela Superior de Diseño en la Universidad de Harvard. Además, agrega que la asociación entre la den-sidad y las enfermedades se conoció como “penalización urbana” (Hooper 2020).

Pero los epidemiólogos dicen que las enfermedades infecciosas transmitidas por el aire se propagan a un nivel más sutil, como iglesias atestadas, barracas militares o viviendas compartidas por familias numerosas; lo cual reduce muchísimo la escala, en comparación con la ciudad como un todo. Muge Cevik, especialista en enfermedades infecciosas de la Universidad de St. Andrews, dice que lo que promueve la propagación del coronavirus es el contacto estrecho en espacios cerrados atestados, y otro factor es el tiempo de permanencia. “Hay una correlación notable entre las multitudes en espacios cerrados y los focos de pandemia, en particular en ciudades atestadas. Pero el mismo patrón se refleja también en asilos o plantas procesadoras de carne”, dice. De hecho, el virus arrasó en zonas rurales con una fuerza equiparable, alimentado por brotes en fábricas o prisiones y, como indica un análisis del Wall Street Journal, exacerbado por viviendas familiares atestadas. Todo esto ocurrió lejos de centros urbanos (Thebault 2020, Lovett 2020).

Un estudio reciente indicó que las tasas de mortalidad por COVID-19 fueron más elevadas en condados con menor densidad, debido, en parte, a las diferencias en el acceso a la atención médica (Hamidi 2020). Los primeros datos sugieren que, incluso dentro de las ciudades, por cada complejo de departamentos como el llamado “torre de la muerte” en el Bronx, hay un vecindario con densidad relativamente baja que se vio igual de afectado (Freytas-Tamura 2020). Según indica Julie Campoli, directora de Terra Firma Urban Design, de Burlington, Vermont, varios vecindarios asolados de Nueva York, como Elmhurst, Borough Park y Corona, tienen una alta densidad de población, medida en cantidad de personas por milla cuadrada, pero una densidad insuficiente de viviendas, medida en unidades por acre. “En otras palabras, familias más numerosas viven en lugares pequeños”, dice Campoli. “Para los residentes de bajos ingresos en áreas afectadas de Queens y Brooklyn, compartir espacios estrechos es la única opción asequible en una ciudad con alquileres muy altos”.

Las nuevas políticas y prácticas para enfrentar el coronavirus, ya sean medidas progresivas o cambios más revolucionarios, se basarán en análisis minuciosos de lo que ocurre en realidad en el campo, con la propagación de la enfermedad.

Según Yonah Freemark, alumno de doctorado en estudios urbanos del MIT y fundador del blog The Transport Politic, es cuestión de seguir el cabo suelto hasta saber por qué hay una mayor concentración de personas viviendo en el mismo hogar.

Todo tipo de situación en la que hay una aglomeración durante cierto tiempo parece ser vector de la enfermedad, y un ejemplo de eso es un hogar en el que conviven varias personas. Es más probable que haya personas hacinadas en el mismo espacio porque las viviendas son caras”, dice. “Si tuviéramos mayor densidad y más viviendas para las personas, habría menos aglomeración en las unidades y la gente podría pagar lugares más grandes”.

Muchos otros problemas sistémicos hicieron que los residentes de vecindarios urbanos más pobres sean más susceptibles a la enfermedad, como la falta de un seguro médico adecuado o un legado de injusticia ambiental. Un estudio de la Escuela de Salud Pública T.H. Chan, de Harvard, demostró que en las comunidades con mayores niveles de partículas finas (contaminación de aire proveniente de plantas eléctricas o autopistas cercanas) se registraron más muertes por coronavirus (Wu 2020).

Enfrentar todos estos problemas, que ya estaban empeorando mucho antes de que apareciera la pandemia actual, puede parecer tan abrumador como una renovación masiva de la sociedad. Pero, al menos cuando se trata de viviendas, los defensores sugieren que este es el momento de empezar a analizar las desigualdades y la falta de capacidad de pago que la pandemia evidenció de forma tan notoria.

Muchos estados suspendieron los desalojos e instauraron otras protecciones para los inquilinos, no solo para los residentes sino también para empresas pequeñas y organizaciones sin fines de lucro (Howard 2020). Estas políticas podrían convertirse en una red de seguridad más permanente. California aprobó una iniciativa para permitir a las poblaciones más vulnerables y sin hogar que se aislaran de forma segura en habitaciones de hoteles vacías. Libby Schaaf, alcaldesa de Oakland, sugirió aprovechar el momento para conservar esa política, ofrecer un refugio más seguro y fiable que los campamentos transitorios.

Campoli, quien escribió Made for Walking: Density and Neighborhood Form (Hecho para caminar: forma de vecindarios y densidad, Campoli 2012) y coescribió Visualizing Density (Visualizar la densidad, Campoli 2007), hace eco de la idea de que la necesidad de tratar el tema de la capacidad de pago es más apremiante hoy que nunca. “Una solución a largo plazo para evitar la propagación de los patógenos en ciudades es que la vivienda sea un derecho”, dice. “Invertir en viviendas asequibles e implementar políticas que garanticen que todas las personas tengan un hogar donde refugiarse ayudará a las ciudades a abordar la densidad sin aglomeración y sinhogarismo, que generan sufrimiento y ayudan a propagar la enfermedad”.

También indica que la recuperación urbana debería incluir nuevos enfoques en el diseño de viviendas multifamiliares. “Tiene sentido experimentar con espacios provisorios para el distanciamiento social, pero cuando se trate de inversiones caras, como edificios o espacios públicos, hagamos cambios para agregar valor mucho más allá de la crisis inmediata”. Sugiere que las viviendas multifamiliares incluyan cada vez más características como espacios exteriores diseñados con criterio, mejores sistemas de ventilación, divisiones flexibles que permitan la privacidad e incluso puertas sin contacto y estaciones para lavarse las manos en habitaciones comunes.

Los gestores de políticas tendrán que ser creativos y trabajar con lo que es viable. Los presupuestos estatales y locales están alcanzando niveles históricos de déficit, justo cuando más se necesitan servicios de valor agregado. Sin dudas la recesión económica provocada por la pandemia deteriorará el desarrollo inmobiliario, lo cual podría llevar a una disminución, al menos temporal, de dichas soluciones basadas en el mercado, como las viviendas inclusivas. Es posible que se suspenda la construcción privada de viviendas multifamiliares por debajo del nivel de lujo, que ofrecen un margen de ganancia más bajo.

Sin embargo, los gobiernos locales podrían aprovechar la reestructuración inmobiliaria masiva que ya está ocurriendo, indica Martim Smolka, miembro sénior del Instituto Lincoln, quien está asesorando a ciudades de América Latina sobre sus respuestas a la pandemia. Esto exige una atención especial a políticas de suelo, regulaciones y mecanismos de financiamiento relacionados con la urbanización y los mercados territoriales.

Es probable que las oficinas en distritos comerciales céntricos, con ascensores ajetreados, baños compartidos y escaso estacionamiento, se abandonen por preferir propiedades en zonas residenciales de menor densidad en la periferia urbana, dice Smolka. A medida que más cantidad de empleados trabajen de forma remota con mayor frecuencia, se necesitará menos espacio (Seay 2020). Una intervención adecuada podría ser adquirir los edificios de oficinas, que con esta nueva situación tendrían un valor inferior, convertirlos en viviendas asequibles y cobrar derechos de desarrollo en las zonas que necesitan un cambio de zonificación de residencial a comercial.

Al intercambiar los lugares de este modo, se presentarán nuevas oportunidades para reconcebir las zonas metropolitanas en lo que respecta a los mercados de viviendas y empleo. En las grandes zonas metropolitanas podría observarse un aumento de densidad en áreas suburbanas, modelo que los urbanistas llaman policéntrico: múltiples aldeas urbanas en una zona más grande (Zeljic 2020). “Eso podría aumentar la eficiencia económica y la igualdad social, debido a la reducción de los costos de movilidad y los gradientes de precio más chatos”, dice Smolka.

De forma similar, al considerar el saneamiento en un marco más amplio y regional (por ejemplo, el corredor Nueva York-Boston), se abren las posibilidades para que las antiguas ciudades industriales más pequeñas tengan un papel más destacado en un entorno más amplio. Si más empleados trabajan desde casa, pueden vivir en lugares más asequibles, como Hartford o Worcester, y hacer un solo viaje esporádico a la sede central, en las ciudades más grandes.

Ya hay evidencia de que las empresas más importantes están organizando un éxodo, ya que la reducción en la densidad de los espacios de trabajo no justifica los alquileres altos (Davis et al. 2020). Los residentes de mayores ingresos, los jóvenes profesionales y la generación de la posguerra bien podrían seguirlas, atraídos de nuevo por las grandes casas suburbanas con amplios jardines traseros a las que se puede llegar en automóvil; en especial si las comodidades que antes los llevaron a la ciudad van desapareciendo (Davis 2020). A medida que se esfuman los empleos en muchos niveles, la población de clase media y obrera también podría alejarse de las metrópolis

Otros esperan que las ventajas de los centros no desaparezcan, y se basan en las tendencias demográficas persistentes. “En las próximas dos décadas, el 80 por ciento de los nuevos hogares netos [en los Estados Unidos] serán de personas solteras o parejas”, dice David Dixon, socio del estudio de diseño urbano Stantec. “La mayor parte del crecimiento demográfico estará conformado por personas mayores de 65 años. Eso significa una demanda inédita de vivienda urbana y una economía dominada por el conocimiento”.

Pero Dixon (quien destaca que luego del ataque a las torres gemelas surgió un frenesí antidensidad similar, en el cual las ventajas del urbanismo compacto enseguida se subordinaron a “sensaciones, no datos”) dice que, si las ciudades quieren recuperarse, deben analizar las otras crisis que las aquejan: “Las ciudades importantes no están perdiendo el atractivo, sino la asequibilidad”.

Todos merecen vivir en una comunidad que sea saludable, equitativa y resiliente”, escribió Calvin Gladney, CEO de Smart Growth America, en junio, cuando se desencadenaron las protestas en todo el país. “Estas comunidades tienen viviendas que los residentes pueden costear, brindan acceso a opciones de transporte que conectan de forma asequible a las personas con su empleo y oportunidades laborales, y ofrecen espacios públicos que todos pueden disfrutar de forma segura”. Gladney destacó que durante décadas las decisiones que se tomaron respecto del uso del suelo, el transporte y el entorno construido fomentaron un sistema desigual, lo cual insta al país a aprovechar este momento para mejorar.

A principios de mayo, C40 Cities, que representa a más de 750 millones de personas de todo el mundo, publicó una declaración de principios para promover la construcción de “una sociedad mejor, más sostenible y más justa a partir de la recuperación de la crisis de la COVID-19”, una advertencia para no volver a “lo mismo de siempre” (C40 Cities 2020). “Lo único comparable con lo que estamos viviendo ahora es la Gran Depresión”, dijo Bill de Blasio, alcalde de Nueva York y miembro de C40, en una declaración. “Contra ese tipo de desafíos, las medidas a medias que mantienen el statu quo no inclinarán la balanza ni nos protegerán de la próxima crisis. Necesitamos un New Deal para este momento: una transformación masiva que reconstruya vidas, promueva la igualdad y prevenga la próxima crisis econó-mica, climática o sanitaria”.

Otras organizaciones, como el Foro Económico Mundial, promueven la idea de “construir de nuevo y mejor” cuando el mundo lidie con las repercusiones de la crisis de la COVID-19. Para elevar la vara, habrá que hacer frente a los problemas persistentes y perniciosos de las ciudades. También habrá que construir sobre las ventajas físicas más fuertes de esas mismas ciudades: ambientes de uso mixto que se puedan recorrer a pie y que incluyan servicios accesibles de sistemas de movilidad y transporte, para evitar los vehículos privados. “Una densidad sensata, y la agilidad y la creatividad de las ciudades, eso es lo que nos permitirá no solo superar esta crisis sanitaria, sino también aflorar con un ambiente más equitativo y saludable”, dice Schaaf.

Las ciudades resilientes se recuperarán de esta crisis, y la densidad (con lo que se deba ajustar para procurar una mejor accesibilidad y capacidad de pago para todos) seguro será un componente crucial. “Los estadounidenses siempre tuvieron una relación de amor-odio con las ciudades y un rechazo a la densidad; no es de sorprender que consideren dispersarse como una respuesta adecuada a este momento”, indica Campoli. “Pero, a la larga, la cercanía es esencial para las comunidades saludables y el medioambiente. No tenemos planeado abandonar las actividades esenciales que nos sostienen”.

 


 

Anthony Flint es miembro sénior del Instituto Lincoln de Políticas de Suelo y editor colaborador de Land Lines.

Imagen: Según los datos, la propagación de la COVID-19 tiene mucho más que ver con aglomeraciones en espacios cerrados que con la densidad de los vecindarios. Crédito: Joey Cheung vía iStock.

 


 

Referencias

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Campoli, Julie. 2012. Made for Walking: Density and Neighborhood Form. Cambridge, MA: Instituto Lincoln de Políticas de Suelo. https://www.lincolninst.edu/publications/books/made-walking.

Campoli, Julie y Alex S. MacLean. 2007. Visualizing Density. Cambridge, MA: Instituto Lincoln de Políticas de Suelo. https://www.lincolninst.edu/publications/books/visualizing-density.

Carr, Sara Jensen. Próximamente. The Topography of Wellness: Health and the American Urban Landscape. Charlottesville, VA: University of Virginia Press.

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