Durante seis siglos, un pueblo llamado Hohokam habitó en el centro de Arizona. Entre muchos otros logros, crearon una especie de imperio hidráulico, como una telaraña de canales que debían llevar agua de los ríos Gila y Salado, afluentes del poderoso Colorado, hasta sus tierras agrícolas. Con el tiempo, los hohokam abandonaron sus campos y canales.
Hasta hoy, el motivo es incierto, pero el historiador Donald Worster supuso alguna vez que la tribu, productiva, pero condenada, “sufrió las consecuencias políticas y medioambientales de la grandeza” (Worster 1985).
Grandeza. Es la palabra perfecta para describir no solo la cuenca del río Colorado, sino también gran parte de la geografía, historia, cultura, política y desafíos asociados con ella.
El Colorado se destaca por su complejidad absoluta entre los ríos de los Estados Unidos de América, y tal vez del mundo. En esta cuenca, de 622.000 kilómetros cuadrados, un doceavo de la masa continental de EE.UU., existen grandes diversidades, lugares con temperaturas infernales y amplitud glacial. Toda esa extensión, salvo 5.200 kilómetros cuadrados, se encuentra en los Estados Unidos. Apenas un 10 por ciento de esa masa continental que, en gran parte, es una banda elevada de 2.700 a 3.300 metros en las Montañas Rocosas, produce el 90 por ciento del agua del sistema.
Abundan las infraestructuras hidráulicas en casi todos los codos de los 2.300 kilómetros del río. Los primeros desvíos ocurren en el nacimiento mismo, en el Parque Nacional de las Montañas Rocosas, antes de que el río se pueda considerar realmente un arroyo. En el río Colorado se erigieron catorce represas, y cientos más en sus afluentes. La represa Hoover debe ser la más conocida; es un gigante a media hora en auto de Las Vegas. El Buró de Reclamación de EE.UU. (USBR) la construyó en la década de 1930 para contener las inundaciones de primavera; así, creó un embalse que hoy se conoce como lago Mead. Unos 480 kilómetros río arriba, se encuentra el lago Powell, un segundo embalse masivo. Es el resultado de la represa del Cañón de Glen, construida en los 60 con el objetivo de ofrecer a los cuatro estados de la cuenca alta (Colorado, Nuevo México, Utah y Wyoming) un medio para almacenar el agua que habían acordado entregar a Arizona, California y Nevada, los estados de la cuenca baja, y a México.
En su capacidad máxima, ambos embalses (los más grandes del país) pueden contener cuatro años de caudal del río Colorado. Un artículo reciente sugiere que ambos embalses se podrían considerar como uno gigante, dividido por una “acequia gloriosa” (CRRG 2018). Esa acequia es el Gran Cañón, que este año celebra el primer centenario de haber sido declarado parque nacional.
Las represas, embalses, túneles y acueductos del Colorado proveen de agua a 40 millones de personas en siete estados de EE.UU. —más del 10 por ciento de los estadounidenses— y dos estados mexicanos. Además, el agua del río nutre a más de 2 millones de hectáreas de tierras agrícolas dentro y fuera de la cuenca. Los residentes de Denver, Los Ángeles y otras ciudades fuera de la cuenca dependen del río; las cosechas de campos que llegan prácticamente hasta Nebraska aprovechan las exportaciones y los desvíos por fuera de ella.
El río ofrece un recurso cultural y económico para 28 tribus dentro de la cuenca. En la cuenca y a su alrededor la economía mueve US$ 1,4 billones. Esto incluye los cañones innivadores de Vail y Aspen, el espectáculo hídrico nocturno del Bellagio, en Las Vegas, y la industria aeronáutica del sur de California. En toda la extensión del río hay más de 225 sitios recreativos federales que atraen a visitantes deseosos de probar suerte en pesca, canotaje o senderismo, o que solo quieren ver el paisaje. Este río y el territorio circundante tienen gran presencia en la imaginación pública.
Se trata de una red hidráulica grande, complicada y, ahora, vulnerable. A comienzos del s. XXI, el río ya era una esponja exprimida al máximo; el agua casi nunca llegaba al Golfo de California.
El veloz crecimiento demográfico, el aumento de la temperatura y la disminución de los caudales presionan al sistema y obligan a los administradores y usuarios a trazar planes creativos y vanguardistas que consideren tanto el suelo como el agua. El Centro Babbitt para Políticas de Suelo y Agua del Instituto Lincoln alienta este enfoque con brío. “Estamos intentando tener un pensamiento más holístico, al considerar la administración y la planificación de recursos de suelo y agua juntos”, dice Faith Sternlieb, gerente de programa en el Centro Babbitt. “Estas son las bases sobre las cuales se han considerado y creado las políticas hídricas en la cuenca del río Colorado, y estas son las raíces que debemos alimentar para un futuro hídrico sostenible”.
La doma del Colorado
La necesidad de alimentar las raíces ha empujado el desarrollo de la cuenca del río Colorado desde que las primeras personas comenzaron la labranza en el lugar. Los hohokam, mojave y otras tribus construyeron sistemas de canales de diversa complejidad para irrigar sus campos. A fines del s. XIX, nació el interés federal por intervenir el río para estimular la producción agrícola. Hacia 1902, el Departamento del Interior de EE.UU. (DOI, por sus siglas en inglés), había creado lo que hoy es el Buró de Reclamación. Durante el s. XX, el buró se convirtió en el principal constructor e inversor de proyectos sobre agua para agricultura en toda la cuenca.
La represa Laguna Diversion, la primera del río Colorado, empezó en 1904, y unos años más tarde entregaba agua cerca de Yuma, Arizona. Yuma está en el desierto de Mojave, donde se unen Arizona, California y México. Allí, las temporadas largas de crecimiento, casi sin heladas, se combinan con suelos fértiles y el agua del río Colorado, con lo cual la productividad es extraordinaria. Hoy, los productores agrícolas de la zona de Yuma, en Arizona, y el Valle de Imperial, en California, anuncian que, en invierno, cultivan entre el 80 y el 90 por ciento de los vegetales verdes y otros de los Estados Unidos y Canadá. La Coalición de Agua Agrícola del Condado de Yuma, en Arizona, declara que esta zona es para la agricultura del país lo que Silicon Valley es para la electrónica, y lo que Detroit era para los automóviles (YCAWC 2015).
En total, entre 1985 y 2010 la irrigación representó el 85 por ciento de toda el agua tomada de la cuenca (Maupin 2018). Hoy, la agricultura sigue representando entre el 75 y el 80 por ciento del total de agua extraída. Esta mantiene cultivos en línea, como maíz, y el cultivo perenne de alfalfa, que se siembra desde Wyoming hasta México. Gran parte de los cultivos van al ganado: en un informe de 2013, el Pacific Institute estimó que el 60 por ciento de la producción agrícola de la cuenca alimenta a ganado cárnico y lechero y a caballos (Cohen 2013). La agricultura siempre fue y seguirá siendo una parte esencial del rompecabezas del río Colorado (Figura 1).
Pero casi al instante que el Buró de Reclamación empezó a desviar agua para la agricultura, surgieron otras necesidades, desde producir electricidad hasta saciar la sed de la floreciente Los Ángeles. A principios de los 20, los siete estados del árido oeste del país se dieron cuenta de que debían encontrar una forma de compartir un río que se convertiría en “la masa de agua más disputada del país y, probablemente, del mundo”, según escribiría más tarde Norris Hundley, el fallecido excelso historiador del río (Hundley 1996). Años después, Hundley hizo una referencia famosa a la zona, como una “cuenca de contención” (Hundley 2009).
Hoy hay decenas de leyes, tratados y otros acuerdos y decretos llamados, en conjunto, la Ley del Río, que rigen el uso del agua de la cuenca del río Colorado. Estas incluyen leyes medioambientales federales, un tratado sobre la salinidad, enmiendas a tratados, un caso en la Corte Suprema de EE.UU. y convenios interestatales. Ninguno de ellos es más fundamental que el Convenio del Río Colorado de 1922, que aún hoy rige la proporción anual de agua que obtiene cada estado (Figura 2). Los representantes de los siete estados de la cuenca se encontraron para negociar las cláusulas en unas reuniones agotadoras cerca de Santa Fe. Los impulsaban la ambición y el miedo.
La ambiciosa California necesitaba fuerza federal para domar el río Colorado si quería alcanzar su potencial agrícola. Los Ángeles también tenía aspiraciones. En las primeras dos décadas del siglo, había crecido más del 500 por ciento y quería la electricidad que podría obtener de una represa grande en el río. Unos años más tarde, también decidió que quería el agua misma. Para pagar esta represa gigante, California necesitaba ayuda federal. El Congreso solo aprobaría dicha asistencia si California garantizaba el apoyo de los otros estados del sudoeste.
Los otros estados de la cuenca actuaron por miedo. Si en el río Colorado se aplicaba el sistema jurídico “primero en el tiempo, primero en derecho” de apropiación previa que utilizaban los estados occidentales, California y tal vez Arizona podrían cosechar todos los frutos. Los estados en la cabecera de la cuenca del río, entre ellos Colorado, se desarrollaban con demasiada lentitud como para beneficiarse de sus inviernos largos y nevosos. Delph Carpenter, un niño agrícola de Colorado que se convirtió en abogado hídrico, forjó el consenso. Se asignaron 9,2 kilómetros cúbicos a cada cuenca, la alta y la baja, con un total de 18,5 kilómetros cúbicos. México también necesitaba agua, y el convenio supuso que vendría de aguas excedentes. Un tratado posterior entre ambas naciones especificó que 1,8 kilómetros cúbicos irían para México.
Por otro lado, el Convenio del Río Colorado hacía una alusión, pero no más que eso, a lo que luego los escritores llamaron la espada de Damocles que pendía sobre estas asignaciones: agua para las reservas de las tribus indígenas de la cuenca. En 1908, la Corte Suprema de EE.UU. había declarado que, cuando el Congreso asignaba un territorio para una reserva, se asignaba de forma implícita agua suficiente para satisfacer el propósito de dicha reserva, lo que incluye la agricultura. Ese decreto no determinó las cantidades que se necesitaban. Hoy, los derechos de aguas de las tribus conforman 2,9 kilómetros cúbicos, y en muchos casos superan en prioridad a todos los otros usuarios en las asignaciones de los estados individuales (Figura 3). Es un quinto del caudal total del río. Es importante notar que aún no se resolvieron las asignaciones específicas para algunas de las tribus más grandes.
Los legisladores del convenio de 1922 incurrieron en una suposición grande y con un defecto fatal: que había suficiente agua para abastecer las necesidades de todos. Entre 1906 y 1921, el promedio de caudales anuales fue de 22,2 kilómetros cúbicos. Pero ya en 1925, apenas tres años después de la creación del convenio y a tres años de la aprobación en el Congreso, un científico del Servicio Geológico de EE.UU. llamado Eugene Clyde La Rue entregó un informe según el cual el río no podría entregar agua suficiente para satisfacer estas esperanzas y expectativas. Otros estudios del mismo momento llegaron a las mismas conclusiones.
Tenían razón. En un período más largo, entre 1906 y 2018, el río entregó en promedio 18,2 kilómetros cúbicos por año. Los promedios cayeron a 15,1 kilómetros cúbicos en el s. XXI, en medio de una sequía de 19 años. En el último año hídrico, que terminó en septiembre de 2018, el río alcanzó apenas 5,6 kilómetros cúbicos. Eso es 0,02 kilómetros cúbicos más de la asignación anual de California.
Un río compartido
A fines de 1928, el Congreso aprobó la Ley para el Proyecto del Cañón Boulder. La legislación logró tres puntos importantes: autorizó la construcción de una represa en el cañón Boulder, cerca de Las Vegas, que luego se llamó represa Hoover. También autorizó la construcción del Canal Todo Américano, esencial para desarrollar las productivas tierras de cultivo del Valle de Imperial, en California; hoy, esa zona es la principal usuaria del agua del río Colorado. Por último, la Ley para el Proyecto del Cañón Boulder dividió las aguas entre los estados de la cuenca baja: 5,4 kilómetros cúbicos al año para California, 3,4 kilómetros cúbicos para Arizona y 0,03 kilómetros cúbicos para Nevada. En ese momento, Las Vegas contaba con menos de 3.000 habitantes.
A medida que avanzó el s. XX, los estados en la cabecera del río también construyeron represas, túneles y más infraestructura hidráulica. En 1937, el Congreso aprobó financiar el proyecto Colorado-Big Thompson, lo que el historiador David Lavender consideró “una violación masiva a la geografía”, que pretendía desviar las aguas del río Colorado a granjas en el noreste de Colorado, por fuera de la cuenca hidrológica. En 1956, el Congreso aprobó la Ley sobre el Proyecto de Almacenamiento del Río Colorado y autorizó un puñado de represas, entre ellas la del Cañón de Glen.
Solo Arizona quedó afuera. Se había opuesto con fervor al convenio de 1922, y entonces, quedó como rebelde. Sus representantes en el Congreso se opusieron a la represa Hoover y, en 1934, el gobernador Benjamin Moeur llegó a enviar la Guardia Nacional del estado para oponerse de manera llamativa a la construcción de otra represa río abajo, que daría agua a Los Ángeles. “Para simplificarlo, los habitantes de Arizona temían que quedara poca agua para ellos luego de que la cuenca alta, California y México obtuvieran lo que querían”, explica Hundley (Hundley 1996). Al final, en 1944 (el mismo año en que EE.UU. y México llegaron a un acuerdo sobre la cantidad de agua que recibiría este último), los legisladores de Arizona sucumbieron a las realidades políticas. Se necesitaría cooperación, y no enfrentamientos, para que el estado obtuviera ayuda federal en el desarrollo de su parte del río. Por fin, el convenio tenía la firma de los siete estados.
Arizona acabó por recibir su gran porción de la torta del río Colorado en los 60. Una decisión de la Corte Suprema de EE.UU. de 1963 (uno de varios casos de Arizona contra California en varias décadas) confirmó que Arizona tenía derecho a 3,4 kilómetros cúbicos, tal como había especificado el Congreso en 1928, junto con toda el agua de sus propios afluentes. Esto es lo que Arizona había querido desde siempre. En 1968, el Congreso aprobó la financiación del masivo Proyecto de Centro Arizona, que dio como resultado la construcción de 494 kilómetros de acueductos de concreto para llevar agua del lago Havasu hasta Phoenix y Tucson, y los productores que se encontraran en el camino. California apoyó la autorización, con una condición: en tiempos de escasez, seguiría teniendo prioridad para hacer valer su derecho a 5,4 kilómetros cúbicos. Por está razon, Arizona luego estableció una autoridad bancaria para almacenar agua del río Colorado en acuíferos subterráneos, lo cual proporciona una seguridad al menos parcial ante futuras sequías.
Los estados de la cuenca alta habían llegado a un acuerdo sobre cómo distribuir sus 9,2 kilómetros cúbicos sin fricciones notables: Colorado 51,75 por ciento, Utah 23 por ciento, Wyoming 14 por ciento y Nuevo México 11,25 por ciento. Como explicó Hundley, usaron porcentajes debido a la “incertidumbre sobre cuánta agua quedaría una vez que la cuenca alta cumpliera con la obligación hacia los estados de la cuenca baja” y México. Consideraron que las fluctuaciones en el caudal del río podrían significar que algunos años tendrían menos de 9,2 kilómetros cúbicos para repartirse. En retrospectiva, fue una decisión sumamente sabia.
En todas partes y en ningún lado
El mismo año en que los estados de la cuenca formularon el Convenio original del Río Colorado, el gran naturalista Aldo Leopold recorrió el delta en canoa, en México. En un ensayo que luego se publicó en A Sand County Almanac, describió al delta como “una tierra virgen en que fluye leche y miel”. Escribió que el río en sí estaba “en todas partes y en ningún lado”, y que lo camuflan “cien lagunas verdes” en su viaje relajado hasta el océano. Seis décadas más tarde, el periodista Philip Fradkin visitó el delta después de medio siglo de trabajos febriles de ingeniería, construcción y administración que surgieron para darle un buen uso al agua del río; su percepción fue distinta. Tituló su libro A River No More (Ya no es un río).
A medida que concluía el s. XX, los impactos medioambientales de haber considerado al río básicamente como una cañería atrajeron nuevas miradas, en particular en el delta, que ya no tenía agua. Las lagunas que habían hechizado a Leopold ya no existían, porque, debido a la obstrucción del río, este ya no llegaba a su salida en el sur. El drenaje de grandes emprendimientos agrícolas lo había salinizado tanto que, entre otras cosas, México protestaba porque no podía utilizar el agua que recibía. La gran cantidad de represas y desvíos que se concretaron tras la visita de Leopold también habían llevado al borde de la extinción a 102 especies únicas de aves, peces y mamíferos que dependían del río, según se informó en Arizona Daily Star. El periódico elogió el trabajo de los interesados en un nuevo esfuerzo de conservación transfronterizo: “El principio fundamental de la ecología exige a los administradores del suelo que observen el bien del sistema entero, no solo de las partes”.
Los grupos ambientalistas podrían haber usado la Ley de Especies en Peligro de Extinción para imponer el debate de las soluciones, pero el delta no estaba dentro de los Estados Unidos. Entonces, intentaron encontrar soluciones de colaboración. En los últimos días del mandato de Bruce Babbitt, Secretario del Interior en el gobierno de Clinton quien dio nombre al Centro Babbitt (ver entrevista en página 10), ambos países adoptaron el Acta 306 de la Comisión Internacional de Límites y Agua. Esta creaba el marco para un diálogo que, con los sucesores de Babbitt en el gobierno de Bush, originó un acuerdo llamado Acta 319 y, en 2014, un flujo por pulso único de más de 0,01 kilómetros cúbicos para el río.
Durante ese flujo por pulso, en México los niños chapoteaban con alegría en las aguas escasas del río, pero los adultos de ambos lados de la frontera también compartían la celebración. Jennifer Pitt también sonreía; en ese momento pertenecía al Fondo para la Defensa del Medioambiente. Dijo que el litigio había sido un camino posible, pero era más productivo optar por un proceso inclusivo y transparente con los interesados.
“El marco institucional legal y físico que poseemos para el río Colorado es la base para una gran competencia y un potencial de litigios entre las partes”, dijo; hoy, está con Audubon. “Pero es el mismo marco exacto que dio a dichas partes la posibilidad de colaborar como alternativa a que una corte les dé las soluciones en una bandeja”.
El cambio de granjas a ciudades
La agricultura fue el mayor impulsor de desarrollo a lo largo del río Colorado. Según un informe reciente del Servicio Geológico de los Estados Unidos (USGS, por sus siglas en inglés), entre 1985 y 2010 el 85 por ciento de las extracciones de agua se destinaron a la irrigación. Los campos que rodean a Yuma, Arizona, y los valles de Imperial y Palo Verde de California consumen más de 4,9 kilómetros cúbicos de agua del río Colorado al año, casi un tercio de sus caudales anuales. Pero, con el crecimiento demográfico, el uso del agua pasó a satisfacer las necesidades urbanas. Por ejemplo, en Colorado, del agua importada del nacimiento del río Colorado mediante el proyecto Colorado-Big Thompson (CBT), el 95 por ciento se solía usar para la agricultura; hoy, esa proporción se acerca más al 50 por ciento. Otro ejemplo de la complejidad de los sistemas de la cuenca es que el agua del CBT se divide en unidades, que se pueden comprar y vender. La cantidad de agua de una unidad varía de año a año, según la cantidad total de agua disponible. Cuando el CBT está completo, una unidad son 1.233 metros cúbicos. Cuando, en los 50, las unidades se empezaron a comercializar, los usuarios agrícolas poseían el 85 por ciento de estas; pero hoy poseen menos de un tercio de las unidades disponibles. Los municipios poseen el resto, pero a veces alquilan el agua a las granjas hasta que se la necesite. El precio actual de una unidad del CBT es casi US$ 30.000.
Estos acuerdos para compartir el agua son cada vez más comunes en un sistema que ya está demasiado disminuido. El barbecho rotativo, conocido como retirada de tierras rotativas o mecanismos de transferencia alternativa, ha sido un agente en el cambio de agua de las granjas a las ciudades. Los productores del valle Palo Verde llegaron a un acuerdo con el Distrito Metropolitano de Agua del Sur de California, que atiende a 19 millones de clientes, para dejar sin explotar entre un 7 y un 35 por ciento de su territorio de forma rotativa. Los clientes metropolitanos, por su parte, reciben el agua, que se puede almacenar en el lago Mead. Existen tratos similares entre los municipios del sur de California y los productores del valle de Imperial, que están cargados de tensión, pero que se aceptan cada vez más. También entre ciudades y productores del corredor urbano Front Range, de Colorado.
Por su parte, las ciudades tienden a ofrecer labores de conservación y desarrollo que se llevan a cabo pensando en el agua (Figura 4). Muchas promueven la densidad y reducen el agua necesaria para la jardinería; algunas implementaron programas para eliminar el campo de césped; y los baños, duchas y otros aparatos son más eficientes (ver página 38 para obtener más detalles sobre cómo las ciudades integran el uso del suelo y el agua). El Distrito Metropolitano de Agua del sur de California alcanzó una reducción del 36 por ciento en el uso del agua per cápita entre 1985 y 2015, en una época de varias sequías, según indica la revista Planning (Best 2018).
En Nevada, la población abastecida por la Autoridad del Agua del Sur de Nevada aumentó en un 41 por ciento desde 2002, pero el consumo per cápita de agua del río Colorado descendió en un 36 por ciento.
Colby Pellegrino, que trabaja en la agencia, habló en una conferencia de septiembre de 2018 denominada “Risky Business on the Colorado River” (“Negocios arriesgados en el río Colorado”) y dijo que la conservación es la primera, segunda y tercera estrategia para lograr reducciones en el consumo de agua. “Si vives en el valle de Las Vegas, donde hay menos de 102 milímetros de precipitaciones al año, posees una mediana cubierta de césped, y la única persona que camina por ella es quien empuja la cortadora de césped, ese es un lujo que la comunidad no puede costear si queremos continuar con la economía que tenemos hoy”, dijo.
La economía, la cultura y los valores fueron el centro del debate en toda la cuenca sobre cómo responder a la sequía. No hay ningún sector ni región que pueda absorber la carga completa de las reducciones necesarias, y es evidente que todos deben empezar a pensar de otro modo. Andy Mueller, gerente general del Distrito de Conservación de Agua del Río Colorado, habló en la conferencia “Risky Business” y lo explicó de este modo: en vez de uso intencional del agua, hoy Colorado habla del no uso intencional del agua. Al igual que todos los que viven y trabajan en la cuenca del río Colorado.
La colaboración es esencial
Cuando llegó el nuevo siglo, los embalses estaban llenos, gracias a una nevada importante en las Rocosas en los 90. Pero seguía habiendo tensión. Durante décadas, California había excedido su porción de 5,4 kilómetros cúbicos; el pico fue en 1974: consumió 6,6 kilómetros cúbicos. Los estados de la cuenca alta nunca desarrollaron del todo sus 9,2 kilómetros cúbicos: desde los 80 tuvieron un promedio de 4,5 a 4,9 kilómetros cúbicos, además de 0,06 kilómetros cúbicos de evaporación del embalse.
Y luego llegó la sequía, pronunciada y extensa. En 2000, el caudal del río fue de apenas el 69 por ciento. El invierno de 2001 a 2002 fue aun más miserable: el río entregó apenas 7,2 kilómetros cúbicos, un 39 por ciento del promedio, en el lago Powell. El período entre 2000 y 2004 tuvo el caudal acumulado de cinco años más bajo en los registros observados. Desde entonces, hubo más años secos que húmedos. Los embalses tienen niveles bajos muy cercanos a los récords mínimos.
El convenio de 1922 no había contemplado este tipo de sequías a largo plazo. Se hizo muy evidente que había un “déficit estructural”. Tom McCann, vice gerente general del Proyecto de Centro Arizona, fue quien acuñó la frase. Para simplificarlo, todos los años los estados de la cuenca baja usaban más agua de la que entregaba el lago Powell. Esto ocurrió también cuando el Buró de Reclamación autorizó la liberación de caudales adicionales de “compensación” desde Powell.
“Las liberaciones de compensación son como sacar el premio mayor en las tragamonedas”, dijo McCann. “En ese momento, sacábamos el premio cada tres, cuatro o cinco años, y pensábamos que no había nada de qué preocuparse”. Incluso con los premios mayores, el lago Mead seguía empeorando: las marcas de nivel del embalse, como las de una bañera, ilustraban las pérdidas.
El cambio climático se superpone con el déficit estructural. Los científicos argumentan que el aumento de las temperaturas es un golpe muy grande para la cuenca del río Colorado. Denominan a las disminuciones de principios del s. XXI “sequía caliente”, que son distintas a las “sequías secas”.
La perspectiva de esta sequía nueva y “caliente”, inducida por el hombre, además de una sequía convencional, preocupa a muchos. Los estudios de anillos de los árboles demuestran que la región ha sufrido sequías más largas y pronunciadas, antes de que comenzaran las mediciones. “Varias personas afirman que el período actual de 19 años, de 2000 a 2018, es el más seco en el río Colorado”, dice Eric Kuhn, ex gerente general del Distrito de Conservación de Agua del Río Colorado. “Son tonterías. Ni se le acerca. Si esas últimas sequías sucedieran con las temperaturas de hoy, las cosas estarían mucho peor”.
En las primeras dos décadas del nuevo milenio, se observaron una serie de labores para enfrentar esta nueva realidad. En 2007, el Departamento del Interior emitió pautas provisorias ante la escasez, la primera respuesta formal a la sequía. En 2012, el Buró de Reclamación emitió un Estudio de Oferta y Demanda en la Cuenca, un esfuerzo exhaustivo por ofrecer una plataforma para decisiones futuras. La gran cantidad de informes llenaba una caja donde podría caber una pelota de fútbol americano. Debatían el crecimiento demográfico, el aumento de temperaturas y el impacto de las mayores precipitaciones en la carga nival. El estudio concluyó que, para 2060, la demanda excedería a la oferta en 3,9 kilómetros cúbicos (USBR 2012).
“Se pueden objetar los números, se puede objetar el pronóstico, pero eso llamó la atención de todos”, dice Anne Castle, de Colorado, quien en ese momento era subsecretaria del Interior para el agua y la ciencia. “Fue como un catalizador para concentrar el debate acerca de la administración del río Colorado de forma más directa al lidiar con la futura escasez”.
Castle observa que hoy la cuenca lucha por encontrar soluciones en colaboración. “En un sistema hídrico complejo, hay muchas partes móviles, no hay una única respuesta”, dijo. “Se debe administrar un sistema complejo, y eso solo se puede hacer mediante acuerdos negociados”.
Esas negociaciones suceden en este momento, en forma de planificación de contingencia ante sequías (ver página 26). A medida que la escasez se hizo más pronunciada, también creció la colaboración. Pero la vara con la que se mide el éxito bien podrían ser las paredes blancas mineralizadas del lago Mead, un gran embalse en una gran cuenca que enfrenta grandes desafíos. Hoy, los siete estados, las tribus y los gobiernos de EE.UU. y México, con aportes de organizaciones medioambientales y otras no gubernamentales, deben descifrar cómo evitar que esos niveles de agua bajen aun más. Deben elaborar un plan que garantice un futuro sostenible y, al mismo tiempo, atender los giros del pasado.
Allen Best escribe sobre agua, energía y otros temas desde una base en el área metropolitana de Denver; allí, el 78 por ciento del agua proviene de la cuenca del río Colorado.
Fotografía: Lago Powell detrás de la represa del Cañón de Glen. Crédito: Pete McBride
Referencias
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Cohen, Michael, Juliet Christian-Smith y John Berggren. 2013. Water to Supply the Land: Irrigated Agriculture in the Colorado River Basin. Oakland, CA: Pacific Institute (mayo). http://pacinst.org/publication/water-to-supply-the-land-irrigated-agriculture-in-the-colorado-river-basin.
CRRG (Colorado River Research Group). 2018. “It’s Hard to Fill a Bathtub When the Drain is Wide Open: The Case of Lake Powell.” Boulder, CO: Colorado River Research Group (agosto). https://www.coloradoriverresearchgroup.org/uploads/4/2/3/6/42362959/crrg_the_case_of_lake_powell.pdf.
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Hundley, Norris Jr. 1996. “The West Against Itself: The Colorado River—An Institutional History.” En New Courses for the Colorado River: Major Issues for the Next Century, ed. Gary D. Weatherford y F. Lee Brown. Albuquerque, NM: University of New Mexico Press. http://web.sahra.arizona.edu/education2/hwr213/docs/Unit1Wk4/Hundley_CRWUA.pdf.
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Worster, Donald. 1985. Rivers of Empire: Water, Aridity, and the Growth of the American West. Nueva York, NY: Pantheon Books.
YCAWC (Coalición de Agua Agrícola del condado de Yuma). 2015. “A Case Study in Efficiency: Agriculture and Water Use in the Yuma, Arizona Area.” Yuma, AZ: Coalición de Agua Agrícola del condado de Yuma (febrero). https://www.agwateryuma.com/wp-content/uploads/2018/02/ACaseStudyInEfficiency.pdf.
Sobre el centro de Los Ángeles se ciernen grúas enormes, y en las calles resuenan ruidos de construcción, mientras los edificios nuevos y relucientes de uso mixto, los departamentos de lujo y las torres de oficinas cobran forma. Parecería ser evidencia certera de una ciudad próspera; salvo por el hecho de que las mismas calles también están pobladas de personas que duermen en las aceras, algunos en carpas de colores brillantes y otros extendidos sobre el cemento.
¿Qué ocurrió para que tantas personas sin techo (más de 34.000) se convirtieran en parte del paisaje urbano en esta ciudad de moda? ¿Por qué, en un período de sólido crecimiento económico, Los Ángeles y muchas otras ciudades de Estados Unidos intentan lidiar con una crisis de personas sin techo que, según algunos, es la peor desde la Gran Depresión? Esto ocurre en particular en las ciudades “prósperas” más buscadas en el mercado, donde una combinación de aumentos excesivos en el costo de las viviendas, poco aumento de los ingresos y falta de opciones de vivienda ha llevado a cada vez más gente que busca refugio a usar espacios públicos, como parques y plazas públicas.
Mientras las ciudades crean planes para lidiar con las necesidades cotidianas urgentes, como intentar ofrecer refugio a las personas y brindar atención médica de emergencia y servicios policiales, los planificadores también colaboran con sus colegas de servicios sociales y de vivienda para crear enfoques lógicos a más largo plazo. El otoño pasado, en el instituto Big City Planning Directors de Cambridge, Massachusetts (presentado por el Instituto Lincoln de Políticas de Suelo, la Escuela Superior de Diseño en Harvard y la Asociación Americana de Planificación), muchos directores de planificación dijeron que el incremento de personas sin techo complicó los planes y los presupuestos, en especial en las ciudades donde la desigualdad económica se acrecentó en los últimos años. Estaban ansiosos por saber qué hacían las otras ciudades para abordar este tema.
La respuesta a esa pregunta es tan complicada como la crisis misma. Mientras algunas ciudades invierten grandes sumas para aumentar la cantidad de lechos tradicionales que se ofrecen en refugios, otras intentan nuevos enfoques, como convertir moteles en Los Ángeles, construir comunidades de casas diminutas en Seattle o fomentar colaboraciones especiales públicas y privadas en la ciudad de Nueva York. Ninguna ciudad encontró la solución perfecta, pero algunas de ellas están progresando de manera significativa y educativa.
¿Cómo llegamos a esto?
En un cálculo de una noche realizado en todo Estados Unidos en enero de 2017, 553.742 personas no tenían techo, según el Departamento de Vivienda y Desarrollo Urbano de los Estados Unidos (HUD, por sus siglas en inglés). De ellas, cerca de un tercio eran familias con niños. Más de 40.000 personas eran niños solos y jóvenes adultos, y otros 40.000 eran veteranos. El 35 por ciento del total no tenía refugio; es decir, vivía a la intemperie sin acceso a refugios de emergencia, viviendas tradicionales o un lugar seguro (USDHUD 2017).
En general, la carencia de viviendas está disminuyendo (se redujo en un 13 por ciento desde 2010), pero el cálculo de una noche de enero demostró algo importante: por primera vez en siete años, la cantidad de gente calculada aumentó en comparación con el año anterior, en un 0,7 por ciento. Y, según el HUD, casi todo ese aumento se dio en ciudades.
Cada persona sin techo tiene su propia historia sobre cómo terminó en la calle, ya sea pobreza, desempleo, desalojo, aburguesamiento, violencia doméstica, adicción a drogas, gastos médicos o muchos otros motivos. La raza (y la desigualdad en cómo se ofrecen los servicios) también es un factor, según la National Alliance to End Homelessness (Alianza Nacional para Eliminar la Carencia de Hogar); por ejemplo, los afroamericanos conforman el 13 por ciento de la población general, pero más del 40 por ciento de la población sin techo.
Hace una o dos generaciones, eran menos las personas que acababan sin techo, en parte porque las ciudades ofrecían mayor diversidad en viviendas económicas. En ese entonces, algunas opciones comunes eran pensiones, “la casa de la abuela” o unidades políticas (casas donde las familias se “juntaban” legalmente), y los departamentos con habitaciones de ocupación individual (SRO, por sus siglas en inglés). En general, estas opciones desaparecieron con la renovación urbana, el redesarrollo de vecindarios que causó un aumento en el precio de las viviendas y una zonificación que favoreció los límites de ocupación.
“Uno de los factores que causó un aumento drástico en la carencia de viviendas en los 80 fue que las ciudades se deshicieron de cosas como los SRO”, dice Alan Mallach, del Centro de progreso comunitario. Mallach es ex planificador urbano, y ha escrito informes de políticas para el Instituto Lincoln acerca de propiedades vacantes (Mallach 2018) y las antiguas ciudades industriales (Mallach 2013); él dice que algunos lugares empiezan a considerar restablecer ese tipo de viviendas. Por ejemplo, en Los Ángeles, una asociación sin fines de lucro llamada SRO Housing Corporation creó moradas para más de 2.000 personas que no tenían un techo, y tiene 400 viviendas en desarrollo.
Mallach advierte que incluso las “viviendas asequibles” suelen ser prohibitivas en las ciudades prósperas, porque el alquiler se suele basar en un porcentaje de la mediana de ingresos en la zona (AMI, por sus siglas en inglés). A medida que aumentan los ingresos, lo hacen también los alquileres, que están ajustados a estos. Según la National Alliance to End Homelessness, hoy el motivo principal por el cual la gente se queda sin techo es porque no encuentra una vivienda que pueda costear (Figura 1).
En 2017, 8 de los 10 estados con mayor costo mediano de viviendas también tenían los mayores índices de personas sin techo, indica la empresa de análisis de datos The DataFace, con sede en San Francisco (Figura 2). Desde la Gran Recesión, algunas tendencias que incrementan la falta de viviendas asequibles son aumento del costo del suelo, construcción y mantenimiento, financiamiento más ajustado para los constructores de viviendas y un pico de interés por vivir en las ciudades, lo cual generó que la mayoría de las viviendas más lujosas se construyeran en centros urbanos.
Al mismo tiempo, las nuevas construcciones no le pueden seguir el ritmo al crecimiento del empleo. Un informe de julio de 2017 que analiza los datos federales sobre permisos y empleos en construcción, elaborado por Apartment List, indicó que apenas 10 de las 50 mayores zonas metropolitanas del país produjeron suficientes viviendas para sostener el influjo de trabajadores (Salviati 2017). Por ejemplo, San Francisco construyó apenas una vivienda nueva por cada 6,8 empleos nuevos entre 2010 y 2015. En particular en centros tecnológicos, la creación de empleos nuevos disparó la demanda de viviendas, y los precios de alquiler se atizaron debido a la escasa oferta. San José, que presentaba la mayor escasez de construcciones nuevas entre las 50 zonas metropolitanas más grandes, también presentó el mayor crecimiento de alquiler: 57 por ciento, según el informe.
Restricciones federales, innovaciones locales
Esta confluencia de factores creó una realidad sorprendente: según un informe reciente de la Coalición Nacional de Vivienda de Bajos Ingresos, ocho millones de estadounidenses pagan más de la mitad de sus ingresos en alquiler; un mayor porcentaje de la creciente población que alquila tiene ingresos extremadamente bajos; y el país tiene una escasez de 7,2 millones de unidades de alquiler asequible (NLIHC 2018).
El año pasado, la financiación de servicios para personas sin techo por parte del HUD alcanzó niveles récord. Los programas de vivienda del HUD llegan a más de un millón de personas al año, y el Departamento ofrece subsidios de vivienda a unos 4,7 millones de hogares con ingresos muy bajos, lo cual representa cerca del 80 por ciento del presupuesto total. Pero se avecinan cambios: el presupuesto propuesto por el Presidente para el año fiscal 2019 incluyó recortes de USD 8.800 millones para el HUD, a pesar de que los comités de apropiaciones del Senado y la Cámara rechazaron los recortes y votaron aumentar el financiamiento en 2018. Los votos finales se podrían retrasar hasta después de las elecciones de noviembre, según indica el Centro de Presupuesto y Prioridades Políticas, un instituto imparcial de investigación y políticas con sede en Washington, DC, que se dedica a reducir la pobreza y la desigualdad. Mientras tanto, la propuesta de impuestos federales de 2017 redujo drásticamente el valor del crédito fiscal para viviendas de ingresos bajos, una fuente para financiar viviendas asequibles a largo plazo. Según los análisis publicados en New York Times, eso podría implicar que se construirán casi 235.000 departamentos menos en la próxima década (Dougherty 2018).
Con tanta incertidumbre a nivel federal, las ciudades encuentran y financian sus propias alternativas. Según Steve Berg, vicepresidente de programas y política de la National Alliance to End Homelessness (Alianza Nacional para Eliminar la Carencia de Hogar), eso significa cada vez más dejar atrás medidas que emparchan para ofrecer viviendas asequibles más permanentes. Dijo que estas políticas a largo plazo deberían garantizar la inversión de dinero público para “reparar el problema de viviendas asequibles, que es más grave”.
“La vivienda primero” es una estrategia que, en esencia, evita los refugios y pretende ubicar a las personas directamente en viviendas asequibles, con servicios de soporte. Las investigaciones indican que “la vivienda primero” cumple con paliar la situación de las familias con falta temporal de refugio, personas crónicamente sin techo, y personas adictas y con problemas de salud mental. Si bien este enfoque puede resultar más costoso, los defensores dicen que, al crear viviendas permanentes, las ciudades terminan por gastar menos en refugios y servicios de emergencia.
Los Ángeles apuesta a moteles y bonos municipales
Los funcionarios del HUD afirman que en Los Ángeles y otras ciudades de la costa oeste con escasez grave de viviendas asequibles sufrieron un alza en la cantidad de personas sin techo, responsable de casi todo el pico de aumento a nivel nacional. En 2017, Los Ángeles recibió a 42.470 residentes y alcanzó los cuatro millones de habitantes; la población sin techo se disparó en un 20 por ciento y llegó a 34.189, con un total de 55.188 en el condado de Los Ángeles, según indica el HUD (USDHUD 2017). Un cálculo de una noche realizado en enero de 2018 por la Autoridad de Servicios a Personas sin Techo de Los Ángeles evidenció que la cantidad de personas sin techo se había reducido en un 6 por ciento, a 31.285, y 22.887 de ellas no tenían un refugio. Si bien el HUD exige a las ciudades que calculen el total de población sin techo cada dos años, Los Ángeles (que solo sigue a Nueva York en este punto) elige hacerlo una vez al año.
En abril de 2018, el concejo municipal de Los Ángeles declaró una crisis de emergencia en refugios, lo cual abrió el camino para el plan del alcalde Eric Garcetti de invertir USD 20 millones en nuevos refugios de emergencia. Su presupuesto para 2018-2019, aprobado por el concejo municipal en mayo, invertirá más de USD 442 millones en viviendas permanentes, refugios temporales, servicios y servicios públicos. El plan A Bridge Home de Garcetti está armando refugios temporales en estacionamientos de la ciudad o terrenos baldíos alquilados por la ciudad, distribuidos en todo Los Ángeles. Carpas, remolques y otras estructuras ofrecerán refugio temporal para hasta 100 individuos en cada sitio, que podrían sumar 6.000 personas al año que esperan una vivienda permanente.
Más allá de los refugios de emergencia, la ciudad está usando fondos de Measure HHH, una iniciativa por voto aprobada por tres cuartos de la población de Los Ángeles en noviembre de 2016, que encomendó a la ciudad recaudar USD 1.200 millones en bonos para construir 10.000 unidades de viviendas permanentemente asequibles en la próxima década. Este año, la ciudad gastará más de USD 238 millones en financiación de HHH para construir 1.500 viviendas nuevas en 24 sitios. En abril, el concejo municipal aprobó dos programas más para apoyar la labor por aumentar la base de viviendas asequibles de la ciudad: uno optimiza el proceso de desarrollo de proyectos que incluyen viviendas asequibles de apoyo, y otro permite que 10.000 habitaciones de motel se conviertan en viviendas asequibles con servicios de respaldo; muchas de ellas hoy son anticuadas y no están en condiciones. Por último, la ciudad aplicó uno de los enfoques más creativos a la falta de hogares y el uso del suelo: lanzó un programa piloto que ofrece apoyo financiero a propietarios de algunos vecindarios con viviendas unifamiliares que aceptan construir o ampliar pequeñas moradas en el patio trasero, con el objetivo de albergar a personas que no tienen un hogar.
Seattle encuentra una gran solución con las viviendas diminutas
A principio de año, la crisis de personas sin techo de Seattle llegó a ser noticia nacional, cuando la ciudad tuvo un altercado con Amazon sobre un impuesto a autoridades corporativas que debía financiar servicios sociales y ayuda a la comunidad. Pero la gravedad de las personas sin techo en la Ciudad Esmeralda no es novedad para nadie que haya prestado atención, en especial los dirigentes urbanos. Un cálculo de enero de 2017 registró 8.522 personas sin techo; de ellas, el 45 por ciento vivía sin refugio, en la calle.
“La crisis de viviendas asequibles agrava el problema de la gente sin techo a tal punto que no podemos hacerle frente”, dijo el año pasado George Scarola, consejero estratégico de Seattle para responder ante la gente sin techo, en una sesión atestada de la reunión anual del Instituto de Suelo Urbano (ULI, por sus siglas en inglés) en Los Ángeles. En 2015, Ed Murray, exalcalde de Seattle, declaró la situación de gente sin techo en estado de emergencia y solicitó construir 1.000 viviendas diminutas para reemplazar a las ciudades de carpas. Desde entonces, se construyeron ocho aldeas de viviendas diminutas en toda la ciudad, como refugios temporales hasta que haya disponibles viviendas asequibles permanentes. Este enfoque también se está usando en otras ciudades, como Detroit, Dallas y Siracusa.
Las viviendas diminutas de Seattle son construidas por voluntarios y cuestan entre USD 2.200 y USD 2.500 cada una. Las casas se pagan con donaciones y gracias al Low Income Housing Institute (LIHI), una organización local sin fines de lucro que supervisa las aldeas, y posee y opera unas 2.000 unidades de viviendas asequibles en la región. La ciudad o el LIHI poseen la titularidad del suelo de siete de estas aldeas, y cada una de ellas cuenta con unas 35 viviendas diminutas. Una iglesia local es titular del terreno de la aldea restante, que cuenta con 14 viviendas, también administradas por LIHI. El LIHI afirmó que en un año atiende a unas 1.000 personas con las 250 viviendas diminutas que administra. La organización tiene proyectadas otras dos aldeas.
Las viviendas, de 2,5 metros por 3,6 metros, están aisladas y tienen calefacción, electricidad y cerraduras. Dado que miden menos de 11 metros cuadrados, no se consideran unidades de morada según el Código Internacional de la Edificación, y no deben someterse al proceso de permisos de la ciudad. Muchos residentes son hombres y mujeres solteros o parejas; sin embargo, algunas aldeas ofrecen dos viviendas para familias con niños. Los residentes comparten instalaciones de baño, cocina y lavandería que están en el mismo sitio. Pagan los servicios públicos y ayudan con los quehaceres. El LIHI emplea a gestores de casos, a quienes paga la ciudad, y los residentes autogestionan las operaciones diarias.
“Para quienes no tuvieron un techo durante 10 años, es una transición más sencilla” que un departamento, dijo Scarola en la reunión del ULI. “La gente se enorgullece de mantener limpias las viviendas y ser parte de la comunidad”. Dijo que, si bien las aldeas de viviendas diminutas son un hogar provisorio para apenas una fracción de la población sin techo de la ciudad, cumplen un papel importante. “Las viviendas más permanentes de apoyo son mejores que ‘dos calientes y un catre’”, dijo en referencia a las dos comidas calientes y la cama que ofrecen los refugios. “Los refugios nocturnos son caros, en especial si atienden a las mismas personas durante 10 años”.
Según Scarola, lo que necesitan las ciudades son viviendas asequibles “más pequeñas, que se construyan más rápido y tengan muchas más unidades”. En 2017, la ciudad invirtió más de USD 68 millones en programas de asistencia para alquilar, refugios puente y viviendas para bajos ingresos, y en 2018 planea aumentar ese monto a USD 78 millones. Durante la campaña electoral de otoño, Jenny Durkan, alcaldesa de Seattle, prometió 1.000 viviendas diminutas más, con un costo estimativo de USD 10 millones. En diciembre pasado, luego de ser electa, anunció inversiones de la ciudad a una escala mucho mayor: USD 100 millones para construir y preservar viviendas asequibles, y asistir a compradores. Estos fondos ayudarán a construir 896 departamentos en 9 edificios, preservar 535 departamentos en 4 edificios y construir 26 viviendas nuevas para familias con ingresos bajos a moderados. Tres proyectos para nuevas viviendas asequibles ofrecerán 195 unidades de viviendas permanentes de apoyo para personas que antes estaban sin techo y con enfermedades mentales crónicas.
Y respecto del impuesto a autoridades corporativas: el concejo municipal de Seattle votó derogarlo por 7 a 2, menos de un mes después de aprobarlo por unanimidad. El impuesto había prometido recaudar USD 47,5 millones al año durante los siguientes cinco años para ayudar con la crisis de gente sin techo.
Lecciones de la ciudad que nunca duerme
Nueva York es la ciudad más poblada y con mayor densidad del país: posee 8,6 millones de habitantes en 5 distritos, que abarcan unos 777 kilómetros cuadrados. También posee la población de personas sin techo más grande del país: según el cálculo del HUD de enero de 2017, alrededor de 76.500, un récord histórico. La mayoría de estas personas no están tan “visibles” en la calle, como sucede en otras ciudades, debido a la ley de “derecho a un refugio” de la ciudad, una política que surgió de resoluciones judiciales en la década de 1970. Nueva York, Washington, DC, y Boston son algunas de las pocas ciudades de los Estados Unidos obligadas a ofrecer un alojamiento temporal a las personas sin techo. El HUD indica que, como resultado, en 2017 la ciudad de Nueva York albergó al 95 por ciento de las personas que necesitaban un hogar, mientras que Los Ángeles apenas albergó al 25 por ciento (USDHUD 2017).
En enero de 2017 y de 2018, la ciudad calculó unos 60.000 residentes en refugios municipales y más de 3.000 residentes sin refugio (la cifra del HUD es más alta porque incluye a personas atendidas en refugios operados por organismos religiosos y sin fines de lucro, además de otros entes gubernamentales). El 70 por ciento de la población en refugios municipales eran familias.
La ciudad intenta ubicar a la gente cerca de sus redes de apoyo, en las comunidades que consideran su hogar, para mejorar las probabilidades de que estabilicen su vida con rapidez. Además, ofrece instalaciones exclusivas para familias, hombres, mujeres, jóvenes solos y residentes LGBTQ. En 2017, la ciudad de Nueva York gastó USD 1.700 millones de dinero de la ciudad, estatal y federal para asistir a la población sin techo.
En Nueva York, el aumento de las personas sin techo y la disminución de viviendas asequibles avanzaron de la mano en las últimas dos décadas. Entre 1994 y 2012, la ciudad se engrosó con más de un millón de residentes nuevos y perdió 150.000 departamentos con alquiler estabilizado; así, los residentes de bajos ingresos se vieron en un peligro particular al competir por una vivienda. Además, la población sin techo creció más del doble en ese lapso: aumentó un 115 por ciento. Entre 2000 y 2014, la mediana de alquiler en la ciudad creció un 19 por ciento, y el ingreso de los hogares bajó un 6,3 por ciento en dólar real. Hoy, dos tercios de las viviendas son alquiladas, y en junio de 2018, la mediana de alquiler era más del doble del promedio nacional: USD 2.900, según Zillow.
“La gente llega a quedarse sin techo debido a la brecha entre el alquiler y los ingresos”, confirmó Steve Banks, comisionado de la Administración de Recursos Humanos de la ciudad (HRA, por sus siglas en inglés), quien supervisa el Departamento de Servicios Sociales (DSS) y el de Servicios a los Sin Techo (DHS). Dijo que, tras dos décadas en que la situación se agravó, la cantidad de gente albergada en refugios del DHS se estabilizó y comienza a reducirse, al mismo tiempo que la ciudad avanza en “mantener a la gente en su hogar y pasar a las personas sin techo del sistema de refugios a viviendas más permanentes”.
Según Turning the Tide on Homelessness in New York City (Nuevos rumbos en la situación de gente sin techo en la ciudad de Nueva York), un informe municipal de 2017, es cierto que las nuevas políticas produjeron un progreso mensurable en este frente (NY 2017a). En diciembre de 2015, el HUD anunció que la ciudad había terminado con la situación de veteranos sin techo crónicos. Entre 2016 y agosto de 2018, un programa de ayuda a la comunidad obtuvo viviendas transitorias y permanentes para 1.815 personas sin techo que estaban en la calle. La ciudad abrió 15 refugios nuevos, como parte de un plan para cerrar los antiguos refugios que estaban en malas condiciones y construir 90 nuevos. Al mismo tiempo, la cantidad total de instalaciones que ofrecen refugio se redujo en un 25 por ciento, de 647 a 492, a medida que se desarrollaron nuevas opciones y se albergan más personas. Desde 2014, 94.300 personas se pasaron del sistema de refugios a viviendas más permanentes, y se evitó que 161.000 familias quedaran sin techo mediante distintas medidas, como un programa de aumento de vales para alquiler, servicios legales gratuitos para evitar desalojos y viviendas con mejor apoyo. Durante ese mismo período, la ciudad financió la creación y conservación de más de 109.700 viviendas asequibles.
Soluciones promulgadas en la ciudad de Nueva York
La ciudad de Nueva York está aplicando estrategias que resultan exitosas, como ayudas a organizaciones sin fines de lucro para la compra de viviendas asequibles para alquilar y así evitar el desplazamiento, rezonificación del suelo para el uso residencial y para incrementar la altura y la densidad, aplicación de mayores impuestos a territorios sin uso e inversión en edificios modulares de microdepartamentos. Molly Park, comisionada adjunta para el desarrollo, quien supervisa la división de Conservación y Desarrollo de Viviendas (HPD, por sus siglas en inglés), aconsejó precaución. Dijo que la situación de gente sin techo es “una situación con muchos matices”. “No podemos marcar una correlación directa entre la falta de hogar y los nuevos programas de viviendas asequibles”.
Aun así, Nueva York tiene mucho para ofrecer a otras ciudades que luchan contra estos asuntos complejos. Estos son algunos de sus enfoques:
Housing New York
Housing New York es el plan rector desarrollado durante el primer mandato del alcalde Bill de Blasio; define prioridades como crear caminos hacia viviendas permanentes para residentes sin techo, identificar viviendas más asequibles para los ciudadanos mayores, que son cada vez más (se estima que 400.000 más entrarán en esta categoría para 2040) y ofrecer viviendas más accesibles a personas con discapacidades. El plan de viviendas del alcalde exigía conservar 200.000 unidades asequibles para 2024, pero el paso acelerado de la ciudad estableció el rumbo para cumplir esa meta en 2022, dos años antes; en octubre de 2017, de Blasio lanzó Housing New York 2.0, un plan actualizado para conservar y crear 100.000 unidades más de viviendas asequibles para 2026, o 300.000 unidades en total, a un ritmo de 25.000 al año (Nueva York 2017b).
“Contamos con un sistema sólido y lo estamos escalando”, dijo Park, de HPD. Dijo que, entre 2014 y enero de 2018, la ciudad gastó USD 3.300 millones en subsidios directos para conservar o crear un total de 87.557 casas asequibles. Según ella, la mayoría de estas viviendas incluyen cierto nivel de construcción, desde reacondicio-namientos leves, como reemplazar una caldera o un techo, hasta construir unidades nuevas. La gran mayoría de las casas son para alquilar a múltiples familias, y algunas son propiedad de personas, incluidos edificios pequeños para entre una y cuatro familias. Si bien son financiadas y reguladas de forma pública, todas son propiedad y están bajo la administración de organizaciones privadas sin fines de lucro, empresas de desarrollo o dueños privados de proyectos multifamiliares, como asociaciones arrendatarias cooperativas.
Algunos de estos proyectos conservan viviendas asequibles existentes creadas en los 50 y los 60 con el Mitchell-Lama Residential Program, por el cual la ciudad construyó 70.000 departamentos cooperativos y de alquiler para inquilinos de ingresos bajos y medios. Sin embargo, los créditos impositivos para que sean más asequibles caducaron, y casi la mitad de las unidades salieron del programa, más que nada porque, debido al incremento en el valor de las propiedades, los alquileres a precio de mercado eran más atractivos que la rebaja de impuestos del programa. La ciudad dedicó USD 250 millones para conservar 15.000 cooperativas de Mitchell-Lama y está trabajando con los propietarios para realizar reparaciones y reestructurar la deuda.
Híbridos de viviendas asequibles
Housing New York 2.0 destinó 15.000 unidades asequibles a personas sin techo, y hasta ahora se crearon 8.948 casas para personas que salen del sistema de refugios. Estas labores incluyen algunos modelos muy innovadores. En el Bronx, Landing Road Residence ofrece departamentos asequibles subsidiados por dos pisos dedicados a un refugio para 200 personas. El Comité de Residentes de Bowery, con el respaldo de la ciudad, desarrolló, posee y opera el edificio, valuado en USD 62,8 millones, que cuenta con 111 estudios para ex personas sin techo y 24 departamentos asequibles de una y dos habitaciones disponibles por sorteo para la comunidad. El vecindario Inwood, en Upper Manhattan, la ciudad, la Biblioteca Popular de Nueva York, organizaciones comunitarias y un desarrollador de viviendas asequibles llevan adelante, en conjunto, The Eliza, que incluirá 175 departamentos muy asequibles, una nueva sede de la biblioteca e instalaciones para un preescolar universal. Los departamentos se reservarán para individuos y familias con un rango de ingresos bajos, e incluirá a ex personas sin techo.
Además, la ciudad se une a asociaciones locales sin fines de lucro y desarrolladores de viviendas asequibles para convertir departamentos para refugio temporal en viviendas permanentemente asequibles. Desde 2000, Nueva York utiliza “grupos de departamentos” como medidas para emparchar los refugios; en su momento más álgido, pagaba tarifas de mercado para alquilar 3.600 departamentos en vecindarios de ingresos bajos. En 2016, la ciudad comenzó a eliminar gradualmente los grupos de departamentos y ubicar a las personas en hoteles comerciales, lo cual llegó a costarle a la ciudad USD 530.000 por noche para albergar a 7.800 personas, según un informe auditor de la ciudad de 2017. Ahora, la ciudad ayuda a comprar y renovar cerca de un tercio de los grupos de departamentos restantes y los convierte en viviendas permanentes para ciudadanos que solían ser sin techo y de bajos ingresos; de ser necesario, se apodera de ellos mediante expropiación.
“Intentamos asegurarnos de construir para familias con ingresos muy bajos que no están en refugios para sin techo, pero corren el riesgo de quedar sin un hogar”, dijo Park. En 2017, casi la mitad de las viviendas nuevas producidas eran para personas con ingresos al 50 por ciento de la AMI, o menos, dijo. “Yo lo veo como una herramienta para preservar a la gente sin techo”.
Según Matthew Creegan, de la oficina de prensa de HPD, hoy el sistema de sorteo para viviendas asequibles recibe 700 solicitudes para cada unidad disponible. Esa cantidad es una gran mejora, en comparación con las 1.000 solicitudes por unidad que HPD recibía hace un par de años. Dijo: “La ayuda a la comunidad, la educación y la mayor cantidad de unidades nuevas construidas redujeron la necesidad”.
Viviendas inclusivas obligatorias
Para garantizar que todos los distritos tuvieran oportunidades de viviendas asequibles, la ciudad creó un nuevo programa de viviendas inclusivas obligatorias (MIH, por sus siglas en inglés) que se activa cuando una zona se mejora para aumentar el uso comercial y la densidad. Una política de viviendas inclusivas voluntarias, vigente desde 1987, permitía que los desarrolladores accedieran a una bonificación por densidad por mayor altura para las construcciones nuevas, reacondicionamientos importantes o preservación de viviendas permanentemente asequibles. La nueva política de MIH, adoptada por el concejo municipal en marzo de 2016, exige a los desarrolladores que desean aumentar el metraje en áreas rezonificadas o que necesiten permisos especiales que ofrezcan entre el 25 y el 30 por ciento de las unidades como asequibles, para un cierto rango de niveles de ingresos. Además, tienen opciones limitadas para crear viviendas asequibles en otra ubicación, o pagar tarifas compensatorias para un fondo de viviendas.
La política pretende aumentar la diversidad económica de los vecindarios al garantizar que todas las viviendas nuevas que se construyan incluyan también unidades asequibles para un cierto rango de niveles de ingresos, entre el 40 y el 115 por ciento de la AMI, que en 2017 era de alrededor de USD 93.000 para una familia de tres integrantes. Una vez que se aparta el requisito de unidades asequibles, el resto se puede alquilar a precios de mercado del vecindario.
“La política de viviendas inclusivas obligatorias marcó una diferencia”, dijo Park. En 2018, la política de MIH había creado 4.000 departamentos permanentemente asequibles nuevos, además de los creados por rezonificación de vecindarios. La política de MIH es un poco controvertida, ya que los 51 miembros del concejo municipal pueden determinar el nivel de capacidad de pago proyecto por proyecto y tienen la capacidad legal para oponerse a proyectos. Al menos un par de concejales ejercieron este derecho, por ejemplo, al bloquear aprobaciones de edificios basándose en una oposición a la altura adicional del edificio. Algunos desarrolladores importantes también dudaron en arriesgarse a mejorar la zona o solicitar permisos especiales que dispararían el requisito de MIH. Pero la política se revisó y, por ejemplo, se introdujeron aprobaciones más veloces, y esta se volvió a encauzar.
Rezonificación para las nuevas viviendas asequibles
“Empleamos todos los territorios que tenemos para las viviendas”, dijo Purnima Kapur, quien hasta hace poco era directora ejecutiva del Departamento de Planificación Urbana de Nueva York (DCP, por sus siglas en inglés). “Se convierte en un equilibrio: con subsidios limitados y habiendo suelo disponible, siempre buscamos oportunidades, y eso suele suceder con mayor densidad”.
La ciudad está rezonificando áreas industriales cercanas a vecindarios establecidos que poseen infraestructura como cloacas y “zonas en las cuales la renovación urbana arrasó con los edificios asequibles multifamiliares, como East New York, donde podemos mejorar y admitir edificios de departamentos más grandes”, dijo Kapur. El DCP está a la cabeza de un enfoque de planificación comunitaria integrado con varios organismos de la ciudad para planificar elementos como escuelas, transporte, instalaciones para capacitar trabajadores y espacios abiertos. “Hablamos de un marco que siga permitiendo usos industriales y agregue nuevos usos mixtos, como viviendas”, afirmó. Una gran extensión costera solía ser de uso mixto, “y con las nuevas empresas creativas y de tecnología, que quieren reubicarse allí, concebimos más viviendas para vivir y trabajar, y para usos comerciales”.
Kapur indicó que ya hay planes en acción de nuevos vecindarios que permiten mejorar para densidad media y alta en East New York, Brooklyn y Far Rockaway, Queens, entre otros. Dos vecindarios de Brooklyn que se están considerando son Gowanus, una antigua zona costera reanimada por una mezcla moderna de grupos de arte y cultura e industrias de productores, y Brownsville, donde se desarrollarán 900 viviendas asequibles en varios sitios para familias de ingresos extremadamente bajos, que solían ser sin techo y personas mayores de ingresos bajos. Los proyectos de uso mixto presentan comodidades, como un centro cultural, un centro para personas mayores, un supermercado y un invernadero en el techo.
En su búsqueda de más territorio, la ciudad intenta activar el potencial de los terrenos baldíos que durante mucho tiempo se consideraron demasiado pequeños o irregulares para las opciones tradicionales de viviendas, a fin de desarrollarlos con viviendas innovadoras más pequeñas, indica Kapur. Se planifican viviendas asequibles para personas mayores en estacionamientos de complejos existentes regulados por Mitchell-Lama y el HUD. En zonas muy accesibles por el tránsito, la ciudad está permitiendo desarrollar edificios con ingresos mixtos para familias pequeñas, como estudios y unidades con cocina compartida, y está distendiendo las restricciones sobre la superficie de los departamentos. Además, la ciudad está considerando reclasificar terrenos baldíos zonificados como residenciales para aumentar los impuestos a los propietarios e incentivarlos a que los desarrollen como viviendas.
Con el apoyo de un subsidio de USD 1,65 millones de Enterprise, también se ayuda a expandir los fideicomisos territoriales comunitarios (CLT, por sus siglas en inglés) en toda la ciudad junto con organizaciones sin fines de lucro; así, los miembros de la comunidad pueden poseer parcelas y gestionar su desarrollo. El subsidio ayudó a crear el primer fideicomiso territorial de toda la ciudad, llamado Interboro CLT, y a enseñarles a las organizaciones de los vecindarios cómo pueden implementar los CLT en sus propias comunidades.
Viviendas modulares
Para reducir el costo, acelerar la construcción de viviendas asequibles y responder a los cambios demográficos, Housing New York 2.0 llamó a una capitalización de los avances en tecnología y diseño innovador para expandir las construcciones modulares y las microunidades. HPD lanzó un programa que fomenta la construcción modular avanzada con pautas de diseño actualizadas. Housing New York 2.0 hizo referencia al primer edificio de departamentos con microunidades de Nueva York, Carmel Place, en Kips Bay, Manhattan. Este edificio, inaugurado en 2016, posee 55 microunidades; 8 de ellas están reservadas para veteranos sin techo y 14 son unidades asequibles que recibieron 60.000 solicitudes para el sorteo. Los departamentos, de 24 metros cuadrados y 33 metros cuadrados, se construyeron con módulos prefabricados transportados desde un depósito en Brooklyn y “apilados” en un cimiento construido de forma tradicional con servicios públicos básicos. La ciudad lidera otra construcción modular mediante el programa Build-It-Back, y ha construido unas 100 viviendas unifamiliares que costaron un 25 por ciento menos que una construcción convencional. En mayo, HPD emitió una solicitud de propuestas (RFP, por sus siglas en inglés) para proyectos de viviendas multifamiliares 100 por ciento asequibles en East Bay, Brooklyn, que usarían la construcción modular para seguir probando si los beneficios de este enfoque se pueden alcanzar a mayor escala.
Viviendas en el futuro
Para las ciudades del país que buscan soluciones a la crisis de personas sin techo y la carencia grave de viviendas asequibles, la ciudad de Nueva York puede ofrecer muchas lecciones. Ya cuenta con siete años sólidos de producción de casas que incluyen viviendas asequibles, indica Kapur. Pero dice que, a fin de abordar una causa raíz del problema de la gente sin techo, la ciudad debe mantener el ritmo en el tiempo para equiparar la demanda de viviendas y reducir la presión del aumento de alquileres. Para esto, se requiere adelantar la planificación de capacidad y crecimiento futuro.
Tal vez, una de las lecciones más valiosas para estas ciudades prósperas se evidencia en la reflexión de Kapur sobre la necesidad de comprometerse con cambios de políticas a largo plazo e inversiones. “Seguimos mirando hacia delante”, a una ciudad que tendrá 9 millones de habitantes en 2040, “entonces nos concentramos en el futuro cercano y lejano. Nos damos cuenta de que debemos hacerlo de forma continua. No es un plan a cinco años”.
Kathleen McCormick, directora de Fountainhead Communications en Boulder, Colorado, escribe con frecuencia sobre comunidades saludables, sostenibles y con capacidad de recuperación.
Subtítulo: Las aldeas de casas diminutas esparcidas en todo Seattle ofrecen una solución temporal a la crisis de personas sin techo de la ciudad. Crédito: Low Income Housing Institute.
Referencias
Benedict, Kizley. 2018. “Estimating the Number of Homeless in America: Statistics Show That America’s Homeless Problem Is Getting Worse.” The DataFace. 21 de enero. http://thedataface.com/2018/01/public-health/american-homelessness.
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The Colorado River Basin includes four of the eight fastest-growing states in the nation: Arizona, Colorado, Nevada, and Utah. All seven of the basin states project strong population growth over the next decade, placing pressure on a river system that is already overallocated. Water conservation, water sharing agreements, and the integration of water into land use planning will be key strategies for ensuring long-term, sustainable resource use.
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Source: The Place Database. www.lincolninst.edu/research-data/data/place-database
Nineteen years after it began, a record-setting drought is still choking the Colorado River Basin. The so-called “Millennium Drought” is now recognized as the worst of the past century.
On the rocky walls that hem in Hoover Dam and Lake Mead behind it, the deepening drought can be plainly seen in scaly white “bathtub” rings left behind by the falling water levels. Amazingly, thanks to the river’s massive reservoir system, no one has been forced to go without water—yet. But officials throughout seven U.S. states and Mexico now obsessively monitor mountain snowpack estimates each winter in the hope that the coming year might bring relief.
The drought has haunted water managers not only because it has lasted so long, but also because “things turned really bad really fast—much faster than we thought,” says Jeff Kightlinger, head of the Metropolitan Water District of Southern California, which supplies water to 19 million people in Los Angeles, San Diego, and surrounding areas.
The drought has also brought a series of hard reckonings about the future, and spurred a tremendous amount of soul-searching among those who manage and rely on this river. The unprecedented conditions, along with increasingly available science about the looming impacts of climate change, have forced water managers to contemplate scenarios far outside what they’re comfortable with, and to radically rethink some of their most basic assumptions about the river—beginning with how much water it can actually provide.
Over the past decade and a half, water managers have been in near-perpetual negotiations with each other over how to deal with the drought. The tempo of that process has been relentless, and has, at times, had a distinctly Sisyphean air: Negotiators have been working overtime to stay ahead of the problem, yet the drought presses on.
But something remarkable is happening. The drought has helped bring people together on what has been a famously contentious river. And the so-called “Law of the River”—an accretion of agreements, treaties, acts of Congress, and court rulings often criticized as hopelessly inflexible—may be evolving to meet the hard realities of the twenty-first century.
Throughout much of last year, water managers in the upper and lower Colorado River basins pushed hard to finalize a pair of “drought contingency plans,” referred to collectively as the DCP. They are the biggest and most ambitious effort yet to come to terms with the problems on the river. And yet the DCP will ultimately be just a starting point.
“The DCP, in my mind, is like a tourniquet,” says Kightlinger—an emergency measure to stanch traumatic fluid loss and stave off shock. “We really need to start pulling together a summit of the states, and say, ‘OK, that’s bought us a decade or so—but now we need our 50-year plan. So let’s get to work.’”
Dealing with Drought
Like most of us, Colorado River water managers tend to keep a pretty close eye on their gauges. And the single most important indicator on the river is, for a variety of complicated reasons, the water level in Lake Mead, just outside of Las Vegas.
Although it’s not necessarily intuitive for laypeople, the water level’s elevation above sea level is a proxy for the amount of water in the reservoir. Lake Mead is full when the water level is at roughly 1,220 feet above sea level. “Empty”—or what managers ominously refer to as “dead pool”—lies somewhere around 895 feet.
In 2003, after the severity of the Millennium Drought started becoming apparent, representatives of the seven states that depend on the Colorado—Arizona, California, Colorado, Nevada, New Mexico, Utah, and Wyoming—began meeting to negotiate a plan for softening the blow. Their focus was on holding the water level in Lake Mead at 1,075 feet, or roughly 35 percent of capacity, a level that water managers simply refer to as “ten-seventy-five.” If the level dipped down even more, to about 1,025 feet, the U.S. Secretary of the Interior would likely declare a shortage. Avoiding that declaration is important to the states, because if a shortage is declared and the states can’t agree how to handle it, the federal government has the authority to take over management of the river.
At press time, Bureau of Reclamation Commissioner Brenda Burman announced a January 31, 2019 deadline for the states to complete their drought contingency plans. Speaking at the annual Colorado River Water Users Association convention, Burman spelled out the consequences of failing to meet this deadline: the federal government will step in to impose cuts in water deliveries. Five of the basin states have approved their plans; Arizona and California announced they are close and expect to finish before the deadline. “‘Close’ isn’t done,” Burman said. “Only ‘done’ will protect this basin.”
Together, they came up with the so-called 2007 interim shortage guidelines, the first major interstate agreement about how to respond to the drought. Were Lake Mead to fall below ten-seventy-five, Arizona and Nevada (but not, owing to some complicated legal history, California) would cut back their water allocations in three stages, each progressively more drastic.
Taking this step would force the two states to make do with less water in any given year. But it would also slow the decline in Lake Mead and reduce, or at least delay, reaching more severe drought levels.
The plan included several measures intended to keep Lake Mead above ten-seventy-five for as long as possible. That effort has worked—but just barely. Not once since the drought began has Lake Mead sunk below ten-seventy-five. This is in large part because the states and the U.S. Bureau of Reclamation have managed to add an extra 23 feet of water to the lake, primarily due to some irrigation districts and tribes agreeing to cut back on their own water use. But for the past four years, the reservoir has been hovering within feet of 1,075 feet. Meanwhile, scientists have released a succession of increasingly dire projections about the long-term impact that climate change will have on Colorado River water supplies.
To better prepare for worsening conditions, the states’ representatives began meeting again to negotiate a new set of drought contingency plans, one for the Upper Basin and one for the Lower Basin. In October, the states, together with the federal Bureau of Reclamation, finally released the draft agreements, which will essentially beef up and expand the 2007 shortage guidelines.
In the Lower Basin, Arizona, Nevada, and California committed to trying to keep Lake Mead above 1,020 feet through the year 2026. To do that, Arizona would progressively reduce its use of Colorado River water by up to 24 percent, a commitment 50 percent bigger than what the state had made under the 2007 guidelines. Nevada agreed to cuts its uses by up to 10 percent, also a 50 percent larger commitment than under the 2007 guidelines. Notably, California—whose Colorado River entitlement is effectively the most senior on the river, and therefore is exempt from reductions under the Law of the River and the 2007 guidelines—has agreed to reduce its use by up to eight percent in any given year by “banking” water in Lake Mead. In exchange, California, along with the two other Lower Basin states, will have new flexibility to recover and use this “banked” water for use within its borders when necessary; until it uses the banked water, any such supply will help keep the reservoir elevation higher. The idea is to delay and, with hope, reduce the severity of potential shortages.
In the Upper Basin, meanwhile, the drought contingency plan will set up a “drought operations agreement” to buttress water levels in Lake Powell—which lies to the north of Lake Mead and is now a little less than half full—by sending water down from reservoirs higher in the basin when necessary. Significantly, the Upper Basin DCP will also open the door to a “demand management program”—similar to an arrangement that has existed in the Lower Basin since the 2007 guidelines—that would allow state or municipal water agencies to pay farmers to temporarily cut back on water use in order to put more water in Lake Powell. The DCP also includes a program to augment river flows through cloud seeding—a technology that can increase precipitation levels and has proven popular in the West—and the eradication of water-thirsty plants like tamarisk.
In the course of these complex negotiations, Mexico pledged that if the seven U.S. states could agree on the DCP, it would reduce its use of Colorado River water by up to eight percent. All told, the twin DCPs will be a major step forward. Yet many observers—and water managers themselves—say they still won’t resolve the biggest problem that’s been haunting the river for decades.
As Doug Kenney, director of the University of Colorado’s Western Water Policy program, puts it: “We’re just using too much water.”
Facing Facts
It’s never been a secret that there wouldn’t be enough water in the river to meet the obligations hammered out among U.S. states, tribes, and Mexico during the twentieth century, and that there would eventually be some hard choices to make. The closest anyone ever got to tackling the issue head-on was in the 1960s, during congressional debates about whether to approve the Central Arizona Project—a massive, 336-mile canal system that diverts water into the southern and central parts of the state—when it became clear that in the future, there would not always be enough water to keep the project’s canals full. But Congress essentially punted, authorizing studies to evaluate ambitious plans to “augment” the flow of the Colorado River through a number of approaches. Those included cloud seeding, desalination of both ocean water and saline groundwater, and “importing” water from other rivers—including an early attempt to target the Columbia River, more than 800 miles away in the Pacific Northwest, an idea that was swiftly beaten back by the Washington congressional delegation.
For the next several decades, the issue went forgotten, for the simple reason that no one needed augmentation. But the conversation has begun to come full circle as demand has grown, the basin has been in a drought cycle, and climate change has diminished supplies. “Inventing augmentation,” says Eric Kuhn, who for decades led the Colorado River Water Conservancy District in western Colorado, “was a way of putting off the pain into the future, and the future is here.”
The first hints that the problem was no longer a purely theoretical possibility came in the mid-1990s, when California, Nevada, and Arizona began running up against the limits of their Colorado River entitlements. The Upper Basin states began worriedly asserting that there was not enough water left for them to ever receive their full entitlements under the Colorado River Compact.
Then came the drought, which transformed these pinch points into actual pain. On top of the drought and usage issues, there’s some basic math making things even more challenging: Each year, massive amounts of water—some 600,000 acre-feet, enough water for nearly half a million people—simply evaporate from Lake Mead. The traditional accounting system under the Law of the River failed to budget for the water lost to evaporation. In addition, Mexico’s share of the river water is simply “deducted” from the shared supply in Lake Mead, rather than being divvied up among the states. Together, evaporation and the Mexico delivery draw roughly 1.2 million acre-feet more water from Lake Mead each year than is released from Lake Powell, upstream—even without a drought.
Under the 2007 shortage guidelines, the Lower Basin states can receive extra water—so-called equalization releases—if river conditions are good enough. But “in most years, we’re still going to have a deficit at Mead of a million or more acre-feet,” says Terry Fulp, the federal Bureau of Reclamation’s Lower Colorado regional director.
That imbalance has come to be known as “the structural deficit,” and it lies at the heart of the Colorado River’s problems. “It’s a code word, in my mind, for overallocation,” says Fulp. “We’ve got an absolutely overallocated system.”
Untangling this problem will be key to long-term sustainability on the river. It will also be a tremendous challenge—and tremendously expensive. The 23 feet of water the states have managed to add to the water level in Lake Mead since the DCP negotiations began has cost at least $150 million.
That slug of extra water is “important when you’re right at the threshold,” says Kenney of the University of Colorado. But in the bigger picture, he says, “it’s a terribly small amount of water, and it’s a terribly big price tag.” Truly stabilizing the system will require much bolder action, and will cost far more.
Beyond DCP
So what might efforts beyond DCP actually look like?
“You’ve got to be focused on reducing the absolute load on the system,” says Peter Culp, an Arizona attorney who advises both the City of Phoenix and several environmental nongovernmental organizations. But because of wild swings in natural variability like the current drought, he says, “you also need to be prepared to deal with high levels of instability.”
As the states begin to look at longer-term solutions, several broad possible components seem likely to come to the fore:
Augmentation
Today, the term has a far more modest connotation than it did in the 1960s, when vast water-importation plans and massive nuclear-powered desalination plants seemed within the realm of feasibility. Conventionally powered desalination of seawater is now the augmentation option cited most frequently, although the sole operating example is the Poseidon desalination plant that serves San Diego. It produces a relatively modest 56,000 acre-feet per year at a cost double that of water supplied from the Colorado River (Hiltzik 2017). Cloud seeding—artificially induced rainfall—has been carried out for decades, but has only limited effectiveness.
“Augmentation is part of the portfolio,” says Chuck Cullom, the Central Arizona Project’s Colorado River programs manager, “but there aren’t, and have never been, any silver bullet answers.” Augmentation projects, he says, “are all going to be hard-fought, challenging, modest-sized—and more expensive than we thought.”
Markets, Leasing, and Transfers
The ability to move water between water-rights holders will play a huge role in increasing the flexibility needed to weather the looming problems on the river. Although there are still gains to be made in urban water-use efficiency (think reduced water use for grass and landscaping), the water needs of the West’s 40 million, primarily urban, individual water users are relatively inelastic. A discussion is slowly taking shape about ways in which cities can make deals to acquire water from both native tribes and farms in a way that doesn’t threaten the survival of any of those three sectors.
Tribal Rights
Local tribes will likely play a bigger role in meeting future demands, particularly in Arizona, where their right to significant amounts of water has recently been affirmed. “The tribes are increasingly important political players, and they are increasingly important in this idea of leasing and flexibility within the existing rules,” says Dave White, who heads Arizona State University’s Decision Center for a Desert City, which is largely focused on finding ways to help policy makers make better decisions about uncertain futures. “That makes them an important lynchpin in moving from the current allocation system to the future one.” Tribes have rights to an estimated 2.4 million acre-feet of Colorado River water (Pitzer 2017).
Daryl Vigil is the water administrator for the Jicarilla Apache Nation in New Mexico and is head of the Ten Tribes Partnership, which has long pushed for the ability to lease its members’ water to other users. Vigil says that in an era of drought and climate change, tribal water can help cities and other users stabilize their water-supply portfolios while securing much-needed revenue. “Right now, there are tribes that, because of infrastructure issues or policy issues, aren’t able to develop their water rights, so it’s just going downstream” and being used by non-tribal entities without compensation, Vigil says. “To a large degree, we’re already the solution to a lot of these issues, but we’re not getting any kind of credit for it.”
Some tribes have already been able to parlay their water rights into revenue. The Jicarilla Apache tribe, for example, leases water to the federal Bureau of Reclamation to provide minimum river flows for endangered fish, and in 2017 the Gila River Indian Community in Arizona struck a deal with the Bureau, the City of Phoenix, and the Walton Family Foundation to lease its water in order to boost levels in Lake Mead.
Agriculture
Farms will also play a big role in a more comprehensive solution on the river. Agriculture accounts for around 75 percent of water use in the basin, the vast majority of which is used to grow forage and pasture, like alfalfa, for beef and dairy cattle. Farm water supplies could potentially be used for farm-to-city water transfers, or to help cushion the impact of temporary shortages on cities.
In fact, the framework for agricultural-to-urban water transfers on the Colorado River was first created in the late 1990s. The years since have seen a series of test runs and a slow expansion of the concept throughout the Lower Basin and even across the border to Mexico. The terms of the 2007 interim shortage guidelines allow irrigation districts in Arizona, California, and Nevada to “forbear”—that is, to forgo the use of a portion of their water allocation for a year, thereby freeing up water to be stored in Lake Mead for drought protection. The proposed Demand Management Program included in the Upper Basin drought contingency plan would open the door to a similar framework there.
Water for such programs can be generated in a variety of different ways: simply by fallowing farmland (i.e., taking it out of production), thereby freeing up the water that otherwise would have been used to grow crops there; by switching to crops that consume less water; or by improving irrigation efficiency and transferring the conserved water. Although transferring water away from farms is, in the public imagination, often equated with drying up farms and putting them out of business, there is a long history of innovative thinking about how farms can generate water for uses elsewhere while remaining financially viable. In California, for instance, the Palo Verde Irrigation District has been the focus of a long-running “rotational fallowing” program to generate water for the Metropolitan Water District, under which at most 29 percent of the irrigation district’s farmland is fallowed in any given year.
The transfer of water from farms to cities, either temporarily or permanently, is an extremely controversial issue. Any discussion of the topic—especially in Arizona, where farmers would be the first to have their water cut due to contractual agreements made well before the current negotiations began—quickly moves from technical talk of crop consumptive water-use coefficients to basic questions of social equity.
“That’s the crux of the problem: Do people perceive that the pain is distributed fairly?” says Cullom. The drought and the contingency-planning process, he says, are forcing people to come to terms with “the visceral understanding of what a future with less water looks like.”
Win, Lose, or Draw
Back in the early 1990s, a consortium of university researchers used computer models to simulate a “severe and sustained drought” on the river, in an effort to see how water users might respond. The simulated drought used in the exercise would ultimately prove to be eerily similar to the Millennium Drought that took hold less than a decade later. But at the time, notes Brad Udall, a senior water and climate research scientist at Colorado State University, barely any water managers bought into the drought-simulation effort. “The academics wanted to go push all this stuff, but they couldn’t get any decision makers to participate,” he says. “Nobody wanted to lay their cards out.”
If there’s one up side to a 19-year drought, it may be that it has opened up conversations that wouldn’t otherwise be happening. The players are increasingly willing to lay their cards on the table. And the past 19 years have shown that some problems on the Colorado can be addressed, for better or worse, not through radical change but through incrementalism, with the stakeholders gradually playing one hand after another.
But now the stakes are getting higher. Even as representatives of the seven states were in the midst of negotiating the drought contingency plans, climate scientists were delivering more bad news: The Colorado River Basin may be on the brink of a permanent shift into a much drier reality. In 2017, Udall and Jonathan Overpeck, now the dean of the University of Michigan’s School for Environment and Sustainability, found that increasing temperatures could cause the flow of the Colorado River to decline by more than 20 percent at mid-century and 35 percent at the end of the century.
“I don’t care what level of demand management you do,” says Arizona attorney Culp, “that’s a really big problem.”
The states’ negotiators will not get much reprieve before they have to tackle the next round of even tougher questions: The provisions of both the 2007 shortage guidelines and the arduously negotiated DCP will expire in 2026, and the states have agreed on the need to open negotiations for a follow-on agreement just a year from now, in 2020. That next phase will likely serve as the forum for tackling the bigger issues on the river.
“We have to find a way to permanently reduce our demands, and find a way to augment our supply,” says Kightlinger of California’s Metropolitan Water District. That effort, he says, won’t be fast or easy— and Dave White of the Decision Center for Desert City suggests it might require “recalibrating the entire system to what we think is the new availability of water.”
Are people willing to commit to a recalibration or radical overhaul of the way the river is managed, or will they simply adopt a more ambitious follow-on to the operational “updates” of the 2007 interim shortage criteria and the drought contingency plan? A wholesale revamp of the Law of the River—what Fulp calls “the start-over scenario”—is politically taboo for water managers.
Yet the DCP may be the first step in subtly steering everyone into that difficult conversation. The emphasis on tackling “drought”—rather than overuse—may have been a considered move on the part of negotiators. “Politically speaking, I think it’s a useful word for the states,” says Kenney. “To the extent that you talk about drought contingencies and shortage, you’re talking about what we’re going to have to do in an emergency.”
The message, he says, is that “the drought is getting really bad, and we have to make some adjustments. But”—at a time when the Colorado River states are running up against the limits of their allocations—“the reality is that it doesn’t take an emergency to get you to shortage. It doesn’t take an emergency to crash the systems. Just business as usual crashes the system” if the drought worsens.
In spite of calls for radical reform on the river, the key to a durable solution—which may ultimately be just as important as a comprehensive solution—could, paradoxically, be to go slow. “Incrementalism allows people to get comfortable with changes a little bit at a time,” says Kuhn of the Colorado River Water Conservancy District. “And I actually think the incremental change will happen as fast as necessary to adapt to the real-world conditions.”
That approach is obviously not without its risks. The primary result of all the negotiations that have occurred since 2003, which have all but consumed the lives of those involved in them, is that water managers have so far managed to push off a shortage declaration by the federal government by just three years. If negotiators continue to work incrementally, will they be able to keep pace with how quickly the system is changing?
No one knows, and the river isn’t telling. But for now, the DCP process has bought everyone a little time to catch their breath. “[DCP] will get the risk back down,” says Fulp. “It will give us that time to really open up the dialogue on much bigger, and much more difficult, issues.”
On the Colorado River, Change Is the Constant
After nearly 16 years of negotiations, water managers seem to have staved off disaster—for now. Will the next round of negotiations, which begins in 2020, be able to keep pace with how quickly the Colorado River system and conditions in the basin are changing? Dr. Jim Holway of the Babbitt Center for Land and Water Policy thinks it’s going to take significant change. “I believe we will need institutional, policy, and infrastructure changes to sustainably manage the river,” Holway says. Citing challenges including climate change, highly variable conditions, population growth, conflicts over the Law of the River, and increasing water costs, Holway explains that the Babbitt Center exists to recognize and address these challenges, with a particular focus on connecting land use decisions and sustainable water management at the local level. Looking beyond 2026, when both the interim shortage guidelines of 2007 and the proposed DCP modifications expire, Holway identifies a central question: “How do we best prepare for this future, and how do we ensure our policies and decision makers at every level are up for the challenge—and able to quickly adapt as conditions change?”
Matt Jenkins has been covering the Colorado River since 2001, primarily as a longtime contributor to High Country News. He has also written for The New York Times, Smithsonian, Men’s Journal, Grist, and numerous other publications.
Photograph: Fishing boat in the Colorado River Delta. Credit: Pete McBride
References
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Agriculture was the main driver of development along the Colorado River. According to a recent report from the U.S. Geological Survey, 85 percent of water withdrawals went toward irrigation between 1985 and 2010 (Maupin 2018). The fields around Yuma, Arizona, and the Imperial and Palo Verde valleys of California consume more than 4 million acre-feet of Colorado River water annually, nearly a third of the river’s annual flows. But with population growth, water use has shifted to urban needs.
In Colorado, for example, 95 percent of water imported from the Colorado River headwaters through the Colorado-Big Thompson (CBT) project was once used for agriculture; now, that number is closer to 50 percent. As another example of the complexity of systems in the Colorado River Basin, CBT water is divided into units which can be bought and sold. The amount of water in a unit varies year to year depending on the total amount of water available; when CBT is at full capacity, a unit is one acre-foot. Agricultural users owned 85 percent of the units when trading began in the late 1950s, but currently own less than one-third of available units. Municipalities own the balance, but often lease the water to farms until it’s needed. The current price for a CBT unit is close to $30,000.
Such water-sharing agreements are becoming more common in a system stretched too thin. Rotational fallowing, also known as lease-fallowing or alternative-transfer mechanisms, has played a role in shifting water from farms to cities. Farmers in the Palo Verde Valley struck a deal with the Metropolitan Water District of Southern California, which serves 19 million customers, to fallow between 7 and 35 percent of their land on a rotating basis. Metropolitan’s customers, in turn, get the water, which can be stored in Lake Mead. Similar deals, still underlined with tension but increasingly accepted, exist between Southern California municipalities and farmers in the Imperial Valley and between cities and farmers along Colorado’s Front Range urban corridor.
For their part, cities tend to tout conservation and development efforts they’ve made with water in mind. Many are encouraging density, reducing the water needed for landscaping; some have implemented turf-removal programs; and toilets, showers and other fixtures have become more efficient. Metropolitan Water District of Southern California chalked up a 36 percent per capita reduction in water use from 1985 to 2015, a time of several droughts, according to Planning magazine (Best 2018).
In Nevada, the population served by the Southern Nevada Water Authority has increased 41 percent since 2002, but the per capita consumption of Colorado River water fell 36 percent. The agency’s Colby Pellegrino, speaking at a September 2018 conference called “Risky Business on the Colorado River,” said conservation is the first, second, and third strategy for achieving reduced water consumption. “If you live in the Las Vegas Valley, where there is less than 4 inches of rainfall a year, and you have a median covered in turf, and the only person walking on that turf is the person pushing a lawn mower—that is a luxury our community cannot afford, if we want to continue to have the economy we have today,” she said.
Economy, culture, and values have been at the core of the basinwide debate about how to respond to the drought. No one sector or region can absorb the full burden of necessary reductions, and it’s clear that everyone must begin to think differently. Speaking at the “Risky Business” conference, Andy Mueller, general manager of the Colorado River Water Conservation District, put it this way: Instead of the intentional use of water, Colorado is now talking about the intentional non-use of water. As is everyone who lives and works in the Colorado River Basin.
This content is excerpted from the article “Hydraulic Empire” published December 14, 2018.
Allen Best writes about water, energy, and other topics from a base in metropolitan Denver, where 78 percent of his water comes from the Colorado River Basin.
Photograph: On a farm in Yuma, Arizona. Credit: Amy Martin, courtesy of American Rivers.
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Maupin, Molly A., Tamara Ivahnenko, and Breton Bruce. 2018. “Estimates of Water Use and Trends in the Colorado River Basin, Southwestern United States, 1985–2010.” Reston, Virginia: U.S. Geological Survey. https://pubs.er.usgs.gov/publication/sir20185049.