Martin J. Walsh nació y creció en el barrio obrero de Dorchester, en Boston. En su segundo mandato como 54.º alcalde de Boston, se centra en escuelas, viviendas asequibles e inmigración, y muchos otros asuntos. También se convirtió en líder internacional de la respuesta al cambio climático y la construcción de resiliencia, al haber sido anfitrión de una importante cumbre climática en 2018 y formar una coalición de alcaldes dedicados a trabajar en energías renovables y otras estrategias. Juró lograr neutralidad en las emisiones de carbono en Boston para 2050 y lideró Imagine Boston 2030, el primer plan cabal de toda la ciudad en medio siglo, además de la iniciativa Resilient Boston Harbor. Se hizo un tiempo para hablar con Anthony Flint, miembro sénior, y reflexionar sobre su posición de alcalde en medio de la crisis climática actual.
Anthony Flint: Ha sido uno de los alcaldes más activos del país en el apremiante problema del cambio climático. Cuéntenos acerca de sus últimas labores para coordinar acciones. ¿Cómo se siente acerca de que todo este trabajo se haga a nivel local, sin una iniciativa federal?
Marty Walsh: Por primera vez, fuimos anfitriones de una cumbre climática, y trabajamos con alcaldes de todo el país. Fui electo copresidente de América del Norte de C40 [la red global de ciudades dedicadas a abordar el cambio climático], antes de que el presidente Trump se retirara del acuerdo climático de París. Trabajamos con el alcalde [Eric] Garcetti de Los Ángeles y otros para asegurarnos de que las ciudades renueven el compromiso con ese acuerdo. Este es un tema muy importante para el país y para Boston, y es muy importante contar con dedicación y liderazgo. Es una lástima que no hayamos contado con un socio [federal] en los últimos años. Pero seguiremos enfrentando las dificultades y seguiremos pensando en la próxima generación. Lo que deseo es que terminemos por tener un socio federal, y cuando llegue ese momento, no empezaremos de cero.
AF: Hablemos primero de la mitigación. ¿Cuáles son las formas más importantes en que las ciudades pueden ayudar a reducir las emisiones de carbono? ¿Deberían exigir modernizaciones en los edificios más antiguos, por ejemplo, para que sean más eficientes en el consumo de energía?
MW: Tenemos un programa llamado Renew Boston Trust, que identifica ahorros de energía en edificios que pertenecen a la ciudad. Es importante saber que comenzamos en nuestro propio patio trasero. Ahora hay 14 edificios que se están modernizando: bibliotecas, centros comunitarios, y estaciones de policía y bomberos. Segundo, estamos evaluando la posibilidad de electrificar algunos vehículos. La tercera parte es observar las modernizaciones y las nuevas construcciones, asegurarnos de que lo nuevo se construya bajo mayores estándares de rendimiento, con menos emisiones de carbono. A fin de cuentas, si pensamos en reducir las emisiones de carbono, se trata de 85.000 edificios en la ciudad . . . si queremos llegar a carbono cero para 2050, debemos modernizar esos edificios, los pequeños y los grandes. Y luego está el transporte: que el sistema de transporte sea más limpio y ecológico. Aunque tuviéramos una política nacional más fuerte, son las ciudades quienes al final deben ejecutar las reducciones.
AF: Aunque detuviéramos todas las emisiones de carbono mañana, el planeta aún debería gestionar un importante aumento del nivel del mar, inundaciones, clima volátil, incendios y más, debido a que las temperaturas aumentarán inexorablemente. ¿Cuáles son las labores más prometedoras aquí y en el país para construir resiliencia?
MW: Para Boston, las ciudades de la Costa Este y las propiedades frente al mar, el plan Resilient Boston Harbor establece algunas estrategias buenas. Tenemos 75 kilómetros de costa, y ríos que atraviesan y rodean la ciudad. Hemos observado lo que pasó con la supertormenta Sandy [el huracán en el Atlántico en 2012] y lo que ocurrió en Houston [por el huracán Harvey en 2017], en términos de proteger a la gente ante grandes inundaciones. Tenemos un plan grande para el puerto, pero hay otros vecindarios donde debemos asegurarnos de estar preparados. Estamos haciendo estudios de planificación en todas esas áreas [bajo la iniciativa Climate Ready Boston] para lidiar con el aumento del nivel del mar. Con el tiempo, será un plan ambiental.
Es un asunto de seguridad pública. Se trata de calidad de vida y del futuro de nuestra ciudad. En el pasado, los alcaldes se centraron en desarrollo económico, transporte y educación. Hoy, el cambio climático, la resiliencia y la preparación son parte de la conversación como no lo eran hace 25 años.
AF: En el Instituto Lincoln, estamos convencidos de que se debe con la naturaleza mediante a infraestructura verde e hídrica, y crear nuevas formas de pagarla. ¿También es fanático de este enfoque, desarrollado por los holandeses y otros?
MW: En realidad, Resilient Boston Harbor es un plan de infraestructura verde. Un proyecto que encara eso es Martin’s Park, que lleva el nombre de Martin Richard [la víctima más joven del bombardeo en la maratón de Boston de 2013]. Elevamos partes del parque para evitar que las inundaciones avancen, e instalamos mini pilas y mantos con vegetación reforzados con piedra para evitar la erosión de las mareas altas. Estamos analizando hacer algo parecido en todo el puerto interior. Gastaremos US$ 2 millones en Joe Moakley Park, que es el punto de acceso de las inundaciones a varios vecindarios . . . intentamos reducir todo lo posible los daños a propiedades y la manera en que las inundaciones alteran la vida de las personas. Los terraplenes y otras barreras pueden ayudar a mantener el agua a raya . . . pero hay oportunidades para dejarla pasar y que no se acumule, si ocurre una tormenta muy fuerte.
AF: Además de los nuevos impuestos que se propusieron, ¿apoyaría una disposición de captura de valor por la cual el sector privado contribuya más con este tipo de inversiones públicas masivas?
MW: Además de la inversión privada (necesitaremos más de ella), estamos trabajando con organizaciones filantrópicas para ver si más de ese dinero puede llegar a ese tipo de proyectos. En el presupuesto de este año, dedicamos un 10 por ciento de presupuesto capital a la resiliencia. También estamos pensando en tomar parte de la renta dedicada y llevarla a la resiliencia. Por ejemplo, aumentamos las multas y penalizaciones de estacionamiento. Eso volverá directamente al transporte y la resiliencia, como elevar las calles. Ese es un comienzo. Con el tiempo, dedicaremos más del proyecto a esto. Ojalá en algún momento invierta el gobierno federal. Ahora, están pagando millones y millones en asistencia ante catástrofes. En vez de presentarse luego de que ocurra el evento y la tragedia, yo espero que querrán hacer inversiones antes de tiempo.
AF: Según las proyecciones de que grandes franjas de Boston estarán bajo agua antes de que termine el siglo, ¿puede hacer una reflexión personal sobre esta amenaza a la ciudad que hoy lidera? ¿Cómo llamaría a un mayor apremio por abordar este problema?
MW: Ese es nuestro trabajo. Nuestro trabajo es gobernar en el presente, y gestionar todas las operaciones cotidianas, pero también es establecer las bases de lo que será nuestra ciudad en el futuro. La infraestructura que construyamos estará aquí en los próximos 50 a 60 años. El plan Resilient Boston Harbor está [diseñado] para lidiar con el aumento del nivel del mar en los próximos 40 o 50 años. Estamos construyendo todo eso con la expectativa de conservar y proteger a los residentes de la ciudad. Espero que, cuando ya no sea el alcalde, el siguiente venga y también quiera invertir. Este es el legado de la ciudad (no diría necesariamente que es el mío): mirar hacia atrás dentro de varios años, que los residentes recuerden el pasado y estén agradecidos por las inversiones y el tiempo que se tomaron los dirigentes en 2017, 2018 y 2019.
Creo que como país no estamos donde debemos estar. Los holandeses y otros países de Europa están adelantados. Entonces, estamos intentando alcanzarlos. Y no vamos a esperar a que la próxima generación intente resolver el problema.
Anthony Flint s miembro sénior del Instituto Lincoln de Políticas de Suelo y editor colaborador de Land Lines.
Fotografía: El alcalde de Boston, Marty Walsh, habla en los premios anuales Greenovate, que reconocen a los líderes del clima y la sostenibilidad en la comunidad. Crédito: John Wilcox, cortesía de la Alcaldía de la Ciudad de Boston.
As a rule, 12-acre development projects don’t tend to receive national or international attention. But that hasn’t been the case for Quayside, a parcel off Lake Ontario in Toronto. Two years ago, Waterfront Toronto—the government entity overseeing the redevelopment and reconfiguration of a larger swath of real estate along the Don River that includes Quayside—brought in Sidewalk Labs as a private partner. A subsidiary of Google’s parent company, Alphabet, Sidewalk Labs pledged to invest $50 million in the endeavor. The company seemed an ideal choice to help make Quayside a kind of prototype “smart city” neighborhood, and produced ambitious plans.
It also produced no small amount of controversy, and at times it has appeared that the entire partnership might implode. That threat seems to have passed, at least temporarily. All the friction has had an unexpected result: Quayside could prove to be a much more valuable prototype for smart city planning than originally imagined.
That’s not because of what has been built (which is, to date, nothing), but rather because of the way its bumpy ride has clarified the core smart-city issues that need to be resolved before any building can happen—not just in Toronto, but in any urban area. While it’s hard to find an example of a smart city project that’s quite as comprehensive as Quayside aims to be, there are many playing out on a more limited scale, from Kansas City’s “smart city corridor” effort centered on a two-mile streetcar line to the LinkNYC program (also from Sidewalk Labs) replacing pay phones in New York City with WiFi-enabled kiosks.
The biggest issue needing resolution may be privacy. That may seem intuitive, and Sidewalk Labs itself professed to be aware of, and sensitive to, privacy concerns in its initial proposal. That proposal included plenty of the sort of tech-forward ideas you’d expect from a Google-connected entity, from heated bike lanes to autonomous delivery robots. Many of the proposed elements relied upon sophisticated sensors to collect data and guide efficiency in everything from trash collection to traffic to lighting.
While Sidewalk’s proposal addressed privacy, the company was apparently caught off guard when it was criticized for leaving too much discretion to private-sector tech vendors. Among those unimpressed: former Ontario privacy commissioner Ann Cavoukian, a prominent privacy advocate Sidewalk had added to its advisory board who promptly resigned from that role.
Cavoukian, now the executive director of the privacy-focused Global Privacy & Security by Design Centre consultancy, explains that she recognizes the potential value of data collection for shaping a neighborhood or a city. But she believes, in essence, that in the context of the “smart” city, securing privacy is a planning-level decision better left to the public sector. “The technology, the sensors, will be on 24-seven,” she says. “There’s no opportunity for people to consent or revoke consent. They have no choice.”
She specifically advocates what she terms a “privacy by design” strategy, which “scrubs” data at the point of collection. For instance: Cameras or sensors gathering traffic data might also pick up license plate numbers. If Cavoukian and other privacy advocates have their way, that level of personal data would simply not be collected. “You still have the value rendered from the [aggregate] data,” she says. “But you don’t have the privacy risks because you’ve de-identified the data.” The essence of the privacy by design idea is that it privileges the public interest over private use of data; Cavoukian has pointed to the European Union’s General Data Protection Regulation—which strictly protects individual privacy and has forced even the biggest tech players to adjust since its implementation in 2018—as a model.
Sidewalk Labs proposed gathering wide swaths of data in a kind of “trust,” with private vendors encouraged to anonymize data. To critics like Cavoukian, this delayed privacy decisions until too late in the process: post-planning, post-implementation, less a baseline than an afterthought. One poll found that 60 percent of Toronto residents who were aware of the plan didn’t trust Sidewalk’s data collection. The two sides are still working out details, but have agreed for now that sensor-gathered data will be treated as a public asset, not a private one. (Sidewalk Labs did not respond to an interview request.)
The Toronto proposal was controversial for other reasons. Notably, it sought oversight of much more than the original 12-acre parcel, dangling the possibility of locating a new Google Canadian headquarters along the city’s waterfront as part of a scheme that would give Sidewalk latitude over 190 acres of potentially lucrative properties. This proposal was turned back, but spurred a useful debate about smart cities and equity.
Jennifer Clark, a professor and head of the City and Regional Planning Section at the Knowlton School of Architecture in the College of Engineering at the Ohio State University, has studied smart city efforts around the world, and is the author of Uneven Innovation: The Work of Smart Cities, forthcoming from Columbia University Press in February 2020. As she explains, technology businesses and government or planning entities come to these collaborations with distinct perspectives. Enterprises like Sidewalk Labs that are devoted to new city technologies, she says, “come from a particular orientation of thinking about who the ‘user’ is. They’re very much thinking through a consumer model, with users and consumers as essentially the same thing. That’s not how planners think about it in cities. Users are citizens.”
Similarly, companies designing the technology meant to make a city “smart” are looking for a revenue model that will not just fund a given project, but can ultimately prove profitable—which guides the nature of their prototyping products and services that might be applied elsewhere. Clark points out that a seldom-discussed element of the smart city phenomenon is its “uneven implementation.” Quayside and the wider waterfront redevelopment it is part of are expected to result in high-value properties, used and frequented by a demographic attractive to businesses.
“There’s an assumption that if you do these urban development districts, you’re experimenting on the model, you get the model right and then you do broad deployment, so that there’s equity,” Clark says. But frequently, in practice, “there is no path to that.” Whatever innovations emerge tend to recur in demographically similar contexts.
What often underlies this dynamic is a kind of power mismatch. The private side of a development partnership is often richly funded, in a position to offer financial incentives, and thus to essentially dictate terms; the public side may have fewer resources, and less sophistication about assessing or fully deploying cutting-edge technology. But in this case, Clark notes, the Quayside story (which she addresses in her book) may be a bit different.
“Toronto has a history of community organizing and community development,” she notes. “And the community organizations there have a sophisticated understanding of the data collection practices that were proposed.” Thus the privacy pushback, and how it gets resolved, might prove to be the real lasting payoff, especially if it’s resolved in a way others can emulate.
A replicable model, one that offers guidelines for both technology and the rules that technology must play by, is essentially the outcome that Cavoukian wants. She is now working with Waterfront Toronto, and explicitly hopes that Quayside—with either Sidewalk Labs or new partners—can become a rejoinder to the surveillance-oriented versions of the smart city that are taking shape in tech-advanced urban areas from Shanghai to Dubai.
“We want to be the first to show how you could do this and put that out as a model,” she says. “We want a smart city of privacy.”
Rob Walker is a journalist covering design, technology, and other subjects. His book The Art of Noticing was published in May 2019.
Photograph: Rendering of an interior pedestrian walkway at Quayside. Credit: Picture Plane for Heatherwick Studio for Sidewalk Labs.
Según Bloomberg, la mediana de alquileres en Brooklyn aumentó entre un dos y un seis por ciento al mes en la primera mitad de 2019, y llegó a US$ 2.914 en julio (Price 2019). Según se indica en el mapa, los créditos fiscales estatales (LIHTC, por su sigla en inglés) tienden a concentrarse en la sección noreste del distrito. Las viviendas asequibles escasean en los vecindarios más occidentales, cuyos proyectos de uso mixto con biblioteca y viviendas se describen en este número: Brooklyn Heights, donde el alquiler promedio aumentó un 53 por ciento entre 1990 y 2010 a 2014, y Sunset Park, donde el alquiler promedio aumentó un 24 por ciento durante el mismo período (NYU 2016).
Ver la versión PDF de este mapa para obtener más detalles y una clave.
Referencias:
Centro Furman de la NYU. 2016. “State of New York City’s Housing and Neighborhoods in 2015.” Nueva York: Universidad de Nueva York. https://furmancenter.org/files/sotc/NYUFurmanCenter_SOCin2015_9JUNE2016.pdf.
Price, Sydney. 2019. “Brooklyn Beats Manhattan for NYC Apartment Rent Increases.” Bloomberg. 11 de julio. https://www.bloomberg.com/news/articles/2019-07-11/brooklyn-beats-manhattan-for-new-york-apartment-rent-increases.
Carlos Morales-Schechinger sabía que estaba condenado. Era funcionario en el ministerio de desarrollo urbano de México, y se suponía que debía hablar en una conferencia en San Luis Potosí inmediatamente después de una mañana llena de compromisos y un almuerzo extenso. Ante la ola de bostezos que los alumnos no pretendían disimular, Morales tuvo que recurrir a su creatividad.
Sin pensarlo demasiado, decidió renunciar a la lección formal acerca de las políticas territoriales urbanas nacionales en México. En cambio, le pidió a un estudiante de las primeras filas si podía comprar la silla en la que estaba sentado, y le ofreció un billete que tenía en el bolsillo como forma de pago.
Luego de un poco de confusión inicial, el estudiante aceptó. Entonces, Morales empezó a subastar el lugar. Hablaba en voz baja para ilustrar la ventaja de la ubicación, y así aumentó la demanda. Pronto, los estudiantes estaban involucrados en su presentación y en el mueble, cuyo precio rápidamente se había tornado invaluable. Hacia el final de la sesión, valiéndose apenas de los objetos del salón de clase, había dado vida a los procesos que determinan el valor territorial y de densificación, así como a otros fenómenos relacionados con el tema de los mercados territoriales urbanos, tema de gran complejidad y, en general, tergiversado.
Eso fue hace 30 años. En las décadas que siguieron, el intento espontáneo de Morales por involucrar a los soñolientos estudiantes evolucionó en varios juegos educativos y se transformó en ellos, como un juego organizado de varios días llamado GIROS. GIROS, llamado así por el doble significado de “transacción” y “dar vueltas”, que captura la noción de las interdependencias de los mercados territoriales, fue diseñado por Martim Smolka, director del programa en América Latina y el Caribe del Instituto Lincoln de Políticas de Suelo, y mejorado con la ayuda de Morales, que hoy pertenece al cuerpo docente de dicho instituto. GIROS se jugó más de 150 veces e inspiró recursos derivados en gran parte de América Latina, además de en los Países Bajos, Taiwán, Ghana, Kenia, Filipinas y otros países. Los participantes han variado desde estudiantes de planificación urbana hasta funcionarios públicos de altos cargos.
GIROS requiere poca utilería. Smolka y Morales desarrollaron un juego de mesa básico con piezas divididas por color que se usan para mapear la evolución de una ciudad imaginaria. Los participantes se dividen en equipos y usan gorros para indicar roles como funcionarios de gobierno, organizaciones no gubernamentales, distintos tipos de ciudadanos y desarrolladores. Durante las primeras rondas, los jugadores (con “planes ocultos” asignados para simular la naturaleza oscura de los mercados territoriales) negocian y comercializan terrenos en un mercado con poca regulación. En la mitad de la jugada, el “gobierno” introduce normativas como zonas de alta densidad, que alteran la trayectoria del desarrollo de la ciudad. Cuando termina cada ronda o sucede un fenómeno teóricamente importante debido a una transacción, los estudiantes se quitan el gorro para debatir qué ocurrió y por qué.
Según las decisiones que toman los jugadores, el juego puede cobrar muchas formas. Pero siempre surgen dos moralejas, evidentes desde el origen del juego. La primera es que el valor territorial no es intrínseco, sino que se forma debido a factores como costos de transporte, reglamentaciones sobre el uso del suelo, tributación y otras condiciones externas. La segunda moraleja, que el Instituto Lincoln adopta por completo como parte de su labor actual de diseño educativo, es que los juegos son una parte de enorme importancia en la enseñanza de políticas del suelo.
GIROS es solo uno de los juegos educativos y herramientas interactivas del paquete del Instituto Lincoln, que crece cada vez más. Si bien estas herramientas se usan más que nada en los cursos del Instituto en América Latina, el aprendizaje activo tiene una función cada vez más grande en toda su oferta educativa. “En términos de diseño educativo más amplio, de verdad queremos cambiar el equilibrio de nuestros cursos presenciales, alejarlos de las presentaciones y las lecciones y acercarlos a las actividades de aprendizaje activo”, dijo Ge Vue, director asociado de Diseño educativo en el Instituto Lincoln. “El juego es un ejemplo de esto”.
Los juegos son una herramienta pedagógica única y útil por varios motivos, afirma Vue. Alientan a la acción, la interactividad y el pensamiento innovador de formas que no logran los enfoques tradicionales de clases. Vue enfatiza que los juegos tienen el potencial de enseñar no solo contenido, sino también habilidades de resolución de problemas más aplicables. Son una herramienta flexible; permiten a los estudiantes ofrecer comentarios y opiniones en tiempo real, y a los moderadores aportar sus propios conocimientos y orientación en el transcurso de la actividad.
Giovanni Pérez Macías, un abogado que jugó a GIROS por primera vez en 2007 como parte de un curso de tres meses sobre políticas del suelo del Instituto Lincoln en Panamá, reconoce que una de las fortalezas del juego es la capacidad del instructor de cambiar el rumbo que toma. “Si Carlos ve que un grupo necesita aprender sobre un tema específico sobre desarrollo urbano o políticas de suelo, puede orientar el juego [de modo que enseñe] ese tema”, dice.
En un video acerca del juego producido por la Universidad Erasmo de Róterdam, Morales explica que, cualquiera que sea el resultado, los estudiantes deben comprender su propia influencia. “Si ganas el juego, debes explicar por qué”, dijo. “Si no puedes [explicar por qué ganaste], pierdes puntos. La intención principal no es ganar ni perder, sino aprender”.
Enseñar con juegos
Los juegos populares que invitan a los jugadores a asumir la función de desarrollador o planificador urbano son una parte conocida del paisaje cultural. Elizabeth Magie, devota de Henry George, fue quien inventó Monopoly en 1903; luego, en los 30, lo compró Parker Brothers y lo transformó en el juego capitalista que todo el mundo conoce en la actualidad. Otros juegos digitales modernos mantuvieron viva la tradición, como SimCity, en el que los jugadores construyen y administran áreas urbanas, y Minecraft, que ubica a los jugadores en un paisaje no desarrollado con las herramientas que necesitan para construir ciudades y otras estructuras.
Estos juegos se superponen con el mundo de la planificación urbana y la influyen: “No estaría donde estoy hoy si no fuera por SimCity”, dijo un funcionario de la National Association of City Transportation Officials (Asociación Nacional de Funcionarios del Transporte Urbano) a Los Angeles Times en un artículo sobre el 30.º aniversario del juego (Roy 2019); pero no siempre reflejan las realidades del desarrollo urbano.
Por ejemplo, en el caso de Monopoly, Smolka apunta al hecho de que los valores territoriales no varían según la conducta de los jugadores, y lo usa como ejemplo de que el emblemático juego refuerza ideas equivocadas acerca de los mercados territoriales. Smolka explicó que la inspiración de GIROS vino, en parte, de un juego que se había concebido en Bogotá para enseñar principios de captura de valor territorial, pero que tenía este mismo problema: “Se pierde la parte más importante de la conversación. La racionalidad de los agentes debe afectar el uso y el valor territorial”.
Smolka no es el único con esta postura. En un artículo sobre juegos populares de construcción de ciudades, Bradley Bereitschaft, profesor adjunto de geografía de la Universidad de Nebraska, escribió: “las limitaciones e imprecisiones de estos juegos limitan su utilidad para comprender procesos urbanos complejos” (Bereitschaft 2016). De hecho, fue ese tipo de inquietud académica lo que llevó a desarrollar los llamados “juegos serios” a partir de los 60. Clark C. Abt, educador e ingeniero alemán, le dio un nombre a la tendencia emergente en su libro Serious Games (Juegos serios), de 1970. Escribió que estos juegos “tienen una finalidad educativa explícita y planeada con cuidado, y su principal objetivo no es la diversión. Esto no quiere decir que los juegos serios no sean entretenidos, o no deban serlo” (Abt 1970).
Muchos de los primeros juegos sobre planificación urbana fueron “producto de necesidades locales”, según indica Eszter Tóth, estudiante de doctorado en la Universidad HafenCity de Hamburgo, quien investiga el campo de la participación de los niños en la planificación urbana (Tóth 2015). Estos juegos, que suelen desarrollar las universidades a pedido de los municipios locales, se solían jugar solo un par de veces, y nunca se publicaban. Uno de los que sí tuvo más vida útil (y algunos lo citaron como el origen de los juegos de simulación, que imitan situaciones de la vida real) fue Metropolis. Richard Duke, profesor de la Universidad de Míchigan, diseñó esa simulación en 1966 para ayudar al Ayuntamiento de Lansing a superar un proceso presupuestario complejo.
Poco después, Alan Feldt, profesor de planificación urbana y regional en Cornell, quien luego sería uno de los colaboradores de Duke, diseñó un juego de mesa de planificación urbana con la finalidad específica de utilizarse en la educación superior. El Juego de Uso Territorial Comunitario (Community Land Use Game, CLUG) se centraba en un tablero con 196 cuadrados de 2,5 centímetros de lado. Durante 20 horas, cinco equipos formados por dos o tres estudiantes de sus cursos de grado y posgrado sobre planificación regional pretendían construir fábricas, tiendas y residencias en relación con transporte, recursos y servicios, con el objetivo de maximizar el valor territorial.
Un artículo de 1969 en Cornell Daily Sun acerca del juego de Feldt, que ya se había usado como auxiliar didáctico en México, Alemania, Israel e Inglaterra, opinó sobre la nueva tendencia: “Antes, jugar con bloques se veía como una conducta apropiada para niños de jardín, pero la teoría de la enseñanza moderna de hoy está transformando esos pasatiempos que antes eran infantiles en técnicas universitarias aceptadas”.
Por qué jugar es bueno para los planificadores
Paul Sandroni, economista y ahora profesor retirado de la Fundación Getulio Vargas de San Pablo, Brasil, quien ha colaborado con el Instituto Lincoln y desarrolló simuladores y juegos propios, cree que los juegos tienen una utilidad especial para enseñar a los planificadores urbanos.
“En general, los planificadores urbanos toman decisiones, y un juego les da la oportunidad de practicar y jugar en un campo de intercambios; si quiero más de X, tendré menos de Y”, dijo Sandroni. “Los planificadores urbanos lidian con una ciudad entera, un organismo muy complejo. En otras profesiones, hay limitaciones porque se trabaja con temas más específicos, pero los juegos se pueden adaptar a cualquier situación que implique elegir distintas formas de resolver un problema”.
“Se pueden enfrentar las mismas preguntas y los mismos problemas en tiempo real, aunque simplificados, que los que enfrentan los verdaderos encargados de tomar decisiones en su vida profesional”, dijo Pérez Macías.
El aspecto físico de los juegos como GIROS podría ser particularmente útil para los planificadores urbanos, quienes son más físicos por la naturaleza de su interés en el diseño del entorno construido, expresó Daphne Kenyon, miembro residente en el equipo de política impositiva del Instituto Lincoln. Kenyon ayudó a simplificar el juego en PLUS, un derivado condensado de GIROS, en la conferencia nacional de la Asociación Americana de Planificación (APA), en abril de 2019. Durante la sesión de la APA, los planificadores se movían entre sillas y mesas que representaban unidades de viviendas y terrenos. Al final de la primera ronda, cuando los jugadores que cumplían la función de desarrolladores produjeron de más para los ricos y de menos para los pobres debido a la falta de intervención del gobierno, un grupo de planificadores verdaderos vestidos como profesionales se reunió en el suelo para representar que no tenían un techo. Vue explica que la interacción física de los estudiantes con un juego o la creación de objetos nuevos ofrece más opciones para representar su forma de pensar y comunicar los motivos de sus acciones.
Los juegos de rol de GIROS también ayudan a los estudiantes a habitar perspectivas que, de otro modo, no verían, dice Kenyon, quien planea usar una versión condensada del juego en un curso sobre economía que enseña en la Universidad Brandeis. Kenyon cree que el juego podría enfrentarse a las suposiciones de algunos de sus alumnos, porque los obligaría a ver los desafíos que los desarrolladores en particular pueden afrontar en las situaciones de construcción de ciudades.
Los juegos del Instituto Lincoln también forman parte de una respuesta más grande a una tendencia persistente: muchos programas de maestrías de planificación urbana, tanto en los Estados Unidos como en América Latina, ofrecen poca capacitación o nula en economía urbana y tributación inmobiliaria en su plan de estudio principal. En cambio, se enfocan más estrechamente en el diseño urbano y la naturaleza física de las ciudades. Smolka y otras personas consideran a los juegos y otras técnicas de aprendizaje activo como una forma de llenar ese vacío. Según explicó Smolka: “GIROS está diseñado para enseñar al tipo de profesional reacio a las ecuaciones o fórmulas que determinan los fundamentos de los valores territoriales, y cómo las normas y regulaciones afectan a las ganancias públicas”.
En las últimas décadas, a medida que los municipios rechazaban cada vez más procesos de planificación verticales, los juegos serios se convirtieron en una herramienta cada vez más popular para ayudar en los procesos públicos y a los dirigentes a resolver situaciones reales con datos reales.
Play the City, una firma con base en Ámsterdam cuyo lema es “juegos serios para ciudades ingeniosas y sociales”, cree que los juegos tienen el potencial de reemplazar los formatos tradicionales de compromiso cívico. La empresa diseña juegos físicos a la medida de ciudades específicas que unen a las partes interesadas para tratar temas como viviendas asequibles, expansión urbana, cambio climático y diseño participativo. Play the City también se dedica a documentar juegos que mejoran la creación de ciudades, y mantiene una base de datos que incluye a GIROS.
El contexto latinoamericano
Hoy, el Instituto Lincoln utiliza GIROS y otros juegos principalmente en América Latina, donde se ofrece la mayoría de los cursos de la organización (centrados en mercados territoriales urbanos formales e informales, captura de valor territorial, proyectos de redesarrollo urbano y otros temas relacionados). Si bien algunos gobiernos locales de la región aceptaron la función de los juegos en el proceso de planificación, históricamente los académicos estuvieron menos dispuestos a usar juegos en los salones de clase universitarios.
Sandroni cree que esa indecisión se puede atribuir a falta de tiempo, financiación y exposición a estos auxiliares didácticos. Él comenzó a experimentar con el uso de juegos en el salón de clase en los 90. Notó que los estudiantes siempre jugaban a las cartas entre clases, entonces desarrolló dos juegos de cartas propios y los llevó al entorno formal de la clase. Dirige O Jogo da Economia Brasileira (Juego de la economía brasileña) desde 1999, un torneo nacional en el cual los estudiantes de economía de todo el país compiten y comprenden mejor los tipos de cambio, la inflación, la deuda externa y otros conceptos. Sandroni dijo que, al apoyar a los profesores y modelar el uso de juegos en las aulas, “el Instituto Lincoln realmente lidera el uso de juegos en educación en América Latina”.
Pérez Macías cree que la clave para cambiar la resistencia cultural a los juegos es ofrecer oportunidades profesionales de desarrollo, para que los profesores puedan experimentar los juegos por sí mismos. Al menos, así funcionó para él, dice. Luego de hacer el primer curso del Instituto Lincoln, en el que accedió a casi todos los juegos que se habían desarrollado hasta entonces, Pérez Macías comenzó a tomar cursos adicionales de ludificación, se convirtió en practicante de ludificación autoproclamado e incorporó derivados de GIROS a sus propios cursos. Hoy, usa una metodología llamada LEGO Serious Play, que se suele usar para facilitar reuniones y comunicación en entornos corporativos, que él adaptó como herramienta para enseñar temas urbanos, como diseño participativo, negociación y construcción de edificios entre las partes interesadas del sector.
Gislene Pereira, profesora de arquitectura y planificación urbana de la Universidad Federal de Paraná, quien vio GIROS por primera vez en 2009 en Caracas, dice que lo valoró porque permitía a los participantes “pensar con la lógica de cada uno de los agentes de la ciudad”, porque se ponían en su lugar. Desde entonces, ha ayudado a supervisar el desarrollo de una versión simplificada para usar en cursos con estudiantes de arquitectura y urbanismo, y en capacitaciones de concejales de políticas de suelo, impuestos e instrumentos no impositivos.
En América Latina el interés por los juegos creció, tendencia que se confirmó, al menos de forma anecdótica, en un curso de una semana organizado por el Instituto Lincoln en Guatemala a principios de 2019. El curso se centró en el uso de herramientas como juegos y tribunales, crucigramas y videos para enseñar temas de políticas y mercado territorial a planificadores urbanos (ver lateral). Como parte del proceso de inscripción, los solicitantes (de los cuales algunos habían ido a cursos anteriores del Instituto Lincoln) tuvieron que describir una herramienta que ya estuvieran usando en las aulas. De los 78 inscritos que recibió el Instituto, 34 indicaron que usaban algún tipo de juego en sus cursos, y otros citaron el uso de análisis de casos, simulaciones, videos y ejercicios teatrales.
“Notamos mucho más interés del que pensábamos”, dijo Enrique Silva, director de Iniciativas Internacionales e Institucionales del Instituto Lincoln. “En Guatemala, vimos que hay público y disposición [para las herramientas de aprendizaje activo] y, lo que es más importante, demanda. Daba la sensación de que a las personas les encantaría involucrarse más”.
Aprendizaje activo en Lincoln
Ge Vue, director asociado de Diseño Educativo en el Instituto Lincoln, dijo que alienta a quienes enseñan a pensar sobre aprendizaje activo, independientemente de la herramienta que usen: “Se pueden incluir instancias de aprendizaje activo en una simple puesta en situación en PowerPoint [tanto como] en un juego más elaborado que lleva varios días”. Además de los juegos como los que se describen en el artículo, el Instituto Lincoln utiliza varias herramientas de aprendizaje activo participativas y centradas en los estudiantes; por ejemplo:
Análisis de casos
Uno de los enfoques más nuevos en el aprendizaje activo es usar análisis de casos en el salón de clase. Por ejemplo, durante el último año, el Instituto Lincoln rediseñó una conferencia convencional sobre asociaciones públicas y privadas, y la convirtió en un análisis de caso que enseña sobre la financiación del parque Millennium de Chicago. Luego, el análisis de caso, que promueve el pensamiento crítico y la interacción, se usó en un curso educativo para ejecutivos sobre finanzas municipales, en colaboración con la Escuela Harris de Políticas Públicas de la Universidad de Chicago.
Tribunales/debates
Durante una sesión del tribunal del Instituto Lincoln, los participantes reciben una propuesta particular; la mitad del grupo debe realizar una investigación y argumentar a favor de la propuesta, y la otra mitad en contra. La actividad culmina con presentaciones, preguntas de otros alumnos del curso y el veredicto final de un “juez” designado previamente.
Producciones teatrales/videos
Palo Alto, un sistema económico es una sátira dramática sobre la economía política adaptada al contexto latinoamericano. Se basa en la producción teatral de 1934 The Shovelcrats: A Satire on the Illusional Theory of Political Economy (La palacracia: una sátira sobre la teoría ilusionista de la economía política), de la Fundación Schalkenbach, producida por el Teatro Vreve, con base en Colombia, para usar en los cursos del Instituto Lincoln. En los últimos años, los profesores entregaron a los estudiantes una nueva versión del guion que excluye la última escena, y les pidieron que escriban un final.
Dibujos animados
José K. Tastro y las directrices para el catastro territorial multifinalitario, producido por el Instituto Lincoln y el Ministerio de Ciudades de Brasil, representa situaciones comunes a las que se enfrentan los empleados del catastro municipal al implementar los sistemas de información territorial para suplir las necesidades de los sectores público y privado. Un segundo dibujo animado, Jacinto Bené Fício and the Property Tax (Jacinto Bené Fício y el tributo inmobiliario), cuenta la historia de dos ciudades: una con un sistema de tributos inmobiliarios bien desarrollado, y la otra con un sistema deficiente.
Crucigramas
El crucigrama se usa para ayudar a los estudiantes a repasar vocabulario y conceptos, y ofrece una alternativa menos intimidante a las técnicas de revisión basadas en simulacros. El nuevo crucigrama del Instituto Lincoln sobre mercados informales pide a los lectores que piensen en palabras basándose en pistas, como “quién carga con el peso de un cargo por valor territorial”.
Con vistas al futuro
El éxito de GIROS y otros juegos en América Latina abrió el camino para que el Instituto Lincoln piense con mayor estrategia y amplitud en su enfoque pedagógico. “Comenzamos con la idea de que, si la gente adquiere conocimientos y habilidades acerca de desafíos y temas globales urgentes, y cómo afrontarlos mediante las políticas de suelo, podrían tomar buenas decisiones, implementar buenos proyectos y usar mejor los recursos limitados para mejorar la calidad de vida de la comunidad”, explicó Vue. “Con los juegos, nos hicimos más explícitos acerca de las habilidades de pensamiento crítico como resolución de problemas, habilidades sociales como el trabajo en equipo y la colaboración, y conductas éticas de los distintos grupos de interés que son esenciales para sortear los desafíos locales y globales en el mundo real”.
Con vistas al futuro, Vue espera introducir enfoques de aprendizaje activo con mayor constancia en otras regiones en las que el Instituto Lincoln ofrece cursos, y alentar a los profesores a repensar el diseño de cursos, lecciones y presentaciones convencionales. El programa de Diseño Educativo del Instituto Lincoln está emprendiendo nuevos proyectos multimedios, como un análisis de caso sobre revitalización equitativa en Cleveland que se usará en cursos tan lejanos como Taiwán, y espera que muchas de sus herramientas estén disponibles en una plataforma de aprendizaje virtual.
“Según cómo piensa el Instituto Lincoln sobre su enfoque educativo, el futuro podría no tratarse tanto sobre qué es novedoso, sino más bien sobre cómo los instructores pueden ser más efectivos al encarar un desafío persistente de aprendizaje”, dijo Vue. “El Instituto Lincoln opera en un escenario global porque los temas como el cambio climático cruzan las fronteras políticas y geográficas y requieren cambios en el pensamiento estratégico y las conductas éticas. Gracias a las experiencias de aprendizaje bien diseñadas, que logran que las personas colaboren, conversen, enseñen y aprendan con personas distintas a ellas, estas tienden a ser más humildes sobre lo que no saben, a estar más abiertas a perspectivas diferentes y más dispuestas a inspirarse y sentir el apoyo para actuar de forma global”. Los juegos serios representan un enfoque, pero para que el Instituto Lincoln acceda a un público diverso, Vue explica que debe expandir la paleta de estrategias de enseñanza.
De cierto modo, cree que el uso de juegos en el Instituto Lincoln es un experimento sobre aprendizaje activo en sí mismo y sobre sí mismo. “Espero que podamos mejorar los diseños actuales de nuestros juegos cada vez que los usemos”, dijo. “No me refiero a hacer cambios drásticos en las reglas, sino a garantizar que una variedad de participantes pueda aprender y triunfar. Solo porque diseñamos un juego, no significa que esté terminado”.
Emma Zehner es editora de comunicaciones y publicaciones en el Instituto Lincoln de Políticas de Suelo.
Fotografía: Los participantes en un curso del Instituto Lincoln de Políticas de Suelos en Santo Domingo, República Dominicana, juegan una ronda de GIROS. Crédito: Anne Hazel.
Referencias
Abt, Clark C. 1970. Serious Games. Nueva York, NY: Viking Press.
Bereitschaft, Bradley. 2016. “Gods of the City? Reflecting on City Building Games as an Early Introduction to Urban Systems.” Journal of Geography. 115 (2): 51–60. https://www.tandfonline.com/doi/full/10.1080/00221341.2015.1070366.
Play the City. Base de datos de “Games for Cities”. http://gamesforcities.com/database/.
Roy, Jessica. 2019. “From Video Game to Day Job: How ‘SimCity’ Inspired a Generation of City Planners.” Los Angeles Times. 5 de marzo. https://www.latimes.com/business/technology/la-fi-tn-simcity-inspired-urban-planners-20190305-story.html.
Tóth, Eszter. 2014. “Potential of Games in the Field of Urban Planning.” En New Perspectives in Game Studies: Proceedings of the Central and Eastern European Game Studies Conference Brno 2014, ed. Tomáš Bártek, Jan Miškov, Jaroslav Švelch, 71–91. Brno, República Checa: Universidad Masaryk. https://www.researchgate.net/publication/311233864_Potential_of_Games_in_the_Field_of_Urban_Planning.
En 1879, una delegación de funcionarios de Detroit tomó un barco a vapor y cruzó el lago Erie hacia Cleveland; allí, examinó el primer alumbrado eléctrico de la nación. Tres semanas antes, el inventor e ingeniero Charles Brush había encendido el interruptor de una decena de “lámparas de arco” en una plaza pública. “La mayoría de las personas quedaron deslumbradas”, informó el diario Plain Dealer de Cleveland, “tanto por la novedad como por el fulgor de la escena”.
Detroit enseguida adoptó la nueva tecnología de iluminación, al igual que otras ciudades importantes, como San Francisco y Boston. En otros lugares, como la propia Cleveland de Brush, los dirigentes debatían si debían cambiar las lámparas de gas (y seguían discutiendo este punto unos años más tarde, cuando Brush contrató a John C. Lincoln, colega inventor de Cleveland, para que trabajara en su empresa; este último terminó por fundar Lincoln Electric Company y la Fundación Lincoln, que evolucionó hasta convertirse en el Instituto Lincoln de Políticas de Suelo).
Con el tiempo, por supuesto, el alumbrado eléctrico se expandió por doquier. Durante el s. XX, la tecnología de alumbrado evolucionó de forma gradual: las varillas de carbono en las lámparas de Brush dieron paso a los focos incandescentes de Thomas Edison, y luego a los focos de mercurio y sodio. Más o menos en la última década, esa evolución se aceleró radicalmente, gracias a dos desarrollos. El primero es el surgimiento de los diodos fotoemisores (LED, por su sigla en inglés), que ofrecen importantes ahorros en energía. El segundo es el estallido más reciente de interés por equipar al alumbrado con tecnologías de “ciudad inteligente” que van mucho más allá de la iluminación: piense en cualquier cosa, desde cámaras de seguridad hasta puntos de acceso a wifi.
Todo esto enfatiza, a la vez que complica, la función del alumbrado en la planificación y el uso del suelo, que se suele ignorar. “El sistema de alumbrado público respalda la seguridad del tránsito y de los peatones, y sirve para que la gente se sienta segura en las ciudades que pueden tener mucha delincuencia”, dice Beau Taylor, director ejecutivo de la Autoridad de Alumbrado Público de Detroit (PLA, por su sigla en inglés).
Más de un siglo después de instalar esas innovadoras lámparas de arco, básicamente, Detroit se vio obligada a volver a asumir la vanguardia de la iluminación. Hacia 2014, cerca del 40 por ciento o más de las 88.000 lámparas de sodio habían dejado de funcionar en algún momento. La infraestructura lumínica de la ciudad, que ocupa 360 kilómetros cuadrados, se había diseñado para una ciudad próspera de 2 millones de habitantes en el s. XX. Esto se tornó imposible de mantener.
Un bono de US$ 185 millones financió 65.000 lámparas LED nuevas; así, Detroit fue la primera ciudad grande de los Estados Unidos en pasarse a las LED. El objetivo de esta renovación no fue simplemente cambiar focos. Las luces de LED son diferentes: un foco de sodio produce luz que disminuye gradualmente, mientras que las LED producen un haz más directo que es dos veces más brillante, y la población de Detroit disminuyó, por lo que los planificadores tuvieron que instalar postes nuevos con una configuración actualizada.
Hoy, el organismo dice que los costos energéticos asociados a las nuevas luces son alrededor de la mitad de lo que habrían sido con luces convencionales. Y un análisis de Detroit Greenways Coalition, un grupo de políticas e interés, indicó que “los accidentes fatales con peatones en zonas oscuras y sin iluminación disminuyeron drásticamente, de 24 en 2014 a apenas uno en 2017”, y concluyó que las nuevas luces eran el motivo principal de esto.
Estos son resultados importantes. Pero podría venir más: las nuevas farolas de Detroit están equipadas con dispositivos que se pueden modernizar para cumplir varias funciones “inteligentes”. Y esto nos lleva a la revolución tecnológica que se adjuntó al humilde alumbrado del pasado.
“Cuando usamos la palabra ‘inteligente’, quiere decir conectado”, dice Dominique Bonte, vicepresidente de la consultora ABI Research, cuyo pronóstico es que el mercado de alumbrado inteligente crecerá un 31 por ciento entre 2018 y 2026. Las luces que están conectadas por red, ya sea wifi o cable de fibra óptica, se pueden controlar o monitorear de forma remota. Estas conexiones también abren nuevas posibilidades, en particular debido a que en los próximos años se lanzará la tecnología de red celular más robusta conocida como 5G. “En el futuro, las farolas se pueden convertir más bien en centros o plataformas”, añade Bonte.
Austin Ashe, gerente general de ciudades inteligentes en Current, subsidiaria de GE, explicó a la publicación del área de ingeniería IEEE Spectrum que las farolas son ideales para cumplir esta función: “Tienen electricidad, están por todas partes y tienen la elevación perfecta: son altas como para cubrir un radio razonable, pero no tanto, para poder captar muchos datos importantes”.
Esta noción ya cautivó la imaginación de varias ciudades en todo el mundo: si las farolas ya están en cada cuadra, ¿por qué no pensar qué más pueden hacer?
Un estudio que llevó a cabo la empresa de investigación IoT Analytics estima que, en los próximos cinco años, la cantidad total de farolas conectadas en América del Norte llegará a los 14,4 millones, e indica que Miami es la ciudad con el despliegue más extenso de farolas conectadas con LED: casi 500.000. En los Ángeles, hay 165.000 farolas en red diseñadas para funcionar como una especie de espina dorsal en el desarrollo de otras tecnologías, como sensores detectores de sonidos que identifican disparos y otros ruidos. San Diego probó farolas equipadas con tecnología de vigilancia auditiva y visual, además de sensores que verifican la temperatura y la humedad. En Kansas City, una nueva línea céntrica de tranvía de 3,5 kilómetros tiene esparcidos puestos de wifi, sensores de tráfico y alumbrado de LED con cámaras de seguridad anexadas, y todo está vinculado con cable de fibra óptica. Y Cleveland se está lanzando a una labor por US$ 35 millones para reemplazar 61.000 dispositivos por farolas de LED inteligentes que admiten cámaras. En París, Madrid, Yakarta y otras ciudades de todo el mundo se están realizando labores similares.
Pero a medida que avanzan estos experimentos, empiezan a surgir inquietudes. La Unión Americana para las Libertades Civiles (ACLU) y otros organismos discrepan con la idea de que el alumbrado que admite cámaras observe todos los movimientos de las personas, y exigen que el gobierno supervise para garantizar que las “ciudades inteligentes” no se conviertan en “ciudades de vigilancia”. Mientras el entusiasmo municipal por las nuevas tecnologías deja rezagada a la normativa, algunos dirigentes sugieren precaución: “La tecnología avanza a un paso acelerado”, dijo un miembro del ayuntamiento de San Diego a Los Angeles Times. “Como funcionarios electos, no solo debemos seguir el ritmo de los crecientes desarrollos, sino también garantizar que se protejan los derechos y las libertades civiles de los residentes”.
Y luego están los factores económicos de todo esto. El alumbrado puede consumir hasta el 40 por ciento de las facturas de electricidad municipales, según indica el Departamento de Energía de EE.UU.; por lo tanto, las actualizaciones básicas de eficiencia suelen compensarse con el tiempo. Pero Bonte, de ABI, destaca que el rendimiento de las inversiones en proyectos más elaborados no siempre es claro, y pueden pasar décadas hasta que los beneficios se hagan realidad.
Con vistas al futuro, Taylor, de la PLA de Detroit, dice que su organismo está haciendo un seguimiento de los experimentos en curso en otras ciudades y participa en labores por descifrar qué productos o servicios inteligentes podrían beneficiar a la gente de Detroit de verdad. Si, por ejemplo, la ciudad decide agregar más wifi público en parques u otros espacios, readaptar el alumbrado es una opción. Pero eso está en el futuro. “La tecnología de ciudad inteligente es más bien un efecto multiplicador para un sistema de alumbrado público”, dice. “Nuestro enfoque principal fue volver a encender las luces”.
Incluso ese enfoque, cauteloso en comparación, tuvo sus riesgos: en un desarrollo frustrante, la PLA descubrió que las luces suministradas por un proveedor se están quemando mucho más rápido de lo que deberían. Ahora la ciudad debe cambiarlas, con un costo de alrededor de US$ 9 millones, y demandó al proveedor.
Con razón Taylor parece contento de esperar y observar mientras los demás experimentan. Dado el ritmo de la tecnología, lo último que una ciudad quiere es tener que ajustar su sistema “inteligente” dentro de diez años. “No se trata de que todo quede hecho por adelantado”, dice. “Se trata de mantenernos abiertos a las opciones”.
Rob Walker es periodista; escribe sobre diseño, tecnología y otros temas. Su libro The Art of Noticing (El arte de darse cuenta) se publicó en mayo de 2019.
Fotografía: La nueva generación de alumbrado puede hacer de todo, desde verificar el clima hasta escuchar disparos. Muchos funcionarios de la ciudad lo consideran una bendición, pero algunas organizaciones de derechos civiles exigen normativas más estrictas. Crédito: Coolfire Solutions.
Cities around the world are hard at work on traffic congestion. Boston is designing streets for a mix of bikes, pedestrians, buses, scooters, and cars, and creating special drop-off zones for Uber and Lyft in high-volume areas, such as around Fenway Park. But the task is about to get more complex, with the advent of driverless vehicles, delivery robots, and AI-enabled trackless trams—all of which will require a more wholesale physical transformation of the cityscape.
With shared autonomous mobility, travel lanes can be narrower, because vehicles can essentially tailgate each other. There will also almost certainly be less need for parking in downtowns, as self-driving cars will pick up and drop off and head to the next ride. Intersections will be reconfigured as traffic signals are guided by artificial intelligence.
It’s a big task with a lot of complexity—and no little uncertainty about what, exactly, will be needed in the years ahead. That’s where the emerging practice of scenario planning comes in, says Heather Hannon, who manages the scenario planning initiative at the Lincoln Institute. In this cutting-edge approach to urban planning, communities or regions construct and analyze multiple versions of the future, leaving ample room to change course as unexpected wrinkles arise.
In the past, cities have approached challenges in a more linear fashion. The solution to more cars and trucks, for example, might be a new freeway. Scenario planning allows for much more flexibility, as conditions warrant—without relying on interventions that are hard to alter. The approach also benefits from robust public participation in the planning process, Hannon says. Community input is critical to judge the merits of any major infrastructure scheme.
Scenario planning is being used not only in the design of future streetscapes, but in many other areas as well—importantly, in planning for climate change, where unknowns and uncertainty abound.
The Consortium for Scenario Planning offers a community of practice for planners, community leaders, and stakeholders of all kinds, including access to technical assistance, educational resources, and a network of fellow innovators. It recently held its annual conference in Hartford, Connecticut, and will hold a workshop in Vancouver, British Columbia.
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Learn More
We’re Redesigning Our Streetscape – but What If We’re Getting It All Wrong? (The Boston Globe)
Driverless Ed (Land Lines)
Scenario Planning: Embracing Uncertainty to Make Better Decisions (Policy Brief)
Thinking About the Unthinkable (TED Talk)
Photograph Credit: iStock / Getty Images Plus – JIRAROJ PRADITCHAROENKUL
Born and raised in the working-class Boston neighborhood of Dorchester, Martin J. Walsh is serving his second term as Boston’s 54th mayor, focusing on schools, affordable housing, and immigration, among many other issues. He has also become an international leader in confronting climate change and building resilience, hosting a major climate summit in 2018 and forming a coalition of mayors committed to working on renewable energy and other strategies. He has pledged to make Boston carbon-neutral by 2050, and has led Imagine Boston 2030, the first citywide comprehensive plan in half a century, as well as the Resilient Boston Harbor initiative. He made time to speak with Senior Fellow Anthony Flint to reflect on being mayor in the midst of the unfolding climate crisis.
Anthony Flint: You have been one of the most active mayors in the nation on the pressing issue of climate change. Tell us about your recent efforts to coordinate action—and how you feel about all this work being done at the local level in the absence of a federal initiative?
Marty Walsh: We hosted our first climate summit, and we’ve been working with mayors across America. I was elected as the North American co-chair for C40 prior to President Trump pulling out of the Paris climate accord. We’ve been working with Mayor [Eric] Garcetti in Los Angeles and other mayors to make sure that cities recommitted themselves to the Paris climate agreement. This is such an important issue for the country and for Boston, and it’s so important to have engagement and leadership. It’s unfortunate that we haven’t had a [federal] partner in the last few years. But we’re going to continue to take on the challenges and continue to think about the next generation. What I’m hoping is that ultimately we will have a federal partner, and [when that time comes] we won’t be starting at zero.
AF: Turning first to mitigation: what are the most important ways that cities can help reduce carbon emissions? Should cities require the retrofitting of older buildings, for example, to make them more energy efficient?
MW: We have a program called Renew Boston Trust, identifying energy savings in city-owned buildings. It’s important to be sure we start in our own backyard. We have 14 buildings underway for retrofits—libraries, community centers, police and fire stations. Secondly, we’re looking at electrifying some of our vehicles. The third piece is looking at retrofitting and new construction, making sure all new construction is built to higher performance standards with fewer carbon emissions. Ultimately, as we think about reducing carbon emissions, we are looking at 85,000 buildings in our city . . . if we want to hit net zero carbon by 2050, we’ll have to retrofit those buildings, large and small. Then there’s transportation—getting our transportation system to be cleaner and greener. Even if we had a strong national policy, it’s ultimately the cities that will have to carry out the reductions.
AF: Even if we stopped all carbon emissions tomorrow, the planet will still have to manage significant sea level rise, flooding, volatile weather, wildfires, and more, because of inexorably rising temperatures. What are the most promising efforts here and around the country in building resilience?
MW: For Boston and East Coast cities and oceanfront property, our Resilient Boston Harbor plan lays out some good strategies. We have 47 miles of shoreline, and rivers that run through and border our city. We’ve looked at [the 2012 Atlantic hurricane] Superstorm Sandy and at what happened in Houston [due to Hurricane Harvey in 2017], in terms of protecting people in major flooding events. We have one big plan for the harbor, but there are other neighborhoods where we have to make sure we’re prepared. We’re doing planning studies in all of these areas [under the Climate Ready Boston initiative] to deal with sea-level rise. They eventually become one environmental plan.
It is a public safety matter. It’s about quality of life and the future of our city. In the past, mayors have focused on economic development and transportation and education. Today, climate change, resilience, and preparedness are part of the conversation in ways they weren’t 25 years ago.
AF: At the Lincoln Institute, we’re big believers in working with nature through blue and green infrastructure—and coming up with new ways to pay for it. Are you also a fan of this approach, which the Dutch and others have developed?
MW: Resilient Boston Harbor is really a green infrastructure plan. One project that speaks to that is Martin’s Park, named for Martin Richard [the youngest victim of the 2013 Boston Marathon bombing]. We raised parts of the park to prevent flood pathways, and installed mini piles and vegetated beds reinforced with stone to prevent erosion at higher tides. We’re looking at doing something like that throughout the inner harbor. We’re spending $2 million at Joe Moakley Park, which is the start of major flood pathways to several neighborhoods . . . we’re trying to cut back on as much flood-related property damage and disruption of people’s lives as possible. Berms and other barriers can help keep the water out . . . but there are opportunities to let the water through and not let it build up, in a major storm event.
AF: In addition to new taxes that have been proposed, would you support a value capture arrangement where the private sector contributes more to these kinds of massive public investments?
MW: On top of private investment—which we’re going to need more of—we are working with philanthropic organizations, to see if some philanthropic dollars can go into these kinds of projects. In our budget this year, we’re dedicating 10 percent in capital budget to resilience. We’re also looking at taking some dedicated revenue and putting it into resilience. For example, we raised fines and penalties for parking violations. That will go right back into transportation and resilience, including things like raising streets up. That’s a start. Over time, we’ll dedicate more of our budget to this. At some point hopefully, the federal government will invest. Right now, they are paying millions and millions for disaster relief. Rather than coming in after an event and a tragedy happens, I would hope that they will want to make investments on the front end.
AF: Given projections that large swaths of Boston will be underwater later this century, can you reflect on a personal level about this threat to the city you currently lead? How would you inspire more urgency to address this problem?
MW: That’s our job. Our job is to govern in the present day, and manage all the day-to-day operations, but our job is also to lay down the foundation of what our city looks like in the future. The infrastructure that we build out will be here for the next 50 to 60 years. The Resilient Boston Harbor plan is [designed] to deal with sea-level rise 40 or 50 years from now. We’re building all of that with the expectation of preserving and protecting the residents of the city. I would hope that when I’m not here as mayor anymore, the next mayor will come in and will want to invest as well. This is the legacy of the city—I wouldn’t say it’s necessarily my legacy—to look back years from now, for residents to look back and be grateful for the investments and the time that leaders took in 2017 and 2018 and 2019.
I don’t think as a country we’re where we need to be. The Dutch and other European countries are farther ahead. So we’re playing catch-up. We’re not waiting for the next generation to try to solve this problem.
Photographs in order of appearance
Boston Mayor Marty Walsh speaks at the annual Mayor’s Greenovate Awards, which recognize climate and sustainability leaders in the community. Credit: John Wilcox, courtesy of City of Boston Mayor’s Office.
Mayor Walsh addresses a crowd of protesters at City Hall during the September 2019 youth climate strike. Credit: Jeremiah Robinson, courtesy of City of Boston Mayor’s Office.