A pesar de que la espera, Frances Acuña filtra mi llamada. “Me llaman muchas personas que quieren comprar mi casa”, explica cuando me devuelve la llamada. “A veces recibo cinco cartas por correo y hasta 10 llamadas”.
El barrio Dove Springs en el sureste de Austin, Texas, donde Acuña lleva 25 años viviendo, se encuentra a 15 minutos del centro y en el límite de la última ola de aburguesamiento. Hace una década, dice, aquellos que no eran locales no querían involucrarse con la comunidad trabajadora de las casas de campo modestas: “Para ellos era una especie de gueto”.
En 2013, el arroyo Onion Creek desbordó, tras recibir casi 255 milímetros de lluvia en un solo día, e inundó las calles. Murieron cinco habitantes y se inundaron más de 500 viviendas. Dos años más tarde, se produjo otra inundación histórica. La ciudad de Austin, que ya había comenzado a comprar y demoler las viviendas de esta área baja con la ayuda de préstamos federales, aceleró sus esfuerzos y logró adquirir y demoler más de 800 casas.
Las propiedades adquiridas mediante programas de compra de viviendas financiados por la Agencia Federal para el Manejo de Emergencias (FEMA, por su sigla en inglés) deben permanecer “abiertas a perpetuidad”, para permitir que se inunden de manera segura en el futuro. En este caso, la ciudad transformó cientos de hectáreas de suelo abandonadas cerca de Dove Springs en un parque. Ahora, la zona cuenta con instalaciones atractivas: un área de recreación, un parque para perros, senderos y áreas con sombra para relajarse. Estas mejoras urbanas, impulsadas explícitamente por políticas de adaptación climáticas, hicieron que el área sea incluso más atractiva para los nuevos habitantes recién llegados (con un promedio de 180 recién llegados por día en 2020, Austin se encuentra entre las áreas metropolitanas de crecimiento más rápido del país).
Sin embargo, para Acuña el parque es un recordatorio doloroso de los vecinos que sufrieron pérdidas y de que incluso los esfuerzos bienintencionados de poner a salvo a las personas pueden causar daño. “Para mí no es un lugar alegre”, dice Acuña. “Quizás [los recién llegados] no lo saben porque solo ven un espacio verde”.
A medida que aumenta la magnitud de las inundaciones, los incendios, los huracanes y otras catástrofes naturales por el cambio climático, los expertos del Consejo para la Defensa de Recursos Naturales (NRDC, por su sigla en inglés) de la Oficina de Responsabilidad Gubernamental de los EE.UU. recomiendan enfáticamente que las municipalidades retiren las viviendas y la infraestructura de las zonas propensas a riesgos, a fin de ahorrar dinero y salvar vidas. Pero ¿cómo puede producirse la reubicación por el clima de forma que evite el aburguesamiento y el desplazamiento, honre la cultura y la historia de los habitantes originales, fomente el cambio de la planificación reactiva a la proactiva y garantice que aquellos que deben reubicarse puedan encontrar lugares seguros y asequibles para vivir?
Estas son las preguntas que Acuña y una creciente red de dirigentes, planificadores, investigadores, funcionarios de agencias y gestores de políticas locales buscan responder como parte de Climigration Network.
Fundada en 2016 por el Consensus Building Institute, Climigration Network busca posicionarse como la fuente central de información y apoyo para las comunidades de los EE.UU. que deben reubicarse o que lo están considerando debido a los riesgos climáticos. Más del 40 por ciento de los habitantes de los EE.UU., alrededor de 132 millones de personas, viven en un condado que padeció alguna condición climática extrema en 2021 (Kaplan y Tran, 2022). El crecimiento poblacional en las áreas propensas a incendios forestales se duplicó entre 1990 y 2010, y continúa creciendo. La FEMA dice que hay 13 millones de estadounidenses viviendo en zonas inundables para un período de retorno de 100 años (uno por ciento de probabilidad anual), mientras que al menos un estudio destacado indica que son 41 millones (Wing et al., 2018).
Las Naciones Unidas, el Banco Mundial y los académicos admiten que la mayoría de las migraciones climáticas se producen dentro de los límites nacionales, no hacia afuera. Pero en los Estados Unidos, la conversación sobre los sistemas necesarios para apoyar la migración climática fluye lentamente, incluso a pesar de que el cambio climático redobla su impacto en las riberas, las costas y otras regiones vulnerables. Un informe publicado el año pasado por la Casa Blanca sobre el tema marcó, según su propio cálculo, “la primera vez que el gobierno de los EE.UU. informa oficialmente la relación entre el cambio climático y la migración” (Casa Blanca 2021).
En la actualidad, la mayoría de las reubicaciones relacionadas con el clima en los Estados Unidos se producen del mismo modo que sucedió en Dove Springs. Luego de una catástrofe natural, se envía dinero federal para la recuperación, por lo general mediante la FEMA o el Departamento de Vivienda y Desarrollo Urbano de los Estados Unidos, a los estados y las municipalidades para comprar las viviendas dañadas. Los propietarios particulares le venden sus viviendas al gobierno al valor del mercado previo a la catástrofe natural y se mudan a otro sitio. Según el NRDC, la FEMA financió más de 40.000 compras en 49 estados desde la década de 1980.
Sin embargo, a pesar de los programas federales de compra establecidos hace décadas, no existe un conjunto de buenas prácticas o estándares oficiales. El tiempo promedio de compra es de cinco años. Mientras tanto, los costos de los arreglos y las viviendas temporales se acumulan. La orientación para los propietarios sobre cómo transitar el proceso de compra es confusa o casi inexistente, y las políticas y el financiamiento de la reubicación se centran en los casos particulares, no en los barrios o las comunidades que quieren permanecer juntas.
A nivel local, las comunidades que evalúan la reubicación se enfrentan a varias barreras sociales y financieras. Las municipalidades no suelen fomentar la reubicación porque no quieren perder a la población ni la renta de los impuestos. Los habitantes, en especial aquellos que se enfrentan a una crisis, no suelen tener la capacidad y los recursos para encontrar un nuevo lugar seguro donde vivir, incluso aunque estén dispuestos a trasladarse.
A pesar de esos obstáculos, algunos pueblos pequeños diseñaron barrios nuevos e incluso pueblos nuevos a los que trasladarse. En la década de 1970, un par de pueblos del centro de los EE.UU. (Niobrara, Nebraska y Soldiers Grove, Wisonsin) iniciaron algunos de los primeros proyectos de reubicación de comunidades. En la década de 1990, Pattonsburg, Missouri y Valmeyer, Illinois, entre otros, se reubicaron a tierras más altas tras la Gran Inundación de 1993 sobre el río Misisipi. A medida que aumenta el impacto climático, los pueblos y los barrios, desde Carolina del Norte y del Sur hasta Alaska, desarrollan planes similares. Sin embargo, es poco frecuente que se compartan los conocimientos o que haya una coordinación que podría ayudar a las comunidades a ajustar o incluso rediseñar el proceso.
Climigration Network, en conjunto con el Instituto Lincoln y otros, conecta las comunidades afectadas por el clima entre sí y con profesionales que pueden ayudar. Una de las preocupaciones iniciales era cómo presentar el concepto de “retirada controlada” como opción de adaptación para las comunidades que se enfrentan a un riesgo importante. El término, pensado para referirse a movimientos estratégicos hacia fuera de las áreas propensas a catástrofes naturales, se volvió común en los debates sobre políticas que se produjeron tras huracanes y grandes inundaciones en la década pasada. ¿La ciudad de Nueva York debería analizar una retirada controlada de su costa, en lugar de invertir en paredes costosas y posiblemente ineficaces, tras el huracán Sandy? ¿Debería hacerlo Houston tras el huracán Harvey? Los gestores de políticas, los planificadores y los investigadores debatieron estas preguntas en profundidad, muchas veces sin la participación de las comunidades afectadas, que consideraron el término y el concepto alienantes.
Cuando Climigration Network comenzó su trabajo, en seguida quedó en evidencia que se necesitaba un tipo diferente de conversación, dice la directora Kristin Marcell. Con financiamiento de la fundación Doris Duke Charitable Foundation, la red creó un equipo creativo liderado por personas de color y originarios de pueblos indígenas; los miembros del equipo provienen de comunidades afectadas por la crisis climática. El equipo, dirigido por Scott Shigeoka y Mychal Estrada, propuso rediseñar el debate sobre el problema actual que enfrentan los pueblos y los barrios que deberían reubicarse.
Los dirigentes del proyecto invitaron a más de 40 dirigentes de primera línea para que compartan sus experiencias tras una catástrofe natural, y la red los compensó por ese trabajo. El resultado fue un conjunto de datos sobre el mundo real que ahora están recopilados en una guía sobre la reubicación climática.
Una conclusión clara es que, cuando se trata de la “retirada controlada”, hay más cuestiones involucradas que solo la mala publicidad. Los dirigentes de las comunidades les explicaron a los investigadores que la palabra “controlada” resuena a paternalismo y programas gubernamentales jerárquicos. En las comunidades de color, trae recuerdos no muy lejanos del desplazamiento forzoso: el comercio de esclavos, el Sendero de las Lágrimas, los campos de reclusión y prácticas discriminatorias. El concepto de “retirada” dejó muchas preguntas sin responder.
“Crea una idea negativa de que las personas están huyendo de algo, en lugar de trabajar para lograr un objetivo”, escribieron los investigadores en la guía. “La palabra comunica qué se debería hacer, pero no adónde ir o cómo hacerlo” (Climigration Network 2021).
Ahora, Climigration Network aprovecha esa información en conversaciones con tres organizaciones comunitarias en el medio oeste, la costa del golfo de los EE.UU. y el Caribe que apoyan a los habitantes locales que analizan estrategias de adaptación, incluida la reubicación. Entre los socios que participan en estas conversaciones, se encuentran Anthropocene Alliance, una coalición de sobrevivientes de inundaciones y otras catástrofe naturales en los Estados Unidos, y Buy-In Community Planning, una organización sin fines de lucro que busca mejorar los procesos de compra de viviendas.
Los miembros de Climigration Network comenzaron a usar alternativas más inspiradoras a “retirada controlada”, incluidas “reubicación organizada por la comunidad” y “reubicación con apoyo”. Pero el objetivo no es encontrar un solo término nuevo o crear un plan estructurado que pueda adoptarse de forma universal. Como dice Marcell, puede ser “muy ofensivo” cuando personas externas se acercan a las comunidades con solo modelos y plantillas.
“No podemos ganarnos la confianza de una comunidad si no se empieza con una conversación abierta sobre cómo abordar el problema, porque [cada] contexto es único”, dice.
En cambio, la red busca cocrear con cada una de las organizaciones un método para identificar las necesidades y los objetivos específicos de cada lugar. Eso implica identificar y entrevistar a personas influyentes de la comunidad y, con la ayuda de Buy-In Community Planning, desarrollar preguntas para una encuesta puerta a puerta.
“Hay todavía mucho trabajo por hacer en la interacción y orientación individual con las personas que están en las peores situaciones del cambio climático”, dice Osamu Kumasaka de Buy-In Community Planning. Llegó a esta conclusión mientras trabajaba como mediador en el Consensus Building Institute en Piermont, Nueva York, en 2017. El pueblo ubicado sobre el río Hudson sufría el comienzo de lo que sería una inundación crónica: agua en los sótanos, patios traseros inundados, habitantes chapoteando en las calles de camino al trabajo. Piermont, un pueblo pequeño y rico con su propio comité de resiliencia ante inundaciones y acceso a datos de primer nivel sobre el riesgo de inundaciones, se vio invadido por la incertidumbre en cuanto a cómo proseguir.
“Nos costó definir cómo incluir todo el trabajo que debía hacerse con estos propietarios en reuniones públicas”, dice Kumasaka. Cada hogar tenía factores muy específicos que influenciaban la decisión de quedarse o irse: personas mayores con necesidades especiales, hijos a punto de terminar la secundaria, planes de jubilarse. Según Kumasaka, organizar encuestas, pequeños debates y evaluaciones de riesgos personalizadas fue un enfoque más eficaz para ayudar a la comunidad a entender mejor dónde estaba parada y cuáles eran sus objetivos.
En resumen, se espera que este tipo de trabajo ayude a determinar una estrategia comunitaria, desde identificar la tolerancia a riesgos hasta enviar una solicitud a un programa de compra. La red y sus socios esperan que este enfoque altamente personalizable ayude a las comunidades a superar las dificultades que otros ignoran.
Tal como hizo Climigration Network cuando recopiló información de los dirigentes de primera línea para su guía, Buy-In Community Planning compensa a los miembros de las tres organizaciones comunitarias por su tiempo y la información que brindan. Un elemento clave del proceso es ayudar a invertir una dinámica en la que las personas externas realizan una investigación general y brindan experiencia a una de colaboración real en la que se les paga a los habitantes locales y a los profesionales para lograr un objetivo en común.
La reubicación es un tema espinoso en las comunidades de ingresos bajos y mayoritariamente de color porque, históricamente, los habitantes no recibieron la misma protección contra las inundaciones que aquellos en áreas de mayores ingresos. En debates sobre la compra de viviendas, como indica Kumasaka, suele haber una “sensación de que no es justo pasar directamente a la reubicación”.
Es un argumento válido y representa un círculo vicioso. En 2020, el Consejo Asesor Nacional (NAC, por su sigla en inglés) de la FEMA respaldó los resultados de una investigación en la que se indicaba que “cuanto más dinero de la Agencia Federal para el Manejo de Emergencias recibe un condado, más aumenta la riqueza de los blancos y más disminuye la de las personas de color; lo demás se mantiene igual”. Dado que el financiamiento suele destinarse a las comunidades más grandes y mejor posicionadas para igualar y aceptar esos recursos, “las comunidades con menos recursos e ingresos no pueden acceder al financiamiento adecuado que les permitiría prepararse para una catástrofe natural, lo que desemboca en una respuesta y recuperación insuficientes, y pocas oportunidades de migrar. Durante todo el ciclo de catástrofes naturales, las comunidades que no recibieron apoyo no cuentan con recursos suficientes, por lo que sufren innecesaria e injustamente” (NAC de la FEMA, 2020).
El concepto de reubicación voluntaria está plagado de tensión, y los tres socios comunitarios de Climigration Network prefirieron que no se los entreviste ni identifique en este artículo. Hay mucho en juego a medida que la crisis internacional se hace presente a nivel local, y la participación dedicada puede hacer la diferencia entre mantener unida a una comunidad o no.
Con su enfoque en la opinión de la comunidad, un proyecto como este podría marcar un cambio radical en cómo los Estados Unidos abordan la migración climática, dice Harriet Festing, directora ejecutiva de Anthropocene Alliance. Festing, que ayudó a Climigration Network aestablecer relaciones con las tres organizaciones comunitarias que forman parte de la red de Anthropocene Alliance, destaca el tema que surge de este trabajo: “En realidad, las únicas personas que pueden cambiar la conversación [son] las víctimas del cambio climático”.
En Austin, Texas, Frances Acuña trabaja como organizadora en Go Austin/Vamos Austin (GAVA), una coalición de habitantes y dirigentes comunitarios que buscan apoyar una vida saludable y estabilidad barrial en Eastern Crescent, que incluye Dove Springs, en Austin. Una de sus funciones es ayudar a los vecinos a prepararse mejor para las catástrofes naturales de a poco, por ejemplo, mediante la contratación de un seguro contra inundaciones, charlas con los agentes de las aseguradoras y conocimiento de las rutas de evacuación. Juntó las pertenencias empapadas de los propietarios desplazados por las inundaciones, invitó a funcionarios de la ciudad a reunirse con los residentes locales en su sala de estar y analizó situaciones de emergencia, como cuando una pareja mayor que tuvo que evacuar tras una inundación se encontró con tres perros, dos gatos y sin lugar adonde ir.
“Solían gustarme las tormentas con rayos, relámpagos y lluvia torrencial. Era como ver a Dios”, dice Acuña. Sin embargo, admite que ahora mira nerviosamente por la ventana al poco tiempo de que empieza una tormenta.
El programa de compra de Austin en su área brinda ayuda de reubicación a los propietarios, que tuvieron la oportunidad de rechazar u oponerse a las ofertas de compra que recibieron. Muchos no querían marcharse y protestaron sin éxito para que la ciudad implemente soluciones, como un muro de contención contra inundaciones o la limpieza del canal.
A pesar de las inundaciones cercanas y las llamadas y cartas que recibe de agentes y emprendedores inmobiliarios, Acuña no planea abandonar su vivienda en el futuro inmediato. Dice que participar en conversaciones de Climigration Network con otros dirigentes locales que guían a sus comunidades en inundaciones, incendios y sequías la ayudó mucho: “Al menos para mí, fue un proceso muy terapéutico”.
Además de la guía, la información que brindaron esos dirigentes de primera línea (provenientes de 10 comunidades de color y latinas de bajos recursos desde Misisipi hasta Nebraska y Washington) derivó en una declaración que reconoce “la gran migración climática de los Estados Unidos” y que exige la creación de una agencia de migración climática que “ayude a planificar, facilite y apoye la migración en los Estados Unidos”.
Muchas de las sugerencias del grupo, la mayoría de las cuales apuntan directamente a funcionarios gubernamentales, pueden ponerse en práctica de manera fácil, casi automática: brindar información clara. Se debe optimizar el proceso de compra de viviendas de la FEMA a fin de que los propietarios no tengan que esperar cinco años para recibir el dinero. Se deben reducir los requisitos para el otorgamiento local de préstamos federales en las comunidades pequeñas y con pocos recursos.
Otra recomendación es abordar el contexto más amplio de la desigualdad racial y aceptar que se demostró que los programas de la FEMA benefician más a los propietarios ricos.
“Aquí la gente vive en tiendas de campaña”, dice un testigo en la declaración. “Miles aún no tienen vivienda desde las tormentas. Me frustra porque sé que el gobierno tiene el dinero y la capacidad de ayudarnos. La única razón por la que no podemos recibir los servicios que necesitamos es el código postal”.
Esta declaración presiona a las autoridades para que apoyen los planes que les permiten a las comunidades unidas reubicarse juntas, en lugar de separar a los propietarios.
Es una opción que Terri Straka de Carolina del Sur apreciaría. Como Acuña, es una dirigente activa en su comunidad que participó en conversaciones de Climigration Network y se unió al pedido de una oficina de migración climática nueva. Vive en Rosewood Estates, un barrio de trabajadores en Socastee, Carolina del Sur, sobre el Canal Intracostero del Atlántico, a las afueras de Myrtle Beach, desde hace casi 30 años. Durante mucho tiempo, las inundaciones no fueron un problema, pero eso cambió recientemente: en 2016, el condado de Straka se vio afectado por al menos 10 huracanes y tormentas tropicales. Los pagos nacionales promedio de los seguros contra inundaciones en esa zona quintuplicaron su valor en menos de una década, desde un poco menos de US$ 14.000 hasta US$ 70.000. En la inundación más reciente, la casa de campo de 120 metros cuadrados de Straka recibió 1,2 metros de agua que tardó dos semanas en desagotarse.
“No es fabulosa, pero es mi hogar”, dice Straka. “Crie a todos mis hijos aquí. Conozco a todos”. Sus padres viven en el barrio. Los adolescentes locales aprovechan las calles para aprender a conducir. “Vi a tantos niños crecer”.
Hoy en día, dice, “me llaman Terri Jean, la reina de Rosewood”. Es un nombre que se ganó tras las inundaciones del barrio, ya que representó a sus vecinos en visitas a las oficinas de vivienda del condado y la FEMA local, llamó por teléfono a funcionarios de recuperación estatales y organizó protestas en reuniones del consejo del condado. Muchos de los vecinos se habrían mudado después de las primeras inundaciones si hubiesen podido, dice Straka. Ella y otros presionaron para obtener un programa de compra, pero las ofertas con financiación federal eran muy bajas para cuando llegaron en 2021. Los miembros de la comunidad siguen presionando para obtener ofertas mejores. Muchos de sus vecinos proveen servicios en el pujante sector turístico de Myrtle Beach. Otros se jubilaron con un ingreso fijo. Muchos ya habían destinado dinero a las reparaciones de sus viviendas. Para otros, el dinero de la compra solo pagaría la hipoteca actual, por lo que no cubriría el monto necesario para comprar viviendas nuevas similares, y mucho menos el seguro contra inundaciones. “Si uno vive en las afueras de Myrtle Beach es porque, en primer lugar, no puede darse el lujo de vivir en Myrtle Beach”, dice Straka. “Incluso si tuviese la opción, si la compra fuese beneficiosa en términos económicos, ¿adónde iría? ¿Cómo lo haría?”.
Climigration Network y sus socios están abordando estas preguntas desde distintos ángulos. Las tres organizaciones comunitarias que trabajan con la red están encaminadas para realizar sus propias encuestas y usar los resultados, a fin de comenzar a desarrollar estrategias locales este verano. La red espera crear un pequeño programa de subsidios que podría financiar esfuerzos similares en otras comunidades. Mientras tanto, los miembros formaron seis grupos de trabajo con expertos técnicos y dirigentes de la comunidad, con el objetivo de enfocarse en áreas diversas, desde políticas e investigación hasta la creación de historias y comunicados. Se reúnen periódicamente para debatir cómo identificar y abordar los desafíos a los que se enfrentan las comunidades. En conjunto, estos esfuerzos son un intento de sentar las bases para un nuevo panorama de adaptación al clima.
“No todos están haciendo el esfuerzo para construir un sistema que ayude a 13 millones de personas a mudarse en los próximos 50 años”, dice Kelly Leilani Main, directora ejecutiva de Buy-In Community Planning, presidenta del grupo Ecosistemas y Personas de Climigration Network y miembro de su Consejo interino. “Vamos trabajando sobre la marcha”.
Según Main y otros miembros de la red, hacerlo requiere que se sigan forjando vínculos de trabajo de confianza con los habitantes. Como Acuña, Straka dice que compartir sus propias experiencias con otros en Climigration Network fue un primer paso fundamental. “Cuando teníamos reuniones, era completamente honesta”, dice Straka. “Me daban la capacidad de ser vulnerable porque lo soy”.
Agrega que el proceso completo estuvo muy lejos de sus experiencias chocándose contra paredes con funcionarios federales y estatales. Los funcionarios con los que trató “no lo entienden. Para ellos es trabajo. Van a la oficina y tienen que hacer estos proyectos”, dice ella. “Involucrarse a un nivel personal es lo que hará la gran diferencia. Eso es lo que necesitamos”.
Alexandra Tempus está escribiendo un libro sobre la gran migración climática de los Estados Unidos para St. Martin’s Press.
Imagen principal: Frances Acuña camina por el área de una cuenca de detención destinada a ayudar a proteger el barrio de Austin, Texas, en el que vive de las inundaciones. Crédito: Austin American-Statesman/USA TODAY Network.
Referencias
Climigration Network. 2021. Lead with Listening: A Guidebook for Community Conversations on Climate Migration. https://www.climigration.org/guidebook.
FEMA NAC. 2020. “National Advisory Council Report to the Administrator”. Noviembre. Washington, DC: Agencia Federal para el Manejo de Emergencias.
Kaplan, Sarah y Andrew Ba Tran. 2022. “More Than 40 Percent of Americans Live in Counties Hit by Climate Disasters in 2021”. The Washington Post. 5 de enero.
La Casa Blanca. 2021. “Report on the Impact of Climate Change on Migration”. Octubre. Washington, DC: La Casa Blanca.
Wing, Oliver E.J., y Paul D. Bates, Andrew M. Smith, Christopher C. Sampson, Kris A. Johnson, Joseph Fargione y Philip Morefield. 2018. “Estimates of Current and Future Flood Risk in the Conterminous United States”. Environmental Research Letters 13(3). Febrero.
DESDE QUE EL MUNDO NEGOCIÓ UN TRATADO SOBRE EL CAMBIO CLIMÁTICO POR PRIMERA VEZ en 1992, pasaron tres valiosas décadas y dejamos que el desafío climático se convirtiera en una crisis. La última evaluación del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC por su sigla en inglés), publicada esta primavera, dejó de lado el lenguaje moderado del cuerpo científico profesional para dejar en claro que la sociedad se enfrenta a una crisis urgente y que se debe pasar a la acción. Ese informe representa “una letanía de promesas climáticas que no se cumplieron”, dice el secretario general de la ONU, António Guterres. “Es un archivo de la vergüenza en el que se catalogan las promesas vacías que nos encaminaron a un mundo inhabitable”.
En la cumbre sobre el clima de la ONU del año pasado en Glasgow, los países del mundo duplicaron la reducción de emisiones que habían prometido para esta década, pero en realidad necesitamos quintuplicar esos objetivos. Tal como están las cosas en este momento, podemos emitir solo 300.000 millones de toneladas de dióxido de carbono (GtCO2) antes de que las temperaturas mundiales superen el 1,5 grado Celsius, identificado en el Acuerdo de París como el límite superior aceptable de calentamiento. Si los países no logran reducir las emisiones mucho más de lo que prometieron hasta el momento, el mundo superará esos 300.000 millones de toneladas durante esta década. Eso nos llevará a un caos muchísimo mayor que las tormentas, las sequías, los incendios y los desplazamientos sin precedentes que el mundo ya está viviendo.
Somos capaces de reducir significativamente las emisiones. Sabemos qué tecnologías de energía renovable y prácticas de eficiencia energética debemos implementar en forma generalizada, sabemos que proteger los ecosistemas y otras especies respalda nuestra propia capacidad para prosperar, y somos conscientes de las prácticas agrícolas insostenibles que consumen combustible fósil y de las dietas que hacen uso intensivo del suelo que debemos modificar.
El suelo es una figura prominente en muchas de las soluciones climáticas más prometedoras y, por lo tanto, es uno de los elementos centrales de muchas de las tensiones y concesiones que debemos hábilmente enfrentar. Se agota el tiempo y debemos encontrar una forma de evitar seguir avanzando a tientas, pisoteando las necesidades humanas y ecológicas fundamentales en un intento por llegar a las soluciones “ecológicas”. Administrar el suelo con sabiduría mientras nos enfrentamos a un clima cada vez más hostil será fundamental para garantizar un futuro en el que podamos vivir.
INCLUSO MIENTRAS SE VE CADA VEZ MÁS AFECTADO POR EL CLIMA CAMBIANTE, el suelo se enfrentará a exigencias crecientes y contrastantes de la sociedad, que busca soluciones climáticas y un santuario para protegerse de un clima cada vez más hostil. Analicemos los aspectos principales de este panorama lleno de conflictos.
El suelo será necesario para conservar las especies y los ecosistemas que se ven cada vez más amenazados por el peligro de extinción o el colapso generados por el cambio climático. Actualmente, la Tierra está transitando su sexta extinción en masa desde la explosión cámbrica hace 500 millones de años. Mientras escribe sobre el árbol evolutivo de la vida, Elizabeth Kolbert, una académica especializada en dichas extinciones, explica: “Durante una extinción en masa, se cortan muchas partes del árbol, como si lo podaran locos con hachas” (Kolbert 2014). Incluso como metáfora, quizás esta explicación se queda corta, ya que ahora hay topadoras, represas gigantes y otras formas menos racionales de apropiarnos directamente del suelo en los ecosistemas naturales. A medida que el cambio climático producido por los seres humanos se acelera, superará a la apropiación del suelo como impulsor principal de la extinción continua (WGII del IPCC 2022). En un informe de la Plataforma Intergubernamental Científico-normativa sobre Diversidad Biológica y Servicios de los Ecosistemas, se descubrió que hay más de un millón de especies en peligro de extinción, muchas de ellas en las próximas décadas (IPBES 2019).
Desde las montañas cubiertas de nieve donde nacen los ríos que fluyen todo el año, pasando por el suelo fértil en el que crecen nuestros alimentos, hasta los arrecifes de coral que permiten la pesca costera, conservar los ecosistemas naturales de los que depende la supervivencia humana dependerá, en definitiva, de nuestra habilidad para reducir y revertir la apropiación y la fragmentación del hábitat natural; todo esto mientras intentamos detener el cambio climático. Como un primer paso fundamental, casi 100 países que conforman la High Ambition Coalition for Nature and People propusieron un proyecto internacional 30×30 para proteger el 30 por ciento del suelo y los océanos del mundo para el 2030. Este esfuerzo ambicioso ayuda a detener la pérdida de biodiversidad y a preservar los ecosistemas. Además, fomenta la seguridad económica y la estabilidad climática. Al día de hoy, solo están protegidos el 15 por ciento del suelo y el siete por ciento de los océanos.
El suelo deberá reacomodar a las personas desplazadas por inundaciones, clima extremo y cambios climáticos que hacen que áreas actualmente pobladas se vuelvan inhabitables. Sabemos que el clima extremo que impulsa los desplazamientos seguirá empeorando. El Banco Mundial estima que, en las próximas décadas, más de 200 millones de personas deberán abandonar sus hogares debido al cambio climático en Asia, África y América Latina, y millones más se verán afectados en otras regiones. El desplazamiento y la migración involuntaria debido al clima acentuarán factores de estrés actuales, como conflictos, inseguridad alimentaria e hídrica, pobreza, y pérdida de sustento por presiones económicas y medioambientales (WGII del IPCC 2022).
En otras palabras, los hogares y las comunidades marginados y desamparados sufrirán las peores consecuencias, que, con el aumento de la frecuencia, escalarán hasta convertirse en crisis humanitarias y de derechos humanos. Cualquier intento de controlar estas situaciones de forma humana tendrá implicaciones para los asentamientos y el suelo habitable que necesitan. Las reubicaciones requerirán mucho menos suelo que otras exigencias. Una estimación sugiere que el 0,14 por ciento del planeta (un poco menos que el área del Reino Unido) podría abastecer a 250 millones de migrantes climáticos (Leckie 2013). Sin embargo, la migración climática actual representa un cambio significativo en cómo y dónde las personas ocupan y usan el suelo, y garantizar y preservar los derechos humanos de los migrantes y refugiados debería ser una prioridad de los esfuerzos que se llevan a cabo.
El suelo deberá producir suficientes alimentos para la creciente población mundial, incluso a pesar de que muchas regiones se enfrentan a una disminución del agua, un aumento de las pestes y una reducción de la fertilidad del suelo. El cambio climático enlenteció la productividad alimentaria que hubo en la última década, y los hechos extremos vinculados al clima expusieron a millones de personas a una gran inseguridad alimentaria e hídrica.
El empeoramiento del clima aumentará estas amenazas que, una vez más, tienen un mayor impacto sobre las personas marginadas y desamparadas. La agricultura constituye la mayor presión humana sobre el paisaje mundial. Se estima que es el motivo por el que se despejó o convirtió el 70 por ciento de los pastizales, el 50 por ciento de la sabana, el 45 por ciento del bosque templado caducifolio y el 27 por ciento de los bosques tropicales del mundo. La agricultura también afecta a los cuerpos de agua por el drenaje y el escurrimiento de productos químicos, y porque emite gases de efecto invernadero y contaminantes a la atmósfera.
Los enfoques agrícolas basados en principios de diversidad y regeneración de los ecosistemas se prueban y aplican a mayor escala, cada vez más, ya que tienen el potencial de ayudar a combatir el cambio climático, incluso con el crecimiento poblacional a nivel mundial. Del mismo modo, hacer cambios sustanciales en el sistema internacional de alimentos que prioricen los derechos humanos y reduzcan el consumo de carne y el desperdicio de alimentos puede aumentar y profundizar la seguridad alimentaria. El ganado, y no el hombre, es el encargado de consumir una abrumadora parte de los cultivos mundiales. Más de un tercio de todas las calorías y más de la mitad de las proteínas de los cultivos agrícolas se destinan a alimentar animales, por lo que solo un porcentaje muy pequeño se usa para alimentar a la población. El consumo de carne está asociado con ser el causante del aumento en la deforestación de la selva amazónica, un bioma que representa el 40 por ciento de la selva del planeta y que es el hábitat del 25 por ciento de las especies terrestres que siguen con vida.
El suelo será la fuente de energía, en especial para la energía solar, eólica y de biomasa, necesaria para reemplazar los combustibles fósiles que actualmente satisfacen cinco sextos de la demanda energética mundial. Si bien el impacto de la energía solar y eólica en el paisaje no puede negarse, estas fuentes pueden ubicarse en áreas de usos múltiples. Por ejemplo, las turbinas eólicas y los paneles solares pueden instalarse en tierras agrícolas o en techos o estacionamientos en espacios urbanos. A diferencia de la energía solar y la eólica, la energía de biomasa, que se produce mediante materia prima agrícola en la forma de electricidad (bioenergía) o combustible (biocombustible), debe ubicarse en suelo productivo para la agricultura. A cualquier escala significativa, la energía de biomasa compite con la producción de alimentos.
Consideremos lo siguiente: los cultivos de todo el mundo equivalen a menos de un cuarto de hectárea por persona; sin embargo, ejercen una presión considerable sobre el agua, el suelo y otros recursos ecológicos. Incluso si se estableciera un proceso lo suficientemente eficiente para producir y usar biocombustible (en comparación con el enfoque de los EE.UU. de quemar etanol a base de maíz en vehículos de combustión convencional), se necesitaría más de media hectárea para abastecer un vehículo de un solo pasajero. Una planta eficiente de biocombustible difícilmente tendría mejores resultados, ya que necesitaría un tercio de hectárea per cápita para cultivar el combustible necesario a fin de generar la electricidad que usa un estadounidense promedio. Por el contrario, la energía solar fotovoltaica requiere menos del cinco por ciento de media hectárea por persona o, en el caso de toda la población de los EE.UU., un poco menos de seis millones de hectáreas. Esta no es una huella pequeña, pero cabe destacar que, solo en 2017, el suelo federal destinado a la producción de petróleo y gas en los Estados Unidos equivalió a más de 4,5 millones de hectáreas.
En pocas palabras, la energía de biomasa funcionaría solo para la típica persona que consume mucha energía, así como la carne funciona para la típica persona que come mucha carne. Les permitiría consumir mucho más suelo del que consumirían si simplemente usaran lo que produce el suelo. Por lo tanto, también posibilitaría que los consumidores excesivos de todo el mundo compitan aún más agresivamente con las personas de bajos recursos por los recursos que determinan la supervivencia, como los alimentos, el sustento y las viviendas.
El suelo deberá “neutralizar” los excesos de carbono mediante la remoción del dióxido de carbono acumulado en la atmósfera. El suelo del planeta funciona como un receptor gigante de carbono; las plantas y el suelo absorben un cuarto del dióxido de carbono excedente en la atmósfera. (Otro cuarto de las emisiones excedentes lo absorben los océanos y la otra mitad se acumula en la atmósfera y es la que causa el calentamiento del planeta.) El deterioro de un ecosistema, debido a pestes, inundaciones e incendios producidos por el clima y la modificación humana deliberada, disminuye su capacidad de absorber carbono e incluso puede llegar a convertirlo en una fuente de emisiones. El cambio climático no controlado podría modificar las condiciones climáticas lo suficiente para llevar una región como la selva amazónica a tal punto de quiebre que pasaría de ser un receptor de carbono a una fuente de carbono. De hecho, ya se observa un deterioro de la resiliencia en esa área (Boulton, Lenton y Boers, 2022).
A pesar de que el cambio climático es una amenaza para la absorción natural del carbono, sigue siendo una alternativa para reducir las emisiones o, al menos, una solución temporal que permite ganar tiempo, aliviar un poco la carga de la mitigación y, de forma gradual, aumentar los esfuerzos de reducción de emisiones en un período más largo. De hecho, la fe en estas estrategias de “emisiones negativas” superaron las expectativas razonables. Algunos analistas de futuras opciones de mitigación suponen que eliminar el dióxido de carbono de la atmósfera y almacenarlo en el suelo (en materia vegetal y del suelo) o bajo tierra (como dióxido de carbono comprimido transportado en cañerías) exigirán los mismos requisitos de suelo que la agricultura mundial actual.
Si se coopera a nivel mundial y se trabaja arduamente a fin de mantener las emisiones dentro del rango de 1,5 grados Celsius, sería posible y conveniente pensar las emisiones negativas como una posible solución para las situaciones que son imposibles de abordar de otras maneras (como las emisiones de metano de los cultivos de arroz en suelo anegado). En cambio, la mayoría de los países diagramaron un camino lento de esfuerzos de reducción a corto plazo y objetivos de reducción inadecuados a medio plazo. A estos pasos les asignaron nombres coherentes con las metas del Acuerdo de París, bajo la suposición de que mágicamente se materializará una amplia extensión de suelo para lograr las emisiones negativas cuando sea necesario. Esta estrategia es peligrosa. Seguir tras ella implica suponer que el suelo estará disponible y esperar que las actividades de emisiones negativas no se superpongan con las necesidades sociales, como la seguridad alimentaria.
Dado que el mundo minimizó el esfuerzo para controlar el cambio climático a corto plazo al punto necesario para alcanzar límites aceptables, esta estrategia podría dejarnos (y también a futuras generaciones) con una economía energética poco transformada. Equipada con una infraestructura energética que depende del combustible fósil, la sociedad se enfrentaría a una transición mucho más abrupta y disruptiva que la que buscaba evitar. Una vez que superara la cantidad de carbono disponible, se enfrentaría a una deuda de carbono que no se puede pagar y, en definitiva, sufriría más calentamiento que el que estaría preparada para enfrentar.
EL USO Y LA ADMINISTRACIÓN SABIOS DEL SUELO SERÁN FUNDAMENTALES para el futuro. Las tecnologías, las prácticas y las políticas específicas son muy variadas y dependen del contexto, por lo que sería poco prudente intentar un trato equitativo en este caso. Sí se pueden hacer algunas observaciones generales.
En primer lugar, muchos de los casos mencionados antes demuestran cómo la sociedad se apoya cada vez más en los recursos territoriales para lidiar con el cambio climático, a pesar de que el suelo mismo está cada vez bajo mayor presión por ese mismo factor. Las tensiones y concesiones esperadas ya están poniendo a prueba la capacidad de la sociedad de administrar con sabiduría el suelo en un clima más hostil, y los resultados son variados.
A medida que se acelera la pérdida de biodiversidad, se hace más evidente que una gran parte de las áreas ricas en biodiversidad restantes, incluidos más de un tercio de los bosques conservados y el 80 por ciento de la biodiversidad terrestre mundial, está en manos de grupos indígenas. Ellos lograron proteger la biodiversidad y el carbono acumulado en los bosques con más éxito que otros grupos, incluso durante décadas de extracción indiscriminada de recursos forestales en todo el mundo (Fa et al., 2020; Banco Mundial, 2019). Esta información debe volcarse en políticas que reconozcan legalmente y exijan el cumplimiento de derechos de tenencia del suelo con base en la comunidad, que coincidan con la Declaración de las Naciones Unidas sobre los derechos de los pueblos indígenas, de los que la mayoría de las comunidades indígenas todavía no gozan. Una vez que esto suceda, las comunidades indígenas tendrán más capacidad para proteger los recursos comunes mediante acciones colectivas apropiadas a nivel local. También tendrán mayores posibilidades de imponerse frente a actores externos que quieran extraer y deteriorar los recursos forestales, o frente a modelos impuestos de “conservación colonial” que pasan por alto los derechos de los grupos indígenas y son menos efectivos en sus objetivos de conservación ostensivos.
Ocurre lo mismo con diversas estrategias “de apropiación ecológica” recientes. A medida que se intensifica la presión sobre el suelo por la creciente demanda de la producción de bioenergía y alimentos, la capacidad de emisiones negativas y las áreas habitables, los grupos que tienen capital, flexibilidad, capacidad política y redes influyentes elaboran las políticas relevantes y, en definitiva, se benefician de ellas, incluso mediante la especulación. En consecuencia, aumenta el costo de los esfuerzos públicos para satisfacer las necesidades colectivas, lo que evita que las personas con el menor poder político o económico satisfagan necesidades básicas como las de alimentación, sustento y vivienda.
Los nuevos medios para obtener estos componentes del suelo y los ecosistemas e integrarlos a los procesos de mercado legitima formas nuevas de apropiación. Algunos son similares a derivados financieros y, de hecho, pueden recordarnos a los derivados financieros respaldados por hipotecas, cuyo colapso produjo una recesión mundial y amenazas mucho peores. Un ejemplo muy obvio es el programa de compensación de carbono (el Mecanismo de desarrollo limpio) que los países desarrollados usaron para cumplir los objetivos a los que estaban obligados legalmente por el Protocolo de Kioto. Ahora se sabe que este mecanismo se centraba en reducciones ficticias de los gases de efecto invernadero.
Por lo tanto, deberíamos tener cuidado con los mecanismos del mercado que simplemente fomentan suposiciones cuestionables sobre la equivalencia (entre fragmentos distintos de capital natural) o bienes fungibles (entre recursos naturales y alternativas técnicas), y sobre políticas que privilegian la idea del bienestar económico neto para justificar posibles damnificados por la distribución o daños causados a los derechos humanos y la justicia.
A MEDIDA QUE LAS CARACTERÍSTICAS ESPECÍFICAS DEL SUELO y los ecosistemas, como la posibilidad de que sean un receptor de carbono o una alternativa para la producción de energía, se vuelven más preciadas y se integran cada vez más a la economía global, hay una pregunta fundamental que se vuelve más urgente: ¿quién controla el suelo y quién se beneficia de él?
El presidente del Instituto Lincoln, George McCarthy, lo resumió esta primavera en el Foro de Periodistas de la organización sobre el cambio climático: “El conflicto por el suelo redunda en poder. Y en las disputas, el poder gana”. Si las estructuras de poder en la raíz del cambio climático siguen intactas, los mecanismos de mercado resultantes y las intervenciones mediante políticas no tendrán éxito en salvar el clima y empeorarán la pobreza y la marginalización mundial. Esto podría contribuir a lo que se está convirtiendo en la tercera injusticia del cambio climático: los más vulnerables no solo son los menos responsables y los más afectados, sino que también son las primeras víctimas de las políticas climáticas mal planificadas.
La sociedad mundial se enfrenta a riesgos existenciales. Estos riesgos, todos generados por nosotros mismos, son tanto ecológicos como sociales. En cuanto a lo ecológico, insistimos en cargar al planeta de una forma insostenible. Desde lo social, seguimos divididos por disparidades obscenas en aspectos de economía y poder que nos han hecho disfuncionales frente a una amenaza para toda la civilización.
Existen soluciones. Ahora queda en claro la importancia de reducir el consumo de carne a nivel mundial tanto por motivos de sostenibilidad medioambiental como de salud personal. Aprendimos a tener cuidado con los mecanismos de objetivos reducidos, como los mercados de bonos de carbono para proteger los bosques, dado que estos ecosistemas son muy complejos y proveen a distintas sociedades muchos servicios no monetizables o que no se comprenden o aprecian del todo. La experiencia nos demostró que las comunidades indígenas, en especial cuando se exige el cumplimiento legal de los derechos de tenencia, son muy eficientes en la administración de los bosques y la protección de la biodiversidad.
En cuanto al suelo muy alterado o deteriorado, las innovaciones en agricultura regenerativa y restauración de los ecosistemas brindan los medios para mantener o mejorar el carbono con base en el suelo. Además, los avances tecnológicos en el sector energético posibilitaron que rehabilitemos la economía mundial adicta al combustible fósil.
Lo más importante es que el mundo por fin logró un bienestar mundial general que, si se compartiera de forma más equitativa, permitiría que todos gozaran de una vida digna, libre de privaciones y subdesarrollo.
Contamos con las herramientas para salvarnos, pero depende de nosotros hacerlo.
Sivan Kartha es un científico sénior en el Instituto Medioambiental de Estocolmo y es codirector del Programa de Transiciones Equitativas. Fue parte del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático durante la elaboración del quinto y el sexto informe de evaluación, y es asesor en el programa climático del Instituto Lincoln.
Imagen principal: Selva amazónica, Brasil. Crédito: Gustavo Frazao vía iStock/Getty Images Plus.
Referencias
Boulton, Chris A., Timothy M. Lenton y Niklas Boers. 2022. “Pronounced Loss of Amazon Rainforest Resilience Since the Early 2000s”. Nature Climate Change 12 (271–278). 7 de marzo. https://www.nature.com/articles/s41558-022-01287-8.
Fa, Julia E. y James EM Watson, Ian Leiper, Peter Potapov, Tom D. Evans, Neil D. Burgess, Zsolt Molnár, Álvaro Fernández-Llamazares, Tom Duncan, Stephanie Wang, Beau J. Austin, Harry Jonas, Cathy J. Robinson, Pernilla Malmer, Kerstin K. Zander, Micha V. Jackson, Erle Ellis, Eduardo S. Brondizio, Stephen T. Garnett. 2020. “Importance of Indigenous Peoples’ Lands for the Conservation of Intact Forest Landscapes”. Frontiers in Ecology and the Environment 18(3): 135–140. https://doi.org/10.1002/fee.2148.
IPBES. 2019. “Global Assessment Report on Biodiversity and Ecosystem Services of the Intergovernmental Science-Policy Platform on Biodiversity and Ecosystem Services”. E. S. Brondizio, J. Settele, S. Díaz y H. T. Ngo (eds.). Bonn, Alemania: IPBES Secretariat. https://doi.org/10.5281/zenodo.3831673.
WGII del IPCC. 2022. “Climate Change 2022: Impacts, Adaptation, and Vulnerability. Contribution of Working Group II to the Sixth Assessment Report of the Intergovernmental Panel on Climate Change”. H.-O. Pörtner, D.C. Roberts, M. Tignor, E.S. Poloczanska, K. Mintenbeck, A. Alegría, M. Craig, S. Langsdorf, S. Löschke, V. Möller, A. Okem, B. Rama (eds.). Cambridge, Reino Unido, y Nueva York, NY: Cambridge University Press. https://www.ipcc.ch/report/sixth-assessment-report-working-group-ii.
Kolbert, Elizabeth. 2014. The Sixth Extinction: An Unnatural History. Nueva York, NY: Macmillan.
Leckie, Scott. 2013. “Finding Land Solutions to Climate Displacement: A Challenge Like Few Others”. Ginebra, Suiza: Displacement Solutions. https://unfccc.int/files/adaptation/groups_committees/loss_and_damage_executive_committee/application/pdf/ds-report-finding-land-solutions-to-climate-displacement.pdf.
Banco Mundial. 2019. “Securing Forest Tenure Rights for Rural Development: An Analytical Framework”. Program on Forests (PROFOR). Washington, DC: Banco Mundial. https://openknowledge.worldbank.org/handle/10986/34183.
Zoning is often considered a timeless element of land policy and planning. And it is. Zoning originated in Asia more than three millennia ago. In those days, it was used to designate land uses behind city walls or to separate people by caste. The practice was adopted more recently in the United States to pursue similar ends. It is now one of the biggest impediments to sustainability in U.S. cities in the 21st century.
I’ve made my feelings about hyperlocal land control known for many years. A decade ago, on a panel with Nic Retsinas, then director of the Joint Center for Housing Studies at Harvard, I opined that home rule and local land use controls were “dinosaurs” that made it almost impossible to coordinate regional transportation planning and affordable housing efforts. Nic reminded me and the audience that powerful political and economic forces stood firmly in the way of land policy reform. And he noted that dinosaurs lasted for millions of years before becoming extinct—because of a random asteroid colliding with Earth, not natural selection.
But now, something almost as rare as a planet-changing asteroid is afoot in the world of land policy—bipartisan agreement. Numerous blue, red, and purple states have passed or are contemplating efforts to preempt local zoning so they can advance critical policy objectives. Why the sudden shift? Because many policy makers now understand that the national affordable housing crisis cannot be addressed without structural changes to the rules of the game. Other policy makers know that we cannot address one of the ugliest manifestations of zoning—spatial segregation by race and class—without aggressive affirmative action.
Although we are seeing bipartisan agreement on the need for reform, the motivations of policy makers are quite different. Advocates from the right argue that the housing crisis is an artifact of overregulation that stifles housing production. These critics believe zoning reform will unleash market forces that will confront the housing crisis by accelerating new production. Advocates from the left argue that we cannot build affordable housing in places we need it most because of land policies that have effectively excluded people based on race and income for generations, such as minimum lot sizes and bans on multifamily housing. Zoning reform will make it possible, they say, to build affordable housing in “high opportunity” places with good schools and decent jobs.
State preemption of local zoning is not new. In 1969, Massachusetts passed Chapter 40B, a measure that allows the state to override local zoning and approve mixed-income, multifamily developments in jurisdictions with little affordable housing. Although it has helped to promote some affordable housing development in some affluent suburbs, it was not a game changer, and few other states considered following suit, until very recently.
Now, some 10 states are ready to preempt local zoning to permit development of multiple housing units on lots that are currently zoned for single-family homes. These include the right to add accessory dwelling units (ADUs) to single-family lots in Connecticut, Nebraska, Utah, Oregon, Maryland, California, and Washington; approving “middle housing,” two- to four-family townhomes, on lots zoned for single families in Virginia, Utah, Nebraska, Washington, and Maryland; or complete preemption of local government efforts to prohibit multifamily housing development on single-family lots in Oregon, California, Virginia, Maine, and Washington. Massachusetts and California also recently mandated upzoning in “transit-rich” communities. Clearly, local control over land use is no longer sacrosanct.
Although zoning practice is thousands of years old, in the United States it is less than a century old, with a few exceptions. States began granting municipalities the power to dictate land uses in the 1920s, based on the Standard State Zoning Enabling Act drafted by the Department of Commerce in 1923. But what states giveth, states can taketh away. It is sometimes necessary for higher levels of government to supersede the decisions of lower levels of government to promote general welfare or address negative externalities that are artifacts of uncoordinated actions at lower levels. Too often, state efforts to override local governments are misguided; for example, when state policy makers curry favor from voters by imposing property tax limits. In the case of zoning, the need for state action is clearly defensible.
We should celebrate the fact that we are moving in the right direction—mustering the political will to take on a challenge that was, until very recently, considered impossible. But we still know less about zoning than we should. Each state, and often individual jurisdictions in a state, developed its own zoning conventions, which makes it extremely difficult to compare zoning practices among them. It also makes it almost impossible to understand the implications of zoning decisions on land values, development patterns, or how zoning reform might address big challenges like the housing crisis, spatial inequality, or urban sprawl. This too is changing.
Last year, a small team of visionaries at Cornell Law School, led by Professor Sara Bronin, produced the first Zoning Atlas for the State of Connecticut. Using spreadsheets, maps, and geographic information systems, the team documented, with impressive granularity, residential zoning practices in 180 jurisdictions with 2,622 zoning districts. Incredibly, this required reviewing more than 30,000 pages of text describing zoning practices—in one state!
This herculean task apparently was not a big enough challenge for this plucky band of researchers. The Cornell team recently launched an effort to build a National Zoning Atlas. Now, with a field-tested methodology for creating the Zoning Atlas in Connecticut, they have set out to crowdsource zoning data from the rest of the country using the same methods. So far, self-organized teams in 11 states are participating. When they succeed at building the national atlas—and the Lincoln Institute of Land Policy will do all it can to make sure that happens—a new era of land policy scholarship will arrive. Debates about the costs, benefits, and consequences of zoning reform will be informed by real data.
Zoning reform alone is not sufficient to solve the national housing crisis. But it is necessary. And we need to know a lot more about current zoning practices, and the potential benefits of improved zoning practice, to address the ills generated by decades of bad practice. A century of decentralized and isolated local control of land produced unacceptable levels of racial and economic segregation, urban sprawl that contributed to the climate crisis, and an almost unassailable affordable housing crisis. With the unprecedented alignment of political will with new tools and knowledge, possible solutions to this triple threat are closer than they have ever been.
George W. McCarthy is president and CEO of the Lincoln Institute of Land Policy.
Image: The interactive Connecticut Zoning Atlas is the first stage of a national effort to document zoning across the United States. Credit: National Zoning Atlas.
This interview has been edited for length and clarity. The full conversation is available as a Land Matters podcast.
Jesse Arreguín was elected mayor of Berkeley, California, in 2016, becoming the first Latino to hold the office and, at 32, the youngest mayor in a century. The son and grandson of farmworkers, Arreguín grew up in San Francisco. At nine, he helped lead efforts to name a city street after activist Cesar Chavez, beginning a lifelong commitment to social justice.
After Arreguín graduated from the University of California, Berkeley, he stayed in the city, serving on boards including the Housing Advisory Commission, Rent Stabilization Board, Zoning Adjustments Board, Planning Commission, and City Council. As mayor, Arreguín—who is also president of the Association of Bay Area Governments—has prioritized affordable housing, infrastructure, and education. He recently met with Senior Fellow Anthony Flint at City Hall to talk about this city of 125,000, with a focus on housing and the task of building more of it. Fittingly, the sounds of construction could be heard outside the fifth-floor office suite.
ANTHONY FLINT: It seems like Berkeley has become a national symbol of the YIMBY/NIMBY [Yes in My Back Yard/Not in My Back Yard] divide. What should developers be contributing to increase supply, provide different housing options, and increase density at appropriate locations?
JESSE ARREGUÍN: I think a lot needs to be done by government, and we’re seeing a lot of leadership being demonstrated by our governor, by the state legislature, by our attorney general, who established a housing strike force to enforce state housing laws, and by regional and local government. In Berkeley, over the past several years, we have taken significant steps to pass laws to streamline production and encourage a variety of different housing options in our community.
We’ve also made a commitment that we are going to end exclusionary zoning. I think part of the reason why Berkeley is a symbol of the debate happening in cities throughout the country is because Berkeley is the birthplace of exclusionary zoning. In 1916, the city adopted its first zoning ordinance to zone the neighborhoods in the Elm-wood District as single-family to prevent the construction of a dance hall. Not surprisingly, many people who would frequent that dance hall would predominantly be people of color. Sadly, single-family zoning was founded on the foundation of racial exclusion.
My perspective on zoning, on housing issues, has evolved over the years, because the crisis in Berkeley and in California has worsened significantly in the past five years. We have increasing numbers of people who are experiencing homelessness, tent encampments on our streets, working families who can’t afford to live in the community they work in, students who can’t afford to live in the community they go to school in. The status quo is not working, and we need to take bold action.
I think developers are eager to see leadership on the part of government. We need to meet them at the middle and we have to do what we can to make it easier for them to build. At the same time, we have to make sure that they are providing community benefits while we are seeing market-rate construction, particularly in communities where we’ve seen significant amounts of displacement and gentrification. We have historically Black neighborhoods where we’re seeing homes sell at $2 million. Our Black population has declined from 20 percent in 1970 to seven percent now. I think that is a direct result of the decisions that government made to not build housing, and of the astronomical cost of housing in Berkeley.
AF: Let’s talk about gentrification and real estate speculation, a problem in many cities. Los Angeles recently started a program of land banking parcels near transit stations. Is that the kind of thing that is going to be necessary when you’re obviously in white-hot market conditions here?
JA: I think so, and we are prioritizing public land for affordable housing. We’ve converted parking lots to affordable housing projects. We have one being constructed right up the street, 140 units of affordable housing and permanent supportive housing—the largest project we’ve ever built for housing the homeless. We need to prioritize public land for public good. There’s no question about that.
I do agree we need to look at land banking. We need to provide money so nonprofit developers can buy parcels to keep them permanently affordable. We need to look at how we can support land trusts, not just buying properties but buying buildings to keep them permanently affordable. That is part of Berkeley’s housing strategy. It’s not just building new construction, but also the preservation of existing naturally occurring affordable housing. I think we need to focus on the three P’s, and I say this often: production of new housing, preservation of existing naturally occurring affordable housing, and protection of existing residents from displacement.
AF: How might a vacancy tax, similar to what we see in San Francisco and Oakland, address this issue of the burgeoning value of land?
JA: We actually recently placed on the ballot a residential vacancy tax, which is a little bit different from Oakland’s; it doesn’t focus on vacant parcels, but it’s focused on vacant homes and vacant residential units. There are some who have said, “Well, we have thousands of vacant units, and therefore, we don’t need to build more housing.” That’s absurd. We need to build housing, and we also need to put housing that is off the market back on the market.
The more that we can address actions by speculators and by scofflaws—I would characterize people who keep properties blighted and vacant for many years as scofflaws—it will address the artificial constraining of the market and will put more units back on the market. We spent a lot of time crafting this vacancy tax and really thought through the situations in which units could be vacant legitimately. The focus is not on small property owners but on owners of large rental properties, because part of what we are seeing is, frankly, speculation of the market.
We hope, at some point, we don’t have to charge a tax because all the housing is being rented or is being used. That’s the goal of the vacancy tax, not to penalize but to incentivize owners of multifamily properties to use the properties for their intended purpose. I just have to say once again that this is not a panacea, this is not the solution to the housing crisis, and that we need to build new housing. What we have is a crisis that is decades in the making through deliberate actions on the part of government, through racial segregation or redlining, through fierce resistance to building housing, and through policies that have constrained the production of housing.
AF: As a hub of innovation, Berkeley has a thriving economy. Do you believe it’s going to be possible for more workers in Berkeley to be able to live in Berkeley, or is there a built-in imbalance that you just have to manage and come to terms with?
JA: I think it’s possible . . . but that’s going to require that we build thousands and thousands of units of housing, that we prioritize building housing around our transit stations, that we look at upzoning low-density commercial neighborhoods, that we look at building multifamily housing in residential neighborhoods. Every part of our city needs to meet its responsibility to create more housing. No part of our community can be walled off to new people living here.
I really do think that that gets to the core of who we are, who we say we are as a city. Are we a city of equity and inclusivity? If we are, then we need to welcome new people living in our community. We create those opportunities for people to live here. People who previously lived here and were displaced, people who work here but can’t afford to live here, and obviously, there’s a climate benefit we can give people to not have to drive an hour, two hours to get to Berkeley.
That reduces those cars on the road, reduces greenhouse gas emissions, and helps us mitigate the impacts of climate change, and building dense, transit-oriented development is a critical part of taking bold climate action. Our land use policies and our actions to encourage more dense housing are really critical climate action strategies.
AF: Could you talk about the importance of bicycle and pedestrian safety in your view of how the city functions and how Berkeley is doing in that regard?
JA: Because we have such high numbers of people who bike to work and walk and use alternative modes of transportation, we need to make it safer and easier for people to get around town. Sadly, we’ve seen an increasing number of collisions between cars and bicyclists, and pedestrians. Like many communities, we’ve adopted a vision zero policy that’s focused on reducing traffic injuries and fatalities. We are looking at how we can redesign and reconstruct our streets to make them safer for people who walk and bike. . . . Then, obviously, being the home of the University of California, we have a lot of young people who are constantly walking, biking around, and we need to make it safer for students and for our residents to get out of their cars and to choose non–carbon intensive modes of mobility.
AF: On climate, what else can Berkeley do? How is this region addressing the climate crisis?
JA: I think the best way for Berkeley to address the climate crisis is through recognizing, one, it’s not a crisis, it’s an emergency—and we see the real material effects of it here in California. We’ve had some of the most devastating wildfires in California history over the last five years, [and] Berkeley is not immune to the threat of wildfire. That’s a pretty telltale sign that the climate emergency is here, it’s not going away, and we have to recognize that we need to take bold action.
I’m proud that Berkeley has really been a leader in combating climate change. We were one of the first cities to adopt a climate action plan. Obviously, building dense infill housing is a critical part of that. We do need to promote more electric mobility, whether it’s through micro-mobility or through converting heavy-duty and light-duty vehicles to electric, and California’s really been a leader at that. While there are very ambitious targets that the state has set to transition our vehicle fleet to electric, we don’t have the infrastructure to support that yet. We hope with the new federal bipartisan infrastructure law and the climate law that was just passed that there’ll be significantly more resources available that we can leverage to expand that infrastructure in California.
Electrifying our buildings is important too, and Berkeley was the first city in California to adopt the ban on natural gas and require that newly constructed buildings be all electric. We’re also looking at how we can get existing buildings to be electric, which is much tougher. . . . All those things are important, but we also have to adapt to climate change . . . whether it’s how we address wildfire risk or sea-level rise. Berkeley’s along the San Francisco Bay. We know that parts of our city, unless we do something, are going to see significant flooding and inundation.
That’s where I think the regional approach comes in. These [issues] can’t be solved by one city. A lot of work’s been done at the Metropolitan Transportation Commission and Association of Bay Area Governments—our regional planning agency and council of governments—to bring government agencies together to explore strategies. I think that’s an area where regionalism and regional government’s going to make a difference.
Anthony Flint is a senior fellow at the Lincoln Institute of Land Policy, contributing editor to Land Lines, and host of the Land Matters podcast.
SINCE THE WORLD FIRST NEGOTIATED A CLIMATE TREATY in 1992, three precious decades have ticked by while we’ve allowed a climate challenge to evolve into a climate crisis. The latest assessment from the Intergovernmental Panel on Climate Change, released this spring, eschewed the moderate language of the staid scientific body, making it clear that society faces an urgent crisis and must take action. That report represents “a litany of broken climate promises,” said UN Secretary General António Guterres. “It is a file of shame, cataloguing the empty pledges that put us firmly on track toward an unlivable world.”
At last year’s UN Climate Summit in Glasgow, the nations of the world doubled the emissions reductions they had previously promised for this decade, but we actually need a fivefold enhancement of those goals. As things stand now, we can emit only about 300 billion tons of carbon dioxide (GtCO2) before global temperatures are expected to exceed the 1.5 degrees Celsius identified in the Paris Agreement as the upper limit of acceptable warming. If countries fail to cut emissions far beyond what they’ve promised so far, the world will exceed that 300 billion tons within this decade. That will lead us toward chaos far greater than the unparalleled storms, droughts, wildfires, and displacements the globe is already experiencing.
It’s well within our capabilities to dramatically cut emissions. We know which renewable energy technologies and energy-efficient practices we need to deploy widely, we know that protecting ecosystems and other species supports our own ability to thrive, and we’re equally aware of the exceedingly wasteful and fossil fuel–intensive agricultural practices and land-intensive diets that we need to alter.
As it turns out, land figures prominently in many of our most promising climate solutions, and is thus central to many of the tensions and trade-offs we must now deftly navigate. Having pushed the clock to the limit, we must find a way to avoid moving forward haphazardly, running roughshod over fundamental ecological and human needs in a mad dash for “climate-friendly” solutions. Stewarding land wisely while we face an increasingly hostile climate will prove critical to securing a livable future.
EVEN WHILE LAND IS INCREASINGLY STRESSED BY A CHANGING CLIMATE, it will face rising and conflicting demands from human society in our pursuit of both climate solutions and sanctuary from a more hostile climate. Let’s lay out the main aspects of this contested landscape.
Land will be required to sustain species and ecosystems that are increasingly threatened by climate change to the point of extinction or collapse. Earth is currently undergoing its sixth mass extinction since the Cambrian explosion half a billion years ago. Writing of the evolutionary tree of life, Elizabeth Kolbert, a scholar of such extinctions, explains: “During a mass extinction, vast swathes of the tree are cut short, as if attacked by crazed, axe-wielding madmen” (Kolbert 2014). Even as a metaphor, this may be an understatement, as we now also have bulldozers, big dams, and other even less judicious means of directly appropriating land from natural ecosystems.
As human-caused climate change accelerates, it will overtake our appropriation of land as the top driver of the ongoing extinction (IPCC WGII 2022). A report from the Intergovernmental Science-Policy Platform on Biodiversity and Ecosystem Services found that more than a million species are threatened with extinction, many in the next few decades (IPBES 2019). Sustaining the natural ecosystems on which human survival depends—from the mountainous snowpack from which rivers run year-round to the rich soils in which our food grows to the coral reefs that sustain coastal fisheries—ultimately will rest on our ability to reduce and reverse our appropriation and fragmentation of natural habitat, all while we stop fueling climate change.
As a critical first step, nearly 100 countries comprising the High Ambition Coalition for Nature and People have called for a global 30×30 deal to protect 30 percent of the world’s land and oceans by 2030. This ambitious effort aims to halt biodiversity loss and preserve ecosystems, with the added benefits of supporting economic security and a stable climate. Today, only about 15 percent of our land and 7 percent of our oceans is protected.
Land will be required to resettle people displaced by flooding, extreme weather, and climatic shifts that render currently inhabited areas no longer hospitable. We know the climate and weather extremes that are already driving displacement will escalate. The World Bank estimates that more than 200 million people will be forced from their homes by climate change in Asia, Africa, and Latin America in the next few decades, and millions more will be affected in other regions. This climate-induced dislocation and involuntary migration will amplify existing stressors such as conflict, food and water insecurity, poverty, and loss of livelihoods from economic or environmental pressures (IPCC WGII 2022).
In other words, marginalized and disempowered households and communities will invariably suffer the worst consequences, which will with rising frequency rise to the level of humanitarian and human rights crises. Any effort to manage these situations humanely will have implications for human settlements and the habitable land that they require. Resettlement will require far less land than other demands—one estimate suggests 0.14 percent of the planet (somewhat less than the area of the United Kingdom) could absorb 250 million climate migrants (Leckie 2013). Yet the mass climate migration already underway represents a significant shift in how and where people occupy and use land, and should be a priority for efforts to secure and preserve human rights for migrants and refugees.
Land will be required to feed our expanding global population, even as some regions face declines in water, increases in pests, and diminishing soil fertility. Climate change has slowed the growth in food productivity that was seen over the last decade, and climate-related extreme events have exposed millions of people to acute food insecurity and undermined water security.
A worsening climate will heighten these threats—which are, once again, cruelly directed at those who are marginalized and disempowered. Agriculture constitutes the primary human pressure on the global landscape; estimates suggest that it has already led to the clearing or conversion of 70 percent of global grassland, 50 percent of savanna, 45 percent of the temperate deciduous forest, and 27 percent of tropical forests. Agriculture also affects water bodies through drainage and chemical runoff, and emits greenhouse gases and pollutants into the atmosphere.
Agricultural approaches founded on principles of biodiversity and ecosystem regeneration are being increasingly proven and scaled, and have the potential to help combat climate change, even with a growing global population. Likewise, major changes to our global food system that prioritize human rights, and that reduce meat consumption and food waste, can dramatically expand and deepen food security. A staggering share of global plant crops is eaten by livestock rather than people. More than one-third of all calories and more than one-half of all protein from agricultural crops goes to feed animals, with only a small share ultimately becoming nourishment for people. The consumption of meat is specifically charged with causing the continuing spike in deforestation of the Amazon rainforest, a biome that comprises 40 percent of the world’s rainforest and serves as home to 25 percent of its remaining terrestrial species.
Land will be called on as a site for the energy sources—primarily solar power, wind power, and biopower—needed to replace the fossil fuels that now meet five-sixths of global energy demand. Solar and wind power, while they have undeniable impacts on the landscape, can be situated in areas suited for multiple uses; for example, wind turbines and solar panels can be sited on farmland or in urban spaces like rooftops and parking lots. Unlike solar and wind power, bioenergy—which is produced using agricultural feedstocks, in the form of either electricity (biopower) or fuels (biofuels)—must be sited on agriculturally productive land. At any significant scale, bioenergy competes with food production.
Consider the following: total cropland globally amounts to less than half an acre per person, yet it already puts considerable pressure on water, soil, and other ecological resources. Even if we posit a quite efficient process for producing and using biofuel (in contrast to the U.S. approach of burning corn-based ethanol in conventional combustion vehicles), more than 1.2 acres would be needed to keep a single passenger vehicle fueled. An efficient biopower plant would fare hardly any better, claiming roughly 0.8 acre per capita to grow the fuel needed to generate the electricity used by the average United States resident. By contrast, solar photovoltaics require less than 5 percent of one acre per person or, for the whole U.S. population, a bit less than 15 million acres. This is not a trivial footprint, but it’s worth noting that in 2017 alone, federal land leases offered for oil and gas production in the United States amounted to more than 12 million acres.
To put it plainly, bioenergy would function for the typical high-energy consumer just as meat functions for the typical high-meat consumer—it would allow them to consume vastly more land than they would if they simply used that land’s output directly. By extension, it would also enable the world’s over-consumers to compete even more ruthlessly with the world’s poor for the resources that underpin survival, like food, livelihoods, and homes.
Land will be called upon to “negate” our carbon excesses by removing accumulated carbon dioxide from the atmosphere. The world’s lands serve as an enormous carbon sink, with plants and soil absorbing about a quarter of our excess carbon dioxide from the atmosphere. (Another quarter of our excess carbon emissions is absorbed by the oceans; the remaining one-half accumulates in the atmosphere and is responsible for warming the planet.) Deterioration of an ecosystem—such as by climate-induced pests, drought, fire, and deliberate human modification—diminishes its capacity to absorb carbon, and may even convert it into a source of carbon dioxide emissions. Unchecked climate change could disrupt climatic conditions enough to send a region like the Amazon rainforest across such a tipping point—converting it from a carbon sink to a carbon source—and in fact, just such a weakening of resilience is already being observed there (Boulton, Lenton, and Boers 2022).
Despite the threats that climate change poses to natural carbon absorption, it is increasingly held out as an alternative to reducing our own emissions, or at least as a crafty expedient whereby we can buy some time, relax the mitigation burden a bit, and more gradually ramp up our emissions reduction efforts over a longer timeframe. Indeed, the hopes for these “negative emissions” strategies have grown beyond reasonable expectations.
Some analysts of future mitigation options assume the removal of carbon dioxide from the atmosphere and storage of it on the land (in the form of plant or soil matter) or underground (as compressed carbon dioxide transported in pipelines) will grow to a scale comparable in land requirements to current global agriculture.
If we cooperated globally and worked strenuously to keep emissions within the 1.5-degree Celsius budget, viewing negative emissions as a possible solution for situations that were virtually impossible to address any other way (such as methane emissions from wetland rice cultivation) would be feasible and sensible. But instead, most countries have charted a slow pace of reduction efforts for the near term and inadequate reduction targets for the medium term; they have labeled these steps consistent with the Paris goals, presupposing a vast reserve of land will wondrously materialize for negative emissions duty when we need it. This is a reckless strategy. Pursuing it further means banking on land being available and hoping that negative emissions activities won’t conflict with social needs such as food security.
Because the world has willfully downplayed the near-term effort needed to keep climate change within manageable bounds, such a strategy could leave us—and future generations—stranded with an insufficiently transformed energy economy. Saddled with a fossil fuel–dependent energy infrastructure, society would face a much more abrupt and disruptive transition than the one it had sought to avoid. Having exceeded its available carbon budget, it would face a carbon debt that cannot be repaid, and ultimately see much greater warming than it had prepared for.
WISE LAND USE AND STEWARDSHIP WILL PROVE CRITICAL to navigating our future. The specific technologies, practices, and policies are enormously varied and context specific, so it would be foolish to attempt a fair treatment here. But a few broad observations are warranted.
First, several cases touched on above illustrate how society is increasingly relying on land resources to help deal with climate change, even while land is itself under rising stresses from climate change. The expected tensions and trade-offs are already testing society’s capacity for wise land stewardship in a more hostile climate, with mixed results.
As biodiversity loss accelerates, there is increasing recognition that a large share of remaining biodiversity-rich areas—including more than one-third of intact forests and 80 percent of the world’s terrestrial biodiversity—is in the hands of indigenous groups. These stewards have protected both biodiversity and forest carbon more successfully than others, even during decades of rapacious extraction of global forest resources (Fa et al. 2020; World Bank 2019). This understanding must now be translated into policies that legally recognize and actively enforce community-based land tenure rights consistent with the UN Declaration on the Rights of Indigenous People, which most indigenous communities do not yet enjoy. Where that is done, indigenous communities will be better able to protect common resources through locally appropriate collective action. They will also be better able to resist outside actors who are intent on either extracting and degrading forest resources or on imposing “fortress conservation” models that disregard indigenous rights and are less effective in their ostensible conservation aims.
Much the same lesson applies to a range of emerging “green grab” strategies. As pressure on land is intensified by growing demand for bioenergy and food production, negative emissions capacity, and habitable areas, those who have capital, flexibility, political savvy, and powerful networks are crafting the relevant policies and ultimately benefiting from them, including through speculation. Consequently, the cost of public efforts to meet collective needs escalates, preventing people with the least political or economic power from meeting basic needs like food, livelihood, and home. New ways of abstracting these components of land and ecosystems and integrating them into distantly removed market processes are legitimizing new forms of appropriation. Some of them are akin to financial derivatives, and indeed can be disconcertingly reminiscent of the mortgage-backed financial derivatives, the collapse of which brought on a global recession and threatened much worse. One particularly glaring example is the carbon offset program (the Clean Development Mechanism) that developed countries have used to meet their legally binding targets under the Kyoto Protocol. This mechanism is now understood to have been based overwhelmingly on fictitious greenhouse gas reductions.
We should thus be wary about market mechanisms that simply carry forward questionable assumptions of equivalence (among distinct bits of natural capital) or of fungibility (between natural resources and technical alternatives), and about policy regimes that privilege the idea of net economic welfare to rationalize probable casualties of distribution or outright injuries to human rights and justice.
AS SPECIFIC CHARACTERISTICS OF LAND and ecosystems—such as their promise as a carbon sink or suitability for energy production—become more highly valued and more tightly integrated into the global economy, a fundamental question becomes only more pressing: who controls land and who benefits from it?
Lincoln Institute President George McCarthy put it succinctly at the organization’s Journalists Forum on climate change this spring: “Land contention redounds to power. And in disputes, power wins.” If the very power structures at the root of climate change are left intact, then the resulting market mechanisms and policy interventions will fail to save the climate while worsening the global scourge of poverty and marginalization. In doing so, they can contribute to what is becoming the third injustice of climate change: the most vulnerable are not only the least responsible for and most affected by climate change, but also the frontline victims of ill-conceived climate policies.
Our global society is confronting risks of an existential magnitude. These risks—all of our own making—are equal parts ecological and social. Ecologically, we persist in placing insupportable burdens on our planet. Socially, we remain riven by obscene disparities in wealth and power that have rendered us dysfunctional in the face of a civilizational threat. Solutions do exist. The importance of shifting to a less meat-intensive global diet for reasons of environmental sustainability—as well as personal health—is now clear. We have learned to be wary of narrowly focused mechanisms like carbon markets for protecting forests, given how complex these ecosystems are and how they provide multiple services to diverse human societies, not all of which are monetizable or even fully understood and appreciated.
Experience has shown us that indigenous communities, especially once they have legally enforced tenure rights, do a highly effective job managing forests and protecting biodiversity. On already significantly altered or degraded land, innovations in regenerative agriculture and ecosystem restoration are providing a means to maintain or enhance land-based carbon. And technological advances in the energy sector have made it possible for us to rehabilitate our fossil fuel–addicted global economy.
Perhaps most important, the world has finally reached a level of aggregate global welfare that—if it were shared more equitably—would make possible a dignified life for all, free from the privations of underdevelopment. We have the tools to save ourselves, but it remains up to us to actually do so.
Sivan Kartha is a senior scientist at the Stockholm Environment Institute and codirector of its Equitable Transitions Program. He served on the Intergovernmental Panel on Climate Change during the preparation of its Fifth and Sixth Assessment Reports, and serves as an advisor to the Lincoln Institute climate program.
Lead image: Amazon rainforest, Brazil. Credit: Gustavo Frazao via iStock/Getty Images Plus.
REFERENCES
Boulton, Chris A., Timothy M. Lenton, and Niklas Boers. 2022. “Pronounced Loss of Amazon Rainforest Resilience Since the Early 2000s.” Nature Climate Change 12 (271–278). March 7.
Fa, Julia E., and James EM Watson, Ian Leiper, Peter Potapov, Tom D. Evans, Neil D. Burgess, Zsolt Molnár, Álvaro Fernández-Llamazares, Tom Duncan, Stephanie Wang, Beau J. Austin, Harry Jonas, Cathy J. Robinson, Pernilla Malmer, Kerstin K. Zander, Micha V. Jackson, Erle Ellis, Eduardo S. Brondizio, Stephen T. Garnett. 2020. “Importance of Indigenous Peoples’ Lands for the Conservation of Intact Forest Landscapes.” Frontiers in Ecology and the Environment 18(3): 135–140.
IPBES. 2019. “Global Assessment Report on Biodiversity and Ecosystem Services of the Intergovernmental Science-Policy Platform on Biodiversity and Ecosystem Services.” E. S. Brondizio, J. Settele, S. Díaz, and H. T. Ngo (eds.). Bonn, Germany: IPBES Secretariat.
IPCC WGII. 2022. “Climate Change 2022: Impacts, Adaptation, and Vulnerability. Contribution of Working Group II to the Sixth Assessment Report of the Intergovernmental Panel on Climate Change.” H.-O. Pörtner, D.C. Roberts, M. Tignor, E.S. Poloczanska, K. Mintenbeck, A. Alegría, M. Craig, S. Langsdorf, S. Löschke, V. Möller, A. Okem, B. Rama (eds.). Cambridge, UK, and New York, NY: Cambridge University Press.
Kolbert, Elizabeth. 2014. The Sixth Extinction: An Unnatural History. New York, NY: Macmillan.
Leckie, Scott. 2013. “Finding Land Solutions to Climate Displacement: A Challenge Like Few Others.” Geneva, Switzerland: Displacement Solutions.
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