Una versión más actualizada de este artículo está disponible como parte del capítulo 2 del libro Perspectivas urbanas: Temas críticos en políticas de suelo de América Latina.
Muchos gobiernos latinoamericanos han mejorado el proceso de legalización de los asentamientos periféricos, y han reconocido el derecho a la vivienda y la postura de las Naciones Unidas que condena los desalojos forzosos como violaciones de los derechos humanos. Así y todo la práctica del desalojo persiste, con repercusiones devastadoras para familias, vecindades, y para con los esfuerzos de mejoramiento de grandes áreas urbanas. Al perpetuar un clima de miedo e incertidumbre, esta amenaza hace a la gente perder las ganas de invertir recursos y mano de obra en sus hogares y barrios.
Los desalojos en América Latina surgen del fenómeno de ocupación ilegal, el cual a su vez resulta de factores como la urbanización incontrolada, la falta de recursos financieros por parte de la población pobre y de los gobiernos municipales, y la carencia de títulos de propiedad legales o debidamente registrados. En tales circunstancias, la necesidad de supervivencia impulsa al pobre urbano a valerse de una variedad de mecanismos -incluyendo subdivisiones ilegales, invasiones y viviendas autoconstruidas- a fin de satisfacer sus necesidades de alojamiento y de comunidad.
Los moradores de Chapinero Alto, al noreste de Bogotá (Colombia), han enfrentado 30 años de intentos de desplazamiento y desalojo. Muchas de las familias que viven en esta periferia urbana montañosa son descendientes de los trabajadores de haciendas situadas en la región de la sabana (altos llanos). Conforme las haciendas se fueron cerrando y vendiendo para dar paso a la expansión urbana, los trabajadores no tuvieron más alternativa que quedarse a vivir en las colinas, cuyo valor era considerado despreciable por los promotores de mediados del siglo XX.
A principios de la década de 1970, los anuncios del plan de construcción de una autopista generaron una oleada especulativa y varios intentos de expulsión. Los moradores y sus aliados en universidades e instituciones religiosas formaron un frente social masivo que impidió varios desalojos, pero que no pudo detener la especulación. Para la época de finalización del proyecto (mediados de los ’80) pocas familias habían tenido que salir para dar paso a la carretera, pero los barrios tuvieron que volver a hacer frente a otra oleada de intentos de desalojo.
A principios de los ’90 la amenaza surgió nuevamente, esta vez en nombre de proyectos de desarrollo sostenible y de las denuncias hechas por el gobierno y varios grupos privados, que afirmaban que los barrios pobres atentaban contra el frágil medio ambiente circundante. Desde ese entonces los ocupantes se han visto obligados a luchar de mil maneras para defenderse contra los intentos de desalojo, y tal clima de inestabilidad ha desalentado cualquier proyecto de mejora bien sea por parte de los moradores como por parte del gobierno.
Refugiados del desarrollo
Las causas de los desalojos son variadas, pero típicamente se atribuyen directa o indirectamente a proyectos de renovación urbana. Debido a la creciente escasez de terrenos urbanizados, la competencia y las evicciones obligan a los moradores de los asentamientos informales a trasladarse a la periferia. En Bogotá, la expansión de la ciudad ha convertido a Chapinero Alto en uno de los predios más codiciados de la ciudad. A las víctimas de los desalojos (llamadas también “refugiados del desarrollo”) se les suele acusar de obstaculizar el progreso cuando protestan, y raramente se les ofrece una indemnización o participación en programas de reubicación. En los casos de especulación, a menudo las familias se ven obligadas a pasar el trago amargo de ser despojadas de sus hogares prácticamente sin previo aviso.
Los gobiernos locales desempeñan un papel principal en los procesos de desalojo, junto con propietarios de tierras, empresas urbanizadoras, cuerpos policiales y fuerzas armadas. Sacar a los pobres de los predios deseables no sólo facilita emprender proyectos de infraestructura e inmuebles de lujo, sino que también libera al rico del contacto diario con el pobre. Gobernantes y promotores suelen defender sus acciones en aras del embellecimiento y mejoramiento de la ciudad, o aseveran que las barriadas pobres son un caldo de cultivo de problemas sociales. Además, cada vez más se justifican los desalojos tras el escudo de la protección ambiental y el desarrollo sostenible. Todas estas razones han sido utilizadas por funcionarios gubernamentales y propietarios de títulos para eliminar los barrios pobres de Chapinero Alto.
Cuando las familias se ven obligadas a salir de sus predios, no sólo pierden sus tierras y sus hogares, sino también sus vecinos, comunidades y círculos sociales. El estrés sicológico y los daños a la salud causados por meses de incertidumbre pueden ser terribles. Frecuentemente los niños pierden meses de escuela, y sus padres deben viajar distancias considerables para llegar a sus trabajos. Los resultados de estudios antropológicos han demostrado que al dispersarse la población, se desmantelan las redes de ayuda mutua y los círculos sociales, los cuales son herramientas críticas de supervivencia para los pobres urbanos, quienes a menudo afrontan problemas económicos e incertidumbre. Estas redes de protección son irremplazables, incluso en los casos en que las familias reciben una indemnización. Por último, el desalojo entraña un alto riesgo de empobrecimiento, especialmente para las personas carentes de títulos de propiedad, puesto que generalmente no reciben indemnización.
En 1992 el gobierno de Bogotá desalojó a un grupo de 30 familias tras una violenta disputa con un propietario. La ciudad trasladó a las familias a una escuela abandonada, donde vivieron durante varios meses esperando las viviendas de interés social prometidas por el alcalde. A medida que pasaron los meses y se evaporó la promesa de las viviendas, los problemas de estrés, salud y pérdida de ingresos y educación ocasionaron efectos graves en las familias. Varios de los hombres abandonaron sus familias; hubo incidentes de violencia doméstica; y se desintegraron las relaciones sociales. Para el año 1997 las familias se habían dispersado y estaban viviendo dondequiera que pudieron conseguir dónde vivir en la ciudad.
Una de las consecuencias más dolorosas del desalojo es la repercusión negativa que tiene esa permanente inseguridad sobre todos los asentamientos irregulares. Sin importar si al final se hace o no realidad, la amenaza constante del desahucio afecta vastas zonas de ciudades en desarrollo y frena las inversiones en viviendas y servicios, tan necesarias para resolver los problemas de las barriadas. Ésta es una de las razones que imponen estudiar la práctica de los desalojos forzosos dentro del marco de los derechos humanos. El problema continuará hasta tanto la seguridad de tenencia y de una vivienda adecuada no sean protegidas como derechos humanos.
Desalojos y derechos humanos
Dadas las consecuencias sociales de amplio efecto que tienen los desalojos forzosos, no es de sorprender que los mismos quebranten un buen número de derechos humanos. Para empezar, obviamente comprometen el derecho a la vivienda, defendido por el derecho internacional en forma cada vez más explícita. El derecho a la vivienda fue establecido por vez primera en el artículo 25 de la Declaración de las Naciones Unidas sobre los Derechos Humanos de 1948. La Declaración sobre el Progreso Social y el Desarrollo, la Declaración de los Derechos del Niño, la Declaración de Vancouver sobre los Asentamientos Humanos y otros congresos también afirman el derecho a la vivienda, así como lo hacen más de 50 constituciones, entre ellas la Constitución Colombiana de 1991.
Además del derecho a la vivienda, el desalojo forzoso entraña comúnmente una violación al derecho a la libertad de movimiento. La violencia o el asesinato de líderes o miembros de la comunidad que protestan los desahucios constituyen claras violaciones al derecho a la vida y a la seguridad de las personas, así como también a la libertad de expresión y de afiliación. Cuando un niño es retirado de su escuela debido a un desalojo forzoso, se quebranta su derecho a la educación. Cuando los cuerpos policiales o militares irrumpen en los hogares a la fuerza, las familias pierden sus derechos a la vida privada. El derecho al trabajo es una de las violaciones más frecuentes del desahucio. Finalmente, las repercusiones psicológicas y físicas que acarrean los desalojos forzosos infringen el derecho a la salud.
Incluso en aquellas regiones donde los gobiernos han ratificado las declaraciones de las Naciones Unidas sobre el derecho a la vivienda, se siguen cometiendo violaciones. Las Naciones Unidas y muchos otros organismos observadores responsabilizan claramente al Estado como ente encargado de prevenir los desalojos, y han declarado que si un gobierno fracasa en sus intentos de garantizar la disponibilidad de viviendas adecuadas, tampoco puede aseverar que la eliminación de los asentamientos ilegales cumpla con las normas de derecho internacional. Dado que prácticamente todos los desalojos forzosos son planeados, y dado que existe un conjunto de estipulaciones reconocidas internacionalmente que condenan la práctica, tales desplazamientos deberían efectuarse en seguimiento a políticas sociales y dentro de un marco de trabajo centrado en los derechos humanos.
Consideraciones de política
Basado en varios estudios sobre desalojos forzosos y en nuestro propio estudio de investigación realizado en Bogotá, seguidamente expondremos varias sugerencias para mejorar las políticas de vivienda y de prevención de la violencia mediante el cumplimiento de las normas de derechos humanos. Los puntos siguientes deben ser el objetivo de las políticas que se proponen eliminar los desalojos forzosos:
Los problemas asociados al desalojo forzoso -violencia, empobrecimiento y estancamiento del desarrollo urbano- podrán prevenirse con más eficacia únicamente implementando mecanismos eficaces para extender los derechos de tenencia a la población urbana pobre. El mejoramiento de las actuales directrices de los derechos humanos requiere extender los derechos de protección contra desalojos forzosos y los derechos al reasentamiento adecuado. Aunque las directrices actuales se cumplen con más eficacia en los proyectos de desarrollo que cuentan con financiamiento internacional, los estados deberían valerse de directrices similares para aplicarlas a toda forma de desplazamiento. Al extender las directrices de los derechos humanos y mejorar los mecanismos de ejecución y cumplimiento, los organismos nacionales e internacionales podrán cumplir mejor con las necesidades de la población pobre urbana.
Margaret Everett es profesora asistente de antropología y estudios internacionales en Portland State University en Portland, Oregon. Su estudio de investigación para este artículo fue parcialmente financiado por el Instituto Lincoln. El informe completo, “Desalojos y derechos humanos: un estudio etnográfico de disputas de desarrollo y tierras en Bogotá, Colombia”, está publicado en la sección de América Latina del sitio Web del Instituto Lincoln (www.lincolninst.edu).
Leyendas de las fotos
Una vivienda del barrio Bosque Calderón de Bogotá muestra los mensajes ‘Respeten nuestros derechos de posesión y vivamos en paz’ y ‘Más de 30 años de posesión es una razón’. Sus habitantes se enfrentaron a intentos de desalojo desde principios de los años ’70, y finalmente recibieron los títulos legales a principio de los ’90.
Los moradores de Bosque Calderón participan en un proyecto de vivienda comunitaria tras finalmente adquirir el permiso de tenencia legal.
Francisco Sabatini, a sociologist and urban planner, is a professor at the Catholic University of Chile in Santiago, where he lectures on urban studies and planning and conducts research on residential segregation, value capture and environmental conflicts. He combines his academic work with involvement in NGO-based research and action projects in low-income neighborhoods and villages. He served as an advisor to the Chilean Minister of Housing and Urban Affairs after democracy was restored in 1990, and as a member of the National Advisory Committee on the Environment in the subsequent democratic governments. Sabatini has published extensively in books and journals, and has taught in several countries, mainly in Latin America. He is a long-standing collaborator in the Lincoln Institute’s Program on Latin America and the Caribbean, as a course developer, instructor and researcher.
Land Lines: Why is the topic of residential segregation so important for land policy and urban planning in general?
Francisco Sabatini: Zoning, the centerpiece of urban planning, consists of segregating or separating activities and consolidating homogeneous urban areas, for either exclusionary or inclusionary purposes. At the city level, this planning tool was introduced in Frankfurt, Germany, in 1891 and was adopted elsewhere to address environmental and social problems due to rapid urbanization and industrialization. In modern cities the widespread practice of zoning to separate different activities and groups has aggravated these and other problems. It affects traffic and air pollution because more car trips are needed to move around the city, and it contributes to environmental decay and urban ghettos characterized by symptoms of social disintegration, such as increasing rates of school dropouts, teenage pregnancy and drug addiction.
It is indisputable that the desire for social segregation has long been a component of exclusionary zoning, along with concerns related to the environment and health. The influx of working-class families and immigrants is often considered undesirable and politically threatening, and zoning has been used to segregate such groups. Ethnic and religious discrimination are the most negative forms of social segregation. When a national government defines itself in religious, ethnic or racial terms, residential segregation usually remains entrenched as a severe form of discrimination, intolerance and human exploitation, as in Ireland, South Africa and Israel. Segregation can be positive, however, as in many cities around the world that become socially enriched with the proliferation of ethnic enclaves.
LL: What are the economic impacts of segregation?
FS: Besides its urban and social effects, residential segregation is an important aspect of land policy because it is closely connected to the functioning of land markets and is a factor in motivating households to pursue economic security and the formation of intergenerational assets. Fast-growing cities in unstable and historically inflationary economies convert land price increments into an opportunity for households at every social level to achieve their goals. It is no coincidence that the percentage of home ownership is comparatively high in Latin American cities, including among its poor groups. Land valuation seems to be an important motivation behind the self-segregating processes of the upper and middle classes. And, the increase in land prices is a factor in limiting access to serviced land and contributing to spatial segregation. In fact, the scarcity of serviced land at affordable prices, rather than the absolute scarcity of land, is considered the main land problem in Latin American cities, according to research conducted at the Lincoln Institute.
LL: What makes residential segregation so important in Latin America?
FS: Two of the most salient features of Latin America are its socioeconomic inequality and its urban residential segregation. There is an obvious connection between the two phenomena, though one is not a simple reflection of the other. For example, changes in income inequality in Brazilian cities are not necessarily accompanied by equivalent changes in spatial segregation. Residential segregation is closely related to the processes of social differentiation, however, and in that sense is deeply entrenched in the region’s economically diverse cities.
The rapidly increasing rate of crime and related social problems in spatially segregated low-income neighborhoods makes segregation a critical policy issue. These areas seem to be devolving from the “hopeful poverty” that predominated before the economic reforms of the 1980s to an atmosphere of hopelessness distinctive of urban ghettos. How much of this change can be attributed to residential segregation is an open question, on which little research is being done. I believe that in the current context of “flexible” labor regimes (no contracts, no enforcement of labor regulations, etc.) and alienation of civil society from formal politics, residential segregation adds a new component to social exclusion and desolation. In the past, spatial agglomeration of the poor tended to support grassroots organizations and empower them within a predominantly elitist political system.
LL: What features are characteristic of residential segregation in Latin America, as contrasted to the rest of the world?
FS: Compared to societies with strong social mobility, such as the United States, spatial segregation as a means of asserting social and ethnic identities is used less frequently in Latin America. Brazil shares with the U.S. a history of slavery and high levels of immigration, and it is one of the most unequal societies in the world; however, there is apparently much less ethnic or income segregation in residential neighborhoods in Brazil than in the U.S.
At the same time, there is a high degree of spatial concentration of elites and the rising middle class in wealthy areas of Latin American cities, although in many cases these areas are also the most socially diverse. Lower-income groups easily move into these neighborhoods, in contrast with the tradition of the wealthy Anglo-American suburb, which tends to remain socially and economically homogeneous over time.
Another noteworthy spatial pattern is that the segregated poor neighborhoods in Latin America are located predominantly on the periphery of cities, more like the pattern of continental Europe than that of many Anglo-American cities, where high concentrations of poverty are found in the center. The powerful upper classes in Latin America have crafted urban rules and regulations and influenced public investment in order to exclude the “informal” poor from some of the more modern zones, thus making the underdevelopment of their cities and countries less visible.
Finally, the existence of a civic culture of social integration in Latin America is manifested in a socially mixed physical environment. This widespread social mingling could be linked to the Catholic cultural ethos and the phenomenon of a cultural mestizo, or melting pot. The mestizo is an important figure in Latin American history, and it is telling that in English there is no word for mestizo. Anglo-American, Protestant cities seem to demonstrate more reluctance to encourage social and spatial mixing. Expanding this Latin American cultural heritage should be a basic goal of land policies aiming to deter the formation of poor urban ghettos, and it could influence residential segregation elsewhere.
LL: What trends do you perceive in residential segregation in Latin America?
FS: Two trends are relevant, both stimulated by the economic reforms of the 1980s: the spatial dispersal of upper-class gated communities and other mega-projects into low-income fringe areas; and the proliferation of the ghetto effect in deprived neighborhoods. The invasion of the urban periphery by large real estate projects triggers the gentrification of areas otherwise likely to become low-income settlements, giving way to huge profits for some. It also shortens the physical distance between the poor and other social groups, despite the fact that this new form of residential segregation is more intense because gated communities are highly homogeneous and walls or fences reinforce exclusion. Due to the peripheral location of these new developments, the processes of gentrification must be supported by modern regional infrastructures, mainly roads. Widespread private land ownership by the poor residents could help to prevent their complete expulsion from these gentrified areas and achieve a greater degree of social diversity.
The second trend consists of the social disintegration in those low-income neighborhoods where economic and political exclusion have been added to traditional spatial segregation, as mentioned earlier.
LL: What should land policy officials, in Latin America and elsewhere, know about residential segregation, and why?
FS: Residential segregation is not a necessary by-product of public housing programs or of the functioning of land markets, nor is it a necessary spatial reflection of social inequality. Thus, land policies aimed at controlling residential segregation could contribute to deterring the current expansion of the ghetto effect. In addition, officials should consider measures aimed at democratizing the city, most notably with regard to the distribution of investments in urban infrastructure. Policies such as participatory budgeting, as implemented in Porto Alegre and other Brazilian cities, could be indispensable in helping to undermine one of the mainstays of residential segregation in Latin American cities: public investments biased toward affluent areas.
LL: How is your work with the Lincoln Institute addressing these problems?
FS: Residential segregation is widely recognized as a relevant urban topic, but it has been scarcely researched by academics and to a large extent has been neglected by land policy officials. With the Institute’s support I have been lecturing on the topic in several Latin American universities over the past year, to promote discussion among faculty and students in urban planning and land development departments. I also lead a network of scholars that has recently prepared an eight-session course on residential segregation and land markets in Latin America cities. It is available in CD-ROM format for public officials and educators to support teaching, research and debate on the topic.
LL: Please expand on your new role as a Lincoln Institute partner in Chile.
FS: This year we inaugurated the Program on Support for the Design of Urban Policies at the Catholic University of Chile in Santiago. The program’s advisory board includes members of parliament, senior public officials, business leaders, researchers, consultants and NGO representatives. With its focus on land policy, particularly actions related to the financing of urban development and residential social integration, this board will identify relevant national land policy objectives and adequate strategies to reach them, including activities in the areas of training, applied policy research and dissemination of the results.
The board’s first task is to promote broad discussion of the draft reform of major urban laws and policies that the government recently sent to the Chilean Parliament. Since the late 1970s, when the urban and land market liberalization policies were applied under the military dictatorship, the debate on urban policies has fallen nearly silent, and Chile has lost its regional leadership position on these issues. Overly simplistic notions about the operation and potential of land markets, and especially about the origins of residential segregation (due in part to ideological bias), have contributed to this lack of discussion. Both land markets and the processes of residential segregation must be seen as arenas of critical social and urban importance. We want to reintroduce Chile into this debate, which has been facilitated by the Lincoln Institute’s Program on Latin America and the Caribbean and its networks of experts over the past 10 years.
References and Resources
Sabatini, Francisco, and Gonzalo Cáceres. 2004. Barrios cerrados: Entre la exclusión y la integración residencial (Gated communities: Between exclusion and residential integration). Santiago: Instituto de Geografía, Pontificia Universidad Católica de Chile.
———. Forthcoming. Recuperación de plusvalías en Santiago de Chile: Experiencias del Siglo XX. (Value capture in Santiago, Chile: Experiences from the 20th century). Santiago: Instituto de Geografía, Pontificia Universidad Católica de Chile.
Sabatini, Francisco, Gonzalo Cáceres and Gabriela Muñoz. 2004. Segregación residencial y mercados de suelo en la ciudad latinoamericana. (Residential segregation and land markets in Latin American cities). CD-ROM.
Espaço e debates. 2004. Segregações urbanas 24(45).
In Latin American cities, especially in the larger ones, location is critical for vulnerable groups. In Buenos Aires, the population of shantytowns in the central area doubled in the last inter-census period (1991–2001), even though total population declined by approximately 8 percent. In Rio de Janeiro during the same decade, the fastest growing informal settlements were those considered to be in the best locations, generally near the beach in middle- and upper-income neighborhoods, although they were already the most crowded and congested slums.
Although many governments in Latin America have improved the process of legalizing peripheral settlements, recognized the rights of housing, and acknowledged the United Nations’ position on evictions as violations of fundamental human rights, urban displacement continues. Forced evictions bring devastation to families and neighborhoods and hamper efforts to improve large areas of the city. By perpetuating a climate of fear and uncertainty, the threat of eviction makes people reluctant to invest labor and resources in their homes and barrios.
Evictions arise from the prevalence of illegal housing in Latin America, which is caused by rapid growth, the limited financial resources of the poor and municipal governments alike, and unclear or contested titles. Given this situation, the urban poor employ a number of survival mechanisms, including illegal subdivisions, invasions, and do-it-yourself housing, in order to meet their needs for shelter and community.
In the northeastern section of Bogotá, Colombia, known as Chapinero Alto, residents have faced 30 years of displacement and eviction attempts. Many of the families living in this mountainous urban periphery are related to the workers on the great estates that covered the sabana (high plain). As the estates were broken up and sold to make way for urban expansion, the workers were left to live in the hills, which at mid-century were considered worthless to developers.
In the early 1970s, a planned highway project through the area brought a wave of speculation and several eviction attempts. Residents and their allies at universities and religious institutions formed a massive social movement that blocked several evictions but could not halt speculation. When the highway was finally built in the 1980s, only a few families had to move to make way for the road, but another wave of eviction attempts threatened the barrios.
In the early 1990s, residents faced a new threat: sustainable development and claims by both government and private groups that the poor barrios were a threat to the fragile environment. Since then, continued pressure to remove squatters has tested the abilities of residents to defend against eviction. The uncertainty has also discouraged investment by both residents and the city government.
Development Refugees
The causes of evictions are varied, but typically displacement relates directly or indirectly to development. As the availability of serviceable land shrinks, competition and evictions force the residents of such informal housing settlements further into the periphery. In Bogotá, the expansion of the city has made Chapinero Alto one of the most coveted pieces of real estate in the city. The victims of evictions, so-called development refugees, are often accused of standing in the way of progress when they protest. They are rarely offered compensation or allowed to participate in resettlement. In cases of speculation, residents typically have little warning prior to eviction and experience the trauma of forced displacement.
Local governments play a central role in evictions, along with landowners, developers, police and armed forces. Clearing the poor residents from desirable lands not only makes way for luxury development and infrastructure projects but also frees the wealthy from daily contact with them. Governments and developers often cite the beautification and improvement of the city as justification, or claim that social problems proliferate in slums. Governments also increasingly cite environmental protection and sustainable development as justifications for eviction. Government officials and private title-holders hoping to evict squatters have used all of these justifications in their efforts to clear Chapinero Alto of poor barrios.
When families are forced to move, they lose not only their land and houses, but neighborhoods, communities and social networks. The psychological stress caused by months of uncertainty and the health effects alone can be devastating. Children often lose months of school and their parents often travel long distances to get to work. Anthropologists have demonstrated that relationships of mutual aid and social networks are dismantled as populations disperse. These social networks are a critical survival tool for the urban poor who must constantly weather economic fluctuations and uncertainty. Even when families receive compensation for lost homes, these social relations are virtually irreplaceable. Finally, displacement carries a very high risk of impoverishment. This is especially true for those who lack legal title to their land because they generally do not receive compensation.
In 1992, the Bogotá city government evicted a group of 30 families following a violent dispute with the title-holder. The city moved the families to an abandoned school where they lived for several months awaiting public housing promised to them by the mayor. As the months wore on and the promised housing solution evaporated, stress, health problems and lost income and education took their toll on the families. Several of the men left, rumors of domestic violence grew, and social relationships disintegrated. By 1997, the families were scattered around the city in whatever housing they could find.
One of the most distressing consequences of urban displacement is the effect that insecurity of tenure has on all irregular settlements. Whether or not residents are ever evicted, the threat of eviction affects huge areas of developing cities and prevents investment in housing and services that is necessary to solve the problem of slums in the first place. This is one of the reasons why the problem of evictions must be addressed within the framework of human rights; until security of tenure and adequate shelter are fully acknowledged and protected as human rights, the problem of urban displacement will continue.
Evictions and Human Rights
Given the far-reaching social consequences of displacement, it is not surprising that forced evictions entail the violation of a number of human rights. Evictions obviously compromise the right to housing. The right to adequate housing has been made increasing explicit in international law. Article 25 of the United Nations Declaration on Human Rights established the right to housing for the first time in 1948. The Declaration on Social Progress and Development, the Declaration on the Rights of the Child, the Vancouver Declaration on Human Settlement and other conventions all affirm the right to housing. More than 50 constitutions recognize housing as a human right, including the Colombian Constitution of 1991.
In addition to the right to housing, the right to freedom of movement is commonly violated with eviction. When community leaders and protestors are killed or subjected to violence, the right to life and security of the person are denied, as are the right of freedom of expression and association. When children are taken from school, the right to education is affected. When police or military enter homes by force, families lose their rights of privacy. The right to work is one of the most common violations associated with evictions. Finally, the psychological and physical toll wrought by eviction compromises the right to health.
Even where governments have ratified UN conventions on housing rights, evictions often occur. The United Nations, like many other observers, clearly places the responsibility for preventing evictions on the states. The United Nations has declared that when governments fail to ensure the availability of adequate housing, they must not claim that the removal of illegal settlements is consistent with international law. Since virtually all evictions are planned, and since there are a set of internationally recognized conventions in place condemning eviction, such displacements should be guided by social policies and a human rights framework.
Policy Considerations
Based on a review of several studies on eviction and my own research in Bogotá, I suggest a number of ways in which better enforcement of human rights can improve housing policies and prevent violence. The following points should be the focus of policies aimed at eliminating forced evictions.
Only when effective mechanisms for extending tenure rights to the urban poor have been created can the problems associated with forced displacement-violence, impoverishment, stagnated urban development-be adequately addressed. One major way that current human rights guidelines can be improved is to extend the rights to protection from forced eviction and the rights to adequate resettlement. Current guidelines are most effectively enforced in cases of internationally financed development projects, but similar guidelines could be used by states to govern all forms of displacement. By extending human rights guidelines and improving the mechanisms for implementation and enforcement, national and international agencies can better meet the needs of the urban poor.
Margaret Everett is assistant professor of Anthropology and International Studies at Portland State University in Portland, Oregon. Her research for this article was funded in part by the Lincoln Institute. The complete report, “Evictions and Human Rights: An Ethnographic Study of Development and Land Disputes in Bogotá, Colombia,” is posted on the Lincoln Institute website.
Una versión más actualizada de este artículo está disponible como parte del capítulo 2 del libro Perspectivas urbanas: Temas críticos en políticas de suelo de América Latina.
Durante varios años, el Instituto Lincoln ha patrocinado programas de investigación y capacitación en colaboración con funcionarios de Porto Alegre, Brasil. El experimento de política del suelo descrito en este artículo representa un avance de alto potencial pedagógico porque recalca la importancia de los factores de procedimiento (gestión, negociación, transparencia, legitimidad pública) en la provisión de tierras urbanizadas para los pobres, por encima del enfoque tradicional en las necesidades de financiamiento y otros recursos.
En el mundo de hoy, aproximadamente mil millones de personas viven en tugurios de barrios marginales con infraestructura precaria y sin seguridad de tenencia, y se espera que la situación empeore en el futuro (UN-HABITAT 2003). Desde las perspectivas del orden urbano y del ambiente, las ocupaciones ilegales del suelo suelen causar daños irreversibles e imponer altos costos de urbanización para los gobiernos municipales y para la sociedad como un todo.
La irregularidad es un fenómeno multidimensional que involucra cuestiones de tenencia (derechos de ocupación legal, registro de títulos, etc.); cumplimiento de normas y regulaciones urbanas (tamaños de lotes, tolerancias para espacios públicos, disposición de calles, etc.); cantidad y calidad de servicios suministrados; tipo de área donde se produce el asentamiento (áreas con riesgos ecológicos, laderas, zonas industriales abandonadas contaminadas, etc.); y por encima de todo, el proceso de ocupación en sí, que suele ser diametralmente opuesto al de la urbanización formal. En el mundo “formal”, la ocupación representa la última fase de una secuencia legal y reglamentada que empieza con la titulación y continúa con el planeamiento y la dotación de servicios.
Si bien las áreas irregulares suelen disponer de infraestructura básica, lo cierto es que la instalan los parceladores o las autoridades municipales después de la ocupación y frecuentemente como medida de emergencia. Por ejemplo, algunas veces existen redes troncales de agua y sistemas de alcantarillado cerca de las áreas donde se están formando los asentamientos irregulares, y el parcelador o incluso los ocupantes se limitan a improvisar conexiones clandestinas a las tuberías principales. Esta clase de intervención, si bien no es desastrosa en asentamientos pequeños, conlleva la extensión de los servicios a áreas no aptas para la ocupación humana. En otros casos, compañías de servicios públicos o privados extienden sus servicios a nuevos asentamientos sin tener en cuenta su condición legal y a menudo sin consultar con las autoridades municipales.
Procesos de ocupación típicos
Hoy en día, la manera más común de crear asentamientos irregulares consiste en ocupar parcelas mediante una compleja sucesión de transacciones comerciales en las que participan el propietario, el promotor inmobiliario o parcelador (fraccionador de terrenos) y, frecuentemente, los futuros ocupantes. Los propietarios buscan maneras de sacarle rentabilidad a la tierra; los parceladores hacen caso omiso a los códigos municipales y producen subdivisiones de bajo costo y alta rentabilidad; y los ocupantes pobres adquieren estos terrenos ilegales simplemente porque no tienen otra opción y quizás ni siquiera conocimiento de la legalidad de la situación. Por lo general, estas personas carecen de fuentes regulares de ingresos y de ahorros que les permitan aspirar a créditos o satisfacer las estrictas normas de construcción y otras condiciones exigidas para la adquisición y ocupación formal.
Los ocupantes compran el “derecho de ocupación” a través de un contrato de adquisición de la parcela (sin importar el estatus legal del terreno) y proceden a organizar la disposición de las calles y a construir viviendas sencillas. Cuando se realiza una inspección oficial, ya es demasiado tarde: las casas ya se construyeron y la comunidad está organizada para resistirse a cualquier intento de cambio. Las autoridades públicas no tienen capacidad para ir al ritmo de este ciclo de complicidad y terminan limitando su función a una mínima inspección, lo que no sólo esconde un modelo de gestión tolerante de la informalidad sino que pone en evidencia la carencia de otras opciones habitacionales para ese segmento de la población.
Muchas ciudades están aplicando medidas curativas de alto costo para introducir mejoras urbanas y programas de regularización de títulos, pero su eficacia ha sido limitada hasta la fecha (Smolka 2003). Lo más grave y paradójico es que las expectativas creadas por estos programas tienden a aumentar el número de personas que recurren a la irregularidad. Para decirlo en pocas palabras: el proceso típico de acceso a tierra urbanizada por parte de los pobres urbanos es injusto e ineficaz, y a la larga termina en un círculo vicioso de irregularidad porque contribuye a la pobreza en vez de mitigarla. El problema no es tanto definir el tipo, el proveedor y la escala de los servicios suministrados sino más bien cómo, cuándo y dónde funciona el proceso de dotación de dichos servicios.
El caso de Porto Alegre, Brasil
Porto Alegre, capital del estado más meridional de Brasil, es centro de un área metropolitana formada por 31 municipalidades. Con una población de 1.360.590 habitantes (año 2000), esta ciudad ha ganado reconocimiento mundial gracias a sus programas de reducción de la pobreza e inclusión social y sus muy aclamados procesos de gestión participativa que han mejorado la calidad de vida de sus habitantes (Getúlio Vargas Foundation 2004; Jones Lang Lasalle 2003; UNDP 2003; UN/UMP 2003). Cabe mencionar el alto alcance de los servicios de infraestructura, ejemplificado en el hecho de que el 84 por ciento de las viviendas de la ciudad están conectadas al sistema de alcantarillado; el 99,5 por ciento recibe suministro de agua tratada; el 98 por ciento recibe electricidad; y el 100 por ciento de los sectores goza de servicios de recolección selectiva de desechos (municipalidad de Porto Alegre, 2003).
A pesar de estas cifras impresionantes, el 25,5 por ciento de la población vive en los 727 asentamientos irregulares de la ciudad (Green, 2004) y el crecimiento anual estimado de la población de estas áreas marginales es del 4 por ciento, en comparación con sólo 1,35 por ciento para la ciudad en conjunto. Esta situación plantea la interrogante de cómo explicar el aumento paradójico de irregularidad ante la provisión generalizada de servicios básicos en un periodo de gestión participativa exitosa y popular.
A pesar de que el proceso decisorio de inversiones públicas en Porto Alegre ha mejorado desde 1989 (fecha de la introducción del sistema de presupuesto participativo descentralizado), también es cierto que el proceso sigue aquejado de fallas tales como ineficacia del sistema económico, técnicas poco apropiadas, caos medioambiental, injusticia fiscal (porque el dinero que debería beneficiar al público termina en los bolsillos de los parceladores) e insostenibilidad política. Muchas de las zonas están plagadas de problemas serios como calles deficientes sin drenaje ni pavimentación, inestabilidad geológica, susceptibilidad a inundaciones y falta de titulación legal, lo cual se traduce, por ejemplo, en la carencia de domicilio postal para poder recibir correspondencia. Así y todo, el caso de Porto Alegre es muy interesante porque constituye una vívida demostración de que el problema de confrontar la irregularidad no se refiere tanto a la provisión de servicios sino a cambiar el proceso de prestación de los mismos. Se trata de una cuestión de procedimientos, un cambio en las reglas del juego.
Un innovador instrumento de política urbana
El Urbanizador Social fue desarrollado en Porto Alegre como un instrumento, y más generalmente un programa, para superar el proceso insostenible de provisión de servicios urbanos pese a una larga historia de legislación reglamentaria (fig. 1). Promulgada en julio de 2003, poco después de la aprobación del innovador decreto brasileño Estatuto de la Ciudad, la Ley del Urbanizador Social fue el fruto de intenso diálogo entre sindicatos de la industria de la construcción, pequeños parceladores, cooperativas de vivienda, agentes financieros y la municipalidad.
Un “urbanizador social” es un promotor inmobiliario inscrito en el municipio, que tiene interés en construir viviendas de interés social en áreas identificadas por el gobierno y conviene en hacerlo bajo ciertos términos negociados tales como ofrecer parcelas urbanizadas a precios accesibles. Se trata de una asociación público-privada a través de la cual la municipalidad se compromete a aumentar la flexibilidad de ciertas normas y reglamentos urbanos, agilizar el proceso de obtención de licencias, reducir los requisitos jurídicos y reconocer la urbanización progresiva en etapas. También se prevé la transferencia de los derechos de urbanización como estímulo para los urbanizadores privados. Otros incentivos pueden presentarse en forma de acceso a líneas de crédito específicas o ciertas inversiones públicas directas en infraestructura urbana, de manera que los costos no terminen saliendo de los bolsillos del comprador final. Entre los posibles “urbanizadores sociales” figuran promotores inmobiliarios debidamente certificados, contratistas que ya están trabajando en el mercado informal, propietarios y cooperativas autogestionadas.
El programa Urbanizador Social de Porto Alegre incorpora lecciones aprendidas de problemas reales como también oportunidades de acción pública aún sin explotar, y se inspira en varias ideas específicas. Primero que todo, reconoce que los parceladores que suministran tierras urbanizadas al sector de bajos ingresos —si bien a través de actividades ilegales, irregulares, informales y clandestinas— poseen una experiencia y familiaridad con dicho sector que definitivamente no tienen las autoridades públicas. Por eso, en vez de condenar a estos agentes, posiblemente sea más beneficioso para el interés público darles incentivos apropiados (como también sanciones) para que puedan desempeñarse dentro del marco legal. Además, aunque es ampliamente sabido que los parceladores suelen ganar más dinero si se mantienen al margen de la ley (porque tienen menos costos generales, no pagan tarifas de permisos, etc.) menos conocido es el hecho de que, si se les diera la opción, muchos de ellos preferirían trabajar legalmente, incluso si ello redujera sus ganancias.
En segundo lugar, las plusvalías generadas por las transacciones del suelo podrían convertirse en una fuente de ingresos para el proyecto. En la práctica, este valor agregado debería ser distribuido directamente por el propietario —como una contribución de tierra que exceda lo exigido por la ley para los fraccionamientos de terrenos para el sector de bajos recursos—, e indirectamente por el parcelador en forma de menores precios del suelo para los compradores de bajos ingresos. En la mayoría de los casos de urbanización irregular, el público no percibe los beneficios de estos aumentos en el valor del suelo.
En tercer lugar, al dar transparencia a los términos de las negociaciones directas, y en consecuencia propiciar acuerdos que benefician a todas las partes interesadas (propietarios, promotores, autoridades públicas, compradores), el proceso del Urbanizador Social crea vías que facilitan el cumplimiento de las normas establecidas para el proyecto. Otro componente del proceso de negociación está relacionado con el programa de inversión acordado y su efecto en eliminar la especulación.
En cuarto lugar, para que este nuevo modo de urbanización pueda tener éxito, es necesario que pueda ofrecer un suministro adecuado de tierra urbanizada que satisfaga las necesidades sociales bajo condiciones de mercado competitivas (es decir, más costeables que las condiciones de los parceladores que normalmente serían informales). Un ingrediente básico del programa es que establece nuevas reglas para la urbanización social en general. Para los agentes privados debe estar muy claro que el proceso del Urbanizador Social es la única vía de participación del gobierno en el desarrollo de asentamientos costeables y aprobados.
El Urbanizador Social como un tercer camino
Desde el punto de vista del interés público, la meta principal de esta nueva estrategia es establecer, antes de la ocupación de los terrenos, la base o al menos un programa urbanizador que permita reducir o controlar los costos de la urbanización (fig. 2).
Por lo general, los gobiernos de las ciudades del tercer mundo responden a la incapacidad del sector pobre para tener acceso al mercado formal mediante dos modelos o paradigmas. Bajo el modelo del subsidio, el público interviene para facilitar tierra urbanizada bien sea directamente a través de asentamientos públicos desarrollados como respuesta a situaciones de emergencia, o indirectamente mediante préstamos a tasas inferiores del mercado para los promotores inmobiliarios que se desenvuelven en ese sector del mercado. En el otro extremo, el llamado “modelo de tolerancia del 100 por ciento” reconoce que el gobierno no tiene la capacidad de suministrar toda la tierra urbanizada requerida, y en consecuencia tolera arreglos irregulares e informales que pueden a la larga mejorarse mediante varias clases de programas de regularización.
Ninguna de estas dos maneras de enfrentar el problema afectan las condiciones del mercado y ambas contribuyen al círculo vicioso de la informalidad. En el primero de los casos, los subsidios se transforman en mayores precios del suelo, mientras que en el segundo caso los parceladores imponen una recargo basado en las expectativas de una regularización futura: mientras mayor es la expectativa, mayor es el recargo.
El Urbanizador Social representa una tercera vía que reconoce tanto el papel y la experiencia de los parceladores informales que trabajan en el segmento de bajos recursos, como la función indispensable de los agentes públicos, quienes prestan su apoyo a la población pobre para que participe en un mercado que, de otra manera, sería inaccesible. En otras palabras, este programa representa un esfuerzo para “formalizar lo informal” e “informalizar lo formal”, facilitando y proporcionando incentivos para que los promotores inmobiliarios puedan desenvolverse con más flexibilidad en ese sector poco rentable que es el mercado de bajos ingresos. Es un instrumento diseñado para estimular tanto a los empresarios que operan en el mercado inmobiliario clandestino como aquéllos que lo hacen en el segmento mercantil formal de mayores recursos, a fin de que urbanicen la tierra bajo las normas regulares existentes.
En el mundo entero se ha establecido una gran variedad de asociaciones público-privadas. Aunque es posible que el Urbanizador Social pueda ser visto como otro más de estos arreglos, consideramos importante establecerlo claramente y darle amplia difusión a fin de incrementar las posibilidades de este tipo de asociaciones.
La promulgación de la Ley del Urbanizador Social constituye un intento de cambiar la manera tradicional de responder a las necesidades de vivienda del sector de bajos recursos, porque da una señal clara a los agentes privados que gestionan en el mercado del suelo y protege al público de las acciones arbitrarias de los desarrollos privados. El Urbanizador Social ha demostrado ser una herramienta indispensable para la gestión pública. Sin embargo, dado que rompe con las prácticas de “siempre”, su puesta en práctica enfrenta todavía una multiplicidad de desafíos:
1. Desde un punto de vista institucional, debe superar el modelo tradicional de desarrollo urbano del municipio, que se ha limitado a los aspectos de regulación e inspección. Esta tradición puede interferir en las funciones de la autoridad pública como gerente, líder de los procesos de urbanización y regulador de relaciones que normalmente quedan a la merced de las reglas del mercado.
2. Desde el punto de vista de la administración municipal, la meta es coordinar sus muchas agencias, sucursales y entidades para estimular actividades que gocen de viabilidad económica y atractivo para los promotores inmobiliarios. El problema es que dicha meta pareciera estar reñida con los objetivos típicos del sector público.
3. Para poder atraer a grandes empresas inmobiliarias que forjen mejores asociaciones con las autoridades públicas, es fundamental que el instrumento ofrezca grandes atractivos dado que estas empresas ya tienen suficientes oportunidades lucrativas en el mercado de altos recursos.
4. Asimismo, el programa deberá poder aumentar la viabilidad de asociaciones con pequeñas empresas inmobiliarias, quienes por lo general carecen de la infraestructura interna y de los recursos financieros para poder desenvolverse en este tipo de mercado.
5. Finalmente, el Urbanizador Social debe procurar su estabilidad y función como elemento estructural de política urbana de acuerdo con el principio de acceso democrático a la tierra. Como nota interesante, tras 16 años con el mismo grupo político progresista en poder, Porto Alegre está actualmente pasando por una serie de cambios políticos acompañados de incertidumbre. A la larga, el Urbanizador Social no podrá crear resultados importantes si los gobiernos municipales no incorporan sus principios de manera estratégica a largo plazo.
Actualmente Porto Alegre tiene cinco proyectos pilotos de Urbanizador Social en diferentes etapas de desarrollo. Para que puedan funcionar como verdaderos experimentos, en ellos participan diferentes clases de promotores inmobiliarios tales como empresas urbanizadoras pequeñas, urbanizadoras ya establecidas en el mercado y cooperativas de viviendas. Una de estas áreas piloto ha demostrado la posibilidad de producir 125 m2 de tierras completamente urbanizadas a precios que van desde US$25 a US$28 por m2, en contraste con los precios del mercado formal, de US$42 a US$57 por m2 , por la misma cantidad de tierra. Los precios más bajos citados demuestran la buena disposición que tienen los promotores inmobiliarios a ceder en sus contratos con las autoridades municipales para ofrecer sus servicios dentro del marco del Urbanizador Social.
La municipalidad también intentó adquirir financiamiento para actividades de urbanización social a través de la entidad Caixa Econômica Federal (CEF), organización federal responsable por el financiamiento del desarrollo urbano y de la vivienda. La agencia está creando una nueva línea de financiamiento dentro de su programa de asociaciones, mediante el cual se otorga crédito a un comprador para la compra de una parcela. Hasta ahora, esta opción financiera había estado disponible únicamente para la adquisición de unidades habitacionales antes de su construcción. La idea de una línea de crédito para financiar el desarrollo de tierra urbanizada es una novedad. Otro aspecto digno de mencionarse son las intenciones de la administración municipal para anular los requisitos de análisis de riesgo para los promotores inmobiliarios; esto representa un ingrediente fundamental para abrir el campo a los pequeños promotores inmobiliarios.
Los elementos innovadores del instrumento del Urbanizador Social, en comparación con los métodos públicos tradicionales de enfrentar la irregularidad urbana, han captado la atención de muchas organizaciones y otras municipalidades. En el ámbito federal, el Urbanizador Social se considera totalmente integrado con los principios del Estatuto de la Ciudad, por lo que ha ganado el apoyo del Ministerio de las Ciudades de Brasil. Actualmente el Congreso nacional brasileño está debatiendo sobre otra ley federal que trata de la subdivisión de la tierra urbana, y el Urbanizador Social es parte de la discusión. Si se aprueba, esta legislación sobre subdivisiones será un paso importante para cambiar el deficiente proceso tradicional de suministro de acceso a la tierra para la población urbana pobre de otras ciudades brasileñas.
Bibliografía
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