Esta entrevista, que se ha editado por motivos de espacio, también está disponible como pódcast de Land Matters.
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riginario de Vermont y elegido por primera vez en 2012, Miro Weinberger ejerce su cuarto período como alcalde de Burlington, Vermont. Asistió a Yale y a la Escuela de Gobierno Kennedy de Harvard, y trabajó en Habitat for Humanity antes de fundar su propia empresa de desarrollo de viviendas asequibles. También es atleta a medio tiempo; juega como receptor en una liga amateur de béisbol para mayores de 35 años.
Hace tiempo que Vermont es un sitio progresista con una población dedicada a las medidas medioambientales, ya sea energía solar o eólica, vehículos eléctricos o prácticas agrícolas sostenibles. En 2014, Burlington, la capital y agente del cambio, en donde surgió Bernie Sanders (que fue alcalde entre 1981 y 1989), se convirtió en la primera ciudad en obtener el 100 por ciento de su energía a partir de fuentes renovables, un objetivo que se había planteado en 2004. Ahora, Weinberger y otros dirigentes siguen trabajando sobre esas bases y se comprometen a hacer que la energía, el transporte y el sector constructor dejen de usar combustible fósil.
ANTHONY FLINT: Cuéntenos sobre este objetivo ambicioso de ser una ciudad con energía de cero emisiones netas para 2030. ¿Cómo será y cuáles son los pasos para cumplir la meta?
MIRO WEINBERGER: Como resultado de décadas de compromiso con la creación de construcciones eficientes y la climatización, Burlington, como comunidad, usa menos electricidad en 2022 que la que consumía en 1989, a pesar de la proliferación de dispositivos electrónicos nuevos y demás. . . suena excepcional y lo es. Si le resto del país hubiese seguido nuestros pasos, hoy en día tendríamos alrededor de 200 plantas energéticas a base de carbón menos.
Cuando nos convertimos en una ciudad con electricidad 100 por ciento renovable en 2014, había mucho interés en cómo Burlington lo había logrado. Después de hablar con equipos de filmación de Corea del Sur y Francia, y de responder muchísimas preguntas sobre cómo lo habíamos logrado, llegué a la conclusión de que fue por dos grandes motivos. En primer lugar, la voluntad política. En segundo lugar, teníamos un departamento de electricidad municipal que tenía mucha experiencia técnica y que podía hacer que la transformación a fuentes renovables fuese asequible.
En pocas palabras, definimos las cero emisiones netas como el no uso de combustibles fósiles, o el uso de combustibles fósiles con cero emisiones netas, en tres sectores. En el sector eléctrico ya lo logramos. Eso equivale al 25 por ciento del objetivo total. Los otros sectores son el transporte y el térmico, es decir, cómo calefaccionamos y refrigeramos nuestros edificios.
La estrategia más importante es la electrificación. Electrificar todos los autos y los camiones con base aquí en Burlington. Cambiar los sistemas de calefacción y refrigeración a distintas tecnologías eléctricas; es probable que la más común sea la de las bombas de calor de clima frío.
Por último, para redondear la estrategia, buscamos implementar un sistema energético por distrito que capture el calor residual [de la planta de biomasa de la ciudad] y lo use para calefaccionar algunos de los edificios institucionales principales. También estamos haciendo modificaciones en la red de transporte para que el transporte activo represente un mayor porcentaje de los viajes en vehículos y así reducir el uso de combustible fósil. Esas son las estrategias principales planificadas.
AF:¿Hay algún componente que le haya parecido más complejo en cuanto a aplicarlo en toda la ciudad?
MW: En general, estoy bastante conforme con el progreso que hicimos. De hecho, en la primera actualización de 2021, descubrimos que estábamos encaminados para cumplir esta meta increíblemente ambiciosa de dejar de usar combustibles fósiles para 2030.
Aunque debo admitir que parte de eso se debe, como todos sabemos, a que 2020 fue un año excepcional en el que las emisiones provenientes del transporte se redujeron drásticamente por la pandemia. Recibimos una medición nueva hace poco y vimos un aumento, por lo que no estamos tan encaminados luego de dos años como lo estábamos [luego] de uno. Ese aumento que se produjo aquí en Burlington fue de alrededor de un cuarto del aumento de las emisiones a nivel nacional. Es decir, tuvimos un aumento del 1,5 por ciento después de la pandemia, mientras que las emisiones aumentaron un seis por ciento en el resto del país. Hemos notado un aumento muy rápido en la adopción de las bombas de calor y los vehículos eléctricos en los últimos dos años desde que propusimos incentivos a los que llamamos estímulos verdes al principio de la pandemia.
Sin embargo, a veces siento que estamos peleando con una mano atada atrás de la espalda, porque la electrificación y las tecnologías renovables luchan en desventaja. Hoy en día, el costo de quemar combustibles fósiles no se refleja correctamente en la economía. Tenemos que encontrar la forma de ponerle un precio al carbono. El hecho de que no lo tenga es lo que evita que progresemos. Cuando lo logremos, y sé que lo haremos porque es inevitable que demos con la política correcta, al igual que otras jurisdicciones en todo el mundo, creo que tendremos viento a favor para poner en marcha todas estas iniciativas. Será de gran ayuda para todo lo que estamos intentando hacer.
AF:Quiero asegurarme de estar entendiendo bien. ¿Quiere que todos en Burlington tengan vehículos eléctricos para 2030? ¿Estamos hablando de una ampliación a escala y adopción de este tipo?
MW: Básicamente, sí. Eso es lo que necesitaríamos para cumplir el objetivo. Eso o inversiones de compensación que nos ayuden a lograrlo, pero nos tomamos con mucha seriedad el hecho de hacer todo lo posible para lograr esta transformación lo más rápido posible.
Hace un año entró en vigencia una ordenanza de zonificación en la que se establece que las edificaciones nuevas en Burlington no pueden usar combustibles fósiles como fuente primaria de calefacción. No prohibimos el combustible fósil porque nos pareció muy oneroso y porque la tecnología no está lista para eso. Reglamentar la fuente primaria de calefacción puede reducir el impacto de las construcciones nuevas en un 85 por ciento. En las últimas semanas, el estado aprobó un cambio en nuestro estatuto que nos permite ir más allá y establecer reglamentaciones nuevas para todas las construcciones en Burlington.
Para la próxima asamblea municipal en marzo, queremos tener lista una ordenanza nueva para someter a votación, que fijará requi-sitos para la transformación de los sistemas mecánicos de las construcciones más grandes, tanto nuevas como existentes, cuando lleguen al final de su vida útil. Por ejemplo, cuando las calderas se rompan, tendremos una estrategia mediante nuestra empresa de servicios públicos que ofrecerá incentivos generosos, y también implementaremos normas reglamentarias que requerirán una transformación.
AF:Quiero saber más sobre los servicios públicos. Mencionó Burlington Electric y, por supuesto, también está Green Mountain Power. ¿Qué tan importantes son, dado que las empresas de servicios públicos de otros lugares parecen desconfiar de las energías renovables y podrían llegar a dificultar la transición?
MW: Debo decir que una década en un cargo público lidiando con estos problemas me ha hecho un defensor acérrimo del control público de la energía. El departamento de electricidad fue una gran parte de todo el trabajo que describí de los últimos 30 años. Creo que es más difícil para los municipios, los pueblos y los alcaldes que no tienen su propio servicio de electricidad. Hay cosas que cualquier comunidad local puede hacer para colaborar y, cuando es necesario, ejercer presión pública sobre las empresas de servicios públicos, que usualmente deben responder ante una autoridad reglamentaria pública. Creo que hay formas de hacer que otras empresas de servicios públicos hagan lo mismo que está haciendo Burlington Electric. En Vermont, es emocionante escuchar que la otra empresa de servicios públicos que fue muy innovadora, Green Mountain Power, es una empresa de servicios controlada por inversores.
Si nos acercamos al objetivo de cero emisiones netas, significará que estaremos vendiendo mucha más electricidad que ahora. Creemos que será al menos un 60 por ciento más que hoy en día. Ahora, cuando alguien compra un vehículo eléctrico y lo carga en Burlington, si lo hacen de noche, podemos venderles energía fuera del horario de mayor demanda de manera que la empresa de servicios públicos obtiene más ganancias. Económicamente es muy bueno. Por eso podemos ofrecer estos incentivos muy generosos: cada vez que ponemos otro vehículo eléctrico o una bomba de calor en funcionamiento, es una nueva fuente de renta para la ciudad. En su mayoría, estos incentivos se autofinancian con esa renta nueva. Me parece que seguir este camino es una buena jugada económica.
AF:Vermont se convirtió en un destino muy popular para los refugiados climáticos más adinerados que compran suelo y construyen viviendas. ¿Cuáles son las ventajas y las desventajas de esto?
MW: Tiene razón, hay muchos refugiados climáticos aquí. También los hay de la pandemia. El mercado de viviendas está bajo mucha presión, y ese es el aspecto negativo. Hace mucho que hay una crisis aguda de viviendas, pero ahora la situación está peor que nunca. El lado positivo es que quizás fuerce a Vermont a considerar seriamente establecer reglas para el uso del suelo a nivel local y estatal que posibiliten la construcción de más viviendas.
Se necesitan más viviendas de manera urgente. Es un aspecto que debemos mejorar y creo que habrá beneficios medioambientales si lo hacemos. Para mí, más gente viviendo en una ciudad ecológica como Burlington es una buena compensación para el medio ambiente.
AF: ¿Tiene otras estrategias en mente para hacer que Burlington, como ciudad ecológica, sea o siga siendo asequible? Burlington tiene un fideicomiso de suelo comunitario exitoso, ustedes fomentan las viviendas accesorias, hay zonificación inclusiva. . . ¿Qué sigue?
MW: Tenemos mucho trabajo por hacer en cuanto a las ordenanzas de zonificación y la reforma de uso del suelo a nivel estatal. En este momento, en Vermont, muchos proyectos buenos, ecológicos, de eficiencia energética en áreas habitadas, deben pasar por procesos de permisos de uso del suelo a nivel local y estatal. Estos procesos son casi redundantes y enlentecen todo, aumentan el costo y crean muchas oportunidades para que surjan obstrucciones. Hay mucho trabajo por hacer y estamos enfocados en ello. Actualmente, estamos trabajando en tres esfuerzos principales de mejora de la zonificación y se está debatiendo mucho la reforma de la Ley 250 [ley de uso y desarrollo del suelo de Vermont] a nivel estatal.
AF:Por último, ¿qué consejo les daría a los dirigentes de otras ciudades para que tomen acciones climáticas similares, en especial en lugares que no están tan preparados como Burlington?
MW: Cuando hablo con otros alcaldes al respecto, intento dejar en claro que esta es un área en la que el liderazgo político [y la voluntad de la comunidad] puede tener un gran impacto. Cuando asumí, casi no había energía solar en Burlington. Esa fue nuestra prioridad y cambiamos algunas reglas sobre los permisos. Hicimos que fuese más fácil para los consumidores instalar paneles solares en sus viviendas.
La empresa de servicios públicos aportó lo suyo y, en pocos años, nos convertimos en una de las ciudades del país con más energía solar per cápita. Ahora estamos en el puesto n.º 5 a nivel nacional. En un momento, éramos la única ciudad de la costa este entre las primeras 20, y eso no es casualidad. Es porque tomamos la decisión de enfocarnos en ese tema y hacer un cambio. Se puede lograr un gran impacto.
En un momento en el que la emergencia climática es una amenaza existencial, en un momento en el que claramente el gobierno federal está paralizado y no puede impulsar cambios, y en el que muchos gobiernos estatales están en la misma situación, los alcaldes y las ciudades pueden demostrar progresos en el terreno. Creo que, cuando lo hacemos, le demostramos a la gente lo que es posible.
Anthony Flint es miembro sénior del Instituto Lincoln, conduce el ciclo de pódcasts Land Matters y es editor colaborador de Land Lines.
Fotografía: Burlington, Vermont. Crédito: Denis Tangney Jr. via iStock/Getty Images.
Exigencias al suelo
Para garantizar un futuro en el que podamos vivir, debemos administrar el suelo con sabiduría
Por Sivan Kartha, Julho 27, 2022
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DESDE QUE EL MUNDO NEGOCIÓ UN TRATADO SOBRE EL CAMBIO CLIMÁTICO POR PRIMERA VEZ en 1992, pasaron tres valiosas décadas y dejamos que el desafío climático se convirtiera en una crisis. La última evaluación del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC por su sigla en inglés), publicada esta primavera, dejó de lado el lenguaje moderado del cuerpo científico profesional para dejar en claro que la sociedad se enfrenta a una crisis urgente y que se debe pasar a la acción. Ese informe representa “una letanía de promesas climáticas que no se cumplieron”, dice el secretario general de la ONU, António Guterres. “Es un archivo de la vergüenza en el que se catalogan las promesas vacías que nos encaminaron a un mundo inhabitable”.
En la cumbre sobre el clima de la ONU del año pasado en Glasgow, los países del mundo duplicaron la reducción de emisiones que habían prometido para esta década, pero en realidad necesitamos quintuplicar esos objetivos. Tal como están las cosas en este momento, podemos emitir solo 300.000 millones de toneladas de dióxido de carbono (GtCO2) antes de que las temperaturas mundiales superen el 1,5 grado Celsius, identificado en el Acuerdo de París como el límite superior aceptable de calentamiento. Si los países no logran reducir las emisiones mucho más de lo que prometieron hasta el momento, el mundo superará esos 300.000 millones de toneladas durante esta década. Eso nos llevará a un caos muchísimo mayor que las tormentas, las sequías, los incendios y los desplazamientos sin precedentes que el mundo ya está viviendo.
Somos capaces de reducir significativamente las emisiones. Sabemos qué tecnologías de energía renovable y prácticas de eficiencia energética debemos implementar en forma generalizada, sabemos que proteger los ecosistemas y otras especies respalda nuestra propia capacidad para prosperar, y somos conscientes de las prácticas agrícolas insostenibles que consumen combustible fósil y de las dietas que hacen uso intensivo del suelo que debemos modificar.
El suelo es una figura prominente en muchas de las soluciones climáticas más prometedoras y, por lo tanto, es uno de los elementos centrales de muchas de las tensiones y concesiones que debemos hábilmente enfrentar. Se agota el tiempo y debemos encontrar una forma de evitar seguir avanzando a tientas, pisoteando las necesidades humanas y ecológicas fundamentales en un intento por llegar a las soluciones “ecológicas”. Administrar el suelo con sabiduría mientras nos enfrentamos a un clima cada vez más hostil será fundamental para garantizar un futuro en el que podamos vivir.
INCLUSO MIENTRAS SE VE CADA VEZ MÁS AFECTADO POR EL CLIMA CAMBIANTE, el suelo se enfrentará a exigencias crecientes y contrastantes de la sociedad, que busca soluciones climáticas y un santuario para protegerse de un clima cada vez más hostil. Analicemos los aspectos principales de este panorama lleno de conflictos.
El suelo será necesario para conservar las especies y los ecosistemas que se ven cada vez más amenazados por el peligro de extinción o el colapso generados por el cambio climático. Actualmente, la Tierra está transitando su sexta extinción en masa desde la explosión cámbrica hace 500 millones de años. Mientras escribe sobre el árbol evolutivo de la vida, Elizabeth Kolbert, una académica especializada en dichas extinciones, explica: “Durante una extinción en masa, se cortan muchas partes del árbol, como si lo podaran locos con hachas” (Kolbert 2014). Incluso como metáfora, quizás esta explicación se queda corta, ya que ahora hay topadoras, represas gigantes y otras formas menos racionales de apropiarnos directamente del suelo en los ecosistemas naturales. A medida que el cambio climático producido por los seres humanos se acelera, superará a la apropiación del suelo como impulsor principal de la extinción continua (WGII del IPCC 2022). En un informe de la Plataforma Intergubernamental Científico-normativa sobre Diversidad Biológica y Servicios de los Ecosistemas, se descubrió que hay más de un millón de especies en peligro de extinción, muchas de ellas en las próximas décadas (IPBES 2019).
Desde las montañas cubiertas de nieve donde nacen los ríos que fluyen todo el año, pasando por el suelo fértil en el que crecen nuestros alimentos, hasta los arrecifes de coral que permiten la pesca costera, conservar los ecosistemas naturales de los que depende la supervivencia humana dependerá, en definitiva, de nuestra habilidad para reducir y revertir la apropiación y la fragmentación del hábitat natural; todo esto mientras intentamos detener el cambio climático. Como un primer paso fundamental, casi 100 países que conforman la High Ambition Coalition for Nature and People propusieron un proyecto internacional 30×30 para proteger el 30 por ciento del suelo y los océanos del mundo para el 2030. Este esfuerzo ambicioso ayuda a detener la pérdida de biodiversidad y a preservar los ecosistemas. Además, fomenta la seguridad económica y la estabilidad climática. Al día de hoy, solo están protegidos el 15 por ciento del suelo y el siete por ciento de los océanos.
El suelo deberá reacomodar a las personas desplazadas por inundaciones, clima extremo y cambios climáticos que hacen que áreas actualmente pobladas se vuelvan inhabitables. Sabemos que el clima extremo que impulsa los desplazamientos seguirá empeorando. El Banco Mundial estima que, en las próximas décadas, más de 200 millones de personas deberán abandonar sus hogares debido al cambio climático en Asia, África y América Latina, y millones más se verán afectados en otras regiones. El desplazamiento y la migración involuntaria debido al clima acentuarán factores de estrés actuales, como conflictos, inseguridad alimentaria e hídrica, pobreza, y pérdida de sustento por presiones económicas y medioambientales (WGII del IPCC 2022).
En otras palabras, los hogares y las comunidades marginados y desamparados sufrirán las peores consecuencias, que, con el aumento de la frecuencia, escalarán hasta convertirse en crisis humanitarias y de derechos humanos. Cualquier intento de controlar estas situaciones de forma humana tendrá implicaciones para los asentamientos y el suelo habitable que necesitan. Las reubicaciones requerirán mucho menos suelo que otras exigencias. Una estimación sugiere que el 0,14 por ciento del planeta (un poco menos que el área del Reino Unido) podría abastecer a 250 millones de migrantes climáticos (Leckie 2013). Sin embargo, la migración climática actual representa un cambio significativo en cómo y dónde las personas ocupan y usan el suelo, y garantizar y preservar los derechos humanos de los migrantes y refugiados debería ser una prioridad de los esfuerzos que se llevan a cabo.
El suelo deberá producir suficientes alimentos para la creciente población mundial, incluso a pesar de que muchas regiones se enfrentan a una disminución del agua, un aumento de las pestes y una reducción de la fertilidad del suelo. El cambio climático enlenteció la productividad alimentaria que hubo en la última década, y los hechos extremos vinculados al clima expusieron a millones de personas a una gran inseguridad alimentaria e hídrica.
El empeoramiento del clima aumentará estas amenazas que, una vez más, tienen un mayor impacto sobre las personas marginadas y desamparadas. La agricultura constituye la mayor presión humana sobre el paisaje mundial. Se estima que es el motivo por el que se despejó o convirtió el 70 por ciento de los pastizales, el 50 por ciento de la sabana, el 45 por ciento del bosque templado caducifolio y el 27 por ciento de los bosques tropicales del mundo. La agricultura también afecta a los cuerpos de agua por el drenaje y el escurrimiento de productos químicos, y porque emite gases de efecto invernadero y contaminantes a la atmósfera.
Los enfoques agrícolas basados en principios de diversidad y regeneración de los ecosistemas se prueban y aplican a mayor escala, cada vez más, ya que tienen el potencial de ayudar a combatir el cambio climático, incluso con el crecimiento poblacional a nivel mundial. Del mismo modo, hacer cambios sustanciales en el sistema internacional de alimentos que prioricen los derechos humanos y reduzcan el consumo de carne y el desperdicio de alimentos puede aumentar y profundizar la seguridad alimentaria. El ganado, y no el hombre, es el encargado de consumir una abrumadora parte de los cultivos mundiales. Más de un tercio de todas las calorías y más de la mitad de las proteínas de los cultivos agrícolas se destinan a alimentar animales, por lo que solo un porcentaje muy pequeño se usa para alimentar a la población. El consumo de carne está asociado con ser el causante del aumento en la deforestación de la selva amazónica, un bioma que representa el 40 por ciento de la selva del planeta y que es el hábitat del 25 por ciento de las especies terrestres que siguen con vida.
Ovejas y panales solares comparten espacio en un campo en Alemania. Crédito: Karl-Friedrich Hohl vía E+/Getty Images.
El suelo será la fuente de energía, en especial para la energía solar, eólica y de biomasa, necesaria para reemplazar los combustibles fósiles que actualmente satisfacen cinco sextos de la demanda energética mundial. Si bien el impacto de la energía solar y eólica en el paisaje no puede negarse, estas fuentes pueden ubicarse en áreas de usos múltiples. Por ejemplo, las turbinas eólicas y los paneles solares pueden instalarse en tierras agrícolas o en techos o estacionamientos en espacios urbanos. A diferencia de la energía solar y la eólica, la energía de biomasa, que se produce mediante materia prima agrícola en la forma de electricidad (bioenergía) o combustible (biocombustible), debe ubicarse en suelo productivo para la agricultura. A cualquier escala significativa, la energía de biomasa compite con la producción de alimentos.
Consideremos lo siguiente: los cultivos de todo el mundo equivalen a menos de un cuarto de hectárea por persona; sin embargo, ejercen una presión considerable sobre el agua, el suelo y otros recursos ecológicos. Incluso si se estableciera un proceso lo suficientemente eficiente para producir y usar biocombustible (en comparación con el enfoque de los EE.UU. de quemar etanol a base de maíz en vehículos de combustión convencional), se necesitaría más de media hectárea para abastecer un vehículo de un solo pasajero. Una planta eficiente de biocombustible difícilmente tendría mejores resultados, ya que necesitaría un tercio de hectárea per cápita para cultivar el combustible necesario a fin de generar la electricidad que usa un estadounidense promedio. Por el contrario, la energía solar fotovoltaica requiere menos del cinco por ciento de media hectárea por persona o, en el caso de toda la población de los EE.UU., un poco menos de seis millones de hectáreas. Esta no es una huella pequeña, pero cabe destacar que, solo en 2017, el suelo federal destinado a la producción de petróleo y gas en los Estados Unidos equivalió a más de 4,5 millones de hectáreas.
En pocas palabras, la energía de biomasa funcionaría solo para la típica persona que consume mucha energía, así como la carne funciona para la típica persona que come mucha carne. Les permitiría consumir mucho más suelo del que consumirían si simplemente usaran lo que produce el suelo. Por lo tanto, también posibilitaría que los consumidores excesivos de todo el mundo compitan aún más agresivamente con las personas de bajos recursos por los recursos que determinan la supervivencia, como los alimentos, el sustento y las viviendas.
El suelo deberá “neutralizar” los excesos de carbono mediante la remoción del dióxido de carbono acumulado en la atmósfera. El suelo del planeta funciona como un receptor gigante de carbono; las plantas y el suelo absorben un cuarto del dióxido de carbono excedente en la atmósfera. (Otro cuarto de las emisiones excedentes lo absorben los océanos y la otra mitad se acumula en la atmósfera y es la que causa el calentamiento del planeta.) El deterioro de un ecosistema, debido a pestes, inundaciones e incendios producidos por el clima y la modificación humana deliberada, disminuye su capacidad de absorber carbono e incluso puede llegar a convertirlo en una fuente de emisiones. El cambio climático no controlado podría modificar las condiciones climáticas lo suficiente para llevar una región como la selva amazónica a tal punto de quiebre que pasaría de ser un receptor de carbono a una fuente de carbono. De hecho, ya se observa un deterioro de la resiliencia en esa área (Boulton, Lenton y Boers, 2022).
A pesar de que el cambio climático es una amenaza para la absorción natural del carbono, sigue siendo una alternativa para reducir las emisiones o, al menos, una solución temporal que permite ganar tiempo, aliviar un poco la carga de la mitigación y, de forma gradual, aumentar los esfuerzos de reducción de emisiones en un período más largo. De hecho, la fe en estas estrategias de “emisiones negativas” superaron las expectativas razonables. Algunos analistas de futuras opciones de mitigación suponen que eliminar el dióxido de carbono de la atmósfera y almacenarlo en el suelo (en materia vegetal y del suelo) o bajo tierra (como dióxido de carbono comprimido transportado en cañerías) exigirán los mismos requisitos de suelo que la agricultura mundial actual.
Si se coopera a nivel mundial y se trabaja arduamente a fin de mantener las emisiones dentro del rango de 1,5 grados Celsius, sería posible y conveniente pensar las emisiones negativas como una posible solución para las situaciones que son imposibles de abordar de otras maneras (como las emisiones de metano de los cultivos de arroz en suelo anegado). En cambio, la mayoría de los países diagramaron un camino lento de esfuerzos de reducción a corto plazo y objetivos de reducción inadecuados a medio plazo. A estos pasos les asignaron nombres coherentes con las metas del Acuerdo de París, bajo la suposición de que mágicamente se materializará una amplia extensión de suelo para lograr las emisiones negativas cuando sea necesario. Esta estrategia es peligrosa. Seguir tras ella implica suponer que el suelo estará disponible y esperar que las actividades de emisiones negativas no se superpongan con las necesidades sociales, como la seguridad alimentaria.
Dado que el mundo minimizó el esfuerzo para controlar el cambio climático a corto plazo al punto necesario para alcanzar límites aceptables, esta estrategia podría dejarnos (y también a futuras generaciones) con una economía energética poco transformada. Equipada con una infraestructura energética que depende del combustible fósil, la sociedad se enfrentaría a una transición mucho más abrupta y disruptiva que la que buscaba evitar. Una vez que superara la cantidad de carbono disponible, se enfrentaría a una deuda de carbono que no se puede pagar y, en definitiva, sufriría más calentamiento que el que estaría preparada para enfrentar.
EL USO Y LA ADMINISTRACIÓN SABIOS DEL SUELO SERÁN FUNDAMENTALES para el futuro. Las tecnologías, las prácticas y las políticas específicas son muy variadas y dependen del contexto, por lo que sería poco prudente intentar un trato equitativo en este caso. Sí se pueden hacer algunas observaciones generales.
En primer lugar, muchos de los casos mencionados antes demuestran cómo la sociedad se apoya cada vez más en los recursos territoriales para lidiar con el cambio climático, a pesar de que el suelo mismo está cada vez bajo mayor presión por ese mismo factor. Las tensiones y concesiones esperadas ya están poniendo a prueba la capacidad de la sociedad de administrar con sabiduría el suelo en un clima más hostil, y los resultados son variados.
A medida que se acelera la pérdida de biodiversidad, se hace más evidente que una gran parte de las áreas ricas en biodiversidad restantes, incluidos más de un tercio de los bosques conservados y el 80 por ciento de la biodiversidad terrestre mundial, está en manos de grupos indígenas. Ellos lograron proteger la biodiversidad y el carbono acumulado en los bosques con más éxito que otros grupos, incluso durante décadas de extracción indiscriminada de recursos forestales en todo el mundo (Fa et al., 2020; Banco Mundial, 2019). Esta información debe volcarse en políticas que reconozcan legalmente y exijan el cumplimiento de derechos de tenencia del suelo con base en la comunidad, que coincidan con la Declaración de las Naciones Unidas sobre los derechos de los pueblos indígenas, de los que la mayoría de las comunidades indígenas todavía no gozan. Una vez que esto suceda, las comunidades indígenas tendrán más capacidad para proteger los recursos comunes mediante acciones colectivas apropiadas a nivel local. También tendrán mayores posibilidades de imponerse frente a actores externos que quieran extraer y deteriorar los recursos forestales, o frente a modelos impuestos de “conservación colonial” que pasan por alto los derechos de los grupos indígenas y son menos efectivos en sus objetivos de conservación ostensivos.
Ocurre lo mismo con diversas estrategias “de apropiación ecológica” recientes. A medida que se intensifica la presión sobre el suelo por la creciente demanda de la producción de bioenergía y alimentos, la capacidad de emisiones negativas y las áreas habitables, los grupos que tienen capital, flexibilidad, capacidad política y redes influyentes elaboran las políticas relevantes y, en definitiva, se benefician de ellas, incluso mediante la especulación. En consecuencia, aumenta el costo de los esfuerzos públicos para satisfacer las necesidades colectivas, lo que evita que las personas con el menor poder político o económico satisfagan necesidades básicas como las de alimentación, sustento y vivienda.
Los nuevos medios para obtener estos componentes del suelo y los ecosistemas e integrarlos a los procesos de mercado legitima formas nuevas de apropiación. Algunos son similares a derivados financieros y, de hecho, pueden recordarnos a los derivados financieros respaldados por hipotecas, cuyo colapso produjo una recesión mundial y amenazas mucho peores. Un ejemplo muy obvio es el programa de compensación de carbono (el Mecanismo de desarrollo limpio) que los países desarrollados usaron para cumplir los objetivos a los que estaban obligados legalmente por el Protocolo de Kioto. Ahora se sabe que este mecanismo se centraba en reducciones ficticias de los gases de efecto invernadero.
Por lo tanto, deberíamos tener cuidado con los mecanismos del mercado que simplemente fomentan suposiciones cuestionables sobre la equivalencia (entre fragmentos distintos de capital natural) o bienes fungibles (entre recursos naturales y alternativas técnicas), y sobre políticas que privilegian la idea del bienestar económico neto para justificar posibles damnificados por la distribución o daños causados a los derechos humanos y la justicia.
A MEDIDA QUE LAS CARACTERÍSTICAS ESPECÍFICAS DEL SUELO y los ecosistemas, como la posibilidad de que sean un receptor de carbono o una alternativa para la producción de energía, se vuelven más preciadas y se integran cada vez más a la economía global, hay una pregunta fundamental que se vuelve más urgente: ¿quién controla el suelo y quién se beneficia de él?
El presidente del Instituto Lincoln, George McCarthy, lo resumió esta primavera en el Foro de Periodistas de la organización sobre el cambio climático: “El conflicto por el suelo redunda en poder. Y en las disputas, el poder gana”. Si las estructuras de poder en la raíz del cambio climático siguen intactas, los mecanismos de mercado resultantes y las intervenciones mediante políticas no tendrán éxito en salvar el clima y empeorarán la pobreza y la marginalización mundial. Esto podría contribuir a lo que se está convirtiendo en la tercera injusticia del cambio climático: los más vulnerables no solo son los menos responsables y los más afectados, sino que también son las primeras víctimas de las políticas climáticas mal planificadas.
La sociedad mundial se enfrenta a riesgos existenciales. Estos riesgos, todos generados por nosotros mismos, son tanto ecológicos como sociales. En cuanto a lo ecológico, insistimos en cargar al planeta de una forma insostenible. Desde lo social, seguimos divididos por disparidades obscenas en aspectos de economía y poder que nos han hecho disfuncionales frente a una amenaza para toda la civilización.
Existen soluciones. Ahora queda en claro la importancia de reducir el consumo de carne a nivel mundial tanto por motivos de sostenibilidad medioambiental como de salud personal. Aprendimos a tener cuidado con los mecanismos de objetivos reducidos, como los mercados de bonos de carbono para proteger los bosques, dado que estos ecosistemas son muy complejos y proveen a distintas sociedades muchos servicios no monetizables o que no se comprenden o aprecian del todo. La experiencia nos demostró que las comunidades indígenas, en especial cuando se exige el cumplimiento legal de los derechos de tenencia, son muy eficientes en la administración de los bosques y la protección de la biodiversidad.
En cuanto al suelo muy alterado o deteriorado, las innovaciones en agricultura regenerativa y restauración de los ecosistemas brindan los medios para mantener o mejorar el carbono con base en el suelo. Además, los avances tecnológicos en el sector energético posibilitaron que rehabilitemos la economía mundial adicta al combustible fósil.
Lo más importante es que el mundo por fin logró un bienestar mundial general que, si se compartiera de forma más equitativa, permitiría que todos gozaran de una vida digna, libre de privaciones y subdesarrollo.
Contamos con las herramientas para salvarnos, pero depende de nosotros hacerlo.
Sivan Kartha es un científico sénior en el Instituto Medioambiental de Estocolmo y es codirector del Programa de Transiciones Equitativas. Fue parte del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático durante la elaboración del quinto y el sexto informe de evaluación, y es asesor en el programa climático del Instituto Lincoln.
Boulton, Chris A., Timothy M. Lenton y Niklas Boers. 2022. “Pronounced Loss of Amazon Rainforest Resilience Since the Early 2000s”. Nature Climate Change 12 (271–278). 7 de marzo. https://www.nature.com/articles/s41558-022-01287-8.
Fa, Julia E. y James EM Watson, Ian Leiper, Peter Potapov, Tom D. Evans, Neil D. Burgess, Zsolt Molnár, Álvaro Fernández-Llamazares, Tom Duncan, Stephanie Wang, Beau J. Austin, Harry Jonas, Cathy J. Robinson, Pernilla Malmer, Kerstin K. Zander, Micha V. Jackson, Erle Ellis, Eduardo S. Brondizio, Stephen T. Garnett. 2020. “Importance of Indigenous Peoples’ Lands for the Conservation of Intact Forest Landscapes”. Frontiers in Ecology and the Environment 18(3): 135–140. https://doi.org/10.1002/fee.2148.
IPBES. 2019. “Global Assessment Report on Biodiversity and Ecosystem Services of the Intergovernmental Science-Policy Platform on Biodiversity and Ecosystem Services”. E. S. Brondizio, J. Settele, S. Díaz y H. T. Ngo (eds.). Bonn, Alemania: IPBES Secretariat. https://doi.org/10.5281/zenodo.3831673.
WGII del IPCC. 2022. “Climate Change 2022: Impacts, Adaptation, and Vulnerability. Contribution of Working Group II to the Sixth Assessment Report of the Intergovernmental Panel on Climate Change”. H.-O. Pörtner, D.C. Roberts, M. Tignor, E.S. Poloczanska, K. Mintenbeck, A. Alegría, M. Craig, S. Langsdorf, S. Löschke, V. Möller, A. Okem, B. Rama (eds.). Cambridge, Reino Unido, y Nueva York, NY: Cambridge University Press. https://www.ipcc.ch/report/sixth-assessment-report-working-group-ii.
Kolbert, Elizabeth. 2014. The Sixth Extinction: An Unnatural History. Nueva York, NY: Macmillan.
Banco Mundial. 2019. “Securing Forest Tenure Rights for Rural Development: An Analytical Framework”. Program on Forests (PROFOR). Washington, DC: Banco Mundial. https://openknowledge.worldbank.org/handle/10986/34183.
For the Common Good
Upstream and Downstream Communities Join Forces to Protect Water Supplies
By Heather Hansman, Outubro 6, 2022
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Twenty miles upstream of Portland, Maine, lies Sebago Lake, the state’s deepest and second-biggest body of water. The lake provides drinking water to 16 percent of Maine’s population, including residents of Portland, the state’s largest city. It holds nearly a trillion gallons of clear, cold water. Portland’s water utility has earned one of only 50 federal filtration exemptions in the country, which means the water, although treated to ward off microorganisms, does not have to be filtered before it flows into the city’s taps.
“The primary reason it’s so pure is that most of the watershed is still forested,” says Karen Young, director of Sebago Clean Waters, a coalition working to protect the area. Eighty-four percent of the 234,000-acre watershed is covered in forests—a mix of pine, oak, maple, and other species that filter water and help make this system work so well. But those forests face threats. Between 1987 and 2009, the watershed lost about 3.5 percent of its forest cover. Just 10 percent of the area was conserved. In 2009, 2014, and 2022, the U.S. Forest Service ranked the Sebago watershed as one of the nation’s most vulnerable, due to threats from development.
Over the last couple of decades, conservation groups began to worry about the future of this critical resource—and the Portland Water District (PWD) was worried, too. An independent utility that serves more than 200,000 people in Greater Portland, PWD purchased 1,700 acres around the water intake in 2005 and adopted a land preservation policy in 2007. In 2013, it established a program to help support conservation projects undertaken by local and regional land trusts.
Most of these organizations were working independently until 2015, when The Nature Conservancy brought them together to develop a conservation plan for the lake’s largest tributary, the Crooked River. That convening evolved into the Sebago Clean Waters coalition, which includes nine local and national conservation groups, the water district, and supporters from the business community. As they explored creative ways to protect the lake and the land around it, the idea of creating a water fund surfaced.
Water funds are private-public partnerships in which downstream beneficiaries like utilities and businesses invest in upstream conservation projects to protect a water source—and, by extension, to ensure that the supply that reaches users is as clean and plentiful as possible. In 2016, Spencer Meyer of the Highstead Foundation—one of the groups that founded Sebago Clean Waters—took a trip to Quito, Ecuador, with The Nature Conservancy. The group visited with representatives of the Fund for the Protection of Water for Quito (FONAG), a leading example of this novel source water protection model. Meyer saw some similarities to the situation in Maine.
“We thought, ‘What if we could bring the partners together as a whole system to accelerate the pace of conservation?’” he says. “And could we apply that model to a healthy watershed, to take a proactive position and build this financial model in a place where it isn’t too late?”
A water fund is a financial tool, but it’s also a governance mechanism and management framework that brings multiple stakeholders to the table. Quito’s fund, launched in 2000, is the longest-standing one in the world. Similar projects have proliferated across the globe, particularly in Latin America and Africa. According to The Nature Conservancy, more than 43 water funds are operating in 13 countries on four continents, with at least 35 more in the works.
The Importance of Healthy Watersheds
Globally, clean water is our most important resource. When upstream watersheds are healthy, they collect, store, and filter water. That provides a resource that can, in addition to meeting basic hydration and sanitation needs, support climate change adaptation, food security, and community resilience. When watersheds are not healthy, sediment clogs up water filtration systems, pollutants flow downstream, and ecosystems become degraded.
That difference is crucial. According to a Nature Conservancy report, more than half the world’s cities and 75 percent of irrigated agriculture are likely already facing recurring water shortages. Climate change is fueling extreme drought, from the U.S. West to Australia, and pollution from sources like nitrogen and phosphorus has grown ninefold in the last half century. In many cities, the source of water is far away and under different jurisdiction, which makes regulation and treatment challenging.
The Nature Conservancy also estimates that 1.7 billion people living in the world’s largest cities currently depend on water flowing from fragile source watersheds hundreds of miles away. That puts strain on both ecological systems and infrastructure, and demand is only growing. By 2050, two-thirds of the global population will live in those cities. That level of demand simply may not be sustainable, especially in a rapidly changing climate. Water funds can be creative, multilayered solutions to two urgent, interlocking issues: water quality and quantity.
Credit: Sebago Clean Waters
“Water funds sit at the intersection of land, water, and climate change,” says Chandni Navalkha, associate director of Sustainably Managed Land and Water Resources at the Lincoln Institute of Land Policy. “They are an example of the kind of cross-sectoral, multi-stakeholder governance and collaboration that is required to maintain water security in a changing climate.”
Navalkha recently oversaw the development of a case study of the Sebago Clean Waters initiative, which the Lincoln Institute will distribute through its International Land Conservation Network. Changing the way water has been historically managed isn’t easy, particularly because it’s tangled up in issues like city planning, economic growth, and public health. So groups like the Lincoln Institute and The Nature Conservancy are working to spread the water fund model by showing the science behind source water protection, giving communities tools to find ecosystem-specific solutions, and sharing the experiences of places like Portland and Quito.
Lessons from Quito
In the late 1990s, officials in the Metropolitan District of Quito started to worry that they were running out of water to support the city’s 2.6 million residents. The upstream ecosystems that filled the city’s aquifers were eroding, and those impacts were trickling downstream.
A full 80 percent of the city’s water supply originated from protected areas within its watershed: the Antisana Ecological Reserve, Cayambe Coca National Park, and Cotopaxi National Park. “But they were only paper parks,” says Silvia Benitez, who works for The Nature Conservancy as water security manager for the Latin American Region. Instead of being protected, the area’s páramos—biodiverse high-altitude grasslands that are home to a range of rare endemic species and filter the upstream water supply—were facing multiple threats from livestock grazing, unsustainable agriculture, and construction.
Where conservation was an option, lack of funding made it difficult to achieve. Benitez says water managers knew the situation needed to be addressed, so the Municipal Sewer and Potable Water Company of Quito and The Nature Conservancy set up a fund to support the upstream ecosystem with $21,000 in seed money. Over the next four years they built a board of public, private, and NGO watershed actors, including Quito Power Company, National Brewery, Consortium CAMAREN, which provides social and environmental policy training, and the Tesalia Springs Company, a multinational beverage corporation. All of those stakeholders had a vested interest in water, and each contributed to the trust every year.
Quito’s water sources include Cayambe Coca National Park, visible in the
background. Credit: SL_Photography via iStock/Getty Images Plus.
Today, FONAG is regulated by the Securities Market Law of Ecuador and has a growing endowment worth $22 million. That funding is used to support upstream environmental projects like agricultural training and plant restoration in the páramos, which helps limit sedimentation.
“It’s a financial mechanism that harnesses investments from private and public sectors to protect and restore forests and ecosystems,” says Adriana Soto, The Nature Conservancy’s regional director for Colombia, Ecuador, and Peru. It’s also a forward-thinking way to manage water, says Soto, who was previously vice minister of Environment and Sustainable Development of Colombia and serves on the board of the Lincoln Institute.
Traditional water infrastructure—often called gray infrastructure—consists of pipes, water filtration systems, and chemical treatments, which are designed to purify water before it’s used. Gray infrastructure has long been relied on to ensure that water was potable and accessible. But it’s expensive and energy intensive, it can negatively impact wildlife and ecosystems, and it breaks down over time. Climate change is also posing threats to gray infrastructure; for instance, intensifying wildfires have led to increased sedimentation that chokes existing filtration plants, and virulent storm cycles have overwhelmed water treatment plants and other key pieces of infrastructure.
By contrast, green infrastructure is a water management approach that takes its cue from nature. Protecting upstream water sources is a form of green infrastructure investment that can help alleviate the pressure on water systems. There are almost as many ways to manage source water as there are water sources, but The Nature Conservancy’s “Urban Water Blueprint” report, which surveyed more than 2,000 watersheds, identifies five archetypes: forest protection, reforestation, agricultural best management practices, riparian restoration, and forest fuel reduction.
For instance, in the páramos above Quito, FONAG funded work to keep cattle off the most fragile grasslands and employed guards to stop rogue burning, because rebuilding the ecosystem was a top priority. Working across nearly 2,000 square miles, the fund has now protected more than 70,000 acres of land. This effort has benefited more than 3,500 families, providing funding to support sustainable, profitable farming operations.
“One of the beauties of the strategy is the social and economic results,” Soto says. “It’s not just tackling water regulation, it tackles climate change resiliency, biodiversity conservation, and it strengthens communities and creates gender equality. Most of the farms are led by women.”
Quito’s model inspired a swell of other water funds, many launched by The Nature Conservancy. Like these examples, each has place-specific strategies and funding structures:
In 2021, the Greater Cape Town Water Fund invested $4.25 million in removing invasive plants such as gum, pine, and eucalyptus trees, which were absorbing an estimated 15 billion gallons of water each year from this drought-stricken watershed—equal to a two-month water supply. More heavily engineered solutions like desalination plants or wastewater reuse systems would have cost 10 times as much, The Nature Conservancy estimated.
Since the Upper Tana–Nairobi Water Fund launched in 2015, organizers have worked with tens of thousands of the watershed’s 300,000 small farms to keep sediment from running down the region’s steep slopes into the Tana River, which provides water for 95 percent of Nairobi’s 4 million residents. The effort has reduced sediment concentration by over 50 percent, increased annual water yields during the dry season by up to 15 percent, and increased agricultural yields by up to $3 million per year. In 2021, the fund became an independent, Kenyan-registered entity.
A representative of the Upper Tana-Nairobi Water Fund. Credit: Nick Hall.
The chemicals used in conventional bamboo production were polluting China’s Longwu Reservoir, which provides drinking water to two villages of 3,000 people. With an initial investment of $50,000, the Longwu Water Fund has helped local farmers adopt organic and integrated farming methods, now used in 70 percent of the area’s bamboo forests; promote ecotourism; and provide environmental education programs. In 2021, the water utility and local government agreed to pay into the fund on behalf of all water users.
Measuring Progress
Water funds support conservation projects that address a range of issues, including sedimentation and turbidity, nutrient build-up, and aquifer recharge. They also create social and environmental cobenefits, like protecting and regenerating habitat and sequestering emissions.
There are financial upsides as well: according to The Nature Conservancy, these investments in land management can provide more than $2 in benefits for every $1 invested over 30 years. One in six cities could recoup the costs of investing in upstream conservation through savings in annual water treatment costs alone.
Creating a water fund requires establishing governance systems, securing funding, identifying conservation goals, and defining benchmarks for measuring progress. “The business case development is hard: how much money, where is it going to be invested,” Soto says. Part of the business case is demonstrating the ecological and financial benefit of a fund. Soto says that’s the biggest challenge, because the benefits of conservation are long term, and don’t present themselves immediately.
“Water is difficult,” she says. “The challenge is not only time—we have to prove the case over many years—but also the aggregated result. How much of the water quality or quantity is because of the water fund?” She says FONAG struggled to find a way to quantify that, but researchers from San Francisco de Quito University helped set up a monitoring system that tracked water quality and quantity. That system has been used to mark progress and to show investors the direct benefits of this work.
“It’s not an easy sell, especially when you’re talking about committing funding for 50 or 70 years,” Benitez says. “But now, 20 years later, we have a lot of tools to show the benefits of nature-based solutions.”
She says that over those years, as The Nature Conservancy has introduced water funds in Colombia, Brazil, and other countries, they’ve learned to show potential partners concrete, measurable outcomes, and they’ve gathered tools and science to back up the work.
Scaling Up
Quito’s project has been considered a success over the years, but while building a single water fund is one thing, scaling the concept is another. As the water fund model has expanded to other countries and continents, challenges have come up. Changing the way water institutions think and operate takes time and negotiation. On the financial side, transaction and set-up costs can be high, and there’s no clear framework to compare the costs of nature-based solutions and gray infrastructure. Logistically, setting up a fund is different every time; Cape Town’s invasive species problem is different, for example, from Quito’s páramo protection needs.
To address these challenges, The Nature Conservancy—along with the Inter-American Development Bank, the FEMSA Foundation, the Global Environment Facility, and the International Climate Initiative—formed the Latin America Water Funds Partnership in 2011. The goal of the partnership, which is described in From the Ground Up, a recently published Lincoln Institute Policy Focus Report, is to scale the development of water funds in the region and provide a global model for how to help urban centers with source water protection.
A year after its launch, the partnership published a manual intended to provide resources that could guide work everywhere, even though each place faced specific challenges. “We have water funds that work with indigenous groups upstream, and we have other funds that have more large landowners, or small farmers,” Benitez says. “Our common purpose is to establish agreement with the groups and set up the responsibilities of the fund.”
That’s different in every case, but there are certain elements that can help make a water fund successful, like political involvement. For instance, Soto says that in Bogotá, Medellín, and Cartagena, fund organizers made sure to involve Colombia’s Ministry of Environment and Ministry of Housing, which is in charge of graywater. “Having them on board provides a platform to facilitate policy change, so we don’t start from scratch,” she says. The Nature Conservancy also offers strategies to engage companies, and to show them how supporting water funds reduces their long-term risk.
In 2018, The Nature Conservancy took the framework a step further, building a Water Funds Toolbox designed to guide potential partners through five stages of a project: feasibility, design, creation, operation, and consolidation. The toolbox, which leans on 20 years of accrued knowledge, shows how and where a water fund can help with water quality and availability, and provides a framework for the financial and conservation side of planning, too.
Maine Adopts the Model
In Maine, the members of Sebago Clean Waters took that toolbox and ran with it. “From the very beginning, we strived to design Sebago Clean Waters as a replicable model for other coalitions, regions, and water funds to learn from,” said Meyer, of the Highstead Foundation.
The coalition assessed the fund’s feasibility, commissioning a study by the University of Maine. The study found that reducing area forest cover by even 3 percent could noticeably increase pollutants. If forest cover decreased by 10 percent, it would cause the watershed to fall below federal filtration standards, the study said: “Protecting the filtration-avoidance waiver saves PWD and its customers an estimated $15 million per year in expected additional annual filtration plant costs.”
Sebago Clean Waters has supported projects including the conservation of Tiger Hill Community Forest. Credit: Jerry and Marcy Monkman/EcoPhotography.
The economic argument was strong. The researchers found that every dollar invested in forestland conservation is likely to yield between $4.80 and $8.90 in benefits, including the preservation of water quality. If a filtration plant became necessary, however, PWD would need to increase water rates by about 84 percent to offset the costs of construction. There were ecological benefits to conserving the watershed, too, like providing habitat for trout and salmon, reducing erosion, and managing floods.
Sebago Clean Waters came up with a plan to ensure that a total of 25 percent of the watershed—35,000 acres—was conserved over the course of 15 years. They started with projects like the 1,400-acre Tiger Hill Community Forest in the town of Sebago. That tract was protected through a partnership between the Loon Echo Land Trust, a member of the coalition that has worked to protect the northern Sebago Lake region since 1987, and the Trust for Public Land. In 2021, Sebago Clean Waters announced its participation in a deal that would protect more than 12,000 acres in Oxford County, including the headwaters of the Crooked River, the lake’s main tributary. The amount of protected land in the watershed has increased from 10 percent to 15 percent.
Land conservation isn’t cheap or easy, especially in New England, where much of the lakeside land has long been in private hands. Achieving the water fund’s goals will take an estimated $15 million. But the fund is gaining momentum: building on an initial capacity-building grant of $350,000 from the U.S Endowment for Forestry and Communities; private and corporate funding; and a commitment by the Portland Water District to provide up to 25 percent of funding for each watershed conservation project that meets its criteria, the coalition recently landed an $8 million Regional Conservation Partnership Program award from the USDA.
Local businesses have also stepped up. In 2019, Portland’s Allagash Brewing offered to donate 10 cents from every barrel of beer it brewed, a total of about $10,000 a year. Allagash was the first of about 10 companies—including four other breweries—that have joined the coalition. MaineHealth, a statewide hospital network, just got involved as well.
“Drinking water is so compelling, it’s not a hard sell to talk to people about protecting it—particularly the breweries, because beer is 90 percent water,” Young says. “They understand the benefit as a business and as a community member.” She’s been surprised at the reasons so many partners have come on board. Many aren’t doing it because of their bottom line; they’re concerned with sustainability, and with supporting the communities where their employees live.
Sebago Clean Waters has accomplished a great deal, but its members are very aware of the time-sensitive need to protect this relatively pristine resource. After all, conserving land and water is easier than restoring them. Once a clean water source is gone, it’s hard to bring back.
As the water fund model spreads, it’s illustrating the real potential of upstream-downstream partnerships to make meaningful change. This work is not simple or immediate, but it can have lasting positive impacts in watersheds and communities around the world. Meyer said the model holds great promise: “It’s powerful to see how far a trust-based partnership can go.”
Heather Hansman is a Colorado-based journalist and the author of the book Downriver. She’s a Registered Maine Guide and a lover of the state’s rivers.
Lead image: Sebago Lake, Maine. Credit: Phil Sunkel via iStock/Getty Images Plus.
City Tech: New Angles on Noise Pollution
By Rob Walker, Setembro 19, 2022
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City dwellers around the world noted one surprisingly welcome side effect of the lockdown phase of the pandemic era: less noise. Urban soundscapes have largely returned to form, but that peaceful interlude served as a loud and clear reminder to planners and policy makers that the audible does shape city life—and can, in turn, be shaped by policies that include thoughtful land use and design. Inger Andersen, executive director of the United Nations Environment Programme, highlighted the issue in the Financial Times earlier this year, writing that “city planners should take both the health and environmental risks of noise pollution into account.”
Of course, the underlying insight here is not new. Citizens have probably complained about various forms of city noise, from construction to concerts to rude neighbors, for as long as cities have existed. While a relatively quiet urban neighborhood might register an ambient level of about 50 decibels, higher levels can begin to interfere with conversation; a busy roadway can measure about 70 decibels (about equal to a vacuum cleaner), and a train crossing that road can push the decibel reading to 90 or higher.
Studies documenting the health effects of noise pollution, which range from sleep disturbances to cognitive issues to heart disease, date back at least to the 1970s. The World Health Organization, along with regulators in the United States, Europe, and elsewhere, has highlighted the issue for decades, often spurred by a panoply of noise activists.
“The good news is, there is much more interest today,” says Arline Bronzaft, a City University of New York professor emeritus who conducted some of the earliest studies documenting the impact of city noise on health and well-being. Trained as an environmental psychologist, Bronzaft continues to advocate for quieter built environments as a board member of the environmental nonprofit GrowNYC. Today, she says, there’s much more research, and an openness to policy experimentation. “Now that you’ve got the data,” she says, the question is becoming: “What are you doing about it?”
The answer is a work in progress, but we may be at a pivotal moment for thinking about what might be termed “built soundscapes.” The tools available to assess the challenge have radically improved. And that may help planners and policy makers devise and enable better design and policy strategies to cope with the problem.
Maybe the most prominent example involves the evolution of tools to measure sound, which have become more sophisticated and are being deployed in new ways. Recently, for example, authorities in Paris and other French cities have begun to experiment with “sound radar” devices meant to function like speed cameras: triggered by noise that exceeds code decibel limits, the sensors photograph the offending vehicle’s license plate and fine the owner.
The French sensors were developed by Bruitparif, a state-backed agency devoted to studying city acoustics in Paris and elsewhere. Similar technology is being tested in New York, Edmonton, and other cities. Most cities already have some sort of noise ordinances in place, but such rules are rarely enforced in a systematic or consistent way. The advanced new sensors could help remedy that.
Still, there’s an argument for going deeper in thinking about sound—using technology as a planning tool, not just a punitive one. Erica Walker, professor of epidemiology at the Brown University School of Public Health and founder of Brown’s Community Noise Lab, spent years creating the “2016 Greater Boston Noise Report,” mapping noise data she collected at some 400 locations around the city. The experience gave her a different perspective on soundscapes.
“I started as pro-quiet,” Walker says. In fact, she explains with a laugh, she was partly interested in finding out whether city noise codes might help her get some loud neighbors to pipe down. Creating her noise report brought Walker into contact with a cross section of situations, teaching her that “neighborhoods and sound are complex.” Because ordinances focus almost exclusively on sound as a nuisance, they’re often incomplete or counterproductive, she explains. Since some level of sound is inevitable in a city, Walker says, considerations of how the acoustic environment affects residents and their interactions with each other should be built into planning and development: “Now I’m anti-quiet—but for peace.”
Her Community Noise Lab project is focused on reworking the soundscape dialogue between citizens and policy makers; among other initiatives, that has included creating a free app called NoiseScore to make sound measurement an accessible, collaborative activity. City officials in Asheville, North Carolina, used the tool as part of their effort to incorporate more community feedback into revisions to the city’s noise code, which was updated in the summer of 2021. While that still boils down to crafting ordinances, it’s an example of technology broadening the discussion, rather than simply serving as an enforcement tool. “They didn’t start with: ‘We’re going to put these sensors up across the city and punish people if they are doing this or that,’” Walker says. “They wanted to understand all of the partners’ perspectives.”
Tor Oiamo, a professor in the Department of Geography and Environmental Studies at Toronto Metropolitan University who conducted a recent public health noise study in that city, notes that more sophisticated sensors, mapping, and modeling software are creating opportunities to plan with sound in mind. In the years ahead, he says, the tools at hand could include a kind of global noise database similar to those tracking air pollution. But there’s an obvious challenge: “The difficulty in mitigation with a city that’s already built is that the structure is in many ways locked in,” he says.
In some cases, cities have found ways to modify or add to existing infrastructure. Bronzaft’s groundbreaking research in the 1970s—she documented the negative impact of a New York subway traveling on an elevated line near a school—resulted in the installation of sound-muffling acoustic tiles in classrooms, and the use of rubber pads on tracks throughout the subway system to lessen train noise. Other train systems now use rubber tires, and the next wave of quiet mass-transit innovation includes maglev trains and electric buses.
Oiamo also points to successful efforts in Amsterdam and Copenhagen to revise traffic patterns, with the specific goal of reducing noise in residential zones. And he credits Toronto with a thoughtful approach to its current Port Lands development project: because it’s reminiscent of a master-planned neighborhood, it’s possible to factor the soundscape into the design process. In addition, many of the most measurably useful ways to mitigate urban noise overlap with thoughtful land use: more green space and trees, careful consideration of building density (strategic density can actually create pockets of quiet), and so on.
Land works have been used to mitigate urban noise for years, from the berms around the edges of New York’s Central Park to trees and sound barriers along highways. A more recent tech-forward iteration comes from German firm Naturawall, which has designed “plant walls”—galvanized steel frames with a relatively slim profile, filled with soil and sprouting a thick layer of foliage and flowers. The walls, currently in use in some German cities, are said to block sound levels roughly equivalent to typical city traffic. Other companies, including Michigan-based LiveWall, are undertaking similar projects around the world.
None of these strategies offers a silver bullet. But Oiamo, like Bronzaft and Walker, emphasizes that at this point, there is plenty of expertise to draw upon to improve our built soundscapes. Newer technologies are helping define the issues with greater nuance and offering fresh solutions. While sensors helping issue tickets for noise violations may not represent the kind of holistic approach Walker or Bronzaft have in mind, they’re a start. As the subject gets more attention and technological options proliferate, soundscape experts are sensing the potential for real, if incremental, progress. “There’s a million things to do,” says Oiamo. That’s the challenge—and the opportunity.
Rob Walker is a journalist covering design, technology, and other subjects. He is the author of The Art of Noticing. His newsletter is at robwalker.substack.com.
Image: Sensors in Paris and other cities monitor and report noise levels from passing traffic. Credit: Courtesy of Bruitparif.
Oportunidades de bolsas para estudantes graduados
2022–2023 Programa de becas para el máster UNED-Instituto Lincoln
Submission Deadline:
November 29, 2022 at 11:59 PM
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El Instituto Lincoln de Políticas de Suelo y la Universidad Nacional de Educación a Distancia (UNED) ofrecen el máster en Políticas de Suelo y Desarrollo Urbano Sostenible, un programa académico en español que tuvo gran demanda en su primera convocatoria. Se trata de un posgrado que reúne de manera única los marcos legales y herramientas que sostienen la planificación urbana, junto con instrumentos fiscales, ambientales y de participación sostenibles, todo desde una perspectiva internacional y comparada.
El máster en Políticas de Suelo y Desarrollo Urbano Sostenible es un programa en formato virtual y se compone de cuatro módulos, los cuales abordan una parte importante de la realidad actual de las ciudades: el derecho administrativo urbano, el financiamiento con base en el suelo, el cambio climático y el desarrollo sostenible, y el conflicto urbano y la participación ciudadana. El programa académico concluye con un trabajo final de máster que permite a los alumnos trabajar de cerca con actividades de desarrollo urbano actuales, como el proyecto Castellana Norte en Madrid.
El programa está dirigido especialmente a estudiantes de posgrado y otros graduados con interés en políticas urbanas desde una perspectiva jurídica, ambiental y de procesos de participación, así como a funcionarios públicos. Los participantes del máster recibirán el entrenamiento intelectual y técnico para liderar la implementación de medidas que permitan la transformación de las ciudades.
El Instituto Lincoln otorgará becas que cubrirán parcialmente el costo del máster de los postulantes seleccionados.
Términos de las becas
Los becarios deben haber obtenido un título de licenciatura de una institución académica o de estudios superiores.
Los fondos de las becas no tienen valor en efectivo y solo cubrirán el 40% del costo total del programa.
Los becarios deben pagar la primera cuota de la matricula que representa el 60% del costo total del máster.
Los becarios deben mantener una buena posición académica o perderán el derecho a la beca.
El otorgamiento de la beca dependerá de la admisión formal del postulante al máster UNED-Instituto Lincoln.
Si son seleccionados, los becarios recibirán asistencia virtual para realizar el proceso de admisión de la Universidad Nacional de Educación a Distancia (UNED), el cual requiere una solicitud online y una copia de su expediente académico o registro de calificaciones de licenciatura y/o posgrado.
Aquellos postulantes que no obtengan la beca parcial del Instituto Lincoln podrán optar a las ayudas que ofrece la UNED, una vez que se hayan matriculado en el máster.
Fecha límite para postular: 29 de noviembre de 2022, 23:59 horas de Boston, MA, EE.UU. (UTC-5)
Anuncio de resultados: 16 de diciembre de 2022
Details
Submission Deadline
November 29, 2022 at 11:59 PM
Keywords
Mitigação Climática, Desenvolvimento, Resolução de Conflitos, Gestão Ambiental, Favela, Henry George, Mercados Fundiários Informais, Infraestrutura, Regulação dos Mercados Fundiários, Especulação Fundiário, Uso do Solo, Planejamento de Uso do Solo, Valor da Terra, Tributação Imobiliária, Tributação Base Solo, Governo Local, Mediação, Saúde Fiscal Municipal, Planejamento, Tributação Imobiliária, Finanças Públicas, Políticas Públicas, Regimes Regulatórios, Resiliência, Reutilização do Solo Urbano, Desenvolvimento Urbano, Urbanismo, Recuperação de Mais-Valias, Zonificação