Los últimos kilómetros del viaje de una hora en dirección oeste desde Boston a la Granja Knowlton en Grafton, Massachussetts, recorren una gran variedad de paisajes: bosques, loteos residenciales con casas de estilo ranchero de la década de 1950, subdivisiones sin árboles en las que predominan grandes casas nuevas y pretenciosas, y las onduladas praderas del área de conservación Hennessy Conservation Area que abarca 65 hectáreas. Por último, se vislumbra el viejo establo rojo de la granja, con un pequeño letrero que dice “Hay 4 Sale” (Se vende heno) sobre un camino rural arbolado.
En sus mejores épocas, este negocio familiar de 135 hectáreas fue una granja lechera. Sin embargo, cuando las ganancias de la industria lechera comenzaron a escasear a fines de la década de 1990, la familia Knowlton vendió el rebaño y se centró en la producción de heno. Este día de fines de agosto, Paul Knowlton, miembro de la cuarta generación de propietarios de la granja, enfarda heno en un campo más allá del granero rodeado por bosques. Un águila de anchas alas planea sobre la zona. El sol está fuerte, pero la luz suave y el canto de los grillos advierten que se acerca el atardecer. Knowlton conduce un pequeño tractor verde, que remolca una cosechadora mecánica que produce fardos rectangulares, como una caja de sorpresas, a medida que recorre el campo de heno.
En un año o dos, todo se verá diferente. La Granja Knowlton produce heno, frutos rojos, calabazas, hojas verdes y carne de res alimentada con pasturas, todo con menos de 3,1 megavatios (MW) de paneles solares “agrovoltaicos” diseñados para la producción de energía renovable y cultivos en el mismo suelo. Los ingresos generados con este proyecto de paneles solares instalados recientemente le permitirán a Knowlton quedarse con la granja, que pertenece a su familia desde el 1800. También podrá plantar nuevos cultivos, comprar un poco de ganado y probar prácticas de cultivo regenerativas que pueden contribuir a mejorar la salud del suelo, restaurar los ecosistemas y capturar carbono. Los paneles son parte de un proyecto comunitario de energía solar de la zona que producirá suficiente energía para abastecer a alrededor de 520 casas. Una menor cantidad de paneles producen la energía necesaria para llevar a cabo las actividades de la granja.
Uno de ellos se encuentra en un campo de 0,8 hectáreas detrás de la casa. A diferencia de los paneles solares convencionales instalados en el suelo muy cerca de la superficie, estos paneles fotovoltaicos se elevan casi tres metros por encima de esta. Knowlton plantó raigrás de invierno como cultivo de cobertura a fin de preparar el campo para los cultivos de primavera. Monarcas y otras mariposas revolotean entre el centeno y las flores silvestres que crecen dispersas bajo las hileras de relucientes paneles. Los paneles están separados entre sí por varias decenas de metros para permitir la circulación del equipamiento de cosecha entre ellos.
Los sistemas agrovoltaicos, también conocidos como paneles solares fotovoltaicos, se implementaron con éxito en Japón y algunos países de Europa en la última década. En los Estados Unidos, están emergiendo como una forma de que las tierras agrícolas contribuyan con la mitigación del cambio climático y la generación de resiliencia ante este, a la vez que los agricultores permanecen en sus propiedades en un momento muy disruptivo para la agricultura. Mientras tanto, en la costa oeste, que se ve azotada por sequías, las estrategias agrícolas de transición inteligentes desde el punto de vista climático fomentan la instalación de sistemas de energía solar más convencionales en tierras agrícolas que ya no pueden usarse para la agricultura.
Ubicar instalaciones de producción de energía renovable en tierras agrícolas no es un concepto nuevo en este país. En estados con llanuras ventosas, el desarrollo eólico ayudó a impulsar las economías agrícolas que llevaban una década en decadencia. Además, un estudio realizado en 2021 por la Universidad Cornell reveló que el 44 por ciento de la energía solar a gran escala existente en el estado de Nueva York se desarrolló en tierras agrícolas (Katkar et al., 2021). Los espacios abiertos de las tierras agrícolas son especialmente buenos para el desarrollo de instalaciones de energía renovable, además de que suele ser más fácil conectar a la red los proyectos de paneles solares en áreas rurales porque hay una mayor capacidad de transmisión en comparación con áreas urbanas densamente pobladas. Los agricultores se benefician de las contraprestaciones por arrendar parte de su terreno, lo que puede hacer una gran diferencia al momento de recuperar las granjas de la bancarrota.
A medida que la energía renovable se populariza y los dirigentes de todo el mundo se comprometen con las metas de transición energética, surgen nuevas oportunidades. La energía solar está en auge en los Estados Unidos debido a la baja en los precios de los paneles fotovoltaicos. En la última década, la industria creció un 42 por ciento por año. En el 2020, se la valuó en 25.300 dólares, con más de 100 gigavatios en paneles solares instalados en el país. El presidente Biden redobló la apuesta hace poco y anunció una meta para todo el sector económico de cero emisiones netas de gases de efecto invernadero para el 2050. Investigadores de la Universidad de Princeton estiman que, para cumplir esta meta, se deberán implementar soluciones solares y eólicas en alrededor de 60.000 millones de hectáreas, o suelo equivalente a la superficie de Wyoming y Colorado (Larson et al., 2020). Eso representa una porción considerable de las tierras agrícolas de los EE.UU., que en el 2020 se acercaban a los 364.000 millones de hectáreas. Al mismo tiempo, la Ley de Gestión Sostenible del Agua Subterránea de California impulsa el retiro de entre 202.000 y 404.000 hectáreas de las 2.023.000 de hectáreas que conforman las tierras agrícolas irrigadas del valle Central para el 2040, como parte de una iniciativa para reequilibrar el suministro de agua subterránea del estado.
Invertir en energía renovable en las tierras agrícolas podría ser muy beneficioso para la mitigación del clima, la conservación y la agricultura, tanto para los agricultores como para las economías locales, pero solo si se hace de la manera correcta, dicen los observadores. Los paneles fotovoltaicos representan “una gran oportunidad para la agricultura y la zona rural de los Estados Unidos”, dice David Haight, vicepresidente de programas en American Farmland Trust, que es certificador de terceros del proyecto de la Granja Knowlton. “Pero para implementarlos, debemos tener en cuenta la agricultura, de modo que no se desplacen granjas en grandes partes del paisaje”. Haight dice que el 90 por ciento de la capacidad solar nueva instalada para el 2050 se desarrollará en zonas rurales.
Mientras tanto, las instalaciones en tierras agrícolas no productivas pueden impulsar las metas de conservación, ya que permiten que los agricultores permanezcan en sus terrenos. Las tierras agrícolas bien administradas pueden brindar una variedad de servicios de ecosistemas, desde capturar carbono y proporcionar un hábitat para diversas especies de plantas y animales nativos, hasta protegernos de inundaciones, sequías y olas de calor.
Ya sea que la energía solar complemente a la agricultura o la reemplace en una parte de una granja, la renta asociada “puede ayudar a los agricultores con dificultades económicas a mantenerse durante épocas de mal clima o problemas económicos”, dice Jim Holway, director del Centro Babbitt para Políticas de Suelo y Agua del Instituto Lincoln. La renta de las fuentes renovables, agrega, puede aportar fondos para mejoras beneficiosas de la eficiencia del agua u otras inversiones para la conservación de la tierra y el suelo.
Paneles fotovoltaicos en el noreste
Entre 2001 y 2016, según el American Farmland Trust, aproximadamente 42.700 hectáreas del 1.606.602 de hectáreas de tierras agrícolas de Nueva Inglaterra se perdieron o vieron amenazadas debido a la urbanización. Alrededor del 35 por ciento se perdió definitivamente en manos de la urbanización, mientras que el resto sufrió los efectos de desarrollos residenciales de baja densidad, que de todas formas alteran la naturaleza de las comunidades rurales.
El cambio climático agrega más presión, ya que las lluvias intensas, las inundaciones y las sequías intermitentes, entre otros factores, presentan más desafíos para la agricultura (ver nota de recuadro). “Las incertezas del futuro sobre cómo mantener la viabilidad de las granjas son cada vez más, y eso genera mucha incertidumbre sobre la permanencia de las tierras agrícolas como parcelas para la agricultura”, dice Emily Cole, directora adjunta de Nueva Inglaterra en American Farmland Trust.
La agricultura es responsable de alrededor de un quinto del total de las emisiones de gases de efecto invernadero del mundo, pero las iniciativas de transición hacia prácticas agrícolas que capturan carbono en la tierra podrían convertirla en parte de la solución. La Academia Nacional de Ciencias estima que las tierras agrícolas de los EE.UU. tienen una capacidad de captura de carbono equivalente a 276.000 millones de toneladas de dióxido de carbono, un cuatro por ciento de las emisiones del país. Sin embargo, eso no es posible una vez que las tierras agrícolas dejan de ser propiedad de un agricultor y se destinan a la urbanización permanente, dice Cole. “A partir de ese momento, ya no hay posibilidad de mejorar las prácticas de salud del suelo ni de generar energía limpia”.
Paul Knowlton conoce muy bien estas presiones. Grafton es el centro de lo que la Sociedad Audubon de Massachusetts llama “la frontera de expansión urbana descontrolada”, un cinturón de comunidades que se desarrollan con rapidez en el centro de Massachussetts en las afueras de Worcester, la segunda ciudad más grande de Nueva Inglaterra. Los precios de las parcelas son altos y los agricultores mayores se enfrentan a una presión cada vez más fuerte para vender sus tierras. Varios emprendedores inmobiliarios se han acercado a Knowlton, que incluso trabaja como carpintero en construcciones residenciales para complementar los ingresos de la agricultura. “Cada vez que voy a trabajar, veo una granja destruida. Soy parte de la máquina y no me gusta”, se lamenta.
Por un tiempo después de vender su rebaño, la familia Knowlton se las arregló para llegar a fin de mes con la venta de heno e ingresos por otros trabajos. Sin embargo, cuando llegó el momento de hacer una renovación completa de la casa de campo, la familia separó una parcela y la vendió a un emprendedor inmobiliario. En ese momento, Knowlton supo que había otra manera.
En 2015, instaló paneles solares convencionales de 2,5 megavatios que estabilizaron las contraprestaciones por arrendamiento de la granja. El éxito llevó a Knowlton a pensar si podía instalar más paneles solares de una forma que le permitiera cultivar alrededor. BlueWave, la empresa de paneles solares que había instalado los primeros, justamente estaba pensando lo mismo.
John DeVillars, fundador de BlueWave, exsecretario de Medioambiente de Massachussetts y administrador regional de la EPA, tiene lazos fuertes con la comunidad ecologista. Fue uno de los primeros desarrolladores de paneles solares del estado en aprovechar los incentivos que el programa Solar Massachusetts Renewable Target (SMART) de 2018 de Massachussetts brindaba por proyectos con paneles solares fotovoltaicos.
“Lo que nos motiva es proteger el suelo, apoyar a las comunidades y la agricultura, y también la energía renovable”, dice DeVillars. “Los paneles agrovoltaicos son una gran oportunidad para fortalecer las comunidades rurales . . . y permitir que todos compartan los beneficios de un entorno más limpio y de alimentos más sanos de producción local”.
El acuerdo de la Granja Knowlton involucra a muchas partes: AES, una empresa de energía internacional que es dueña del proyecto; el Departamento de Energía y el Departamento de Agricultura de Massachussetts; la Universidad de Massachussetts, que estudiará el impacto de los sistemas en la producción agrícola y las condiciones del suelo; American Farmland Trust; y un consultor agrícola, Iain Ward, a quien BlueWave reclutó para ayudar en el desarrollo de los planes de plantación y como asesor de Knowlton. AES le proporciona a Knowlton contraprestaciones por arrendamiento y un estipendio para cubrir los gastos agrícolas, que, en algún momento, le permitirán dejar la carpintería y cumplir su sueño de ser agricultor a tiempo completo.
No todos los desarrolladores de paneles solares fotovoltaicos pagan estipendios y contratan consultores agrícolas. Algunos simplemente le pagan al agricultor para alquilar la tierra. “El modelo de BlueWave es progresivo”, dice Ward. “Da prioridad a los agricultores y los tiene en cuenta . . . el espíritu con el que imagino que se crearon los paneles solares fotovoltaicos”.
Ward cultiva arándanos rojos y defiende la agricultura regenerativa. Ve en los paneles solares fotovoltaicos una oportunidad de pagarles a los agricultores para que prueben cultivar de una manera nueva. Hace unos años, inauguró su propia empresa consultora, Solar Agricultural Services.
Ward, vestido con jeans, una camiseta, botas y un sombrero marrón, le muestra a un visitante la segunda instalación (mucho más grande) de paneles solares fotovoltaicos de Knowlton, ubicada en un sector de pastoreo más allá del campo de heno. Los paneles de ambas instalaciones son bifaciales, dice. Esto significa que permiten que la luz solar penetre la superficie y llegue al suelo, lo que aporta más luz a los cultivos. En un año o dos, el campo debajo de esta instalación de 4,6 hectáreas será pastizal para ganado para carne. Knowlton plantará principalmente alfalfa, así como algunos rábanos y calabazas para enriquecer el suelo. Ahora está cubierto de raigrás, que funciona como cultivo de cobertura.
Knowlton está especialmente entusiasmado con las vacas. “Hace mucho que no tenemos animales”, dice con emoción, recordando que solía ordeñar las vacas con su padre y abuelo todos los fines de semana y cada día después del trabajo. “No veo la hora de volver a eso”.
Ward espera que los resultados de la Granja Knowlton ayuden a generar un debate nacional que impulse una mayor adopción de los paneles solares fotovoltaicos. Las investigaciones realizadas a la fecha se han llevado a cabo, en su mayoría, en entornos experimentales. En un estudio de la Universidad de Arizona sobre tomates cherry y dos tipos de pimientos, se descubrió que los cultivos se beneficiaban de no recibir luz solar directa. Los jalapeños perdían menos agua por transpiración, lo que sugiere que cultivar debajo de paneles solares fotovoltaicos puede ahorrar agua en climas cálidos y secos (Barron-Gafford et al., 2019). Una investigación no publicada de la Universidad de Massachussetts reveló que los paneles solares ayudaban a reducir el estrés del calor y a lograr una mayor producción de cultivos como brócoli, acelga, kale y pimientos, aunque la sombra disminuía el rendimiento en algunos casos (Sandler, Mupambi y Jeranyami 2019). Unos investigadores en Japón realizaron un análisis y observaron que ciertos tipos de sistemas agrovoltaicos funcionan incluso con cultivos intolerantes a la sombra, como el maíz (Sekiyama y Nagashima 2019).
Los paneles solares fotovoltaicos son mejores en proyectos pequeños, en zonas en las que hay una fuerte competencia por el suelo, porque el aspecto económico es complejo si no hay incentivos, y se requiere mucha supervisión y asistencia técnica para garantizar que los planes de administración de las tierras agrícolas sean sólidos. Los costos de construcción de los paneles solares fotovoltaicos son un 40 por ciento más altos que los de los paneles convencionales, dice Drew Pierson, jefe de sostenibilidad en BlueWave. Los mantos elevados aumentan el costo de los materiales y de mano de obra. Los costos del seguro también son más altos por la actividad continua que se desarrolla debajo de los paneles.
Massachussetts es líder en el uso de paneles solares fotovoltaicos por su programa SMART, que se diseñó para agregar 3.200 megavatios de energía solar a la red. Con SMART, los proyectos fotovoltaicos pueden recibir una compensación base de entre 0,14 y 0,26 dólares por kilovatio-hora de electricidad producida, según el tamaño del proyecto y los servicios locales, y reciben 0,06 dólares adicionales por kilovatio-hora como parte de un incentivo federal. A la fecha, 11 proyectos, que suman 23 megavatios, cumplen con los rigurosos requisitos de elegibilidad del estado. Incluso con los incentivos, dice DeVillars, “el aspecto económico es, cuando menos, muy desafiante”.
El año pasado, Nueva Jersey aprobó un incentivo similar al de Massachussetts. En Nueva York, los proyectos solares reciben mejores calificaciones si tienen características agrovoltaicas, pero no está claro si eso ayudará a incentivar proyectos o si complicará la obtención de permisos, dice Pierson. También se están desarrollando agrovoltaicos para campos de polinizadores y pastizales en el centro oeste y el oeste. Mientras tanto, investigadores de California estudian si las instalaciones solares podrían evitar que las tierras agrícolas de barbecho desaparezcan por completo.
La agricultura y el cambio climático
La Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) estima que la agricultura y los cambios asociados al uso del suelo, como la deforestación, generaron el 17 por ciento de las emisiones de gases de efecto invernadero del mundo en el 2018. Si se tienen en cuenta actividades como el empaquetado y el procesamiento, el sistema de alimentación representa el 34 por ciento de todas las emisiones, una cifra que se estima que se incrementará a medida que la población mundial aumenta a pasos agigantados, dice la FAO. Si bien la agricultura contribuye con el cambio climático, también sufre el impacto del clima: las temperaturas más altas, las sequías, las pestes y las inundaciones afectan a los cultivos, las condiciones para la ganadería y otros elementos esenciales de un suministro de alimentos en funcionamiento. Las prácticas regenerativas que restauran la salud del ecosistema y capturan carbono, como la siembra directa y el uso de cultivos de cobertura, se promocionan cada vez más como una forma de que los agricultores generen resiliencia y sean parte de la solución climática.
Paneles solares en tierras agrícolas del oeste
En el oeste, el agua (o la falta de esta) está siendo el impulsor clave para la instalación de energía renovable en las tierras agrícolas. Las sequías extremas relacionadas con el cambio climático disminuyen el suministro de agua a la misma velocidad que el aumento de la población incrementa la demanda. Tras la declaración federal de sequía en la cuenca del río Colorado en el 2021, los agricultores del centro de Arizona se enfrentan a grandes recortes en el suministro de agua de río. California y Colorado también tienen dificultades para equilibrar el uso de agua en la agricultura, la creciente demanda de agua en las ciudades y la disminución de los recursos hídricos.
“Siempre existió esta idea de que la calidad del suelo es la que determina el mejor lugar para cultivar. Ahora nos enfrentamos a un nuevo paradigma en el que el mejor suelo, sin agua, es solo tierra”, dice Lorelei Oviatt, directora de planificación para el condado de Kern, California.
En un esfuerzo por tomar el control de los recursos que escasean, en 2014, California aprobó la Ley de Gestión Sostenible del Agua Subterránea (SGMA). Una de las estrategias clave que propone es la presencia de tierras agrícolas de barbecho. Ahora que tanto en California como en otros lugares con sequía en el oeste se observan transiciones en las tierras agrícolas, el Centro Babbitt para Políticas de Suelo y Agua investiga futuros sostenibles para la agricultura, así como maneras de llegar a ellos y sostenerlos, dice Holway, el director del centro.
El equipo de Holway explora cómo facilitar transiciones voluntarias de tierras agrícolas de forma que se usen los mercados de suelo, se mantengan las economías agrícolas y se conserve el suelo más productivo para el cultivo. El centro también investiga cómo maximizar los beneficios del ecosistema y si existe la posibilidad de capturar carbono en las tierras agrícolas fuera de producción. Como parte de su trabajo, el Centro Babbitt financia al Instituto de Políticas Públicas de California (PPIC, por su sigla en inglés) para que investigue el potencial del desarrollo solar en el valle de San Joaquín.
Como parte de la iniciativa de California para monitorear los niveles de agua subterránea, un geólogo del estado mide la profundidad del agua en un pozo de riego en el valle Central. Crédito: Kelly M. Grow/Departamento de Recursos Hídricos de California.
Según Ellen Hanak, vicepresidenta y directora del Centro de Políticas de Agua del PPIC, esa región, que ocupa la parte sur del valle Central del estado, famoso por su productividad, tiene el déficit de agua subterránea más grande de California y sufre algunos de los peores efectos de la sobreexplotación, como la subsidencia del agua y la sequía de pozos. El PPIC estima que entre el 10 y el 20 por ciento de las tierras agrícolas del valle (de 202.000 a 400.000 hectáreas) deberán retirarse por completo de conformidad con la SGMA.
“Si no planificamos cómo se dará la transición, tendrá un impacto económico de mil millones de dólares”, dice Holway. La ejecución hipotecaria de hogares, la bancarrota y los problemas de la cadena de suministro son parte de los efectos que podríamos observar por elegir tierras al azar para el barbecho.
El PPIC está estudiando cómo el desarrollo solar puede facilitar el retiro agrícola necesario de forma que el ingreso de los agricultores no se vea afectado. La investigación forma parte de un estudio más amplio sobre transiciones agrícolas inteligentes desde el punto de vista climático que analiza los beneficios y los costos de diferentes opciones para administrar el suelo. El PPIC también explora problemas como los riesgos de calidad del aire por el polvo, las pestes y las malezas que surgen en las tierras de barbecho, y el potencial de la agricultura de secano en invierno.
“Estamos trabajando con colegas para encontrar alternativas que podrían generar una renta y evitar factores externos negativos, pero que también podrían brindar beneficios, como el [almacenamiento] de carbono en el suelo, la retención de humedad en la tierra y la [protección] del hábitat. La energía solar es una de las opciones más prometedoras”, dice Hanak.
The Nature Conservancy (TNC) se está enfocando en el valle de San Joaquín para el desarrollo de energías renovables. En el informe “Power of Place”, de 2019, se identificó al valle de San Joaquín como un lugar prometedor para que el estado cumpla sus metas de energía renovable, porque está más degradado en términos ecológicos que los desiertos del interior de California, donde todavía habitan borregos cimarrones, tortugas del desierto y águilas reales (Wu et al., 2019). California estableció una meta de reducir las emisiones de gases de efecto invernadero un 80 por ciento por debajo de los niveles de 1990 para el 2050. Además, en 2018, aprobó una ley que exige que las fuentes de energía renovable proporcionen el 100 por ciento de la electricidad para el 2045.
“Obviamente, TNC está a favor del desarrollo de energías renovables, pero nos interesa hacerlo de formas que no dañen los hábitats existentes”, enfatiza Abigail Hart, directora de proyecto en el Programa de Agua de California de TNC.
“Si vas a construir instalaciones de energía renovable en tierras protegidas o destinadas a la agricultura, debes asegurarte de hacerlo en lugares que no sean esenciales por otras razones, como el hábitat”, confirma Jim Levitt, director de la Red Internacional de Conservación del Suelo del Instituto Lincoln. “Es importante ser estratégico”.
En el valle de San Joaquín, el desarrollo de energía solar a gran escala ya está en curso. Westlands Solar Park, uno de los desarrollos solares más grandes del mundo, se está construyendo en 8.093 hectáreas de antiguas tierras agrícolas que se contaminaron con selenio en los condados de Fresno y King. El desarrollador, CIM Group, planea instalar al menos 2.700 megavatios para el final de la década, lo que brindaría energía limpia a más de 750.000 hogares.
E.ON Solar instaló un proyecto más pequeño, de 20 megavatios, en Maricopa Orchards, un productor de almendras, naranjas y otros cultivos del condado de Kern. Ese proyecto es parte de un plan de conservación de un hábitat de 2.428 hectáreas diseñado por Maricopa Orchards y funcionarios locales. El plan permite el desarrollo solar en 1.618 hectáreas de tierras agrícolas, pero conserva 809 como hábitat de los zorros del desierto de San Joaquín, los lagartos leopardo de nariz roma, los tecolotes llaneros y otras especies en riesgo.
“En algunos casos, el suelo que no se cultiva desde hace un par de años puede funcionar como hábitat para especies en riesgo”, dice Hart. Las hectáreas conservadas funcionarán como corredores para la vida silvestre en la propiedad. La instalación de 20 megavatios, que ocupa 64 hectáreas y ahora es propiedad de Dominion Energy de Virginia, es el primero de muchos proyectos que se esperan en el resto de la parcela de Maricopa. Hart dice que TNC ve el acuerdo como “un ejemplo cautivante de cómo el desarrollo solar puede llevarse a cabo en suelo con funciones limitadas de una forma que genera energía renovable y crea un hábitat valioso”.
Si bien las energías eólica y solar son excelentes opciones para los propietarios, las comunidades suelen cuestionar si proveen “las mismas ventajas a la economía local” que el desarrollo de viviendas y espacios comerciales, dice Hanak. Algunas comunidades, como el condado de San Bernardino, prohibieron todo tipo de energía solar.
La exclusión de los impuestos por instalaciones solares en California, un incentivo aprobado en todo el estado a principios del 2000 que evita que la instalación de sistemas de energía solar que cumplan los requisitos afecte la valuación de una propiedad, es uno de los motivos por los que las comunidades temen en cuanto a la economía. Tenía sentido para las instalaciones en los techos y en proyectos a pequeña escala, pero no funciona para los proyectos solares a gran escala de hoy en día, observa Oviatt. Hanak está de acuerdo y agrega que el PPIC está investigando “las diferentes maneras de pagar la energía solar, para que este costo no recaiga sobre las arcas de un condado rural pobre”.
Hay otras cuestiones que deben tenerse en cuenta. En el condado de Kern, uno de los más grandes del valle, la capacidad de transmisión es un factor limitante, dice Oviatt. El condado de Kern ya instaló paneles en 20.234 hectáreas, principalmente en suelos marginales. “Recién ahora alcanzamos la cantidad de energía solar que tenemos”, dice. Sin líneas de transmisión adicionales, los agricultores no podrán vender su suelo a desarrolladores de energía renovable. Por lo tanto, el condado de Kern busca otros usos posibles para las tierras agrícolas retiradas, incluida la tecnología para la captura de carbono.
El camino hacia el futuro
La instalación de paneles solares, tanto convencionales como fotovoltaicos, en tierras agrícolas podría ayudar a los estados individuales y a los Estados Unidos a alcanzar las metas radicales de energía renovable. Los paneles solares en las tierras agrícolas reducen las emisiones de gases de efecto invernadero del sector energético y, si se instalan correctamente, pueden ayudar a conservar el suelo y a proteger la biodiversidad y los recursos hídricos.
Jeremy McDiarmid, vicepresidente del Consejo de Energía Limpia de Nueva Inglaterra, señala que la energía solar puede ser una estrategia de desarrollo pasajera, a diferencia del desarrollo de viviendas o espacios comerciales. Según él, las comunidades deben “encontrar el equilibrio entre conservar el espacio abierto y desarrollar fuentes de energía limpia que . . . generen fuentes de trabajo locales y ayuden a alcanzar las metas climáticas”.
American Farmland Trust está creando una serie de principios para orientar la instalación de fuentes de energía renovable en tierras agrícolas de manera que se proteja a los agricultores y se mejoren la viabilidad y la productividad en las tierras que siguen activas. Esos principios también recomiendan aprovechar al máximo minas y terrenos abandonados, y los techos de construcciones urbanas. “Hay muchas opciones con impacto limitado para el suelo”, dice Haight. “Sin embargo, también sabemos que no podremos instalar todo en terrenos abandonados y dentro del entorno construido”.
Cole ve una oportunidad para iniciar conversaciones estado por estado para identificar las mejores tierras agrícolas, las necesidades de las comunidades agrícolas, y las metas solares y de protección del suelo de cada estado para desarrollar guías y programas específicos para cada uno de ellos.
Esas conversaciones recién se están iniciando en California, Massachussetts y Nueva York. En California, el Consejo de Crecimiento Estratégico, un organismo gubernamental, financia la investigación solar y la transición agrícola inteligente desde el punto de vista climático del PPIC para ayudar a planificar el futuro del valle de San Joaquín.
En Massachussetts, el Departamento de Recursos Energéticos estudia el potencial solar para la Mancomunidad de Naciones y, probablemente, sumará la posibilidad técnica y los usos del suelo competidores para la protección de la biodiversidad y el espacio abierto, según McDiarmid. En el estado de Nueva York, el profesor Max Zhang de Cornell dijo que su estudio reciente sobre el análisis del uso estratégico del suelo para el desarrollo de energía solar precipitó una reunión con senadores estatales (Katkar et al., 2021).
Mientras tanto, Levitt piensa que en las próximas décadas el sector agrícola podría sufrir otros problemas. La gran escasez de agua en paisajes áridos y semiáridos es uno de los posibles impulsores del cambio. Las industrias tradicionales de lácteos y carnes podrían verse desplazadas por productos alternativos como leches de frutos secos y carnes sintéticas. Este problema podría liberar una cantidad sustancial de suelo para la agricultura regenerativa, el desarrollo de energías renovables, la captura de carbono, la recarga de acuíferos y la protección de la vida silvestre, en particular en el sector del centro del país que ahora se destina al pastoreo del ganado y la siembra de los cultivos con los que se lo alimenta.
“Tal como está cambiando el patrón del uso del suelo en California, estas tendencias podrían alterar antiguos patrones del uso del suelo en toda América del Norte”, dice Levitt. Si bien las poderosas asociaciones de la industria agrícola harán lo que sea necesario para minimizar estos problemas, así como lo harán los estados en los que la agricultura es una parte fundamental de la identidad, la cultura y la economía, Levitt dice que existe el potencial para un cambio drástico y que es posible que los factores que lo impulsan cobren fuerza con el tiempo.
Mientras los sistemas fotovoltaicos se instalan y empiezan a funcionar en la Granja Knowlton y otros sitios, aún quedan dudas sobre las dimensiones de las instalaciones solares fotovoltaicas en diferentes geografías y sistemas agrícolas. La expansión de los sistemas convencionales de paneles solares en tierras agrícolas retiradas es más sencilla, pero se verá limitada por factores como la capacidad de transmisión local o los incentivos económicos. Independientemente de esto, el desarrollo de energía solar en tierras agrícolas productivas o retiradas es una herramienta importante para enfrentar la crisis climática. Cuanto más rápido pueda la industria solar perfeccionar los sistemas que mantienen a los agricultores en sus tierras y a la producción intacta (u optimizada para la sostenibilidad del agua), más chances tendrá la humanidad de preservar un planeta habitable.
Meg Wilcox es periodista ambiental; escribe sobre cambio climático, salud medioambiental y sistemas de alimentación sostenible. Su trabajo se ha publicado en The Boston Globe, Scientific American, Next City, Smithsonian, Salon, Eater, Civil Eats y otros medios.
Imagen principal: El consultor solar Iain Ward se encuentra entre los paneles agrivoltaicos en Knowlton Farm en Grafton, Massachusetts. Crédito: Meg Wilcox.
Referencias
Barron-Gafford, Greg A., Mitchell A. Pavao-Zuckerman, Rebecca L. Minor, Leland F. Sutter, Isaiah Barnett-Moreno, Daniel T. Blackett, Moses Thompson, Kirk Dimond, Andrea K. Gerlak, Gary P. Nabhan y Jordan E. Macknick. 2019. “Agrivoltaics Provide Mutual Benefits Across the Food-Energy-Water Nexus in Drylands”. Nature Sustainability 2: 848–855. https://www.nature.com/articles/s41893-019-0364-5.
Larson, Eric, Chris Greig, Jesse Jenkins, Erin Mayfield, Andrew Pascale, Chuan Zhang, Joshua Drossman, Robert Williams, Steve Pacala y Robert Socolow. 2020. “Net-Zero America: Potential Pathways, Infrastructure, and Impacts”. Princeton, N.J.: Universidad de Princeton. 15 de diciembre. https://netzeroamerica.princeton.edu/img/Princeton_NZA_Interim_Report_15_Dec_2020_FINAL.pdf.
Sekiyama, Takashi y Akira Nagashima. 2019. “Solar Sharing for Both Food and Clean Energy Production: Performance of Agrivoltaic Systems for Corn, a Typical Shade-Intolerant Crop”. Environments 6(6): 65. https://doi.org/10.3390/environments6060065.
Wu, Grace C., Emily Leslie, Douglas Allen, Oluwafemi Sawyerr, D. Richard Cameron, Erica Brand, Brian Cohen, Marcela Ochoa y Arne Olson. 2019. “Power of Place: Land Conservation and Clean Energy Pathways for California”. Washington, DC: The Nature Conservancy. Agosto. https://www.scienceforconservation.org/products/power-of-place.
Un clima de conservación
El papel fundamental del suelo en la lucha contra la crisis
espués de un año de una sequía intensa, incendios e inundaciones, los dirigentes del movimiento ecologista aprovechan la preocupación general sobre el cambio climático para enfatizar el papel fundamental que tienen los bosques, las sabanas, los parques y las turberas en la absorción de carbono y la generación de resiliencia.
El otoño pasado, científicos de The Nature Conservancy (TNC) publicaron una lista de bosques desde Washington hasta Georgia que, si se protegieran como se debe, cada año podrían quitar millones de toneladas métricas de dióxido de carbono del aire. Al mismo tiempo, una coalición de grupos de conservación y organizaciones empresariales sostenibles llamada US Nature4Climate lanzó una campaña con el lema “La conservación ES una acción climática”. Unos días después, Cities4Forests, un grupo de 73 ciudades comprometidas con la conservación y la restauración de los bosques, alentó a los dirigentes urbanos a tomar medidas y adoptar soluciones climáticas fundadas en la naturaleza.
Ahora que la amenaza existencial del cambio climático se encuentra en la cima de la jerarquía de problemas globales, los conservacionistas hacen cada vez más hincapié en la importancia del suelo, desde bosques rurales y paisajes funcionales hasta árboles en calles urbanas, para enfrentar ese desafío. Un gran trabajo constante para proteger el suelo y preservar la biodiversidad forma parte de las soluciones climáticas naturales, lo que TNC define como “medidas administrativas para la conservación, la restauración y la mejora del suelo que aumentan el almacenamiento de carbono o evitan la emisión de gases de efecto invernadero en paisajes y humedales en todo el mundo” (TNCa).
“Cuando se trata de mantener el carbono en la tierra y extraerlo del aire, no hay nada mejor que proteger los bosques”, dice Mark Anderson, director del Centro de Ciencias de la Conservación Resiliente de TNC, que hace poco agregó el almacenamiento de carbono a la lista de criterios de búsqueda de la popular herramienta en línea Resilient Land Mapping (TNCb). “Nuestro aliado más importante es el suelo vivo”.
Jim Levitt, director de la Red Internacional de Conservación del Suelo (ILCN, por su sigla en inglés), dijo que la conservación del suelo puede brindar muchos beneficios de gran importancia en esta era. Además de la captura de carbono, “las costas conservadas pueden protegernos de la subida del nivel del mar. Los espacios verdes en las ciudades pueden mitigar los efectos de las islas de calor. Las tierras agrícolas con vegetación pueden reducir, en gran medida, la contaminación del agua. Las tierras altas protegidas proporcionan agua limpia a centros urbanos densamente poblados”, dice Levitt, coautor de un Enfoque en Políticas de Suelo sobre las soluciones climáticas que brindan los grupos de conservación cívica (ver extracto en la página 30). “La lista continúa”.
En noviembre, se dio especial atención a la conservación en la cumbre sobre el clima COP26 en Glasgow, donde los dirigentes de más de 140 países se comprometieron a acabar con la deforestación y la degradación del suelo para el 2030, lo que amplió el compromiso que habían asumido 39 países en el 2014. Mediante la promesa hecha en Glasgow, 50 países acordaron proteger el 30 por ciento del suelo y los océanos del mundo para el 2030. El compromiso del gobierno de Biden con la campaña 30×30, America the Beautiful, buscará proteger 291.000.000 hectáreas durante la próxima década, en parte para abordar “la necesidad de combatir el cambio climático con las soluciones naturales que brindan nuestros bosques, tierras agrícolas y océanos” (Departamento del Interior de los Estados Unidos, 2021).
El suelo no es una panacea para el cambio climático, que es una crisis que debe abordarse de manera activa desde varios sectores, pero las ventajas climáticas de proteger el suelo son “irrefutables”, dice Anderson, que es el miembro Kingsbury Browne actual del Instituto Lincoln. Es una conexión que resuena desde lo emocional: en un boletín reciente de la Land Trust Alliance (LTA), que representa a más de 1.000 fideicomisos de suelo y afiliados de todo el país, se sugiere que el suelo es “la respuesta a la desesperación climática”.
Para Fernando Lloveras San Miguel, director ejecutivo del Fideicomiso de Conservación de Puerto Rico y ex miembro Kingsbury Browne, este momento en la conservación del suelo representa una vuelta al punto de partida. “El cambio climático es el resultado de la falta de conservación del suelo”, dice, y adjudica la crisis global a las prácticas insostenibles de consumo voraz y de desarrollo urbano que ignoraron la funcionalidad de los ecosistemas. Su mensaje: “Debemos cuidar los sistemas básicos que permiten la vida”.
Esos sistemas cuentan con lo necesario para ayudar a combatir el cambio climático. Estudios recientes sugieren que los ecosistemas de bosques, pastizales y turberas pueden absorber y almacenar más carbono de lo que se pensaba, tanto sobre el suelo como debajo de él (Gardner et al., 2021; Griscom 2021). Pueden crear microclimas que combaten las temperaturas cada vez más cálidas e incluso adaptarse a las necesidades de los animales, lo que modifica los hábitats, ya que las especies silvestres, por necesidad, cambian sus características para sobrevivir al cambio climático radical.
En un mundo cada vez más cálido, con ciclos de retroalimentación aterradores cada vez más comunes, un ecosistema sano, protegido y administrado de forma sostenible, fomenta un círculo virtuoso de biodiversidad, una funcionalidad que mejora constantemente y es más eficiente.
Hay un contraste muy obvio entre los beneficios de proteger el suelo y lo que sucede, literalmente, en el suelo. La deforestación se acelera a fin de liberar suelo para la urbanización o la agricultura, o por la acción de incendios, sequías e inundaciones que causan avalanchas de lodo. Esa destrucción tiene resultados negativos, a la vez que elimina grandes sumideros de carbono y libera nuevas emisiones a la atmósfera. Los incendios liberan el carbono acumulado en la vegetación y la tierra, que se suma a las emisiones generadas por la urbanización y la agricultura intensivas, incluido el metano de las vacas y los suelos destinados al pastoreo. Por esta razón, en 2021, el bosque amazónico empezó a emitir más CO2 del que absorbe.
Se observan patrones similares en todo el mundo, incluido el noreste de los Estados Unidos. Investigadores de la Universidad Clark descubrieron que los seis estados de Nueva Inglaterra en conjunto con Nueva York liberan a la atmósfera el equivalente a alrededor de 4,9 millones de toneladas métricas de dióxido de carbono cada año por la pérdida de bosques. La pérdida de la capacidad de almacenar carbono implica que la región no captura el equivalente a 1,2 millones de toneladas métricas de dióxido de carbono cada año.
“La deforestación es una fuente directa de este tipo de emisiones, ya que se libera el carbono almacenado en los árboles y las raíces como dióxido de carbono. También destruye una de las mejores herramientas que tenemos para quitar dióxido de carbono de la atmósfera”, escribe el equipo de investigación de Clark. “Por eso, un instrumento importante para combatir el cambio climático es la disminución de la pérdida de los bosques” (Williams, Hasler y Xi 2021).
El poder de mitigación climática del suelo es tal que los economistas y otras personas sostienen que el valor de los ecosistemas naturales debería incorporarse a la economía internacional: ponerle un precio a los beneficios climáticos del suelo. Esta perspectiva se incluyó recientemente en la revisión independiente sobre Economics of Biodiversity de Sir Partha Dasgupta, profesor de economía en Cambridge y miembro de St John’s College (Dasgupta 2021).
En el informe, que algunos ven como la versión sobre el suelo del informe sobre cuencas de Sir Nicholas Stern del 2006 sobre el alto costo de la inacción en cuestiones climáticas, Dasgupta destaca a la naturaleza como “nuestro recurso más valioso” que la humanidad administró mal. “Mi objetivo general es la reconstrucción de la economía para incluir a la naturaleza como un ingrediente”, dice.
Algunos dicen que el papel del suelo en la crisis climática tiene sus límites. “No hay suficientes árboles en el mundo para contrarrestar las emisiones de carbono de la sociedad, y nunca los habrá”, escribe Bonnie Waring, una ecologista de Imperial College London (Waring 2021). “Si maximizáramos la cantidad de vegetación que podría plantarse en el suelo de toda la Tierra, capturaríamos suficiente carbono para contrarrestar alrededor de diez años de emisiones de gases de efecto invernadero con la tasa actual. Pero luego la captura de carbono no aumentaría”.
Plantar y proteger árboles es importante, dicen los activistas, pero no debería distraernos de otros pasos importantes y necesarios para progresar en la batalla climática: reducir las emisiones de los medios de transporte, las construcciones y el sector energético, y acabar con los subsidios gubernamentales a los combustibles fósiles y el apoyo de instituciones financieras privadas para descarbonizar la economía.
A medida que la crisis climática aumenta el ritmo, los conservacionistas también deben enfrentar problemas emergentes. Por un lado, los inversionistas y los especuladores inmobiliarios están comprando grandes áreas de suelo en terrenos altos que serán más productivas por las temperaturas más cálidas y los nuevos patrones de precipitaciones. Además, hay un debate sobre las compensaciones del carbono mediante el suelo, que permiten que quienes contaminan contrarresten sus emisiones mediante un pago para quitar gases de efecto invernadero de la atmósfera en otro lugar. Los críticos dicen que las compensaciones hacen que quienes contaminan no sufran consecuencias y les permiten seguir emitiendo gases de efecto invernadero mientras apoyan funciones de captura que se llevarían a cabo de todas formas en áreas protegidas (Elgin 2020, Song y Temple 2021). No debería sorprendernos que la importancia del suelo en el cambio climático sea tan compleja como el problema mismo.
Conservación del suelo y el Instituto Lincoln
El Instituto Lincoln agregó la conservación a su cartera mediante la investigación sobre la tributación y la valuación del suelo. En 1976, la ley federal permitió la deducción de impuestos por regalar servidumbres de conservación, es decir, donar derechos de desarrollo en terrenos de propiedad privada. Pero la legislación que reconocía este instrumento nuevo no tuvo en cuenta las consecuencias de las servidumbres en los impuestos territoriales, y los asesores no sabían cómo valuar la propiedad que tenía un estado legal nuevo pero características físicas idénticas a las anteriores. El Instituto Lincoln, en respuesta a pedidos de ayuda de asesores y grupos medioambientales, desarrolló cursos sobre esta situación entre las servidumbres y los impuestos a la propiedad.
Durante la década de 1980, aumentó el interés de la organización en la administración del suelo, y se sumaron miembros del personal y grupos de estudio para especializarse en el tema. En 1981, un abogado de Boston que se había tomado un período sabático para estudiar la conservación voluntaria, Kingsbury Browne, organizó una reunión nacional en la sede del Instituto Lincoln. Los participantes, afiliados a alrededor de 40 fideicomisos de suelo y grupos relacionados de áreas desde Maine hasta California, acordaron crear el Land Trust Exchange, que luego se convirtió en la Land Trust Alliance (LTA). La LTA, una gran catalizadora para la conservación, cuenta con más de 1.000 organizaciones miembro y afiliados que protegen 24.685.824 hectáreas en todo el país. El legado de Browne perdura a través de un premio anual de la LTA que lleva su nombre y una beca de investigación en el Instituto Lincoln.
En la actualidad, el Instituto Lincoln señaló a los “recursos hídricos y terrestres administrados de forma sostenible” como una de las seis metas principales. La Red Internacional de Conservación del Suelo, creada en el 2014, brinda capacitaciones sobre la conservación en todo el mundo. El Centro Babbitt para Políticas de Suelo y Agua, fundado en el 2017, fomenta la integración de la planificación del suelo y el agua, principalmente en el oeste de los EE.UU.
“No se puede mitigar el cambio climático sin el suelo”, expresa Andrew Bowman, presidente de la LTA. Bowman dice que la mayoría de los miembros del grupo le dan gran importancia al cambio climático en sus prácticas administrativas, la gestión del suelo y las actividades de restauración. Pero eso no es lo único que influye en las acciones de conservación actuales: “Hay una interconexión entre la crisis climática, de biodiversidad y de igualdad”.
A eso hay que sumarle la salud pública. La pandemia demostró la necesidad de entender mejor la biodiversidad, la pérdida de los hábitats y la interacción de los humanos con la vida silvestre. En un anuncio de investigación de una Fundación Nacional para la Ciencia, se usó la frase “Restaurar y proteger la naturaleza es fundamental para evitar pandemias futuras” (NSF 2021).
También podría ser crucial para sobrevivir a estas. “La conservación y la restauración del suelo son fundamentales para el abordaje de la crisis climática, pero también para la salud de las comunidades, junto con un espectro que abarca desde parques urbanos hasta entornos silvestres remotos”, dice Jamie Williams, presidente de The Wilderness Society y miembro Kingsbury Browne de 2009. “La pandemia nos demostró lo importante que es pasar tiempo en la naturaleza para la resiliencia y la salud emocional, física y mental. Los estudios lo corroboran. Por eso nos enfocamos en crear una distribución más pareja de parques en áreas urbanas y en garantizar la igualdad de acceso a la naturaleza”.
La igualdad es una parte fundamental del debate sobre el clima y la conservación. Al resaltar su papel en esta campaña internacional simultánea para abordar la crisis climática, los dirigentes ecologistas pueden extender su alcance, diversificar sus equipos y llegar a personas que, de otra forma, quizás no asociarían el clima y el suelo. Poner más atención en la igualdad climática, a partir de campañas para garantizar la igualdad de acceso a parques urbanos, asociaciones con pueblos tribales soberanos y otras acciones similares, tiene el potencial de expandir el alcance y el impacto del movimiento.
Datos sobre el clima y la conservación
Total de toneladas de dióxido de carbono que producen los humanos cada año: 11.000 millones
Cantidad producida por la quema de combustibles fósiles: 9.500 millones
Cantidad producida por la deforestación: 1.500 millones
Porcentaje de dióxido de carbono que producen las personas y que absorben la tierra y el agua: 50
Porcentaje en el que aumentó la cantidad de dióxido de carbono que producen las personas desde 1750: 50
Toneladas métricas de dióxido de carbono que puede absorber por año un bosque típico de 404 hectáreas en el este de los Estados Unidos: 180
Hectáreas de suelo protegido por conservación cívica en los Estados Unidos: 24.685.824
Porcentaje de océanos bajo protección legal en todo el mundo: 7
Porcentaje de suelo bajo protección legal en todo el mundo: 15
Porcentaje de suelo y océanos que se están intentando proteger para el 2030: 30
Fuentes: Climate.gov, The Nature Conservancy, Land Trust Alliance, International Union for Conservation of Nature.
Las comunidades indígenas están preparadas para brindar soluciones creativas y basadas en la naturaleza (Jones 2020). En los Estados Unidos, alrededor de 50 tribus desarrollaron planes de acción climática basados en la naturaleza y con gran alcance en tierras indígenas de todo el país, que incluyen actividades desde restauración de las costas hasta quemas controladas. Las tribus “usan el conocimiento tradicional a la vez que aprovechan la ciencia y los datos”, dice Nikki Cooley, codirectora del Programa de Tribus y Cambio Climático del Institute for Tribal Environmental Professionals en Flagstaff, Arizona. Este enfoque refleja la perspectiva cultural de los pueblos indígenas, dice, “tienen un compromiso, una relación, con la Tierra . . . que conecta a las personas con el suelo”.
En Gowanus, Brooklyn, los arquitectos urbanos comparten una causa común con las organizaciones ecologistas tradicionales; trabajan codo a codo para proteger la biodiversidad y crear resiliencia ante el cambio climático en corredores urbanos densamente desarrollados. “Las redes de infraestructura verde en las ciudades crean un refugio para la vida silvestre”, dice Susannah Drake, profesora adjunta en The Cooper Union for the Advancement of Science and Art. “El cielo oscuro, los cinturones verdes y los corredores adaptados para el derecho de paso unen [áreas rurales] con centros urbanos”. Esa unión, dice ella, “revive los grandes paisajes productivos de las regiones” . . . Si no podemos recuperar todo el suelo [para la conservación], sabemos lo suficiente sobre la ecología del paisaje para hacer que haya más biodiversidad en el transecto entre las áreas urbanas, suburbanas y rurales”.
A mayor escala, el programa America the Beautiful del gobierno de Biden “presenta una gran oportunidad para alinear el programa climático y el de conservación, o incluso vincularlos”, dice Sacha Spector, director del programa de medioambiente en la fundación Doris Duke Charitable Foundation, que advirtió una antigua división entre los financiadores de la conservación y del clima, incluso en las mismas fundaciones. “Eso implica comprometer a todo tipo de partes interesadas y financiadores en esta comprensión más holística de la conservación y la administración del suelo, desde los defensores de los espacios verdes y la reforestación urbana hasta los grandes financiadores del clima, y las partes interesadas en la salud y la resiliencia. Para la biodiversidad y el clima, este es el momento de poner manos a la obra”.
En 2019, como parte de una iniciativa para obtener apoyo para la campaña 30×30, el Center for American Progress publicó un informe sobre el estado de las áreas naturales de los Estados Unidos (Lee-Ashley 2019). En el informe, se sugiere que el dilema de cuánta naturaleza conservar (en un esfuerzo para “frenar la extinción de vida silvestre, combatir el cambio climático, reducir la contaminación tóxica y proteger los sistemas naturales sanos de los que dependerán las generaciones futuras”) debería debatirse a nivel nacional con urgencia.
“No puede haber una respuesta única y simple a un dilema que es moral, económico, religioso, histórico, cultural, científico y, para muchas personas, profundamente personal”, dice el informe. “El debate de cuánta naturaleza proteger (y cómo, dónde y para quién) debe tener en cuenta y respetar las perspectivas de todas las personas, incluidas las comunidades muy afectadas por la degradación de los sistemas naturales, aquellas que no tienen igualdad de acceso al aire libre y los pueblos tribales con derechos sobre el suelo, el agua y la vida silvestre, las comunidades de color y otras”. Solo pasaron dos años desde que se publicó el informe, pero ahora ese debate es más urgente que nunca debido a la pandemia, los reclamos por la injusticia racial y los efectos cada vez más visibles del cambio climático.
A fin de cuentas, el clima y la biodiversidad están “entrelazados”, dice Levitt. Para lograr un abordaje significativo del cambio climático, se requiere una comprensión de esas conexiones y de nuestro papel en la naturaleza de las cosas.
“Los bosques son . . . redes verdes complejas que unen el destino de millones de especies y que albergan otros millones aún desconocidas”, escribe Waring, profesor de ecología en Imperial College (Waring 2021). “Para sobrevivir y prosperar en un futuro con un cambio internacional drástico, tenemos que respetar esta red entrelazada y nuestro lugar en ella”.
Anthony Flint es miembro sénior del Instituto Lincoln, conduce el ciclo de pódcasts Land Matters y es editor colaborador de Land Lines.
Imagen: turberas de indonesia. Crédito: Rifky/CIFOR via Flickr.
Gardner, A., D.S. Ellsworth, K.Y. Crous, J. Pritchard y A.R. MacKenzie. 2021. “Is Photosynthetic Enhancement Sustained Through Three Years of Elevated CO2 Exposure in 175-Year-Old Quercus Robur?” Tree Physiology (tpab090). https://doi.org/10.1093/treephys/tpab090.
Griscom, Bronson. 2021. “The Most Promising—and Proven—Carbon Capture Technology Is Nature”. Noticias de la Fundación Thomson Reuters. 17 de septiembre. https://news.trust.org/item/20210917123229-wm4fc.
Williams, Christopher A., Natalia Hasler y Li Xi. 2021. “Avoided Deforestation: A Climate Mitigation Opportunity in New England and New York”. Informe preparado para la United States Climate Alliance. https://tnc.app.box.com/s/apncszy7yrsknlk0hix9n2bt7n6n3f9k.
Tecnociudad
Diseño de un enfoque más eficiente para el uso del suelo
n la actualidad, solemos esperar que la tecnología nos brinde datos cada vez más sofisticados y en mayor cantidad. Esto aplica tanto a quienes usan las herramientas tecnológicas a diario como a ejecutivos responsables de tomas de decisiones que recurren a las herramientas más modernas y complejas para enfrentar grandes desafíos como la conservación y el cambio climático. Pero, a veces, la prioridad principal es aprovechar al máximo los datos y la tecnología que ya existen.
Esa idea fue la que orientó los primeros trabajos del Centro de Soluciones Geoespaciales (CGS), creado por el Instituto Lincoln en el 2020. El CGS, una entidad sin fines de lucro comprometida con la misión de organizar datos y diseñar herramientas para apoyar la toma de decisiones sobre el uso del suelo, trabaja con una variedad de socios internacionales grandes y pequeños a fin de implementar nuevas tecnologías y ayudar a las organizaciones a aprovechar las herramientas y la información con la que ya cuentan.
Es como un centro de datos, experiencias y servicios. “Hay muchísimos datos, plataformas y herramientas”, dice Anne Scott, directora ejecutiva del CGS. “Estar en el campo, intentando hacer algo por tu comunidad, puede ser muy abrumador. Estamos aquí para ayudar con esa tarea”.
Uno de los proyectos iniciales más ambiciosos del CGS fue la colaboración con la Nature Conservancy of Canada (NCC), una organización privada sin fines de lucro que se enfoca en la conservación. La NCC es una organización grande, que crece con rapidez y que cuenta con una larga trayectoria. En la actualidad, protege una superficie equivalente a Florida, dividida en varias provincias. El interés en organizar una estrategia de varios años para aprovechar al máximo el mapeo y otras tecnologías que ya usaba la llevó a recurrir al CGS en busca de ayuda. El trabajo resultante, que aún está en curso, es un ejemplo ilustrativo de cómo el CGS puede tener un papel fundamental para brindar información y dar forma a estrategias a corto y largo plazo.
Por supuesto, la NCC ya estaba implementando muchas herramientas geoespaciales avanzadas, pero, como dice la directora general de conservación Marie-Michèle Rousseau-Clair, la NCC es un fideicomiso de suelo, no una organización especializada en tecnología: “Nuestra misión es conservar”. Con ese principio en mente, el CGS realizó una investigación profunda sobre la tecnología de la organización y recopiló información de alrededor de 125 empleados de la NCC en toda Canadá.
“Buscábamos oportunidades, lagunas y bloqueos”, dice Jeff Allenby, director de tecnología geoespacial del CGS. Según Allenby, este análisis inicial tenía como objetivo encontrar formas en las que la NCC pudiese ahorrar tiempo y optimizar el trabajo, por ejemplo, mediante la creación de un método estándar para la recopilación de datos y la manera en que estos se comparten entre las oficinas regionales. O, por ejemplo, si determinados miembros del personal envían correos electrónicos diarios a varios colegas para recopilar información específica, quizás hay una forma de automatizar el proceso. El CGS creó una serie de recomendaciones que se implementarán en un período de 18 meses, con el objetivo de mejorar la tecnología y los procesos de datos de la NCC.
El comienzo de la relación entre las dos organizaciones coincidió con el inicio de la pandemia, cuando las regulaciones impedían que los trabajadores de campo de la NCC recopilaran datos en persona. “Había una sensación de urgencia por aprovechar la tecnología”, dice Rousseau-Clair, y por “lograr los mismos resultados con métodos nuevos”. El CGS aportó formas nuevas y creativas de pensar, y conexiones con firmas privadas que recopilan datos satelitales. Esto podría reemplazar a la recopilación de datos en el campo a corto plazo, además de ser un complemento útil a largo plazo.
Como resultado, la NCC estableció un comité de tecnología para supervisar los esfuerzos tecnológicos de la organización y asegurarse de que todos comprendan cómo la Iniciativa A afecta al Departamento B. “Quizás no sea la historia más interesante sobre tecnología”, dice Rousseau-Clair, “pero establece una base fundamental que fomenta la innovación a largo plazo”. “A veces, el deseo de innovar es mayor que la velocidad a la que puede cambiar la organización”, explica, “pero el plan del CGS propone una adaptación a esa realidad”.
El CGS también ayuda a socios que trabajan directamente con tecnología de vanguardia para crear mapas de datos mejores y con mayor cantidad de información. Está ayudando a un cliente a experimentar con el uso de drones a fin de complementar el trabajo en terreno tradicional, para crear mapas más exhaustivos de especies invasivas (por ejemplo, la expansión del kudzu, que mata a otras plantas). Estos datos pueden combinarse con información sobre el terreno y la elevación, e incluso con datos recopilados mediante satélites, drones y personas, para crear mapas dinámicos.
No obstante, Allenby destaca que, si bien la misión del CGS efectivamente incluye el hecho de mantenerse informado sobre las innovaciones, distinguir las herramientas tecnológicas útiles de las que son meramente vistosas siempre es un objetivo clave. Esto aplica tanto a organizaciones grandes como pequeñas. “Que una herramienta esté disponible no quiere decir que debamos usarla”, dice.
Ese es el espíritu detrás de la última incorporación al CGS, el proyecto Internet of Water. Liderada por Peter Colohan, la iniciativa concluyó la fase de investigación con la sugerencia de que los datos sobre el agua deben ser exhaustivos, de fácil acceso y análogos a los datos representados en los mapas de uso del suelo.
“Supongamos que puede tomar las decisiones en una ciudad, como un urbanista”, dice Colohan, “y quiere entender las condiciones de un reservorio de agua y un río locales a lo largo del tiempo, las condiciones de la fuente, la calidad, si hay escorrentía o ciertos contaminantes. En Washington DC, por ejemplo, habría que analizar más de 45 conjuntos de datos para encontrar las respuestas a esas preguntas. Entonces, acabaría contratando a un consultor para que recopile y organice los datos. Si quiere revisar la información un año más tarde, tendrá que contratar a alguien otra vez. Todos estos datos deberían ser más accesibles”, concluye Colohan. “El futuro de la administración del agua y del suelo guardan una relación estrecha”.
La iniciativa Internet of Water reconoce que hay muchos datos sobre el agua, pero que es difícil acceder a ellos porque están bajo jurisdicciones federales, municipales, del condado, estatales o privadas. La idea es crear una red de datos en la que cualquiera pueda “publicar” datos sobre el agua de acuerdo con una serie de protocolos, de modo que la información esté disponible para todo el mundo. Eso facilitaría las cosas para el hipotético urbanista de la gran ciudad que puede contratar a un asesor, porque este puede pasar directamente a la interpretación y la creación de estrategias a partir de los datos, en lugar de tener que recopilar la información. Además, permite que accedan a los datos entidades más pequeñas que jamás habrían siquiera pensado en hacerlo.
El proyecto Internet of Water lleva un par de años gestándose en la Universidad de Duke. La inclusión del CGS coincide con lo que Colohan denomina la fase de crecimiento, que consiste en una expansión durante los próximos cinco años, siempre teniendo en cuenta la sostenibilidad. “En Internet está repleto de herramientas que no se usan y que no cuentan con un modelo de sostenibilidad”, dice.
Al igual que con gran parte del trabajo inicial que el CGS hizo con la NCC y otros socios, esa visión a largo plazo es, precisamente, la clave. De cierta forma, el CGS es como un asesor, ya que está atento a los últimos desarrollos en el campo. “Estar a cargo”, dice Allenby. “Buscamos la manera de saber qué están haciendo las personas y cómo eso puede aplicarse en otros lugares, e intentamos generar esas conexiones, unir a esas personas que deberían estar hablando entre sí”.
Además, el CGS no es un asesor tradicional, sino que forma parte de una organización más grande enfocada en lograr un movimiento drástico en el uso del suelo, el cambio climático y los desafíos relacionados. Allenby dice: “Lo que intentamos hacer es resolver las dificultades sistemáticas de verdad”.
Rob Walker es periodista; escribe sobre diseño, tecnología y otros temas. Es el autor de The Art of Noticing. Publica un boletín en robwalker.substack.com.
Imagen: El Centro de Soluciones Geoespaciales tomó esta fotografía aérea de Virginia Occidental como parte de su trabajo con un socio de restauración del ecosistema a gran escala. El material que toma el dron puede complementar el trabajo en terreno para crear mapas más dinámicos. Crédito: CGS.
El escritorio del alcalde
En Bogotá, nace una nueva era para la sostenibilidad
n octubre del 2019, Claudia López fue elegida alcaldesa de Bogotá tras una campaña como candidata de la Alianza Verde, enfocada en el cambio climático y otros problemas medioambientales. Es la primera alcaldesa mujer de la ciudad y la primera persona abiertamente homosexual en ocupar el cargo.
La alcaldesa López fue senadora de la República de Colombia entre el 2014 y el 2018, y ganó popularidad por participar en la lucha contra la corrupción. En las elecciones presidenciales del 2018, fue candidata a vicepresidenta por el partido Alianza Verde.
Antes de iniciarse en la política, López trabajó como periodista, investigadora y politóloga. Estudió Finanzas, Gobierno y Relaciones Internacionales en la Universidad Externado de Colombia y, viajó a los Estados Unidos para especializarse: obtuvo un título de maestría en Administración Pública y Política Urbana en la Universidad de Columbia y de doctorado en Ciencias Políticas en la Universidad Northwestern.
Mientras viajaba a la cumbre sobre el clima COP26 en Glasgow, López habló por videollamada con el miembro sénior Anthony Flint y con Martim Smolka, director del Programa para América Latina y el Caribe del Instituto Lincoln.
Esta entrevista, editada por motivos de duración y claridad, es la última edición de una serie especial de El escritorio del alcalde producida para conmemorar el 75.º aniversario del Instituto Lincoln. También está disponible como parte del pódcast Land Matters.
Anthony Flint:Su victoria sugiere que los residentes están listos para que se tomen medidas importantes sobre el medioambiente y el cambio climático. ¿Siente que tiene una responsabilidad con relación a este tema? ¿Cuáles son sus prioridades en cuanto al clima?
Claudia López: Sin lugar a dudas, tengo una gran responsabilidad con la gente de Bogotá. Durante la campaña, me comprometí públicamente con los problemas medioambientales y del cambio climático. Hay una gran deuda social y medioambiental que debemos pagar. Luego de la pandemia, la deuda social será incluso más difícil de abordar que la medioambiental porque, en este tiempo, el desempleo y la pobreza en la ciudad se duplicaron. Por otro lado, me siento bastante optimista en cuanto a los problemas medioambientales. Creo que las oportunidades aumentarán tras la pandemia.
Tenemos que adaptarnos, esa es nuestra responsabilidad. Colombia tiene tres problemas principales. Uno de ellos es la deforestación, el factor que más contribuye para el cambio climático. Es un problema de las zonas rurales principalmente, y el que más incidencia tiene sobre la crisis medioambiental y la emergencia climática de Colombia. El segundo son los combustibles fósiles. El transporte es el segundo factor con mayor incidencia sobre la emergencia climática.
El tercero es la gestión de residuos. Bogotá tiene un gran impacto sobre el transporte y la gestión de residuos.
¿Qué medidas estamos tomando? Estamos migrando de un sistema monodependiente de autobuses diésel a un sistema multimodal con subterráneos, un sistema de trenes regionales, un sistema de metrocables y también autobuses . . . [y] transformamos la gestión de residuos en una economía circular, ecológica y de reciclaje para convertir los residuos en energía limpia. Queremos una ciudad más ecológica.
Básicamente, la construcción de ciudades se basa en el “endurecimiento” de zonas rurales y verdes. Creo que en el s. XXI debemos hacer lo opuesto. Tenemos que aprovechar todos los espacios públicos disponibles y esforzarnos lo más posible, no solo para plantar árboles y jardines, sino para transformar las áreas urbanas, áreas grises, existentes en áreas verdes.
Por suerte, tenemos la obligación de proponer un nuevo plan de ordenamiento territorial, el POT. No podemos incluir estos cambios e inversiones en un plan de un gobierno de cuatro años, sino que es necesario un plan de 14 años para la ciudad. Estamos intentando aprovechar este momento.
AF:Este año, la contribución de valorización, herramienta colombiana de recuperación de plusvalías, cumple 100 años. ¿Cuál es su plan para continuar esa tradición?
CL: Creo que es fundamental. La recuperación de plusvalías es la herramienta financiera más importante que tenemos para el desarrollo sostenible. En nuestro POT, incluimos no solo la contribución por mejoras tradicional, sino también muchas otras formas de aprovechar la recuperación de plusvalías. [Nota de edición: Las contribuciones por mejoras son tasas que pagan los propietarios o los emprendedores inmobiliarios para cubrir el costo de mejoras o servicios públicos que los benefician].
Contamos con al menos siete herramientas de financiación diferentes, todas relacionadas. Básicamente, determinamos el valor que generará una transformación del uso del suelo y nos ponemos de acuerdo con el emprendedor inmobiliario para que este no pague en efectivo, como en la contribución por mejoras, sino con la construcción de la infraestructura y el equipamiento urbano y social que necesitará el desarrollo nuevo.
No se trata de tener mapas bonitos con planes maravillosos, sino de tener el dinero para redistribuir el costo y el beneficio de compartir y recibir. Creo que, en realidad, el urbanismo consiste en eso: garantizar que, mediante inversiones públicas o privadas, o la recuperación de plusvalías, podamos distribuir el costo y los beneficios de construir la ciudad de forma equitativa y sostenible. Esa es la función del gobierno y es lo que estamos tratando de lograr.
AF:Me gustaría pasar al tema de la delincuencia y preguntarle de qué manera afecta este problema a la percepción de la ciudad y el espacio público en ella.
CL: Tiene un gran impacto, desde luego. Cuantos más delitos hay en los espacios públicos, ya sean reales o percibidos, menos bienestar hay en la ciudad. ¿Qué hace que una ciudad sea más segura? En primer lugar, que la ciudad sea sostenible, y para eso, debe ser más ecológica y equitativa.
Mi prioridad para hacer que Bogotá sea más segura no es agregar cámaras y dispositivos tecnológicos. Quiero asegurarme de que Bogotá pueda proporcionar oportunidades laborales justas y legales a la población, en especial a la juventud. Creo que la raíz social de la seguridad es más importante.
Algo que me entusiasma y enorgullece es que, en el POT y en el plan de desarrollo del uso del suelo, incluimos criterios para mujeres y cuidadoras como criterios para la urbanización en nuestra ciudad. Si podemos lograr que la ciudad sea más segura para las mujeres y los niños, entonces será más segura para todas las personas.
En segundo lugar, está la infraestructura, que es igual de importante que el transporte, y en el s. XXI, la infraestructura social es digital. Vamos a extender la fibra óptica, que es la conexión a Internet más rápida y de mejor calidad, a todos los barrios y las escuelas de la ciudad. Esto es muy importante para que la ciudad sea más sostenible, equitativa y segura. En este momento de pospandemia, se observa un gran aumento de inseguridad en las ciudades. No solo en Bogotá, en todo el mundo. Lamentablemente, el aumento del desempleo y la pobreza siempre van de la mano con un mayor índice de inseguridad.
AF:¿Qué políticas están funcionando para la mejora de la vida en los asentamientos informales, por ejemplo, la mejora de la infraestructura, y qué cree que debe cambiar?
CL: Nuestro plan de uso del suelo incluye al menos tres innovaciones de las que estoy muy orgullosa. Como sabe, en América Latina, aproximadamente la mitad de las ciudades se construyeron informalmente. Este plan de desarrollo del uso del suelo es el primer plan que asume ese dato expresamente y lo acepta. En lugar de elaborar un plan de uso del suelo que solo es útil para la ciudad formal, es decir, la mitad de la ciudad, este reconoce que el 45 por ciento de Bogotá es informal. Crea una norma, reglas y una institución urbanas para ayudar a las personas a mejorar sus viviendas en la ciudad informal y los barrios. Este plan de desarrollo del uso del suelo incluye a todas las personas.
En Bogotá hay una institución llamada curaduría, que otorga licencias urbanas y de construcción. Estamos creando una curaduría pública para la ciudad informal. No se le puede imponer a media ciudad un estándar urbano que les es imposible cumplir.
[También] tenemos el Plan Terrazas, que establece que, después de que mejoremos el primer piso como corresponde, la persona puede construirse el segundo, por ejemplo, o puede instalar un [espacio para] negocio. La gente mejorará su vivienda y [también] sus ingresos. Para las personas en situación de pobreza, la vivienda no es solo el lugar donde viven, sino también donde producen y generan un ingreso.
Otro aspecto que me parece muy importante es que creamos un sistema de cuidado, especialmente pensado para las mujeres. La mitad de la economía es informal. Los trabajos no incluyen jubilaciones y obra social. Las personas no pueden recibir atención médica si se enferman o cuando son [mayores]. ¿Quién cuida a los enfermos y las personas mayores? Se hacen cargo las mujeres, y no reciben ninguna compensación económica: en Bogotá, 1,2 millones de mujeres no tienen trabajo, educación ni tiempo para sí mismas porque son cuidadoras. Por primera vez en Bogotá, estamos reservando suelo para destinarlo a infraestructura social a fin de brindar atención médica institucional a niños, mujeres, personas mayores y personas con discapacidades, para que las mujeres tengan tiempo y puedan descansar. Jamás tienen una semana libre.
Estamos buscando un equilibrio. Creo que el desarrollo en Bogotá se dio de forma muy despareja, con [gran parte de la] ventaja del lado de los emprendedores inmobiliarios. Por supuesto, estos deben obtener una ganancia, por eso estamos buscando el punto de equilibrio.
AF:El trabajo del Instituto Lincoln en América Latina, incluida Colombia, ha representado una gran parte de nuestro alcance global. Con motivo de nuestro 75.º aniversario, ¿podría reflexionar sobre el impacto que tuvo esa presencia en el área?
CL: Creo que fue de muchísima ayuda. Trabajé con las Naciones Unidas y otras organizaciones, y con distintos gobiernos en América Latina. Siempre hay un especialista, académico o profesional que se capacitó en el Instituto Lincoln. Hay una gran red de personas pensando, investigando, innovando y promoviendo estos debates, lo que es muy importante.
En mi experiencia personal, no puedo poner en palabras lo útil que me resultaron todas las cosas que aprendí con ustedes, por ejemplo, sobre la recuperación de plusvalías, el desarrollo del uso del suelo, el conocimiento sobre cómo se crea el valor urbano y del suelo. Por qué es una creación pública y por qué tenemos que usar todos los instrumentos que tenemos para recuperar esas plusvalías y redistribuirlas de forma más equitativa entre todos los habitantes de la ciudad. No podría estar más agradecida con Martim Smolka, Maria Mercedes y todos los que conforman el Instituto Lincoln. La red de profesionales, aprendices y académicos, y la investigación que llevan a cabo sobre este tema, en especial en América Latina, es increíblemente útil.
Anthony Flint es miembro sénior del Instituto Lincoln, conduce el ciclo de pódcasts Land Matters y es editor colaborador de Land Lines.
Imagen: El alcalde López habla en un evento climático en la cumbre COP26 en Glasgow. Crédito: Oficina del Alcalde.
Mensaje del presidente
El 2030 está a la vuelta de la esquina: ¡manos a la obra!
Tener la visión no es la solución; todo depende de la ejecución.
—Stephen Sondheim, 1930–2021
M
ientras el mundo lucha contra las consecuencias cada vez mayores de la crisis climática y la aterradora posibilidad de una extinción masiva, dirigentes políticos de todo el mundo responden con una ambición sorprendente. En la 26.ª Conferencia de las Partes sobre el cambio climático que tuvo lugar en Glasgow a fines del 2021, 153 países renovaron su compromiso con la reducción de las emisiones a fin de evitar que las temperaturas mundiales promedio aumenten más de dos grados Celsius para el 2030, y de incrementar las posibilidades de alcanzar el objetivo de emisiones cero a nivel mundial para el 2050. En la misma reunión, más de 140 países prometieron acabar con la deforestación para el 2030.
Mientras tanto, en la 15.ª Conferencia de las Partes (COP15) sobre biodiversidad en Kunming, 70 países acordaron conservar el 30 por ciento de sus suelos y océanos para el 2030 (30×30) como parte de un esfuerzo para preservar los ecosistemas mundiales y evitar la pérdida de biodiversidad. Se espera que muchos otros países se unan al compromiso cuando finalice la COP15 (está se estructuró como un evento de dos partes debido a la pandemia, lo que demostró la complejidad de llegar a cualquier tipo de acuerdo internacional en la situación actual).
Si se logra, la meta 30×30 será una gran contribución para los esfuerzos de mitigación de la crisis climática, principalmente mediante la captura de carbono. Lamentablemente, no falta mucho para el 2030. Se necesitarán más que buenas intenciones para alcanzar esta meta ambiciosa, y las políticas de suelo tendrán un papel fundamental a la hora de pasar de la ambición a la implementación.
El Instituto Lincoln y su Centro de Soluciones Geoespaciales (CGS) desarrollaron un marco geoespacial para acelerar el progreso hacia la meta 30×30. Nuestro enfoque hace hincapié en la importancia de encarar el alcance del problema y sus soluciones desde otros puntos de vista. En especial, creemos que las partes interesadas que están trabajando en pos de la meta 30×30 deben identificar objetivos alcanzables, incorporar una responsabilidad común sobre el suelo en conservación, integrar resultados medioambientales y sociales, incluir tierras públicas y privadas en estrategias de conservación, y tomar impulso a partir de éxitos concretos.
Crédito: Centro de Soluciones Geoespaciales
Primero, se debe establecer una referencia que evalúe con precisión el estado actual de la conservación del suelo, tanto en el ámbito nacional como en el internacional. Esto es más complejo de lo que parece. Por ejemplo, en los Estados Unidos, donde los registros del suelo son bastante confiables, la Base de datos de Áreas Protegidas del Servicio Geológico de los Estados Unidos (USGS, por su sigla en inglés) indica que el 13 por ciento de las tierras del país se consideran “conservadas” explícitamente para la protección de la biodiversidad. Según esa métrica, para alcanzar la meta 30×30 es necesario proteger más del doble de las tierras que ya se encuentran en conservación. Si nos centramos exclusivamente en el territorio continental de los Estados Unidos, el suelo en conservación representa solo el ocho por ciento. Esto implica que se debería casi cuadruplicar la cantidad de suelo protegido en los próximos ocho años, una tarea casi imposible.
No obstante, cambiar la forma en que se administra el suelo puede contribuir a alcanzar las metas de conservación sin necesidad de incorporar un 22 por ciento adicional del territorio nacional (178 millones de hectáreas) al suelo protegido. Por ejemplo, las tierras públicas y de tribus representan un poco más del 25 por ciento (202 millones de hectáreas) del suelo de los Estados Unidos. Esas tierras no se consideran como suelo conservado porque se permite la extracción de recursos o no se exige explícitamente la protección de la biodiversidad. Además, los parques urbanos y suburbanos, los senderos y los espacios verdes, y otros terrenos municipales que se utilizan con fines recreativos no suelen tenerse en cuenta como parte de las tierras en conservación. Las tierras protegidas en el paisaje urbano o suburbano son de gran importancia para mejorar la salud de las personas, abordar la injusticia medioambiental y crear corredores y un hábitat para otras especies. Al cambiar la forma en que se administra el suelo, desde prohibir la minería y la exploración petrolera hasta proteger explícitamente la biodiversidad, se puede contribuir para aumentar la cantidad de suelo conservado para alcanzar la meta 30×30 sin necesidad de empezar desde cero.
Las tierras privadas protegidas por la servidumbre de conservación también serán importantes para lograr los objetivos nacionales de protección del suelo. El sistema actual de control del suelo en conservación privada, la Base de datos de la Servidumbre de Conservación Nacional, está desactualizado. Se necesitan incentivos mayores para que los fideicomisos de suelo y propietarios aporten datos sobre sus propiedades que permitan construir un panorama nacional más exhaustivo y preciso sobre la conservación del suelo privado. Esto también conllevará mejores resultados en la administración y la restauración.
Si se combinan la incorporación de nuevas tierras protegidas y la mejora de la administración de las tierras públicas para alcanzar las metas de conservación, el 33 por ciento del territorio continental de los Estados Unidos podría conservarse con rapidez. Sin embargo, si no tenemos cómo identificar qué tierras hace falta proteger con mayor urgencia para respaldar las prioridades de conservación que proponemos, y no contamos con el compromiso de protegerlas y controlarlas, el progreso será muy lento.
En el Instituto Lincoln, creemos que se requiere una estrategia de prioridad equilibrada que tenga en cuenta varios objetivos de conservación (incluidas la protección de la biodiversidad, los paisajes resilientes y conectados, y la captura de carbono), y que no abandone otras metas importantes, como la protección de tierras agrícolas muy productivas o la mejora del acceso a la naturaleza para las comunidades desatendidas. Proponemos una perspectiva integrada y un enfoque exhaustivo que tenga en cuenta a la totalidad del país, analice varias prioridades de conservación, garantice el acceso equitativo al suelo y atraiga financiamiento para la conservación.
Los esfuerzos actuales para elaborar mapas de prioridades no tienen en cuenta el componente social de la conservación, la mejora y la restauración del suelo. Las decisiones sobre la conservación deben fundarse no solo en la biodiversidad y los datos medioambientales, sino también en datos sobre las personas y sus necesidades, relaciones e interacciones con el suelo. Si se tienen en cuenta esos datos, podemos proteger el suelo y obtener muchos beneficios para las personas y la naturaleza. A fin de ilustrar estas oportunidades, el CGS creó un análisis que podría servir de guía para los esfuerzos colectivos de protección de paisajes cruciales. Fieles al espíritu colaborativo característico del trabajo del CGS, estos mapas aprovechan y resumen la sabiduría colectiva de organizaciones y científicos líderes centrados en este esfuerzo, como NatureServe, The Nature Conservancy y el Centro de Monitoreo de la Conservación del Ambiente (consulte la página 9 para obtener más información sobre el trabajo del CGS).
Si recopilamos datos completos y precisos sobre tierras públicas y privadas que están protegidas o deberían estarlo, y los ponemos a disposición de las comunidades para que accedan a estos sin restricciones, podemos lograr una conservación inclusiva y equitativa. Además, podemos integrar otros conjuntos de datos a medida que estén disponibles. Esto nos permitirá supervisar y administrar los suelos conservados, y determinar si están generando los resultados esperados. Es fundamental que se realice una supervisión rigurosa. De lo contrario, no podremos saber si redujimos la escorrentía y los contaminantes en arroyos y ríos, si creamos sumideros verdes para mitigar las emisiones de gases de efecto invernadero, o si mejoramos la salud de la comunidad. Tampoco podremos hacer un seguimiento del progreso y celebrar los avances hacia las metas de conservación nacionales e internacionales.
Finalmente, a fin de apoyar los esfuerzos nacionales e internacionales para alcanzar la meta 30×30, debemos establecer una infraestructura de administración que garantice la transparencia y la responsabilidad. La comunicación periódica sobre los esfuerzos de protección del suelo, ya sea que estén a cargo de fideicomisos pequeños o de organismos gubernamentales, creará un marco y un idioma comunes para que todas las partes interesadas comprendan qué función tienen en el panorama general y puedan ver que incluso las pequeñas oportunidades pueden contribuir con esta iniciativa mundial. Cada país deberá contar con una estructura administrativa y de moderación, así como con procesos eficaces para reunirse, tomar decisiones y monitorear el progreso de forma periódica. Las iniciativas internacionales que tuvieron éxito, desde la erradicación de la poliomielitis y la reducción a la mitad de la mortalidad infantil, hasta la reconstrucción tras la Segunda Guerra Mundial, requirieron que la comunidad internacional invirtiera y creara una infraestructura administrativa eficaz. Si se hizo antes, podemoshacerlo de nuevo.
Los Estados Unidos y muchos otros países están listos para hacer grandes inversiones en infraestructura natural y construida. Este gasto público sin precedentes podría mejorar la protección del suelo conservado o que debería conservarse, para mitigar la crisis climática y preservar la biodiversidad, o amenazarlo. Pero no se puede predecir el impacto que tendrán estas actividades sobre un suelo que no reconocemos. Debemos mejorar la administración de datos y del suelo, y poner esta información al alcance de todos los socios para posibilitar esta conversación importante lo antes posible. Si realmente queremos proteger el 30 por ciento del suelo y los recursos hídricos para el 2030, debemos pasar de la visión a la ejecución. El Centro de Soluciones Geoespaciales del Instituto Lincoln está listo para ayudar.
George W. McCarthy es presidente y CEO del Lincoln Institute of Land Policy.
Land Matters Podcast: Orchestrating Impact: Retiring Scholars Reflect on the Lincoln Institute
Having impact at a nonprofit research organization requires being both determined and nimble, according to three scholars who retired last year from the Lincoln Institute of Land Policy after decades of service.
The three scholars—geographer and urbanist Armando Carbonell, who led programs in urban planning and land conservation; Daphne Kenyon, an economist studying the property tax and municipal finance; and economist Martim Smolka, director of the organization’s Latin America program—share reflections about their work and the Lincoln Institute in a special edition of the Land Matters podcast.
Though they pursued different areas of inquiry during their time at the organization, they found common themes, like the central task of assembling and convening a network of practitioners, and continually inviting feedback to keep up to date on the challenges and emerging issues in their fields.
One such network formed in the 1980s when Boston attorney Kingsbury Browne brought together a handful of people who were establishing conservation easements to safeguard ecosystems across the United States. The value of exchanging information about tax laws and land conservation was deemed to be so great, the group ended up forming the Land Trust Alliance, which now represents nearly 1,000 land trusts with some 60 million acres in conservation.
Another area of critical importance: communicating in plain terms and being attentive to different audiences, whether the topic is climate migration or informal settlements or the way the property tax pays for essential local services including schools. The interviewees cite Lincoln Institute projects like the State-by-State Property Tax At a Glance website, the Making Sense of Place film series, and a role-playing game that leads participants through the steps of functioning land markets as successful examples of this approach.
The three scholars (bios below) also recall how they first discovered and interacted with the Lincoln Institute—all of them starting more than 30 years ago—and share their experiences putting together extensive programming over that time. They also look ahead to the daunting challenges awaiting future generations working in the nonprofit realm.
Martim O. Smolka, former senior fellow and director of the Program on Latin America and the Caribbean, is an economist. His areas of expertise include land markets and land policy, access to land by the urban poor, the structuring of property markets in Latin America and property tax systems, including the use of land value increment charges to finance urban development and infrastructure. A graduate of the University of Pennsylvania (MA/PhD), he is co-founder and former president of the Brazilian National Association for Research and Graduate Studies on Urban and Regional Planning.
Daphne A. Kenyon, PhD, is a former resident fellow in tax policy at the Lincoln Institute of Land Policy. Her specialty is state and local public finance, with an emphasis on the property tax. She serves as the president of the National Tax Association. Kenyon’s prior positions include principal of D.A. Kenyon & Associates, a public finance consulting firm; professor and chair of the economics department at Simmons College; senior economist with the U.S. Department of the Treasury and the Urban Institute; and assistant professor at Dartmouth College. Kenyon earned her BA in economics from Michigan State University and her MA and PhD in economics from the University of Michigan. She has published numerous reports, articles, and three books. Her research has been cited in The New York Times and The Economist, among other publications. Her latest work was writing a major revision of the 2007 report The Property Tax-School Funding Dilemma with co-authors Bethany Paquin and Andrew Reschovsky.
Armando Carbonell served as head of the Lincoln Institute’s urban planning program. After attending Clark University and the Johns Hopkins University, Carbonell spent the early part of his career as an academic geographer. He went on to initiate a new planning system for Cape Cod, Massachusetts, as the founding Executive Director of the Cape Cod Commission. In 1992 he was awarded a Loeb Fellowship at the Graduate School of Design at Harvard University. Carbonell later taught urban planning at Harvard and the University of Pennsylvania and served as an editor of the British journal Town Planning Review. He has consulted on master plans in Houston, Texas, and Fujian Province, China, and is the author or editor of numerous works on city and regional planning and planning for climate change, including Nature and Cities: The Ecological Imperative in Urban Design and Planning. Carbonell is a Fellow of the American Institute of Certified Planners, Fellow of the Academy of Social Sciences (UK), and Lifetime Honorary Member of the Royal Town Planning Institute (UK).
As climate change creates ever more harm and havoc, one way governments are trying to keep people and property out of peril’s path is to steer new development away from the riskiest places. It’s a just goal whose execution is exceedingly complicated: Telling people where they can and can’t live or what they can do with their land is almost always a fraught endeavor.
“How do you go about doing that very hard thing,” asks Margaret Walls, senior fellow at the nonprofit Resources for the Future, “when you have private property rights and so forth?”
It turns out, a 41-year-old federal law may hold some answers to that question.
In 1982, Congress did something that, by today’s standards, at least, seems almost unthinkable: It passed sweeping environmental legislation with overwhelming bipartisan support. The Coastal Barrier Resources Act (CBRA) had 58 cosponsors in the Senate, and sailed through the House in a 399–4 vote.
The law initially placed some 450,000 acres of sensitive coastal areas and wildlife habitat along the Atlantic and Gulf of Mexico shorelines into the Coastal Barrier Resources System (CBRS). Congress has periodically approved the addition of more land over the years, and today the system, managed by the U.S. Fish and Wildlife Service, includes about 3.5 million acres, spanning from the Great Lakes to Puerto Rico.
The CBRA’s purpose was twofold: to preserve some of our most delicate and dynamic coastal ecosystems, but also to discourage development—and to limit federal spending on things like flood insurance and disaster relief—in risky, storm-prone areas.
It used a fairly simple policy mechanism to achieve those goals. The law didn’t actually prohibit development inside CBRS units, it simply withdrew some of the underlying federal supports that encourage growth, like infrastructure funding and access to federal flood insurance.
“One thing that people talk about a lot is that we might be implicitly subsidizing people to live in [risky] places,” Walls says. For example, until recently, the National Flood Insurance Program had long offered coverage at rates that didn’t necessarily reflect the true cost of flood risk, making it less financially ruinous to roll the dice and build in a floodplain.
It’s hard to isolate and quantify the effects of such subtle subsidies, Walls says. But by carving out designated areas “where you cannot get federal flood insurance, the federal government will not pay for infrastructure, like roads and so forth, and you will not get disaster aid if you’re hit by a disaster,” she says, “the Coastal Barrier Resources Act provides this natural experiment.”
Four decades into that experiment, research is showing just how effective the CBRA has been at keeping homes out of harm’s way. Simply shifting the cost and risk of coastal development onto private property owners or local governments seems to have been a particularly powerful nudge—enough to prevent untold families from living in disaster areas waiting to happen, and to preserve hundreds of miles of fragile coastal ecosystems.
In a study commissioned by the Lincoln Institute of Land Policy, researchers at Resources for the Future are using historical maps and geospatial machine learning to compare hundreds of CBRS units along the Atlantic and Gulf coasts with a matching set of “control units”—that is, areas that weren’t placed in the CBRS, but which easily could have been, because they shared similar geomorphic features and development density in the early 1980s. Among other criteria, “We looked at roads, we looked at elevation, and we looked at land cover in the ‘80s,” says environmental economist Yanjun ‘Penny’ Liao, a fellow at Resources for the Future.
What the team has found so far, as described in the working paper, is that a CBRS designation reduced development by an astonishing 85 percent, as compared to within a control unit. That effect was consistent even in CBRS units facing high development pressure from nearby metro areas, Liao says.
Amy Cotter, director of climate strategies at the Lincoln Institute, is hopeful this research can complement the organization’s work with the Climigration Network, to help communities that are wrestling with “incredibly difficult decision making” around rebuilding or relocating in the face of repeated flood disasters.
“We see the way in which sea level rise and other chronic effects of climate change show no sign of abating and, in fact, show every sign of being faster and more severe than anticipated,” Cotter says. “How do we take what we know about market responses to government policies and incentives, and help develop programs that still allow people to practice self-determination and make choices, but with market signals that are actually more accurate and reflect the risk of creating a home in a particular place?”
The Spillover Effect
Interestingly, the CBRA hasn’t just protected coastal lands, or the homes and lives of the people who might have otherwise built on them. The researchers are also studying spillover effects in communities within a two-kilometer radius of either a CBRS unit or a control unit.
While development just about stopped inside CBRS boundaries after 1982, immediately adjacent areas saw a 20 to 30 percent boost in development density compared to communities near control units. CBRS-adjacent neighborhoods also had higher average property values.
The RFF researchers believe they’re the first to document these spillover effects, which could offer important lessons for policymakers. For one thing, the study shows that the conservation of buildable land doesn’t have to erode a city’s property tax revenues. Liao says the increased rate and value of the development within two kilometers of CBRS units more than offset the property tax revenue the smaller, preserved areas could have generated had they been built up.
And while there could be many reasons for the higher property values found in CBRS-adjacent areas, such as the prized proximity to a pristine piece of nature, Liao wonders if one of them could be the flood protection offered by undeveloped land. The researchers found that the intensity of flood damage, as measured by claims per $1,000 of coverage, was 25 percent lower in areas just outside a CBRS unit, as compared to communities next to control areas.
“By conserving natural land inside the units, they can serve as a kind of buffer when there’s a storm,” Liao says, “so it can protect the land that’s right behind them.”
Houses perch at the edge of a marsh in Quincy, Massachusetts, that is part of the Coastal Barrier Resources System. Credit: Jon Gorey.
Cotter says the research offers a glimpse at a more sensible approach to policy in flood-prone areas. “What alternatives could we explore that would diminish not only the expense, but the real loss and trauma associated with the kind of damage that the flood insurance program intends to fix?” she asks. “What would it look like to designate more of these areas?”
In fact, the U.S. Fish and Wildlife Service in April sent to Congress a set of revised maps that would add about 277,000 acres to the Coastal Barrier Resources System in nine states most impacted by 2012’s Hurricane Sandy. (One of the proposed sites, it turns out, is an area RFF researchers chose as a control unit, lending extra credibility to their mapping process.)
The revised maps will only take effect once passed by Congress, but a Senate bill introduced in December would adopt the revisions, and already has bipartisan support.
Walls would like to investigate that same question—and whether a similar program could work in inland areas facing riverine flood risk—with additional research. “Should we be thinking about more additions to the system? There’s still a fair amount of undeveloped land in risky coastal areas,” she says. “I don’t think we feel like we could completely weigh in on that yet . . . but I think it’s an interesting next question to look at.”
Adapting the program for use in already developed flood-prone areas would be challenging; when the sites were chosen in 1982, CBRA units were virtually empty, with no more than one structure per five acres. But since the CBRA doesn’t actually ban development outright, a CBRS designation would leave any existing property owners in control of what is typically an agonizing decision. If coupled with pro-growth policies in better-protected places nearby, Cotter wonders if the combination could encourage and support people grappling with climate migration—nudging them toward a safer alternative that’s still within proximity of their jobs, childcare, and familial support networks.
“If you can be surgical about your identification of those CBRS units, so that they not only prevent development in an at-risk area, but they preserve important buffers to an adjacent area, that sounds like a win-win,” Cotter says. “It suggests quite an elegant approach to preserving what you need in order to reduce the risk” in nearby neighborhoods.
Jon Gorey is a staff writer for the Lincoln Institute of Land Policy.
Image: A stretch of coast in South Kingstown, Rhode Island, that contains land protected by the Coastal Barrier Resources Act. Credit: U.S. Fish and Wildlife Service.
Solicitud de propuestas
Research on Land-Based Financing Approaches for Climate Action
The Lincoln Institute of Land Policy invites proposals for original research that examines opportunities for, and challenges with, implementing land-based financing (LBF) instruments, including land value capture, to promote and fund climate adaptation, mitigation, or resiliency measures, with a focus on equity, urban form, and nature-based solutions. The research should help inform practitioners, policy makers, and decision makers.
The geographic focus of this RFP is global. Proposals will be reviewed competitively according to the weighted evaluation criteria indicated below. Outputs are expected to result in working papers appropriate for publication.
Research Themes
The following issues and themes are of interest to the Lincoln Institute, but the list is not exhaustive, and applicants may submit a proposal that addresses other topics or issues. However, the proposal must consider LBF as a tool for climate action by addressing the following:
The necessary enabling conditions for the use of LBF for climate action, including but not limited to, market conditions, public perception of risk, and the pricing of climate risk in land markets
The legal, regulatory, and institutional considerations for using LBF for climate action, including informal or nontraditional forms
The types of climate action, including infrastructure investments and regulatory action, that have the greatest potential for the application of LBF
Temporal considerations for LBF for climate action (e.g., charges for long-term benefits of climate action or the timeframe for realizing land value increments).
Innovative uses of LBF for climate action
The potential nonrevenue-related benefits of LBF for climate action, such as equity
Unintended outcomes (positive or negative) of the approaches, with an emphasis on equity
Proposals
Proposals must be submitted online via the web-based application form and must follow the complete RFP guidelines. Proposals submitted by email or mail will not be accepted. Incomplete proposals, proposals received after the due date, or proposals that do not adhere to the format defined in the guidelines will not be accepted.
Proposals must be submitted in English. The final work produced pursuant to the RFP (if selected for an award) must be in English.
Evaluation Criteria
The Lincoln Institute will evaluate proposals based on the following criteria:
The project’s relevance to the RFP’s theme of land-based finance tools for climate action: 35 percent
Rigor of proposed methodology: 25 percent
Potential impact and usefulness of the research for practitioners: 25 percent
Capacity and expertise of the team and relevant analytical and/or practice-based experience: 15 percent
Detalles
Submission Deadline
March 23, 2023 at 11:59 PM
Palabras clave
adaptación, mitigación climática, medio ambiente, gestión de crecimiento, infraestructura, especulación del suelo, uso de suelo, planificación de uso de suelo, valor del suelo, tributación del valor del suelo, impuesto a base de suelo, gobierno local, salud fiscal municipal, planificación, tributación inmobilaria, finanzas públicas, políticas públicas, regímenes regulatorios, resiliencia, tributación, transporte, urbano, desarrollo urbano, valuación, recuperación de plusvalías, impuesto a base de valores, zonificación
Lincoln Institute Staff Promote Private and Civic Land Conservation at Historic COP15
This is an edited excerpt from an article published by the International Land Conservation Network.
Leaders and conservationists from more than 190 countries came together in Montreal from December 7 to 19 to address urgent threats to biodiversity at the COP15 global conference. A team from the Lincoln Institute of Land Policy participated in the historic event, promoting the role that private and civic land conservation can play in the international effort to halt and reverse biodiversity loss by the end of the decade.
Formally known as the 15th meeting of the Conference of the Parties to the United Nations Convention on Biological Diversity, COP15 resulted in a historic agreement, the Kunming̵–Montreal Global Biodiversity Framework, which serves as a roadmap toward a nature-positive future in which species and ecosystems thrive. COP15 has been compared in significance to its better-known counterpart, COP21, the 2015 UN climate conference where nearly 200 parties pledged to take action to mitigate climate change by signing the Paris Agreement.
A pillar of the Kunming–Montreal Global Biodiversity Framework is the formalization of the 30×30 goal, an effort to protect at least 30 percent of the world’s lands, oceans, coastal areas, and inland waters by 2030. This goal prioritizes areas based on the value of their biodiversity and aims to create ecologically representative, well-connected, and equitably governed systems of protected areas and other effective area-based conservation measures. It also recognizes Indigenous and traditional territories and emphasizes respect for the rights of Indigenous Peoples and local communities. The Kunming–Montreal framework also addresses issues including financial support for developing countries, harmful subsidies, food waste, and corporate transparency.
On the first day of the conference, ILCN and PLC co-hosted a daylong event with the Global Environmental Institute, Africa Wildlife Foundation, and other non-governmental organizations. The event, which centered on strengthening non-state actors’ efforts to support multi-goal and multi-benefit biodiversity conservation and sustainable development initiatives, attracted more than 100 participants from civil society, academia, the business sector, youth groups, and local communities. Elizabeth Maruma Mrema, executive secretary of the UN Convention on Biological Diversity, spoke about the critical role of civil society organizations in implementing the new framework. Levitt gave a keynote presentation on leveraging international and cross-sectoral expertise to help create an effective, trusted, and connected global network for private and civic land conservation. He described successful examples of collaborative civic conservation including the FONAG water fund in Quito, Ecuador, and Tallurutiup Imanga National Marine Conservation Area in Nunavut, Canada.
At a separate event, Shenmin Liu spoke about the importance of engaging youth in the conservation movement and the power young people hold as the future stewards of the planet. The ILCN and the Nature Conservancy of Canada also hosted a gathering for ILCN network members attending COP15, with participants hailing from Canada, China, Australia, Spain, South Africa, Kenya, Liberia, and other countries.
In addition to yielding a landmark agreement among the world’s nations to protect and restore biodiversity, COP15 served as a springboard for ongoing work. For example, delegates sowed the seeds for the establishment of a multilateral fund to enable equitable benefit sharing between providers and users of emerging agricultural technology. Details of the fund are set to be finalized at COP16 in Turkey in 2024, where signatories of the Kunming-Montreal Declaration will assess progress on their efforts to address the current biodiversity crisis and ensure a sustainable future for the planet.
Shenmin Liu is a research analyst with the Lincoln Institute and ILCN representative for Asia.
Image: Lincoln Institute staff and global partners at COP15 in December 2022. Credit: Shenmin Liu.