Pasado, presente y futuro en Cuba
Una versión más actualizada de este artículo está disponible como parte del capítulo 1 del libro Perspectivas urbanas: Temas críticos en políticas de suelo de América Latina.
En los últimos años, el Instituto Lincoln ha venido colaborando con el programa de becas Loeb, el cual tiene sede en la Escuela de Posgrado en Diseño de la Universidad de Harvard. Este programa se inició en 1970 gracias a la generosidad de John L. Loeb, egresado de Harvard, con la finalidad de permitir que profesionales de mediana trayectoria cursaran estudios independientes y adquirieran herramientas adicionales dirigidas a la reactivación del medio ambiente natural y urbano. Los becarios de Loeb para el período 2001-2002 hicieron un viaje de fin de año a Cuba a mediados de junio, que incluía una estancia de dos días en Santiago de Cuba, cuatro en La Habana y un recorrido adicional desde esta última hasta Trinidad, con paradas en algunos destinos intermedios.
Con sus fachadas neoclásicas, adoquines blancos, nubes caribeñas y tonos pasteles, Trinidad se ha detenido en el tiempo como una postal de acuarela. Puesto que el patrimonio arquitectónico de Cuba es el núcleo de un creciente interés internacional y no está amenazado por las oleadas de nuevas construcciones, el futuro del pasado parece estar a salvo. Por su parte, el futuro en sí mismo es mucho más difícil de hallar. Mientras nuestro grupo de becarios de Loeb buscaba indicios en tres ciudades y localidades de la provincia, descubrimos que pese al estancamiento económico y la tensión política internacional los cubanos trabajan con esmero por un futuro que sólo pertenece a ellos.
La afluencia de dólares provenientes del turismo y una férrea campaña de preservación cubana han comenzado a rescatar las riquezas de La Habana Vieja de las garras del descuido no intencionado. Después de por lo menos una experiencia negativa con una nueva construcción, la Oficina del Historiador de la Ciudad –encargada de coordinar la impresionante restauración y renovación mayor de La Habana Vieja– todavía trata de resolver el problema de integrar lo nuevo con lo histórico. Una manera de abordar el problema es estudiar minuciosamente el diseño de edificaciones que ocupan una manzana. Caminamos por un estacionamiento grande de estructura moderna dentro de La Habana Vieja que será reconstruido para convertirlo en un edificio de uso múltiple, con un estacionamiento adyacente, según un diseño que busca reproducir la escala y algunos rasgos monumentales del convento colonial que una vez ocupaba el lugar.
Aunque se está reubicando a algunos residentes en la misma zona y otras partes, muchos regresan a sus hogares después de que los barrios son rehabilitados.
Considerado ahora como un modelo para otras iniciativas dirigidas a financiar la rehabilitación de otros distritos de la ciudad, la renovación de La Habana Vieja se fundamenta en un sistema de impuestos y empresas conjuntas que comprende ingresos provenientes de empresas privadas que se benefician del turismo generado por la restauración. La Oficina del Historiador maneja un presupuesto anual de 50 millones de dólares que se divide entre la construcción y la asistencia social a los cubanos que residen dentro de los límites de la zona de rehabilitación. Esto podría interpretarse como un sistema de “recuperación de plusvalías”, tema que suscita gran interés en el Instituto Lincoln.
Julio César Pérez, arquitecto cubano, urbanista y defensor de la planificación con base en la comunidad, era uno de los integrantes del grupo de becarios de Loeb. Gracias a la perspectiva particular que tiene por ser profesional local, mostró a nuestro grupo algunos de sus ejemplos favoritos del rico legado de la arquitectura prerrevolucionaria art deco y moderna de La Habana. Joyas de cinco pisos de altura se destacan en medio del variopinto paisaje urbano de La Habana central, que también incluye el Edificio Focsa de 28 pisos, con sus 375 unidades de apartamentos, construido en el ocaso del gobierno de Batista.
A los talones de las manzanas de viviendas y casinos con estilo internacional de los años 1950, la revolución implantó su propia forma de uso revisado del suelo. Julio contó la historia de un partido de golf que jugaron el Che Guevara y Fidel Castro en los vastos campos del antiguo Habana Country Club para celebrar la revolución. Según la leyenda, se preguntaron: “¿cómo podemos darle un buen uso a este terreno?” Los resultados de su conversación son las muy grandilocuentes y en su mayoría inconclusas Escuelas Nacionales de Arte diseñadas por Ricardo Porro, Vittorio Garratti y Roberto Gottardi. La postura de estas edificaciones es deliberadamente indiferente a la casa club o al plan del campo de golf; el área abierta es tratada como si fuera una enorme pradera en medio de territorio virgen. Está previsto un proyecto de restauración de los edificios, que se ha complicado más debido a la inestabilidad de las fundaciones y los problemas hidrológicos.
Julio también identificó ejemplos más recientes de construcciones de grandes dimensiones en La Habana, como son el Hotel Meliá Cohíba con su voluminoso arco incorporado y el Miramar Trade Center, un centro comercial (con transacciones en dólares) al otro lado de la calle. Además de ser fracasos de diseño, estos costosos proyectos no logran captar la relación del sitio con el mar ni la posibilidad de crear un nuevo género arquitectónico en un distrito en desarrollo.
Con el estancamiento de la economía y de las relaciones internacionales en los años 1990, el arquitecto y planificador cubano Miguel Coyula y sus colegas han utilizado el tiempo y los materiales que tienen a su alcance para adoptar un enfoque más cuidadoso del uso y desarrollo del suelo. Mientras en todo el mundo hay un surgimiento acelerado y avasallante de ciudades verticales de acero y vidrio, en La Habana se construye una de las maquetas de mayor escala en el mundo con cajas viejas de habanos. Esta asombrosa ciudad en miniatura fue concebida como herramienta para la planificación y asidero para los esfuerzos del Grupo para el Desarrollo Integral de la Capital (GDIC), que ha asesorado al gobierno municipal en asuntos de planificación urbana desde 1988.
La maqueta 1:1000 de toda La Habana ha ido creciendo por piezas exactas durante la mayor parte de la última década y actualmente ocupa 112 metros cuadrados, es decir, aproximadamente una cuarta parte de una cancha de baloncesto. Se encuentra en un pabellón especialmente diseñado iluminado con luz natural en el área de Miramar, cercano al centro de la ciudad, donde los visitantes ocasionales pueden circular cómodamente alrededor de la maqueta y verla desde los niveles superiores de acceso con rampas. En la base topográfica de madera hay colocados modelos a escala de prácticamente todas las estructuras de la ciudad. Cada edificio está codificado por un color que indica el desarrollo urbano en cada período histórico: colonial, moderno prerrevolucionario (1900 a 1958) y posrevolucionario.
Miguel describe un proyecto de construcción, un edificio alto para el Comité Estatal de Colaboración Económica (CECE), que fue cancelado porque con la maqueta se pudo ver claramente que era desproporcionado para el resto de la arquitectura del centro de La Habana. La decisión parece haber sido un hito ya que se trataba de un proyecto real y también ha sido ejemplo de la determinación de construir con conciencia por el medio ambiente –pese a las presiones para dar cabida a inversionistas foráneos en una Cuba necesitada de ingresos–.
La misión fundamental del GDIC se asemeja mucho a la que se plantean los planificadores estadounidenses para el urbanismo dentro de las grandes ciudades: comenzar por los vecindarios. El grupo ha realizado una serie de “talleres integrales de transformación del barrio” ofrecidos a los residentes locales y dirigidos por diseñadores y planificadores profesionales, preferentemente que habiten en la misma área. Estos proyectos se inscriben en la misma tendencia del movimiento internacional de diseño comunitario, una tradición vinculada a los Estados Unidos y surgida hace 45 años en la cual los diseñadores trabajan directamente para el beneficio de los residentes de un área determinada. Desde que la depresión económica sobrevenida en los años 1990 después de la disolución de la Unión Soviética y el bloqueo impuesto por los Estados Unidos comenzaron a tener efectos realmente adversos en Cuba, estos talleres han cobrado gran importancia. Han conjugado la planificación y el desarrollo económico en un nuevo contexto local, en el que los vecindarios emprenden diversos proyectos, como son los cultivos urbanos y la manufactura de materiales de construcción a partir del reciclaje de escombros.
Los talleres de transformación del barrio y otras iniciativas similares llevadas a cabo en los últimos 20 años han contribuido a crear un puente entre el precepto revolucionario cubano de igualdad de tratamiento para todos y el precepto humano básico de tomar decisiones sobre la familia, la comunidad y la vida cotidiana. Otro ejemplo lo constituye el proyecto Arquitectos de la Comunidad, una modalidad de diseño comunitario a cargo de un sector cívico nacional que participa en la construcción urbana y la planificación ambiental, además de ofrecer servicios asequibles de diseño para familias individuales. Basada en las teorías del arquitecto argentino Rodolfo Livingston, la práctica fomenta una relación directa entre el usuario y el arquitecto, a la vez que se incorpora en cada proyecto de construcción el concepto de sostenibilidad y sensibilidad contextual. Julio trabajó con el grupo durante cinco años antes de irse a Harvard y presentó una ponencia junto con Kathleen Dorgan, también becaria de Loeb, en la conferencia de la Asociación de Escuelas y Facultades de Arquitectura celebrada en la primavera pasada. Como defensor de un uso más humano y sensato del suelo y del diseño urbano en su país, Julio se cuenta entre un grupo de arquitectos cubanos preocupados por los valores tradicionales del oficio y el diseño idóneo para el medio ambiente.
Con la existencia de esfuerzos como éstos, tenemos esperanza para que en el futuro la construcción se fundamente en una calibración cuidadosa de relaciones proporcionadas y bien reflexionadas entre las edificaciones y los rasgos naturales del entorno, así como la comodidad y placer de los usuarios. El desafío radica en encontrar medios económicos y normativos para apoyar una modalidad apropiada de construcción. Hasta ahora, el estado ha mantenido el control sobre el uso del suelo gracias a su condición de propietario directo y casi exclusivo y ha hecho negociaciones de arrendamiento con algunos inversionistas privados y foráneos a través de una red delicada y sumamente frágil de fórmulas económicas y jurídicas para valorar los terrenos en cuestión. A medida que la economía se hace más dependiente de los recursos provenientes del exterior, aumenta la probabilidad de que estos arrendamientos devengan en transacciones más predecibles y transparentes. Tal vez no tardarán en llegar las ventas de tierras y la aplicación de mayores impuestos.
Con la llegada de inversiones extranjeras y las presiones para una apertura aún mayor, habrá plena oportunidad de que el futuro esté constreñido por decisiones sobre el uso del suelo impulsadas por los márgenes de ganancias de organizaciones distantes, lo que sería una lamentable añadidura a la carga histórica de Cuba. Porque, a pesar de la belleza de sus paisajes naturales y urbanos, Cuba es un mapa de victimización: a causa del colonialismo, de la flagrante explotación económica, de la confrontación revolucionaria y del brutal desarrollo al estilo soviético.
Los becarios de Loeb captaron una perspectiva general de un nacionalismo intenso construido sobre una cultura profunda y diversa, una historia cosmopolita y los logros incuestionables de los últimos 40 años. Cuba es un lugar de grandes penurias y también de enorme potencial, para los cubanos mismos y para el resto del mundo. Esperamos que el futuro no albergue solamente explotación y degradación cultural cuando finalmente caigan las barreras para el comercio y el viaje internacional. También esperamos demostrar que Cuba es un lugar para aprender de los errores del pasado –los suyos y los nuestros– y para descubrir lo que es posible cuando la gente tiene libertad para proteger, respetar y mejorar su entorno.