Una versión más actualizada de este artículo está disponible como parte del capítulo 5 del libro Perspectivas urbanas: Temas críticos en políticas de suelo de América Latina.
Pocos países de América Latina (o del resto del mundo) se han atrevido a poner en práctica reformas tan radicales de la política de tierras urbanas como lo ha hecho Chile en los últimos 20 años. En 1979 el gobierno comenzó a aplicar las políticas de desregulación mediante la publicación de un documento donde se establecía que la escasez de la tierra era un producto artificial de la excesiva regulación, que había llevado a la virtual eliminación de los límites de crecimiento urbano.
Desde entonces ha habido cambios numerosos en la morfología y estructura interna de las ciudades chilenas, pero la evaluación de dichos cambios varía según la posición ideológica de quien evalúa. Si bien las políticas urbanas explícitas de orientación social han propiciado un mejoramiento significativo en lo que se refiere al acceso a la vivienda para la población de bajos recursos, algunas personas sostienen que la segregación espacial derivada de tales políticas ha perjudicado a la sociedad al indirectamente disminuir la calidad de vida, impedir el acceso al trabajo y agravar la alienación social.
Incluso antes del período del gobierno militar de 1973 a 1990, Chile estaba reconocido por su sistema político unitario y centralista, caracterizado por una fuerte presencia del Estado en la economía y la política. Esta sociedad con cultura relativamente homogénea se diferencia de otros países latinoamericanos por su fuerte tradición legalista. De la misma manera, las ciudades chilenas exhiben marcados contrastes cuando se las compara con sus homólogas latinoamericanas. Prácticamente no hay mercados de tierra informales; la tenencia de la tierra ha sido casi completamente regularizada mediante programas públicos radicales; y la mayoría de los pobres urbanos viven en áreas urbanizadas cuyas calles principales están pavimentadas. La violencia urbana, a pesar de su tendencia creciente, es aún mínima si se la compara con el resto del continente.
Políticas y problemas de la liberalización
Entre los aspectos más innovadores de la política urbana chilena figuran los siguientes:
Si bien, algunos de los logros de estas políticas de liberalización se han reconocido ampliamente como positivos -particularmente en lo que se refiere a la regularización legal y física o urbanística y la cantidad de vivienda social proporcionada- muchos chilenos creen que las políticas de los últimos 20 años han sido una fuente de nuevos problemas, entre ellos:
No está claro si estos cambios urbanos pueden atribuirse directamente a la eficacia de las políticas urbanas de mercado, o a la positiva evolución de la economía chilena en general. El crecimiento sostenido del producto interno bruto (GDP), con un promedio del 7 % anual desde 1985, se interrumpió sólo recientemente debido a los efectos de la crisis asiática.
Expansión del debate
A pesar de que la liberalización de los mercados de suelo urbano en Chile constituye una experiencia interesante e innovadora desde un punto de vista internacional, el debate público interno ha sido limitado. No obstante, los logros y problemas de la liberalización han llegado a tal punto de importancia que últimamente han estimulado un nivel generalizado de preocupación y una variedad de planteamientos al respecto. Más aún, el gobierno está proponiendo una serie de modificaciones de la actual “Ley General de Urbanismo y Construcciones”, que traerían consigo un número de cambios significativos, entre ellos:
Con el fin de facilitar una discusión concentrada en los temas anteriores, Carlos Montes, Presidente de la Cámara de Diputados de Chile, invitó al Instituto Lincoln a participar en un seminario coordinado con el Instituto de Estudios Urbanos de la Pontificia Universidad Católica de Chile. El seminario, llamado “A 20 años de la liberalización de los mercados de suelo urbano en Chile: Impactos en la política de vivienda social, el crecimiento urbano y los precios del suelo”, tuvo lugar en octubre de 1999 en la ciudad de Santiago. Allí se reunieron miembros del Congreso chileno y de la comunidad comercial (promotores, líderes financieros, etc.), oficiales de organismos públicos (ministerios, municipalidades, etc.), académicos y representantes de organizaciones no gubernamentales para participar en un animado debate. En la discusión se notó una marcada polarización ideológica entre las metodologías “liberal” y “progresiva” utilizadas para entender y resolver los asuntos de la liberalización, es decir, “más mercado” frente a “más Estado”.
Desde el punto de vista liberal4, estos problemas emergen y persisten debido a que los mercados de tierra no han sido nunca suficientemente liberalizados. De hecho, algunos liberales insisten en que la intervención pública no desapareció nunca, y creen que la regulación más bien aumentó después de que Chile retornara a la democracia en 1990. Por ejemplo, los liberales citan varios medios, a menudo indirectos, que utiliza el Estado para restringir el libre crecimiento de las ciudades, tales como cuando se intenta ampliar áreas designadas con protección ambiental y cerradas a usos urbanos, o se impone un criterio oficial y casi homogéneo de densificación para todo espacio urbano. También aseveran que los ciudadanos deberían tener la libertad de elegir diferentes estilos de vida, y que las autoridades deberían limitarse a informar a los ciudadanos sobre el costo privado y social de sus opciones, con el entendimiento implícito de que tales costos están reflejados en los precios del mercado cuando hay un funcionamiento eficaz de los mercados de suelo urbano, es decir, cuando están completamente liberalizados.
La principal explicación ofrecida por los liberales sobre los problemas de equidad y eficiencia que enfrenta el desarrollo urbano chileno actual son los avances insuficientes en la aplicación de criterios para “internalizar las externalidades”, particularmente externalidades negativas, por aquellos que son responsables por ellas. Tal como lo han clamado apasionadamente algunos de los representantes de este grupo, se debería permitir a los agentes privados actuar con libertad, siempre que éstos estén dispuestos a hacerse cargo de los costos sociales involucrados.
Por otra parte, los progresistas creen que la liberalización se ha excedido en su abordaje de mercado y ha dejado muchos problemas sin resolver, tales como el aumento en los precios del suelo; los problemas en la calidad y durabilidad de la vivienda; las condiciones de servicio de la tierra; los problemas sociales asociados con la pobreza urbana; y los problemas de eficiencia y equidad derivados de los patrones de crecimiento de las ciudades, p. ej., la disparidad entre áreas dotadas de servicios públicos y las localidades seleccionadas para proyectos privados de desarrollo.
Estas críticas reconocen la naturaleza imperfecta de los mercados urbanos y la necesidad de tener mayores niveles de control e intervención. Entre las formas de intervención recomendadas por muchos progresistas se encuentran los instrumentos de captura de plusvalía, los cuales raramente han sido empleados o incluso contemplados en programas de financiamiento para la provisión pública de nueva infraestructura y nuevos servicios urbanos. La creación de tales mecanismos apoyaría la idea de internalizar las externalidades, un punto de relativo consenso entre progresistas y liberales. La diferencia principal es que los liberales restringirían la captura de plusvalía a la recuperación pública de costos específicos, mientras que los progresistas considerarían el derecho a capturar la plusvalía entera que resulte de cualquier acción pública, bien sea como resultado de inversión como de regulación.
En términos más generales, los progresistas claman que no todo puede medirse estrictamente en términos monetarios. Hay valores y objetivos urbanos relacionados con la política pública que no pueden conseguirse a través del mercado, ni siquiera por ley, tal como el sentido de comunidad. Aunque mayormente se le desatiende en las nuevas opciones habitacionales facilitadas por promotores privados a familias de bajos recursos, tales como el sistema de vouchers, la solidaridad comunitaria es un asunto de enorme importancia para contrarrestar los problemas sociales que la segregación espacial tiende a exacerbar. La protección ambiental es otro ejemplo de un objetivo de política urbana para el cual las “etiquetas de precios” son de dudosa eficacia.
Con respecto al crecimiento libre de las ciudades y la idea de respetar las opciones para sus ciudadanos, los progresistas apuntan los fuertes costos ambientales y sociales que normalmente acompañan el crecimiento descontrolado. También hacen notar el hecho de que el único grupo que realmente puede elegir su estilo de vida a través del mercado es la minoría pudiente. Si bien conceden que hay beneficios en la concentración, los progresistas también expresan sus inquietudes sobre el exceso de densificación. Algunos chilenos han expresado interés en una autoridad metropolitana que maneje los asuntos regionales, y también en el uso de inversión en infraestructura pública como forma de orientar el crecimiento.
Las respuestas adecuadas a estos asuntos y perspectivas implican algo que va más allá de soluciones técnicas o fiscales, tales como el punto al cual los promotores realmente pagan por el costo total de los cambios que imponen en la sociedad (para no hablar del problema de evaluar los costos con precisión) o la sustentación del sistema de vouchers bajo demanda, que constituye la base de la política habitacional de Chile. Las soluciones también involucran inquietudes de mayor amplitud y con más contenido valórico, tales como los costos ambientales del crecimiento descontrolado y la importancia de mantener las identidades e iniciativas comunitarias locales. La discusión continúa en el Congreso y en otros entornos, pero es de esperar que pase un tiempo antes de que los bandos opuestos lleguen al consenso.
Martim O. Smolka es Senior Fellow y Director del Programa para América Latina del Instituto Lincoln. Francisco Sabatini es profesor asistente de la Pontificia Universidad Católica de Chile. Otros contribuyentes a este artículo fueron Laura Mullahy, asistente de investigación, y Armando Carbonell, Senior Fellow, ambos del Instituto Lincoln.
Notas: En contraste con el resto del continente, las drogas no eran un problema mayor en Chile hasta hace poco tiempo.
2 El área metropolitana de Santiago se compone de 35 jurisdicciones administrativo-políticas independientes llamadas comunas.
3 Véase Gareth A. Jones, “Comparative Policy Perspectives on Urban Land Market Reform”, Land Lines, noviembre de 1998.
4 El uso del término “liberal” en este contexto corresponde a su connotación en Chile, la cual se refiere a la fuerte influencia del principio económico del libre mercado, tal como la aboga la teoría desarrollada por la Escuela de Chicago.
Fuentes: Francisco Sabatini y colaboradores, “Segregación social en Santiago, Chile: Conceptos, métodos y efectos urbanos” (monografía, 1999); y Secretaría Ejecutiva de la Comisión de Planificación de Inversiones en Infraestructura de Transporte (SECTRA), “Encuesta de recorridos de origen y destino en Santiago”(1991).
Brasilia, the capital of Brazil, was inaugurated in the early 1960s as a “new city” that was to usher in a new era for Latin American metropolises, demonstrating how the government’s efficient use of land would allow for orderly urban growth. Two basic instruments were provided for this purpose: normative control of the use of land based on a master plan devised by Lucio Costa; and government ownership of land in the federal capital, which would permit the capital to be planned without the kinds of restrictions and conflicts that normally result from private land ownership. However, three and a half decades later, the problems associated with urban development in Brasilia do not differ substantially from those experienced by other large cities in Latin America.
Land Tenure Shortsightedness and Administrative Patronage
Brasilia presents a unique example of urban land management in Latin America because the administration of public land has always been the responsibility of the local government. Nevertheless, the city’s periphery has experienced an explosive rate of growth with its concomitant pattern of irregular land occupation, illegal subdivisions and lack of infrastructure. In Brasilia the possibility of steering the process of urban growth by means of an explicit policy of access to public land has been slowly and irreparably jeopardized by spontaneous (and illegal) land occupation. This shortsighted use of public land is generally dysfunctional for both urban density and public finance, thus hindering the local administration’s efforts to provide infrastructure to these irregular sites.
Furthermore, political influences on the development process have significantly compromised the chances of efficiently managing the supply of public land in Brasilia. In the early 1990s the government distributed about 65,000 lots in areas without any basic infrastructure. Besides reducing the stock of public land, this “land tenure patronage” created the need for new funding sources to finance new infrastructure. Since the main resource available to the Federal District’s Development Agency (Terracap) is the land itself, this patronage policy resulted in the sale of additional public lands to finance infrastructure in irregular settlements. This vicious cycle has caused serious distortions that the present local administration aims to solve by using public land as “capital” to create an effective policy to manage land tenure revenues and urban costs.
The Brasilia experience seems to confirm the arguments of Henry George and others that public land ownership does not per se lead to more balanced and socially egalitarian urban growth. The current local government strategy to define ways to manage revenue from public lands in order to manage the use of urban land indicates a new form of government interaction with the land market. In this sense, the government changes its role from being the principal landowner to becoming the administrator of land benefits.
Public Land as Land Tenure Capital
The core principle of Brasilia’s new strategy of administering land equity is the definition of public land as “land tenure capital.” The use of this land is submitted to a set of strategic actions that transform public land capital into a factor that induces the consolidation of the Federal District’s technological complex. This is the public counterpart in the process of reconverting land use in the city center into an instrument of social promotion in the land tenure regulation program: public lands are used as land assets through sales, leases and partnerships in urban projects.
The use of differentiated land tenure strategies lends more flexibility to the government in coordinating its actions. The search for a balance between initiatives of a social nature and others where the government seeks to maximize its income is now taking on the appearance of an actual policy of public land administration that breaks with former patronage practices.
In this context of exploring new approaches to the use of public land to control urban development in Brasilia, the Lincoln Institute, the Planning Institute of the Federal District and Terracap organized an International Seminar on Management of Land Tenure Revenue and Urban Costs in June 1998.
The program brought together international experts, government secretaries and local administrators with a view to evaluating international experiences in using public lands to finance urban growth in Europe, the United States and Latin America. Martim Smolka of the Lincoln Institute described the relationships between land market operations, land use regulations and the public capture of land value increments. Alfredo Garay, an architect and former planning director for the city of Buenos Aires, reported on experiences in the development of public land around the city’s harbor.
Bernard Frieden of Massachusetts Institute of Technology described how commercial activities on public trust lands in the western United States are used to raise funds for education and other local purposes. Henk Verbrugge, director of Rotterdam’s fiscal agency and The Netherlands’ representative to the International Association of Assessing Officers, described the country’s system of hereditary tenure, a legal regulation by which land can be used for full private use and benefit while remaining under municipal control and economic ownership.
The participants discussed how these experiences compared with the situation in Brasilia and concluded that the success of various strategies for the use of public land depends on the suitability of specific projects to the respective country’s business culture and the institutional practices in effect in the local administration.
Pedro Abramo is a professor at the Institute of Urban and Regional Research and Planning at the Federal University of Rio de Janeiro, Brazil.
Most urban areas are experiencing significant disinvestment in older industrial-warehouse areas, along with a net loss of employment, tax base and related activity. The few recent surveys done to measure vacant industrial land suggest that, in Northeastern and Midwestern cities, 15 to 20 percent of industrial sites are inactive. In major cities such as Chicago or Philadelphia, vacant land can amount to several hundred parcels comprising several thousand acres. Often there are significant financial liabilities associated with the ownership of these “brownfield” sites due to the high incidence of contamination and related safety and environmental problems.
Vacant or underused properties are often located in areas suffering generally from physical decline, concentrations of low-income households and high crime rates. Thus, older cities are faced with the dual challenge of improving the capacity of the resident population to participate productively in the labor force and restoring the competitive market standing of areas with declining fiscal capacity.
While recent economic changes have resulted in a net decline in business activity in older industrial areas, many of these sites have the potential for residential, commercial or office reuse, with varying degrees of investment required. However, reuse is often constrained by factors including fragmentation in ownership, risks associated with the ownership or use of contaminated property, and the high market risks associated with front-end investment in environmental assessments, market studies, land assembly and area planning.
Currently, federal laws and regulations dealing with contaminated sites add to the high risk for new owners, investors and users who might otherwise contribute to reinvestment in and reuse of these areas. Also, federal and state clean up programs tend to operate independently of concerted area-wide redevelopment strategies and programs.
Special Situations for Industrial Reuse
Unfortunately, examples of successful reuse approaches which effectively orchestrate federal, state and local government policies and actions with private landowner, investor and business development actions are limited and tend to be concentrated in a few special situations. One circumstance involves a strong private owner such as a financially healthy major corporation which cannot avoid the liabilities associated with the site yet cannot afford the adverse publicity of simply abandoning it.
Another situation is when a strong private reuse market for the site creates a high reuse value relative to the current “as is” value. This typically involves waterfront or other property adjacent to growing downtowns or sites which happen to fit the development needs for a major, publicly subsidized facility such as a new stadium or convention center. In these situations, the private or public reuse benefit calls forth the financial and political resources necessary to acquire, clean up and redevelop the land.
However, most vacant or underused former industrial-warehouse properties do not meet these conditions. Generally the demand for reuse is weak or declining, in part due to deteriorating neighborhood conditions. Because of low land values, even for clean, ready-to-develop sites, finding investors for either equity or debt investment in acquisition, renovation or new development is problematic. These areas typically require more concerted efforts involving business, government and civic group participation.
Site-Specific vs Integrated Redevelopment
While interest in brownfields reuse has increased over the last several years, policy discussions at the national level and programs in the states tend to approach brownfields as a site-specific contamination cleanup problem rather than an area-wide reuse problem within the context of the metropolitan economy.
The case for integrating site treatment into a broader redevelopment strategy can be argued from several angles. One is simply that giving priority to cleanup expenditures may do little to foster area reuse and may preclude the more effective use of public funds. If the contamination is contained within a small area and the public can be protected from any potential harm, then area reuse may be more effectively fostered by focusing on the removal of other constraints to investment. These constraints may include improving access, removing unsightly buildings, installing landscape improvements, clearing sites of obsolete structures, and subdividing the area to better meet current facility demands.
Another argument for integrating site cleanup into an overall redevelopment strategy is that the cleanup costs are difficult to finance in a situation where the value of clean sites is very low. If an area-wide redevelopment effort focuses initially on increasing the overall demand to reuse sites, putting vacant clean sites into use will improve the demand/supply balance. Then, the cleanup costs can in most cases be funded out of the increased site value, and private owners of such sites will be motivated to clean up the sites voluntarily. Area-wide financing schemes using tax increment financing (TIF) and special taxing and benefit districts can also facilitate the funding required for remediation and indemnification against any future liabilities.
New Models and Strategies
The Lincoln Institute, in cooperation with the U.S. Department of Housing and Urban Development, is undertaking a research project to explore the problem of recycling urban industrial areas which fall outside of the special situations described above. The study builds on recent work conducted by the Lincoln Institute, the Northeast-Midwest Institute, the author and others who have researched reuse potential and demand/supply constraints in industrial areas. Some examples are the American Street industrial area in Philadelphia, the Collinwood area in Cleveland, the Southwest industrial area in Detroit, the south side of Chicago and several areas in Pittsburgh.
Research directed at discovering common opportunities and constraints and the related strategies most effective at addressing different types of situations is very limited. Therefore, our approach is to conduct a broad survey of industrial reuse markets based on a review of existing reports and interviews with local experts, and then to develop a series of in-depth case studies to assess alternative reuse strategies appropriate to common types of situations.
Each case study will include a survey and assessment of the city-wide situation and the conditions in various industrial subareas. Model solutions will focus on a single subarea chosen to represent a combination of factors, including the relevance of that case to other cities and the relative importance of the subarea to its city’s overall reuse plan. In each case, a group of development professionals familiar with the local real estate market will be involved in assessing opportunities and constraints, alternative strategies and implementation measures. Ultimately, our objective is to identify changes in federal, state and local techniques, policies and programs that would support the implementation of the strategies being developed.
J. Thomas Black, visiting fellow of the Lincoln Institute, is an urban development economist and the principal investigator for this project. The study is in its early stages and the author invites your insights, ideas and suggestions on the subject, particularly for case examples demonstrating opportunities, general strategies, particular techniques, financing methods or organizational structures that work well.
FYI
The Collinwood Yard in northeast Cleveland is a 48-acre, mainly vacant industrial site which has lost 20,000 jobs since 1970. Its access to Interstate 90 and the rail lines is a key element in the revitalization of the area.
The Union Seventy Center in St. Louis is a multi-tenant industrial/warehouse facility occupying a remodeled 2.7 million square foot General Motors assembly plant. It is part of a 171-acre redevelopment project which demonstrates the reuse and investment potential of older urban industrial areas.
Despite the long-term and continuing trend away from central business districts and toward suburban development, a number of factors are motivating recent attention to rail transit. These factors include:
concerns about the negative impact of auto-oriented sprawl desires to reduce air pollution and energy consumption interest in rebuilding urban communities need to provide access and mobility to those without autos desires to save the costs and avoid the impacts of new or widened roadways
Many metropolitan areas in the United States are considering the addition or expansion of light rail and commuter rail systems to link employees with business centers. The land use characteristics of the corridors where transit lines operate have been shown to influence transit ridership, but much of the previous work is more than 20 years old and based on data from a limited number of regions.
Our national research project, conducted for the Transit Cooperative Research Program with Jeffrey Zupan, expands and updates earlier research. We analyzed information on 261 stations on 19 light rail lines in 11 cities, including Baltimore, Cleveland and St. Louis, and 550 stations on 47 commuter rail lines in the six city regions of Boston, Chicago, Los Angeles, San Francisco, Philadelphia and Washington, DC.
The study shows that light rail and commuter rail serve distinctly different markets and land use patterns. Light rail with its closely spaced stations attracts more riders per station when it is located in denser residential areas. Feeder bus service helps to boost ridership. Light rail can function in regions with a wide range of CBD sizes and employment densities. Commuter rail depends more on park-and-ride lots at stations in low-density, high-income suburban areas farther from the CBDs, which tend to be larger and more dense than those in light rail areas.
Light rail, with its more frequent service, averages about twice as many daily boarders per station as commuter rail, even though light rail is more often found in smaller metropolitan areas. Figure 1 shows that light rail is most effective in attracting passengers close to the CBD. Figure 2 shows that commuter rail attracts the largest number of its riders about 35 miles out from the CBD. In both figures, other factors affecting ridership, except CBD employment density, are held constant.
Because most transit systems emanate from and focus on a region’s CBD, the amount of employment concentrated downtown clearly affects the demand for transit. Figures 1 and 2 also show that ridership increases with CBD density for both light rail and commuter rail. For light rail, the effects of CBD density on ridership are most pronounced for stations within 10 miles of the core, while for commuter rail the larger impacts occur at stations 20 to 50 miles outside the city.
Changes in Employment and Residential Density
CBD employment density (as measured by employment per gross CBD acre) is nearly twice as important for commuter rail ridership as for light rail. Our study shows that a 10 percent increase in CBD employment density produces 7.1 percent more commuter rail riders, but only 4.0 percent more light rail riders. Commuter rail boardings are more strongly influenced by CBD employment density because these systems usually have a single downtown terminal. Higher-density CBDs assure that more jobs are within walking distance of the commuter rail station. Employment density in city centers is less important in light rail regions since they have more stations distributed throughout the CBD.
On the other hand, a 10 percent increase in station area residential density (as measured by number of persons per gross acre within two miles of a station) boosts light rail boardings by 5.9 percent and commuter rail boardings by only 2.5 percent. Throughout the study these effects are measured holding constant transit system characteristics such as parking availability, station distance to the CBD and station area income levels.
Light rail, with its relatively short lines, is most effective in attracting passengers when stations are in higher-density residential areas close to the CBD. Commuter rail ridership rises more slowly with residential density because commuter rail is a high-fare mode, and its higher-income riders tend to live in more expensive, lower-density places. Moreover, the higher speeds and longer distances on commuter rail tend to increase ridership to the CBD from precisely those places outside the city where residential densities tend to be low.
Cost-efficiency and Effectiveness
In this study, cost-efficiency is measured by annual operating costs plus depreciation per vehicle mile. Effectiveness is measured by daily passenger miles per line mile. For light rail, these measures indicate a strong positive relationship with CBD employment size and residential density. A weaker but still significant relationship occurs for CBD employment density and for the line distance from the CBD. This suggests that medium to large cities with higher density corridors work best for light rail. For commuter rail, larger, denser CBDs attract more riders per line mile, but add to the cost per vehicle mile, creating a trade-off between effectiveness and cost-efficiency.
The length of the rail line is important for both light rail and commuter rail. Longer light rail lines are both slightly more cost-efficient and effective, but ridership diminishes beyond 10 miles. Commuter rail lines are much more cost efficient when they are longer, but their effectiveness declines beyond 50 miles.
This summary does not address many other significant factors in rail transit usage and land use patterns, including operating, capital and environmental costs saved as a result of not using other modes of transportation, notably automobiles and buses. Cities considering investment in new or expanded rail systems need to examine carefully all transportation alternatives in a corridor, including site-specific conditions and local preferences. Further, our study makes clear the need to integrate transit planning with land use planning at the earliest possible stage.
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Judy S. Davis is an urban planner and Samuel Seskin is a senior professional associate with Parsons Brinckerhoff Quade and Douglas in Portland, Oregon. As a faculty associate of the Lincoln Institute, Seskin also develops and teaches courses linking land use and transportation. This article is derived from a report titled Commuter and Light Rail Transit Corridors: The Land Use Connection. It will be published by the Transit Cooperative Research Program in the summer of 1996 as part of Volume 1 of An Examination of the Relationship Between Transit and Urban Form, TCRP Project H-1.
Una versión más actualizada de este artículo está disponible como parte del capítulo 1 del libro Perspectivas urbanas: Temas críticos en políticas de suelo de América Latina.
Como delegados en la cumbre del Foro Social Mundial (FSM) celebrada en Porto Alegre, Brasil, en enero de 2003, los autores analizaron las alternativas para el enfoque neoliberal en el desarrollo urbano, con miras a evitar los resultados negativos que muy a menudo suelen pasar inadvertidos en los medios de comunicación y hasta en el mundo académico. Aunque son muy contadas las alternativas a gran escala y de alcance nacional para el neoliberalismo, sí son frecuentes a nivel municipal. Los planteamientos de los autores parten de la realidad observada en Brasil y en sus países natales de México, Sudáfrica y Estados Unidos. Sus ponencias y seminarios en el Foro Social Mundial, así como otros programas relacionados de la Universidad de São Paulo y la Universidad Federal de Río de Janeiro, han contado en parte con el apoyo del Instituto Lincoln.
Los habitantes de distritos populosos en algunas de las ciudades más grandes del mundo sufren a causa de viviendas miserables, difícil acceso al empleo, abastecimiento de agua y alcantarillados inadecuados, servicios públicos deficientes y exposición a la violencia. En muchos casos, las condiciones empeoraron durante las “décadas perdidas” de los años 1980 y 1990, debido a la recesión y la disminución en la planificación y las inversiones públicas. Aquellos que tenían confianza en las mejoras que generaría la repartición hacia abajo de las riquezas esperaron en vano que los mercados privados aumentaran el ingreso familiar. En cambio, en muchos países los tres cuartos más pobres de la población sufrieron perdidas absolutas.
Forzados a atender estos tipos de problemas, los gobiernos de las ciudades consideran nuevos enfoques para abordarlos en términos de autoridad local contrapuesta a autoridad nacional, de eficiencia productiva contrapuesta a una redistribución de los servicios basada en las comunidades, y de conflictos entre los planes y los mercados. En el nivel municipal las complicaciones se hacen trágicamente evidentes. Los defensores populares de las reformas redistributivas luchan por sobrevivir en un entorno hostil, a menudo contra intereses comerciales privados, una clase media privilegiada y gobiernos centrales y provinciales conservadores. Los problemas de las ciudades son inmediatos y concretos y requieren negociación, concesiones, acatamiento en un marco legal que suele estar sesgado y un alto grado de competencia profesional y liderazgo. Los planificadores municipales y activistas no pueden derrocar todo el sistema, pero para lograr el éxito deben sacar provecho de cualquier rendija y hallar medios de acceso a las instituciones. A pesar de las fallas manifiestas de los regímenes neoliberales, los reformistas no encontrarán un camino fácil para regresar a una etapa anterior.
Esta breve discusión pone de relieve cuestiones complejas y tal vez plantee preguntas, más que responderlas. ¿Cómo podemos abordar las cuestiones de la tierra implícitas en la mayoría de los problemas urbanos, como son la tenencia, la regulación, los impuestos y el valor? ¿Cuánto margen de acción tienen los gobiernos municipales para buscar el desarrollo económico o redistribuir las necesidades básicas, entre las que se encuentran el ingreso familiar y el acceso a la tierra? ¿Cuánta diferencia hace en el nivel municipal que el régimen nacional avance o no con rumbo progresista y redistributivo? Para complicar la situación todavía más, la globalización se intensifica y desafía a las ciudades con una competencia de bajo costo, mayor penetración de las empresas transnacionales y una concentración cada vez mayor del poder en las instituciones multilaterales.
El Valor de la Tierra y los Mercados
Las ventajas de la urbanización requieren acceso público y privado a la tierra; sin embargo, el valor de los bienes raíces refleja grados distintos de acceso a las ventajas que ofrecen las ciudades. Los interesados de pocos recursos quedan excluidos de las tierras más deseables en la mayoría de los mercados inmobiliarios, sean estos formales o informales. Los pobres se ven obligados a refugiarse en la periferia de las ciudades o a atiborrar núcleos urbanos en deterioro. Los mercados inmobiliarios con escasa regulación ni siquiera garantizan el uso eficaz de las tierras urbanas desde un punto de vista económico, y menos aún aseguran los patrones de uso de la tierra que son vitales para la supervivencia del medio ambiente. Los gobiernos locales intervienen aplicando controles del uso de la tierra e impuestos, o facilitan el acceso a tierras urbanizadas de bajo precio, en el mejor de los casos con el propósito de lograr equidad, eficacia fiscal y viabilidad ambiental. Los resultados conseguidos en todos estos ámbitos son sumamente variables.
En México, al menos el 60% de la población urbana vive en áreas desarrolladas por la ocupación ilegal de la tierra que posteriormente termina recibiendo servicios y fomenta la vivienda construida con medios propios (o más bien, autofinanciada). Gracias a las tradiciones históricamente arraigadas acerca del derecho del pueblo a la tierra, los asentamientos informales han contado con el apoyo de infraestructura y prestación de servicios, programas de regulación e incluso créditos para el mejoramiento de la vivienda. De lo contrario, la situación de la vivienda urbana en México sería mucho peor. Durante la década de 1980, las instituciones públicas acumularon reservas considerables de tierras, que se destinaron con éxito a emplazamientos y servicios de bajo costo, unidades básicas de vivienda y proyectos de ayuda mutua como alternativas para el desarrollo urbano informal. Pero México eliminó la banca de crédito hipotecario, por influencia del Banco Mundial, lo que cercenó el alcance de la planificación para garantizar el desarrollo urbano equitativo y sustentable.
En los últimos años, en las ciudades han aumentado las viviendas formales producidas en masa. En sintonía con las recomendaciones del Banco Mundial, se ha reestructurado el sistema financiero de subsidios para las clases trabajadoras asalariadas y los sectores de ingresos medianos, lo que permite que los promotores inmobiliarios comerciales operen a gran escala mediante la adquisición de vastas extensiones de terreno barato en zonas rurales (y algunos emplazamientos en el casco urbano) con miras al posterior diseño, construcción y comercialización de viviendas industrializadas. Las ventajas iniciales son la prestación de servicios y una atmósfera suburbana de apariencia espaciosa. Las desventajas son la falta de acceso, la carencia de instalaciones recreativas urbanas, los patrones de reducción del espacio e insuficiencia de espacio para el crecimiento futuro. La proporción gigantesca de este tipo de desarrollo puede acabar con los asentamientos informales de residentes de ingresos medianos, lo que aumentaría la segregación social.
En Brasil, los gobiernos municipales han comenzado a experimentar con formas de regular la utilización de la tierra, tales como aumentos del impuesto a la propiedad asociado a una tributación progresiva (con exenciones a gran escala que benefician aproximadamente a la mitad de los propietarios) y la participación popular en la toma de decisiones en cuanto a los cambios de la regulación (planeación y zonificación) y a las inversiones en infraestructura urbana. Muchos cambios fueron aplicados primero por los alcaldes pertenecientes al Partido de los Trabajadores (PT) que actuaban en oposición a los gobiernos federal y estatales, con la ayuda de las modificaciones fiscales y normativas introducidas en la constitución de 1988. Ahora que el PT tiene poder nacional a través del gobierno del presidente Luis Inácio (Lula) da Silva, es posible que los gobiernos municipales de izquierda o centroizquierda tengan oportunidad de experimentar más. Sin embargo, hay obstáculos de gran magnitud. Incluso en la relativamente opulenta ciudad de Porto Alegre un tercio de la población vive en asentamientos informales.
La experiencia en Sudáfrica desde que se instauró la democracia en 1994 demuestra las inmensas dificultades que enfrentan aquellos que recurren a entidades públicas para ayudar a los pobres a tener acceso a la tierra. El gobierno sí logró subsidiar a más de un millón de familias que antes vivían en chabolas y habitaciones compartidas, pero prácticamente todas las casas nuevas estaban ubicadas en las periferias más alejadas de las ciudades. Un beneficio progresista clave es que muchas áreas metropolitanas grandes ahora se han unificado en gobiernos municipales únicos. Pero las inquietudes por el crecimiento económico y las crisis fiscales han limitado la capacidad de las nuevas jurisdicciones para redistribuir los recursos en favor de los estratos pobres. Los planificadores intentaron recaudar fondos considerables a través de los impuestos a las tierras centrales de gran valor, con los cuales pagar los subsidios para el desarrollo de los distritos más pobres, pero el valor de la tierra no se rigió por las predicciones y la recaudación resultó tremendamente insuficiente. Los mercados inmobiliarios siguen excluyendo, en conjunto, a los desfavorecidos y no han aportado suficientes ingresos tributarios. La falta constante de coordinación en la formulación de políticas ha provocado que en algunos casos los programas de tierras, vivienda, servicios, obras públicas y empleo choquen entre sí.
En los Estados Unidos, prácticamente todo el desarrollo de tierras y viviendas es “formal”, impulsado por el mercado y dominado por la banca privada, las sociedades de bienes raíces y desarrollo inmobiliario y las familias de mejor posición. Los resultados son absolutamente desiguales porque encontramos áreas residenciales adineradas enfrentadas a ciudades centrales más empobrecidas. Los esfuerzos por corregir el desequilibrio generalmente han quedado frustrados porque los mercados inmobiliarios no ofrecen gran rendimiento o justicia. El proceso está sumamente regulado, de manera que las desigualdades son provocadas no sólo por los mercados (inmobiliarios) mismos, sino también por grupos políticos tales como las “coaliciones de crecimiento” y por la encarnizada manipulación de la regulación en nombre de los distritos adinerados y de clase media privilegiada.
La regulación de los mercados inmobiliarios a través de la planificación, la banca de crédito hipotecario y la tributación constituye un territorio amplio para la intervención municipal en las políticas de tierras. Los gobiernos locales tienen un extenso potencial de autoridad y suelen contar con prerrogativas constitucionales para la planificación y los impuestos (aunque en la práctica sigan coartados por poderosas fuerzas nacionales). Pueden actuar para apoyar el crecimiento económico o redistribuirlo, incluso en un entorno provincial o nacional conservador. La planificación local sí restringe los mercados inmobiliarios, pero a menudo ello no trae como resultado la redistribución, puesto que los gobiernos municipales deben medir fuerzas con poderosos intereses financieros, patrones de privilegio y el poder afianzado. Se requiere competencia y coherencia profesional para explotar todo el potencial de los sistemas de registro de bienes raíces y de impuestos a la propiedad, y la descentralización financiera limita la posibilidad de los subsidios cruzados y las medidas de redistribución.
Gobierno local progresista
A pesar de las afirmaciones sobre la naturaleza conservadora de las restricciones rigurosas sobre la capacidad de redistribución de los gobiernos locales, los indicios encontrados en los cuatro países mencionados aquí sugieren que los municipios pueden en efecto hallar las maneras de redistribuir los bienes y servicios públicos en interés de los residentes en situación desventajosa. Los municipios también pueden servir como laboratorios para la experimentación social y como fuente del cambio ideológico progresista.
En México, la función que tienen los gobiernos municipales y estatales de lograr ciudades más equitativas es incuestionable y está consagrada en la constitución, pero igualmente está plagada de obstáculos. En los años 1990 las primeras derrotas electorales del Partido Revolucionario Institucional (o PRI, partido que dominó el mapa político desde los años 1920) ocurrieron en el nivel municipal y luego en el estatal. En todo el país hay ejemplos verdaderos de programas de redistribución social innovadores y exitosos dirigidos por gobiernos municipales, tales como la elaboración de presupuestos y planificación participativas y reciclaje comunitario. El gobierno del Distrito Federal de Ciudad de México está actualmente en manos del centroizquierdista Partido de la Revolución Democrática, que también controla la mayoría de las jurisdicciones más pobres y populosas del área metropolitana. En 2001 este gobierno introdujo un programa de inversión social dirigido a los distritos más pobres que preveía pagos mensuales en efectivo de 70 USD en 2002 a las personas mayores de 70 años, préstamos sin intereses para mejoras de viviendas en asentamientos informales y servicios públicos tradicionales y asistencia social. Este programa que en su momento fuera tildado de populista y electorero por la izquierda y la derecha, ahora es emulado a menor escala por el gobierno federal centroderechista y en plataformas electorales locales por el PRI. Sin embargo, pese a las evaluaciones positivas que tuvo al principio, todavía quedan interrogantes sobre los costos de la cobertura universal y la viabilidad en municipios más pobres y sobre el reforzamiento del clientelismo.
La experiencia brasileña con la redistribución emprendida por el gobierno municipal ha quedado documentada en muchos casos notorios, desde ciudades enormes como São Paulo, pasando por ciudades grandes como Porto Alegre, Santo André y Belém y hasta cientos de municipios más pequeños que han elegido gobernantes de izquierda o de centro en los últimos 15 años. El caso que más se discute es el de la elaboración participativa de presupuestos, un enfoque innovador que ha integrado a más del 10% de los residentes de Porto Alegre en las decisiones sobre la asignación de más de mil millones de dólares de gasto público en infraestructura y servicios. Otras innovaciones incluyen mejoras en los servicios de tránsito y la ampliación de los carriles para autobuses a fin de combatir la hegemonía del automóvil, que beneficia a una minoría privilegiada. Se ha logrado cierto avance en la vivienda, pero la capacidad del gobierno local es limitada.
El gobierno municipal en Sudáfrica ha surgido solamente en los últimos dos años desde su larga historia de división por el apartheid y la agitación de las reformas desde 1994; sin embargo las nuevas tendencias revelan un talante innovador en la esfera municipal. Aunque muchos aspectos del gobierno municipal se han “corporatizado” en Johannesburgo, la ciudad comienza a lograr avances considerables en la regeneración de las áreas deterioradas del casco urbano, a través de una compañía de propiedad absoluta (llamada Johannesburg Development Agency) como instrumento de cambio. Las entidades de este tipo parecen tener la capacidad para resolver algunos de los problemas que surgen de las relaciones intrincadas entre las diferentes instancias del gobierno –local, provincial (o estatal) y nacional- y para atraer un mayor interés privado que respalde la iniciativa municipal.
Los nuevos enfoques para la planificación en Sudáfrica también comienzan a dar señales de éxito. Estos enfoques participativos reúnen a las entidades de servicio público y los departamentos gubernamentales con grandes presupuestos, así como a los ciudadanos, para elaborar acciones municipales a corto y mediano plazo. Tales avances indican que la atención prestada a las conexiones existentes entre distintas entidades es crucial para aumentar la eficacia y mitigar la frustración durante la etapa democrática inicial. Algunos municipios comienzan a encontrar formas de intercambiar sus experiencias y de concebir nuevas modalidades de cooperación. Un ejemplo es la nueva red nacional de ciudades (Cities Network), que congrega nueve de los municipios más grandes del país como una manera de estimular la innovación y ampliar su efecto.
La innovación social y política también ha sido documentada en el ámbito municipal en ciudades de varios tamaños en todo el territorio de EE.UU., a menudo en situaciones que exigen oponerse a tendencias nacionales políticamente conservadoras. Algunas ciudades muy grandes como Cleveland y Chicago elaboraron planes municipales dirigidos explícitamente a la redistribución para brindar asistencia a los hogares necesitados y a los vecindarios marginados. Asimismo Chicago creó programas firmes para respaldar empresas pequeñas y de carácter más local, en contraste con los beneficiarios usuales entre las grandes compañías e intereses en el centro de la ciudad. Ciudades pequeñas como Burlington, en Vermont, y Santa Mónica, en California, elaboraron programas emprendedores de vivienda y control de alquileres con el propósito de ayudar a los electores con mayor necesidad. Como en los muy anunciados ejemplos de elaboración participativa de presupuestos en Brasil, estos programas municipales progresistas típicamente tienen limitaciones estrictas porque no pueden hacer mucho para mejorar el mercado laboral y así sólo pueden ofrecer pequeñas mejoras en los ingresos familiares en efectivo.
Los esfuerzos municipales con respecto a la utilización de la tierra y a la vivienda en Estados Unidos a menudo se ven coartados por el control local o “regla de la casa” que aísla las zonas residenciales más adineradas y numerosas que literalmente rodean las ciudades centrales más pobres. La riqueza y la mayor potestad tributaria de estas jurisdicciones separadas se combinan con una particularidad estadounidense –el financiamiento local de escuelas públicas- para recargar a los habitantes de la ciudad con desventajas descomunales. Dado que aproximadamente el 90% de los niños de Estados Unidos asisten a escuelas públicas, el control local de las escuelas es un tema espinoso en la política estadounidense. Los estudiosos interpretan el control público de derecho de las zonas residenciales como una privatización de facto: con la compra de casas en las zonas residenciales, los hogares compran también el control de las escuelas locales, por lo que excluyen a los demás, como por ejemplo los inmigrantes y grupos étnicos, especialmente a la población negra.
Los ecos de tal privatización y división urbanas estadounidenses se perciben en los distritos rígidamente separados de Rio de Janeiro, São Paulo y otras ciudades de Brasil; en las enormes separaciones de los distritos centrales privilegiados y la periferia sin servicios públicos en Ciudad de México; y en la estructura espacial del apartheid que aún sobrevive en Johannesburgo. Notamos que los gobiernos municipales sí actúan en contra de estas desigualdades, al menos parcialmente debido a un compromiso ideológico y a que los problemas resultantes amenazan su capacidad para gobernar. Algunas localidades pueden convertir sus contados triunfos en elementos constitutivos de estructuras progresistas mayores a escala nacional, tal como se hizo evidente en Brasil.
Reforma Urbana a Escala Nacional
Los asuntos urbanos son un tema crítico en Brasil y se han estado gestando varias leyes, prácticas administrativas, presupuestos y regulaciones desde que la nueva constitución de 1988 prometió mejorar la condición de las ciudades. Después de más de una década de prolongado debate público, se promulgó una nueva legislación en el Estatuto de la Ciudad de 2001 una ley federal sobre políticas urbanas. El Nuevo gobierno de centroizquierda encabezado por el presidente da Silva hace apuestas con un nuevo ministerio nacional que busca integrar las distintas actividades y hallar enfoques más eficaces para los persistentes problemas urbanos. Este Ministerio de las Ciudades (Ministerio das Cidades) se estableció a principios de 2003 con el objetivo de mejorar la vivienda, el tránsito y los servicios comunitarios para las mayorías pobres, preservar y renovar los centros históricos, fomentar el desarrollo económico y estimular enérgicamente la participación. Los dirigentes nacionales buscan hacer hincapié en las preocupaciones de los alcaldes, los ayuntamientos y los ciudadanos más necesitados en los planes federales. A otros países generalmente les falta recorrer un largo trecho para llegar a una política urbana así, y se observará el experimento brasileño con detenimiento.
México es un claro ejemplo de cómo los derechos constitucionales a cuestiones como una vivienda decente, atención médica y educación pueden considerarse importantes, pero no se les da el valor suficiente para garantizar su cumplimiento; lo mismo sucede con todas las buenas intenciones estipuladas en la muy compleja legislación sobre planificación. Ni siquiera las enmiendas constitucionales favorables a los municipios que se hicieron en los años 1980 han socavado por completo el alto grado de centralización de todas las políticas públicas, incluidos el gasto público y prácticamente toda la regulación ambiental. En consecuencia, los planes urbanos y sociales de las diferentes dependencias gubernamentales a menudo compiten entre sí, en lugar de complementarse, y siempre resultan insuficientes para satisfacer la demanda.
Sudáfrica ha tratado de formular una nueva política nacional en el ámbito urbano, comenzando con una estrategia nacional para el desarrollo urbano después de las elecciones democráticas de 1994. Pero se ha logrado relativamente poco ya que la estrategia ha tendido a quedarse más como un compromiso teórico con miras a dar buenos resultados que como un programa concreto o una obligación real para que los distintos departamentos e instancias del gobierno trabajen juntos en la consecución de metas comunes. Parte del problema ha sido la rivalidad entre las distintas dependencias sobre quién debe definir el programa. Las diversas esferas de poder, desde el despacho presidencial hasta el ministerio de finanzas, el departamento de administración local del gobierno nacional, algunos gobiernos provinciales y la asociación nacional de municipios, todas se disputan el protagonismo de la formulación de la política urbana.
La carencia de una política urbana coherente en Sudáfrica igualmente debe situarse en el contexto del programa central del gobierno, el cual pone énfasis no sólo en lograr crecimiento económico, sino también en continuar dando poder de decisión a la mayoría negra previamente marginada. No existe de ninguna manera consenso sobre las funciones que cumplen las ciudades en el logro de cualquiera de estos objetivos. Un solo ministerio encargado de las cuestiones urbanas parecería un sueño para muchos observadores, pero otras maneras de alcanzar objetivos semejantes mediante la reorganización de las relaciones entre las partes sugieren que el progreso es posible.
En Estados Unidos, el programa federal de política urbana ha sido endeble desde finales de los años 1970, y las restricciones fiscales generales se han combinado con la indiferencia del electorado suburbano hacia las ciudades. Estos problemas se han agudizado en gran medida con las consecuencias de los ataques terroristas del 11 de septiembre de 2001, con las demandas de la economía de guerra de EE.UU. y con la naturaleza conservadora de la redistribución aplicada por el gobierno del presidente Bush.
Este espectro de experiencia internacional sugiere que los cambios nacionales profundos y la legislación pueden tener inmensas repercusiones locales. Un gobierno nacional puede brindar apoyo fiscal, normativo y administrativo para toda una serie de mejoras municipales, muchas de las cuales serían implementadas con entusiasmo por los gobiernos locales. Los gobiernos nacionales (incluso los acuerdos internacionales, como en el caso del anterior mercado común europeo) pueden frenar y hasta prohibir medidas tales como la competencia por la reducción de los impuestos municipales dirigida a captar la inversión privada, con lo que se evitaría una situación adversa para todas las partes en los presupuestos públicos. Sin embargo, hasta en el mejor escenario, estas oportunidades son limitadas, difíciles políticamente y complicadas desde el punto de vista técnico.
Conclusiones
En el contexto de la economía globalizadora, los políticos y funcionarios públicos de las ciudades se enfrentan a incertidumbres asombrosamente semejantes en Brasil, Sudáfrica, México y Estados Unidos. A medida que las economías se han vuelto más abiertas, ciertos sectores industriales han resultado muy afectados, mientras que otros han sabido aprovechar las nuevas oportunidades (como en el caso de los exportadores de vehículos automotores en Sudáfrica) y han surgido nuevos nichos de mercado. El panorama geopolítico actual plantea desafíos para los gobiernos de las ciudades, por lo que cobra mucha importancia la manera en que ellos interpreten su función en este período de inestabilidad traída desde afuera. Existe una tensión entre los que piensan que su función como gobierno municipal es entablar la competencia con otras ciudades y aquellos que vislumbran funciones más cooperativas.
Las ciudades mismas necesitan desarrollar su capacidad para formular planes y ejecutarlos. No basta con que dependan del arsenal de profesionales y organismos externos que han definido cada vez más los planes urbanos. Parte del intercambio necesario puede llevarse a cabo fructíferamente en un ámbito académico, especialmente cuando las investigaciones a largo plazo contribuyen a fundamentar las opciones. Es de singular importancia ampliar las oportunidades para el intercambio entre los funcionarios municipales y los académicos del Sur global y el Norte, para el beneficio recíproco de ambos.
Priscilla Connolly es profesora de sociología urbana y planificación en la Universidad Autónoma Metropolitana Azcapotzalco, México.
William W. Goldsmith dirige el Programa de Estudios Urbanos y Regionales de la Universidad Cornell.
Alan Mabin es profesor asociado de la Escuela de Posgrado de Gestión del Desarrollo en la Universidad de Witwatersrand en Johannesburgo, Sudáfrica.
The Lincoln Institute has been collaborating with the Loeb Fellowship Program at Harvard University’s Graduate School of Design for several years. The program was established in 1970 through the generosity of alumnus John L. Loeb, and each year invites about 10 mid-career professionals to study independently and develop insights and connections that can advance their work in revitalizing the built and natural environments. In May 2004 this year’s group of Loeb Fellows took their class study trip to China. They held a seminar on land use planning for the Beijing Municipal Planning Commission and were hosted by senior planning officials on land use tours in Beijing and Shanghai. This article offers some brief observations by four of the fellows.
China’s great cities are rushing toward a tipping point where a rich legacy of innovative styles of urban living may be swept away by unbridled modernization. The country’s land planners face Herculean challenges in shaping the fastest growing urban settlements the world has known, and it is easy to imagine how nuanced planning can be lost in this rapid tide of change. In China’s quest to catch up with the West, it might be tempting to simply replicate Western patterns and practices. However, not all of those approaches are worthy of emulation, and in some cases China may be emulating the wrong ones.
The Car Culture
In a time of global concern over dependence on oil, Chinese officials seem to be encouraging the car to prevail over other transportation infrastructure and policy options, although the rate and extent of development of Beijing’s public transit system is commendable. Following the decision to award the 2008 Olympic Games to Beijing, the municipal government announced it would complete construction of its light rail system along with Metro lines 5 and 8 by 2005, extending the rail systems by 85 km to a total of 138 km. The city also plans to start on Metro lines 4 and 9 during the next five years. Yet, there are also plans to build the 5th and 6th ring roads around the capital, reflecting both the phenomenal growth of the city and the anticipated explosion in car ownership and use. Also troubling is the constant relegation of existing dedicated bicycle lanes to additional vehicular traffic, thereby creating a vicious cycle of ever more citizens surrendering their bikes for cars.
Beyond the social, cultural, environmental and economic consequences of this process, which are in themselves largely irreversible, these asphalt expansions result in irreparable damage to the city’s urban fabric and structures. While this condition is obvious to local planners, they seem to have bowed to the citizens’ strong yearnings for car ownership. These aspirations are spurred by a national policy of accelerating automobile production for domestic use, conceived as a leading catalyst in the country’s industrial and economic advancement.
Acknowledging these trying circumstances, the enforcement of mitigating measures within the jurisdiction of local government could help restrain the increase in car use. For example, a curb on parking would decrease commuter traffic substantially, but would only indirectly challenge the nation’s automobile consumption policy, since these coveted status symbols would remain available for noncommuting needs. Car sharing, a commercial enterprise that has enjoyed great success in Europe and more recently in transit-rich U.S. cities, is an alternative that would give many more Chinese the benefits and convenience of car usage without necessitating the cost and impact of individual automobile ownership. Many nations, including Singapore and most European Union countries, have automobile-related taxes on purchasing prices, fuels and registration, as well as parking and tolls. These taxes are intended to internalize the costs of pollution, infrastructure, traffic congestion, accidents and noise, but they also act as financial disincentives to car ownership.
The conditions in Beijing appear particularly favorable to introducing transportation management policies. While many cities might be wary that such measures could dampen inner-city development, these propositions would not alter the projected growth in Beijing’s core. Regarding a parking policy, for instance, rapid development over the past decade has already produced a substantial number of covered parking spaces, arguably meeting minimum needs. Conversely, the extent of projected development would render these measures particularly effective in limiting additional traffic.
Local policies that focus on controlling car use would also benefit Beijing’s cultural destinations, where cars already encroach on pedestrian sidewalks in parks and around lakes. From an environmental perspective, beyond the reduction in carbon emissions due to fewer cars, a sharp reduction in the extent of roadways, parking lots and related construction of impervious surfaces would contribute to increased groundwater recharge to replenish the already parched aquifer on which the city’s water supply depends.
Scales of Urban Living
Despite China’s vast expanse, population pressures in the cities dictate that every bit of land in metropolitan regions be put to work. Each road leading out of the city is lined for many kilometers with nurseries of trees, shrubs and flowering plants to provide mature landscaping for every new park, building, road, plaza and mall as soon as the project is completed. The result is surprisingly green boulevards and generously planted parks. The plantings tend to be both water- and labor-intensive varieties, but that might change as water resources are likely to become scarce before cheap labor does.
Beijing and Shanghai demonstrate the uniquely complex ways of living that have evolved over many years (e.g., small-scale farming, sidewalk markets, bicycles and motorcycle taxis), but these urban features can be jarring when juxtaposed against the dynamic scale of current development. Even as these authentic, small-scale living arrangements are being buffeted, and perhaps eradicated, by large-scale planning and the concomitant rush toward modernization in many city districts and neighborhoods, new innovations in urban living are emerging. For instance, the illegal motorcycle taxis observed at a 50,000-unit suburban housing development are a creative and practical solution to the problems of getting around a huge pedestrian-unfriendly project with inadequate public transit and amenities that are concentrated in a large core rather than scattered within walking distance.
Other new districts, such as Pudong in Shanghai, represent instances where a grandiose scale results in dissatisfying urban places that look like American cities of the Sunbelt, designed around cars with too much open space and decorative landscaping. These vast plazas may be appreciated from the air or the upper floors of nearby high-rise buildings, but they are incoherent at ground level. Pedestrians avoid the arid spaces, preferring the charm of the older urban districts with their more human scale, shade, shops and seating. More participation in the planning process by those who live and work in these areas would likely yield an environment more tailored to quality of life than a monument to progress.
Indeed, more resident participation in the planning process is one of the Western practices that is seldom replicated, but can most contribute to better-quality outcomes. Perhaps not understood is that residents, provided with enough background, will often point to similar but more helpfully nuanced ways of achieving the goals sought by planners. Enfranchisement in planning and economic outcomes can make allies of those in historic districts and on the urban frontiers who are currently a growing political and public relations problem for officials. Such a process can also improve market efficiency, since residents often know best what is needed and will work locally.
The willingness to create a culture of participation, dissent and engagement is a far from certain proposition, even for planning and development purposes. As design professionals observing Chinese cities for much too short a time, we can only hope that in the future more can be done to preserve successful forms of traditional urban living and create uniquely new Chinese forms that will contribute to the higher quality of life the policy makers, planners and architects we met seem so eager to embrace.
Loeb Fellows, 2003–2004
Ann Coulter, Executive Vice President, RiverCity Company, Chattanooga, Tennessee
Stephan Fairfield, CEO, Covenant Community Capital, Houston, Texas
Gerald Green, Former Director, San Francisco Planning Department, San Francisco, California
Michael Houck, Executive Director, Urban Greenspaces Institute, Portland, Oregon
Yan Huang, Deputy Director, Beijing Municipal Planning Commission, Beijing, China
Cheryl Hughes, Director of Program Development, Mayor’s Office of Special Events, Chicago, Illinois
Matthew Jelacic, Architect, New York, New York
Ofer Manor, Chief Architect, City of Jerusalem, Israel
David Perkes, Director, Jackson Community Design Center, Jackson, Mississippi
Rodolpho Ramina, Environmental Design Consultant, Curitiba, Brazil
Harriet Tregoning, Executive Director, Smart Growth Leadership Institute, Washington, DC
Margaret Dewar is the Emil Lorch Professor of Architecture and Urban Planning at the Taubman College of Architecture and Urban Planning at the University of Michigan. She directs the Detroit Community Partnership Center through which University of Michigan faculty and students work with community-based organizations and city agencies on community-identified neighborhood issues. Dewar is also faculty director of the Ginsberg Center for Community Service and Learning, whose mission is to involve faculty, students, staff, and community partners in learning together through community service and civic participation in a diverse democratic society. She and her students have worked on brownfield redevelopment with numerous organizations in Detroit and Flint.
Dewar’s research is concerned with American government effectiveness in intervening in microeconomic systems to deal with economic distress such as troubled industries, declining regions, distressed cities, and poverty. She has written books and articles on industrial policy, rural economic development programs, and urban revitalization. Her current research focuses on ways to address the barriers to equitable redevelopment of older industrial cities. She is writing about systems for moving tax-reverted property to new uses, the role of place-committed coalitions in redevelopment of brownfields, and indicators of early neighborhood decline and revitalization that can facilitate public intervention.
Dewar has a Ph.D. in Urban Studies and Planning from the Massachusetts Institute of Technology and a Master of City Planning from Harvard University. She received her undergraduate degree from Wellesley College.
Land Lines: How did you become involved in and concerned about brownfield redevelopment?
Margaret Dewar: I had done quite a lot of research on the effects of state and local economic development incentives on business location and expansion decisions. I also had taught courses where students worked on plans for urban redevelopment with nonprofit organizations in Detroit.
The calls for subsidies for brownfield redevelopment grew louder in the mid-1990s as states reformed their laws about cleanup requirements and liability. Given my background in economic development and urban redevelopment, I thought those calls sounded inauthentic. The campaigns for cleanup subsidies were essentially claiming that if the subsidies were provided, redevelopment of contaminated property would occur, implying that the only barrier to land reuse was the dirty dirt.
However, urban redevelopment is a very complex process that involves the assembly of land owned by many people, relocation of residents, demolition of structures, removal and replacement of infrastructure, and adherence to or release from regulatory restrictions and requirements—to name a few of the issues. Contamination could not be the only barrier, and, I thought, it was not even likely to be the most important one.
Further, state and local incentives for economic development rarely change business location and expansion decisions. I suspected that brownfield incentives would have a similar effect. Therefore, I started to do research on the determinants of brownfield redevelopment to place this kind of development in the broader urban redevelopment context.
Land Lines: How has your brownfield research evolved over the last decade?
Margaret Dewar: As I watched community development corporations (CDCs) in Detroit struggle with redevelopment, I became interested in whether place-committed coalitions were more or less effective in brownfield redevelopment than other kinds of developers.
Place-committed coalitions are the alliances of CDCs, nonprofit housing corporations, neighborhood organizations, and determined residents who are going to stay in place, no matter what. Unlike many other developers or businesses, they will not move to the suburbs because development is easier and more profitable there. They are often the only developers interested in the poorest neighborhoods, and any hope for a better physical environment in those places rests with them. Unlike private developers, they are not seeking especially profitable redevelopment projects; if they can break even, much of the return on their investment is seen in the creation of a better neighborhood.
When place-committed coalitions succeed in redevelopment, they may create market conditions that are attractive to private developers and therefore spur further redevelopment, or they may demonstrate market potential through bellwether projects. As a result, nonprofit developers are especially important in making urban redevelopment succeed.
However, I found that these coalitions were rarely successful in brownfield redevelopment, although development on contaminated land did not seem particularly different from other kinds of redevelopment. Now most of my own research projects and quite a few of the student projects I supervise are concerned with factors that lead to positive reuse of abandoned property in cities, especially reuse by nonprofit developers.
Land Lines: How do you involve your students in this work?
Margaret Dewar: I get many research ideas from working with CDCs, nonprofit housing corporations, and public agencies on plans for brownfield reuse, and I am able to bring these ideas into planning practice on specific projects. Twice each year I teach a course where advanced urban planning students develop plans with organizations working on strengthening their city neighborhoods and help advance the organizations’ efforts.
For example, my students and I worked with the Genesee County Brownfield Redevelopment Authority (BRA) and the Genesee County Land Bank to inventory brownfields in Flint, Michigan. We also helped to prioritize sites for attention based the goals of the BRA and the land bank, which are now following up on the recommendations in the plan with a neighborhood nonprofit and a group of diverse property owners.
Another team of students worked with a neighborhood nonprofit organization in southwest Detroit to identify brownfields and determine which sites have the greatest priority for reuse. Although the staff praised the plan, the organization has not been able to act on the recommendations. The contrast in these two experiences, along with the literature on determinants of nonprofit developers’ success, suggests numerous hypotheses about what helps and hinders the reuse of brownfield sites in such situations.
Land Lines: What is your most recent project with the Lincoln Institute?
Margaret Dewar: With Kris Wernstedt at Virginia Polytechnic Institute, I am looking at some of these hypotheses about why CBOs are successful or not in reusing vacant, abandoned, and contaminated property. Kris is looking at the work of CBOs in Baltimore, Portland, and Denver, and I am studying their reuse of such property in Detroit, Cleveland, and Flint. Because the demand for land in my set of three cities is similar, the comparison holds the market constant and promises to reveal institutional, political, and legal factors that are important in CBOs’ results.
The three midwestern cities differ in the strength of their nonprofit development sectors. Cleveland has an active network of nonprofit developers that have constructed thousands of units of housing over the last 15 years. Detroit has a maturing nonprofit development sector that is growing in its capacity to do projects, but Flint has very little such activity.
These differences can help reveal factors that matter and the ways they matter in redevelopment success. For instance, a commonly cited force in the success of Cleveland’s nonprofit developers is the commitment of foundations to provide funding for redevelopment. However, Flint also has foundations with large amounts of resources committed to that city. What are the differences in how the foundations in each city work that might help explain these differences in nonprofit development activity and effectiveness?
Land Lines: How can CBOs be most effective in brownfields redevelopment?
Margaret Dewar: Kris Wernstedt and I pose four groups of hypotheses or framing perspectives in our research on CBOs’ effectiveness in redeveloping brownfields. First, the special features of CBOs—their shortage of funds, small number of professional staff, lack of skills for redevelopment, and other issues—may interfere with implementing successful projects to reuse vacant, abandoned, and/or contaminated sites. CBO staff may especially lack the background to take on projects that involve contaminated sites.
Second, legal and political issues may interfere with the transfer of tax-reverted property to nonprofit developers for redevelopment projects, even though this land is essential for projects to go forward.
Third, weak local institutional settings may leave CBOs without adequate political or financial support for undertaking projects to reuse vacant, abandoned, and/or contaminated properties. Local government, financial institutions, foundations, and intermediaries may not provide sufficient backing to help CBOs over the substantial hurdles.
Fourth, federal and state legal and regulatory structures and financing provisions for contaminated sites in particular may interfere with CDCs’ efforts to reuse such property.
Another factor is that the demand for land in different cities affects the approach and efficacy of CBOs in redeveloping that land. In cities or neighborhoods with strong market demand, CBOs may have little opportunity to obtain such property for redevelopment because they are competing with private developers. On the other hand, in cities with weak demand for land, CBOs may struggle to find tenants or buyers for redeveloped property.
Land Lines: How is your work with the Lincoln Institute helping to broaden the scope of brownfield research?
Margaret Dewar: I continue to believe that contamination is rarely the determining factor in whether land can be reused or not, especially now that cleanup standards and liability risks have changed. By placing contamination in the larger context of the redevelopment of vacant, abandoned, and contaminated property in cities, we gain a better understanding of the complexity of redevelopment in general and of the kinds of changes that would help CBOs be more effective in remaking cities in ways that can improve the quality of life in distressed areas.
Una versión más actualizada de este artículo está disponible como parte del capítulo 7 del CD-ROM Perspectivas urbanas: Temas críticos en políticas de suelo de América Latina.
Nuevas evidencias de Brasil indican que la regulación del uso del suelo y las normas de construcción pueden reforzar otros factores que contribuyen a la ocupación informal e irregular del suelo urbano. No es posible explicar del todo la magnitud y la persistencia de la informalidad en las ciudades de América Latina con los índices de pobreza (en descenso), la insuficiente inversión pública en vivienda social o en infraestructura urbana (en aumento), ni siquiera por la tolerancia del gobierno ante determinadas prácticas oportunistas de urbanizadores y pobladores (The Economist 2007). Si bien estos factores son sin duda importantes, el uso inadecuado del suelo y la regulación de la construcción también parecen jugar un papel en la persistencia del problema. Se puede aducir como corolario que un marco regulador alternativo puede ayudar a paliar la informalidad en los mercados del suelo urbano.
La relación entre informalidad y normas de vivienda excesivas no es nueva en la bibliografía (Turner 1972); y la relación económica entre la regulación del uso del suelo y la elasticidad de la oferta de vivienda fue propuesta por Ellickson (1977). La novedad es la aplicación del mismo marco utilizado para entender la dinámica del precio de la vivienda en los Estados Unidos a los países en desarrollo. Los pocos trabajos empíricos en economía que tratan de relacionar la regulación y el uso del suelo no han trazado de manera formal un modelo de la sustitución entre los mercados formales e informales. En consecuencia, no utilizaron las diferencias entre los dos mercados como sus variables principales.
El alcance del problema
La informalidad y la precariedad de la vivienda son grandes preocupaciones en los países en desarrollo. Según estimaciones de las Naciones Unidas, más de mil millones de personas viven en asentamientos informales, que representan un 32 por ciento de la población urbana de todo el mundo (UN Habitat 2006). En América Latina, el porcentaje de vivienda irregular medido por indicadores observables como el régimen de propiedad o la conexión con el sistema de alcantarillado está disminuyendo en algunos países, si bien en proporción desigual. Sin tener en cuenta la disputa continua sobre la forma correcta de medir la informalidad, en la mayoría de las ciudades de América Latina el problema sigue siendo de proporciones considerables, y es necesario comprender mejor su dinámica a fin de recomendar una política de vivienda razonable.
En la práctica, los indicadores conmensurables de informalidad que se basan en la ausencia de títulos de propiedad o el acceso a infraestructura y servicios son más fáciles de obtener que los basados en la falta de cumplimiento de la regulación del uso del suelo o las normas de construcción. La pobreza (en todas sus dimensiones) y la inversión pública insuficiente (en vivienda social, infraestructura y servicios) son las explicaciones más comunes de la persistencia de la informalidad. Pero también aumenta la percepción de que los mercados del suelo urbano en general y las normas y la regulación urbanística en particular son factores relevantes que contribuyen a ella.
El elevado costo de las transacciones en los mercados del suelo urbano se incrementa debido a la burocracia, la falta de información o su poca claridad, y las prácticas discriminatorias, así como por otras discordancias funcionales del mercado derivadas de la estructura de propiedad del suelo, las prácticas especulativas y de monopolio, y la regulación del uso del suelo y de la construcción, que dificultan el cumplimiento de las normas por parte de las familias con bajos ingresos. Estos factores aumentan la ineficacia del mercado y sostienen la informalidad.
En este artículo argumentamos que la regulación del uso del suelo y de la construcción administrada por los planificadores urbanos y por los funcionarios a nivel local puede contribuir efectivamente a la incidencia de la informalidad. Entre el 20 por ciento de municipios brasileños que redujeron la pobreza en mayor medida a lo largo de los últimos nueve años, un 23 por ciento también redujo drásticamente el número de viviendas sin título de propiedad, pero el 24 por ciento aumentó la informalidad en más de un 3,2 por ciento, el ritmo más rápido observado en todo el país (IBGE 1991; 2000). Tales diferencias de rendimiento del mercado de la vivienda en el segmento de bajos ingresos no puede explicarse únicamente por la incidencia de la pobreza, el ritmo de la urbanización y el crecimiento de la población u otros medidores a nivel macro.
Las ventajas e inconvenientes de la regulación urbana
La regulación urbana beneficia a las políticas de vivienda porque soluciona un problema de derechos de propiedad. Regular la distancia entre viviendas, por ejemplo, ayuda a proteger los derechos de privacidad de los demás. La regulación ayuda además a solucionar problemas de externalidad o efectos indirectos. Por ejemplo, no regular las anomalías de vivienda podría dar lugar a problemas de salud pública debido al aumento de humedad, la falta de luz o a problemas graves de seguridad. En este caso, la regulación elimina las efectos indirectos negativos y aumenta el bienestar general de los residentes.
La regulación puede tener también un efecto beneficioso al reducir el vacío de información en el mercado. Si no existen normas de construcción previamente definidas, los urbanizadores pueden aprovecharse de los compradores inexpertos y cobrarles en exceso por una vivienda que es insegura, o podrían venderles un terreno en una nueva urbanización que no proporciona servicios adecuados, como ocurre con frecuencia.
No obstante, la regulación también tiene aspectos potencialmente negativos. Una consecuencia es el inconveniente de procedimientos complicados que pueden conducir a la corrupción. Por ejemplo, no es poco frecuente que se tarde más de cuatro años en emitir una licencia de subdivisión. En su estudio clásico, Mayo y Angel (1993) asocian el complicado marco regulador de Malasia con funcionarios corruptos que intentan capturar rentas de la población a cambio de relajar las normas, agilizar la concesión de licencias o permitir excepciones al reglamento.
En segundo lugar, algunas regulaciones − como por ejemplo las ordenanzas de zonificación − pueden dar lugar a una segregación por ingresos en determinados vecindarios al establecer niveles mínimos que elevan los precios y disuaden efectivamente a las familias con ingresos más bajos de competir en el mercado formal. Los precios elevados de la vivienda pueden deberse a la gran demanda, pero también a la poca elasticidad de la oferta provocada por tales regulaciones y restricciones exclusivas. Malpezzi (1996) ha resaltado el aspecto de exclusión que tiene la regulación del uso del suelo en los Estados Unidos, que limita la integración de residentes con altos y bajos ingresos con la intención específica de evitar las subvenciones para las escuelas y otros servicios públicos locales.
Biderman (2008) ofrece evidencia sobre Brasil para apoyar el argumento propuesto de que las familias pobres a menudo eligen viviendas informales (sin título) por encima de las formales (con título) como respuesta a las regulaciones que exigen costos adicionales o “credenciales” para poder acceder al mercado formal y/o que reducen la flexibilidad del diseño en la construcción de viviendas. Este aspecto exclusivo de la regulación urbana es real en Brasil en cuanto a la infraestructura y los servicios públicos porque en cualquier caso rara vez se facilitan éstos en los asentamientos informales. De hecho, hasta 1988 la ley impedía oficialmente a los municipios facilitar servicios a los terrenos ocupados de forma irregular, aunque en la práctica algunos sí los facilitaron.
La economía política en la que se basan los aspectos de exclusión de la regulación tiene un precedente duradero en la historia de Brasil. El sistema Sesmarias de derechos de propiedad del suelo, instaurado por el rey Fernando I de Portugal en 1375, proporcionaba un régimen de propiedad mediante otorgamiento real (para la élite) o mediante una prueba de uso productivo del suelo (para quienes tenían medios de explotación del mismo). Los municipios de Brasil siguen aplicando las regulaciones urbanísticas en algunas partes de la ciudad, pero no en otras (Rolnik 1997). La retirada en lugar de la mejora de los asentamientos informales en los vecindarios del centro de la ciudad, con alto nivel de ingresos, es un caso oportuno. Este doble estándar permite alojar a los pobres en determinadas zonas sin invertir en infraestructura y provisión de servicios.
Otras razones de la presencia de regulaciones poco razonables en las ciudades de Brasil son la búsqueda de rentas por parte de los funcionarios que provoca la resistencia a la reforma reguladora, y la respuesta del regulador a la presión de los urbanizadores para mantener a las familias con bajos ingresos alejadas de ciertas zonas. Existen muchos ejemplos ilustrativos de esa corrupción y connivencia en Brasil en la bibliografía sobre planificación urbana.
Asimismo, los reguladores tienden a ignorar los efectos no intencionados de las ordenanzas sobre el uso del suelo y la construcción. No es poco frecuente que un municipio adopte simplemente las normas y las regulaciones urbanísticas de otro municipio con el fin de cumplir las órdenes federales sobre planes maestros, por poner un ejemplo. Esta práctica sólo aumenta la probabilidad de que se produzcan efectos negativos en el mercado de la vivienda porque permite que se perpetúen las políticas reguladores inadecuadas.
Un ejemplo del impacto de las regulaciones urbanísticas en el costo de la vivienda y potencialmente en la informalidad en Brasil es el Urbanizador Social, una iniciativa pública ideada para tentar a los urbanizadores informales para que cumplan con las regulaciones sobre el uso del suelo. El primer caso llevado a cabo con éxito en São Leopoldo en 2008, el urbanizador solicitó al municipio la reducción del tamaño mínimo de parcela de 300m2 a 160m2 con el fin de ofrecer opciones de vivienda más asequibles. A cambio, el urbanizador aceptó algunas imposiciones del municipio en forma de inversión directa en infraestructura y servicios urbanos (Damasio et al., próxima publicación).
Efecto de la regulación sobre la informalidad
En la década de 1990 los municipios de Brasil promulgaron diversas regulaciones sobre el uso del suelo y la construcción que pueden agruparse en cuatro tipos principales: normas de parcelación, zonificación, límites del crecimiento urbano y códigos de construcción. Algunos municipios adoptaron algunas de estas regulaciones en la década de los ochenta o incluso antes, otros lo hicieron durante la primera mitad de la década de 2000, y muchos otros aún no han adoptado todas o ni siquiera una de ellas. Estas diferencias temporales en cuanto a su adopción ofrecen una oportunidad analítica única para intentar aislar el papel desempeñado por la regulación de otros eventos que afectan al mercado de la vivienda.
Idealmente, el impacto de la regulación en el mercado de la vivienda debería evaluarse comparando municipios que son idénticos a excepción de que uno de ellos adopta una regulación particular mientras que el otro no. Sin embargo, encontrar municipios idénticos no siempre es factible. Un procedimiento estándar para solventar parcialmente este problema es utilizar los resultados de los municipios que no han adoptado la regulación a fin de estimar lo que habrían experimentado los municipios que sí la adoptaron si no hubieran introducido una regulación. La diferencia entre el resultado de adoptar o no adoptar una regulación sugeriría una estimación superficial del impacto de la regulación en la variación en la proporción de la informalidad.
Nuestro estudio aprovechó las oportunidades que ofrecía el caso de Brasil. En primer lugar, la diferencia cronológica en la adopción de regulaciones entre los municipios permite establecer comparaciones entre ellos. En segundo lugar, la información disponible en el censo y otros estudios a nivel nacional es extensa, e incluye la fecha de promulgación de la regulación, el estado de régimen de propiedad declarado por los propietarios de viviendas, y una cifra generosa de variables de control que incluyen la población, los ingresos y el nivel de pobreza. En tercer lugar, hay datos disponibles sobre más de 2.000 municipios, lo que permite realizar un análisis estadístico significativo. Tener una oportunidad como ésta de investigar los asentamientos informales es poco común, y es una de las principales razones por las que es tan difícil encontrar en la bibliografía pruebas contundentes sobre los factores determinantes de la informalidad.
Dada la naturaleza duradera de una vivienda, tanto las viviendas formales como informales se miden como proporción de todo el conjunto de viviendas, en lugar de como un número designado de viviendas. La medida de la informalidad utilizada en este estudio es la proporción de viviendas sin título de propiedad, que se define como la ocupación del terreno sin ostentar un título de propiedad declarada por propietarios de vivienda que respondieron a una pregunta en un estudio del censo sobre si eran o no propietarios del terreno en el que está ubicada su vivienda.
Según esta definición, la proporción de viviendas sin título de propiedad en las ciudades brasileñas descendió en la década de los noventa, debido en parte a los cambios institucionales asociados a la Constitución de 1988, que redujo de 25 a 5 años el tiempo necesario para legitimizar el derecho de posesión adversa de la ocupación de un terreno urbano no reclamado. Los terratenientes se volvieron menos condescendientes con respecto a tolerar la ocupación del terreno, tal y como se observa en la disminución de las invasiones de terreno y el aumento de las adquisiciones de mercado (aunque por medios informales) como la forma predominante de adquirir terrenos utilizada por los pobres. El descenso en la tendencia a la informalidad también se asocia a la estabilización económica, el fortalecimiento de las finanzas municipales locales, la revitalización del mercado hipotecario y el lento descenso de los índices de pobreza observados durante la década. El impacto de los programas de regularización, aunque su alcance es limitado, es otro factor que influye en la reducción de los asentamientos informales.
La Figura 7.2.5.1 (en anexo) presenta proyecciones utilizando parámetros estimados que comparan la disminución en el porcentaje de viviendas sin título de propiedad, que comienza en un 17,5 por ciento en 1985, con unos límites superior e inferior basados en una desviación estándar. La línea negra (naranja) de la cifra representa la tendencia exponencial en los municipios que no han promulgado regulaciones sobre el uso del suelo o sobre la construcción. Las líneas de color gris (morado o azul verdoso) representan los límites superior (más regulación) e inferior (menos regulación) de los municipios que promulgaron regulaciones en 1991, cuando la proporción de viviendas sin título de propiedad alcanzó el 14 por ciento.
Una forma de interpretar estos resultados es fijar un objetivo deseado en términos de proporción de viviendas sin título de propiedad, y después evaluar cuánto tiempo se necesita para alcanzar este objetivo dados los cambios regulatorios en los municipios. Si el objetivo es reducir la proporción de viviendas sin título de propiedad del 14 al 12 por ciento, entonces una ciudad que no promulgara regulaciones que afectaran al mercado formal de la vivienda habría alcanzado este objetivo en el año 1996, mientras que una ciudad de iguales características que promulgara regulaciones en 1991 habría tardado, en promedio, de dos a diez años más en alcanzar el mismo objetivo. En otras palabras, el plazo de tiempo será mayor en los municipios más regulados.
Los resultados muestran claramente un impacto significativo de la regulación sobre la informalidad y refutan la noción de que los mercados de vivienda formales e informales son independientes. Parece que la informalidad puede ser provocada por las mismas regulaciones que se aplican a los mercados formales, lo que significa que es incorrecto diseñar políticas circunscritas a las zonas informales. Aunque los resultados no siempre se estiman con gran precisión, las medidas de la regulación siempre tienen señales esperadas y sus niveles de confianza están siempre por encima del 81 por ciento. Asimismo, cuando comparamos los municipios que promulgaron regulaciones urbanas más cerca del año 2000, el impacto estimado sobre la informalidad disminuye como se esperaba, lo que demuestra coherencia con los resultados (Biderman 2008).
Perspectivas de futuro
El argumento y la evidencia presentados en este artículo sugieren que la regulación inadecuada en los países en desarrollo puede reducir las alternativas residenciales de las familias, incitándolas o presionándolas para buscar opciones informales. Las subvenciones podrían proporcionar una compensación adecuada a fin de mitigar los efectos de exclusión o las consecuencias imprevistas de determinadas regulaciones necesarias, al hacerlas aplicables a cada ciudadano. Pero en ausencia de tales subvenciones, los niveles de urbanización indebidamente elevados y las restricciones al uso del suelo podrían excluir a un grupo bastante numeroso. Por ejemplo, una norma de parcelación muy elevada (por ejemplo, un tamaño mínimo de parcela de 300m2 cuando los terrenos de 50m2 no son poco comunes) puede dar lugar a que existan grupos que viven en parcelas más grandes y otros en parcelas mucho más pequeñas. En lugar de garantizar niveles mínimos para todos, una norma como esta podría exacerbar las desigualdades.
Evidentemente, no se puede deducir que deberían eliminarse las regulaciones sobre la construcción y el uso del suelo. Las regulaciones desempeñan un papel importante en la creación de un entorno urbano mejor. No obstante, es necesario afrontar las consecuencias no deseadas de la inducción a la informalidad producto de los elevados precios de la vivienda. Una política de vivienda sensata debería tener en cuenta estos efectos indirectos. El desafío actual es cómo conservar los efectos indirectos positivos de las normas urbanísticas estimulando a la vez la construcción de viviendas asequibles. También se debería tener en cuenta el tema de cuántos efectos indirectos positivos pueden extraerse realmente de una regulación determinada.
Por ejemplo, el valor social del efecto indirecto externo generado por una restricción de la densidad podría no ser necesariamente mayor que el valor de la pérdida de bienestar asociada a una restricción en la oferta de suelo urbanizado. En efecto, podríamos argumentar sobre la medida en la que determinadas regulaciones aplicadas actualmente en los municipios de Brasil, proporcionan de hecho más privilegios de exclusión a determinados grupos o una burocracia flagrante y obstáculos de procedimiento que elevan los precios de la vivienda sin crear efectos indirectos positivos para el conjunto del municipio (Henderson 2007).
Ya a finales de la década de los ochenta, los planificadores urbanos de Brasil reconocieron que las normas y las regulaciones urbanísticas estaban aumentando los costos de urbanización y afectando a las viviendas sociales. A pesar de la falta de pruebas estadísticas, los profesionales se dieron cuenta de que los tamaños mínimos de parcela, los terrenos de estacionamiento obligatorios, los impedimentos a los usos mixtos (comerciales y residenciales), y otras regulaciones sobre el uso del suelo urbano no favorecían el aumento de la oferta de vivienda asequible.
Se adoptó un enfoque pragmático a fin de minimizar esas limitaciones a través de la noción ZEIS (Zona Especial de Interés Social), donde se flexibilizaban las regulaciones que incrementaban los costos con el objetivo de promover la oferta de viviendas asequibles. Las ZEIS se definen mayoritariamente de forma que coincidan con los límites de asentamientos ocupados existentes y los municipios las utilizan como herramienta para regularizar ocupaciones de suelo irregulares previas simplemente enunciando que el asentamiento no necesita cumplir las normas aplicables de forma general a las zonas urbanas del municipio. El inconveniente de esta medida paliativa es que el municipio ya no se ve obligado a intervenir en la zona puesto que, por definición, la zona ZEIS ya es conforme a la norma. En otras palabras, el doble estándar abre la vía para que el municipio ignore el problema más allá de la emisión de una ordenanza sobre zonificación.
En resumen, la reforma de la política de vivienda en Brasil exige actualmente un enfoque más amplio que estructure de forma conjunta los elementos de financiación, tecnología y gestión urbanística, y se aleje de la visión paternalista de ofrecer un cobijo o del enfoque limitado sobre los asentamientos informales. Hemos argumentado que el papel de la regulación del suelo urbano y de la construcción es un factor indispensable a tener en cuenta en cualquier intento de afrontar con seriedad el desafío que plantea la informalidad en Brasil y en otras ciudades del tercer mundo.
Referencias
Biderman, C. 2008. Informality in Brazil: Does urban land use and building regulation matter? Documento de trabajo. Cambridge, MA: Lincoln Institute of Land Policy.
Damasio, Claudia, Claudio Gutierrez, Gevaci Perfroni y Jacqueline Menegassi. Próxima publicación. Estudo de caso de urbanizaçao social no municipio de São Leopoldo. Documento de trabajo. Cambridge, MA: Lincoln Institute of Land Policy.
Ellickson, R. 1977. Suburban growth controls: An economic and legal analysis. Yale Law Journal 86 (3).
Henderson, J.V. 2007. The effect of residential land market regulations on urban welfare. Urban Research Symposium 2007. Banco Mundial, 14–16 de mayo.
IBGE (Instituto Brasileiro de Geografia e Estatistica/Brazilian Institute of Geography and Statistics). 1991 y 2000. http://www.ibge.gov.br/home/
Malpezzi, S. 1996. Housing prices, externalities, and regulation in U.S. metropolitan areas. Journal of Housing Research 7(2): 209–241.
Mayo, S. y S. Angel. 1993. Housing: Enabling markets to work. A World Bank Policy Paper.
Rolnik, R. 1997. A cidade e a lei: Legislação, política urbana e territórios na cidade de São Paulo. São Paulo: Studio Nobel: Fapesp.
The Economist. 2007. Adios to poverty, hola to consumption. 16 de agosto. http://www.economist.com/world/la/displaystory.cfm?story_id=9645142&CFID=8338952&CFTOKEN=92529416
Turner, J.F.C. y R. Fichter. 1972. Freedom to build: Dweller control of the housing process. New York: The Macmillan Company.
UN Habitat. 2006. State of the world’s cities 2006. London: Earthscan y UN Habitat.
Sobre los autores
Ciro Biderman es Visiting Fellow del Lincoln Institute of Land Policy e investigador adjunto al Departamento de Planificación y Estudios Urbanísticos del Instituto de Tecnología de Massachusetts. Asimismo es profesor asociado en la Fudación Getulio Vargas e investigador asociado al Centro de Estudio de las Políticas y Economía del Sector Público (CEPESP/FGV) de São Paulo, Brasil (en licencia).
Martim Smolka es Senior Fellow y Director del Programa sobre América Latina y el Caribe del Lincoln Institute.
Anna Sant’Anna es investigadora asociada principal del Programa sobre América Latina y el Caribe del Lincoln Institute.
Ethan Seltzer is a professor in the Nohad A. Toulan School of Urban Studies and Planning at Portland State University. He previously served for six years as the director of the school, and prior to that for eleven years as the founding director of Portland State’s Institute of Portland Metropolitan Studies.
Before joining Portland State in 1992 he served as the land use supervisor for Metro, the regional government in the Portland area; assistant to Portland City Commissioner Mike Lindberg; assistant coordinator for the Southeast Uplift Neighborhood Program in Portland; and coordinator of the Drinking Water Project for the Oregon Environmental Council.
Seltzer received his Ph.D. in City and Regional Planning and Master of Regional Planning from the University of Pennsylvania. His doctoral dissertation examined the role of citizen participation in environmental planning. Current research interests include regional planning, regionalism, regional development, and planning in the Pacific Northwest.
In addition to his current work with the Lincoln Institute, his publications include chapters titled Maintaining the Working Landscape: The Portland Metro Urban Growth Boundary, in Regional Planning for Open Space, edited by Arnold van der Valk and Terry van Dijk (Routledge 2009); and It’s Not an Experiment: Regional Planning at Metro, 1990 to the Present, in The Portland Edge, edited by Connie Ozawa (Island Press 2004).
Land Lines: How did you become associated with the Lincoln Institute of Land Policy?
Ethan Seltzer: Regional planning has been at the center of my career for a long time. I used to be the land use supervisor for Metro, the regional government in the Portland metropolitan region. In the late 1980s we were just starting work on what is now the Region 2040 Growth Concept. Part of that work involved seeking out new ideas about planning, land use, land management, and related topics, and through that search, I started to engage with the Lincoln Institute. A few years later, I was part of a planning project organized through the Regional Plan Association in New York that brought U.S. and Japanese planners together. I met Armando Carbonell (chair of the Institute’s Department of Planning and Urban Form) through that process, and we have remained collaborators on a number of projects since then.
Land Lines: What was the first project you conducted for the Lincoln Institute?
Ethan Seltzer: The first one I recall had to do with re-establishing a dialogue around regional planning and building on the ideas put forth by the old Regional Plan Association of America going back to the 1920s. I was also a part of numerous Lincoln Institute seminars, including one held in Chicago on the relationships and interdependencies between cities and suburbs. The papers were published by the Institute in 2000 in the book Urban-Suburban Interdependencies, edited by Rosalind Greenstein and Wim Wiewel. Since then I have been involved in several Institute-sponsored projects and events, most recently in conjunction with the showing of the film Portland: Quest for the Livable City as part of the Making Sense of Place documentary film series.
Land Lines: How has your association with the Lincoln Institute influenced your research?
Ethan Seltzer: I think the Lincoln Institute is one of the only, maybe the only, institution that has consistently focused on the confluence of issues associated with planning practice, place, regionalism, and land use. There are few other places that address these issues in such a thoughtful, deliberate manner. The support that the Lincoln Institute provides for thinking and writing about these issues is part of what makes it possible for me to find both an audience and like-minded colleagues. There are other networks important to me as well, notably the connections provided by the Association of Collegiate Schools of Planning. Nonetheless, the Lincoln Institute is uniquely a forum for the things that I am most interested in and where I hope to contribute.
Land Lines: What are your current projects for the Lincoln Institute?
Ethan Seltzer: I am working on a book on regional planning in America with an explicit focus on practice. I teach courses in regional planning and, though there is an interesting literature on the reasons why regional planning might make sense and the stark challenges to pulling it off, there is not much information available regarding what regional planners do, and how regional planning is distinguished from other types of planning (i.e., city, urban, transportation).
With support from the Lincoln Institute, and in collaboration with coeditor Armando Carbonell, I was able to recruit a group of talented authors and put together a series of chapters that, we expect, will more completely present what gets done in the name of regional planning in the United States today. We also hope this project will provide a basis for better understanding the unique aspects of regional planning practice.
The working title for the book is American Regional Planning: Practice and Prospect. Coauthors include Tim Beatley, Robert Fishman, Kate Foster, John Fregonese and CJ Gabbe, Frank and Deborah Popper, Manuel Pastor and Chris Benner, Gerrit Knaap and Rebecca Lewis, Fritz Steiner, and Bob Yaro. The manuscript will be completed this fall and the book will be published in the spring of 2011.
Land Lines: Regional planning seems to be a really challenging idea in America. Why are you so interested in it?
Ethan Seltzer: You are absolutely right, but it’s often hard to find a place in the scheme of things for regions and regional planning. The history of America is told with broad, sweeping regions in mind—the South, New England, the West—but the history of planning in America is largely one of local institutions, states, and the federal government.
Regional planning, then, is both present at the outset and a latecomer to the planning game. The institutional turf is quite congested. Although the need for better regional coordination and planning actually predates the “invention” of modern city planning in America (consider that the Burnham Plan for Chicago was a regional plan), regional planning has never been able to mount a convincing challenge to the profoundly local emphasis of planning.
Still, it simply makes too much sense to put aside regional planning for long. One need not be a rocket scientist to recognize that many of the things we care about and depend on are not well managed or defined by local jurisdictions. When I worked as the land use supervisor for Metro in Portland, I was struck by the fact that everyone—rich, poor, and in-between—lived regional lives. That is, households in our region were working, socializing, recreating, worshipping, schooling, and sleeping in territories of their own devising, none of which corresponded to any single local jurisdiction. Consequently, planning by jurisdiction, which is the norm in Oregon and elsewhere, becomes a more complicated proposition. It really makes one wonder for whom the planning is intended. If it is simply about maintaining local property values, then we’ve both made that task overly complicated and are poorly serving a whole host of larger values, goals, and objectives.
However, the other thing that struck me while working for Metro is that if people don’t feel empowered to address the issues right in front of them when they walk out the front of their house or apartment building, then they will never relate to the kinds of things we are talking about at the regional scale. Local empowerment made regional planning and growth management possible. Local and regional, then, go hand in hand, and you cannot have one without the other.
Having worked at the regional level, served as president of my local planning commission, and provided planning assistance to neighborhood associations early in my career, I am familiar with the ongoing tensions between these scales—the scale at which we live in the region, and the scale at which we are empowered at the locality. I think this tension is always going to be present, and I am under no illusions that it will evaporate or that the region will “win” any time in the future.
Still, I, like others, keep coming back to the region because to ignore it is to give up on things that are important to our sense of place and quality of life. The region helps us understand the world and how it works, and makes one look deeply into the causal relationships that link us together and to the natural world. I guess the ecologist in me will never give up on that.
Land Lines: What other kinds of research topics have you been investigating?
Ethan Seltzer: I guess you could summarize my work under several headings. I have written about planning in Portland, particularly regional planning and the way that Metro developed a regional growth management plan. That work has been incorporated in publications and projects in the United States, Japan, and the Netherlands.
More recently, I have been engaged in the work of America 2050 on megaregions. I have provided information about Cascadia, the megaregion of the Pacific Northwest, and participated in several research seminars organized to further our understanding of the nature of megaregions, planning for megaregions, and the utility of that concept for better understanding issues associated with sustainability and competitiveness in the years ahead.
I have also worked with Connie Ozawa, a colleague at Portland State, on the kinds of skills needed by entry-level planners, and therefore the nature of the relationship between graduate planning education and planning practice. I am also working with colleagues at the University of Oregon and Oregon State University to investigate the dynamics underlying and opportunities for bridging the “urban/rural” divide in Oregon. A book on that topic will be published by Oregon State Press in 2011. The fundamental themes that tie all of this together have to do with place and practice—the place being the Portland metropolitan region and the Pacific Northwest, and the practice being what actually gets done by planners.
Land Lines: Any last thoughts?
Ethan Seltzer: In an interesting way, the Lincoln Institute’s association with the ideas of Henry George and their extension into thematic areas of land as property, taxation, and land planning is very contemporary. The challenges we face in the United States and globally due to climate change and instability, the pressure for sustainability, urbanization, and the future of our cities and metropolitan regions all come together around these themes.
Ultimately, the challenges that we talk about in sweeping terms must make sense and be addressed democratically and locally. Pulling that off in a manner that acknowledges the global context for local action is really about infusing what we do as planners and academicians with a new ethical commitment to acknowledging and acting at the true scales at which these issues operate.
La infraestructura, en cuya definición se incluye el transporte, las telecomunicaciones, la energía eléctrica, el agua potable y los servicios de limpieza, es uno de los temas candentes tanto en los países industriales como en los países en vías de desarrollo. En los Estados Unidos, existen motivos de preocupación en cuanto al insuficiente mantenimiento de la infraestructura y la resultante disminución de la calidad de las instalaciones y servicios, en particular del transporte. En las propuestas para estimular la demanda, el empleo y el crecimiento económico también ha tenido un gran peso la cuestión de mayores inversiones en infraestructura. En los países en vías de desarrollo, los desafíos en cuanto a la infraestructura tienen más que ver con aumentar la capacidad de prestar servicios no sólo a los residentes urbanos ya existentes sino también a los dos mil millones de residentes nuevos que se esperan para el año 2050. En la Séptima Conferencia Anual sobre Políticas de Suelo del Instituto Lincoln, celebrada a principios de junio de 2012, se trataron varios aspectos relacionados con la infraestructura, tales como inversiones, mantenimiento y externalidades.
Aspectos económicos.
El trabajo empírico llevado a cabo en los últimos 25 años sobre el rendimiento macroeconómico derivado de las inversiones en infraestructura ha arrojado una amplia variedad de resultados, que van desde rendimientos negativos hasta rendimientos de más del 30 por ciento anual. Según una meticulosa encuesta realizada sobre estudios más recientes, la inversión en infraestructura del transporte, la energía y las telecomunicaciones probablemente obtenga efectos macroeconómicos positivos y aumente la productividad.
Al mismo tiempo, muchos países sólo asignan modestas sumas para el mantenimiento de la infraestructura, aun cuando existe un amplio consenso de opinión y pruebas empíricas que indican que el rendimiento derivado del mantenimiento (especialmente en el área del transporte) es muy alto. Un bajo nivel de mantenimiento puede ser el resultado de las preferencias de los donantes a financiar nuevas capacidades en los países en vías de desarrollo, pero los déficits en mantenimiento son muy comunes en los países desarrollados, lo que sugiere que probablemente también sean importantes otros factores institucionales.
Las redes de infraestructura dependen de las economías de escala, y algunas redes son monopolios naturales que deben sujetarse a las regulaciones económicas para evitar que las empresas monopolicen los precios. Aunque la necesidad de tener regulaciones es más evidente cuando la infraestructura es suministrada por empresas privadas, también resulta necesaria una supervisión regulatoria cuando la suministradora es una empresa pública.
Aspectos espaciales.
La infraestructura ejerce una gran influencia sobre los patrones de desarrollo espacial, por lo que puede utilizarse para dirigir el crecimiento, junto con la zonificación y otros incentivos, para lograr patrones de desarrollo más densos y compactos. No obstante, aunque sólo se dispone de unos pocos estudios, los trabajos empíricos indican que los costos de redesarrollo de lugares contaminados son mayores que los costos en lugares sin desarrollo previo, incluyendo los costos de la nueva infraestructura de servicios.
La desindustrialización de las ciudades sucede desde hace mucho tiempo; sin embargo, algunas ciudades, como San José, en California, ya no apoyan la conversión de espacios industriales o de oficinas en uso residencial o comercial. La intención de estas ciudades es mantener un espacio apropiado para el empleo cuando regrese el crecimiento económico, a fin de poder competir por nuevas empresas y fomentar la creación de nuevos puestos de trabajo.
Externalidades.
Las áreas metropolitanas producen cerca de tres cuartos de las emisiones de gas de invernadero antropogénico de todo el mundo cada año, gran porcentaje de las cuales proviene del transporte y de la energía eléctrica. La sustitución de sistemas antiguos y la instalación de otros nuevos con mejores capacidades brindan una gran oportunidad para recurrir a sistemas más eficientes en energía y emisiones en las áreas urbanas. La gestión de los sistemas también puede mejorarse utilizando peajes, cuotas de estacionamiento y expansión del tráfico; garantizando que las tarifas cubren los costos de provisión de agua potable y energía eléctrica; y promoviendo las edificaciones ecológicas.
La reubicación de las familias que viven en los sectores donde se realizará la expansión de la infraestructura implica el desplazamiento de una gran cantidad de personas para construir nuevas carreteras o ampliar las existentes, la construcción de nuevas instalaciones, como centrales eléctricas, y embalses que inundan amplias áreas detrás de los diques. Según las estimaciones realizadas, entre 10 y 23 millones de personas deben reubicarse de forma involuntaria cada año en los países en vías de desarrollo, y la mayoría de estas reubicaciones se encuentra relacionada con la infraestructura. Algunos de estos reasentamientos involuntarios cumplen con las garantías promulgadas por el Banco Mundial u otros estándares, como los Principios del Ecuador, aunque la mayor parte de los reasentamientos se encuentra sujeta únicamente a políticas nacionales o provinciales.
Estos temas y muchos otros–como el impacto que tienen sobre la infraestructura ciertos megaeventos (como los Juegos Olímpicos), la tributación de servicios públicos, los efectos locales de los peajes, la variación en la calidad de los servicios de infraestructura y el significativo impacto de la telefonía móvil en el África–figurarán en el libro de ponencias que estará disponible en formato impreso en mayo de 2013 y, más adelante, como libro electrónico.