
Para Polanyi, cuando logre encontrarlo
Digamos que Santayana tenía razón. La historia se repite en un torbellino de movimientos populistas en todo el mundo, y muchos de nosotros buscamos respuestas. Los levantamientos populistas suelen ocurrir a la par o después de largos períodos de extrema desigualdad de riquezas e ingresos. La respuesta populista habitual, expresada en las urnas en países más democráticos o de forma más violenta en países menos democráticos, está relacionada con la frustración de la gente “común” con respecto a las circunstancias económicas y las “élites”, a quienes suelen responsabilizar. En los Estados Unidos, esta frustración a menudo se resume en el precio de los huevos o la vivienda.
En esta era de incertidumbre, algunas personas pasan su tiempo leyendo noticias en internet en busca de consuelo o una explicación racional. Lo que yo hago es leer teoría económica. He encontrado inspiración en tres libros de mis sabios favoritos: Progreso y pobreza de Henry George, Teoría de la clase ociosa de Thorstein Veblen y La gran transformación de Karl Polanyi. Estos autores, que suelen ser bastante desconocidos, ofrecen una visión profunda de nuestra situación sociopolítica actual. Los dos primeros, que escribieron durante el nacimiento del populismo moderno, nos ayudan a comprender las estructuras económicas y sociales que promueven y preservan la desigualdad. El tercero, que escribió durante la Segunda Guerra Mundial, explica las estructuras más recientes que sustentan las formas actuales de desigualdad y populismo.
Progreso y pobreza de Henry George (1879) explora la paradoja de la riqueza explosiva generada por la Revolución Industrial y la pobreza persistente y creciente que la acompañó. George argumenta que el progreso económico puede conducir a una mayor desigualdad si los beneficios del crecimiento económico son capturados de forma desproporcionada por las personas equivocadas que, en su opinión, son los propietarios del suelo que acumulan riqueza de manera ociosa.
Debido a que el suelo, a diferencia del trabajo y el capital, es un recurso finito, su valor aumenta de la mano del crecimiento demográfico y económico, no de los esfuerzos de sus propietarios. Esto conduce a que los alquileres y los precios del suelo sean mayores, lo que beneficia a los propietarios a expensas de los demás. A su vez, se impone una carga desproporcionada a los miembros productivos de la sociedad (el trabajo y el capital) a través de los impuestos sobre los ingresos. George propuso gravar el valor del suelo y redistribuir la plusvalía al resto de la sociedad. Este impuesto también desalentaría la especulación sobre el suelo y lo haría más asequible para el uso productivo.
Teoría de la clase ociosa (1899) explica la tendencia de la desigualdad a empeorar con el tiempo a través de las estructuras sociales. Para Veblen, los ricos muestran su estatus a través de gastos extravagantes que él denominó consumo conspicuo. Los miembros de las clases bajas, en el intento de negar su estatus, buscan adoptar estos estándares de consumo a través del consumo emulativo, que solo pueden permitirse mediante la acumulación de deuda. Esta idea falsa los lleva a identificarse con los ricos, a pesar de tener pocas posibilidades de pertenecer a la misma clase social.
En la sociedad moderna, estos patrones de consumo son más visibles en los mercados de viviendas. Durante las últimas seis décadas (como mínimo), hemos visto que los precios de las viviendas superan los ingresos. Mientras tanto, los informes más recientes sobre las opciones de vivienda de la élite demuestran que se han establecido nuevos “estándares mínimos” para los hogares estadounidenses, como encimeras de granito, electrodomésticos de acero inoxidable o pisos de madera estructurada. En el mismo período, el tamaño promedio de una vivienda nueva subió de menos de 120 a más de 200 metros cuadrados. Hoy en día, un tercio de los hogares estadounidenses enfrenta una carestía por la vivienda (destina más del 30 por ciento de sus ingresos antes de impuestos al pago de la vivienda). En 2001, la deuda total de vivienda era del 62 por ciento de los ingresos disponibles de los hogares. En 2024, fue del 74 por ciento.
La gran transformación (1944) describe nuevas fuerzas en la economía de mercado moderna que crean y perpetúan la desigualdad. Polanyi sostiene que el aumento del liberalismo de mercado, que prioriza la autorregulación de los mercados, condujo a una importante desigualdad y dislocación social. Explica que los mercados no se autorregulan de forma natural y requieren de instituciones sociales y políticas para funcionar de manera efectiva. El análisis de Polanyi está centrado en mercancías ficticias (suelo, trabajo y dinero) que no se producen para la venta, pero que se tratan como productos en una economía de mercado. Polanyi argumenta que el suelo, el trabajo y el dinero son parte integral de la existencia humana y la estabilidad social, pero que, en un sistema de mercado, se mercantilizan. Debido a que estos elementos no están diseñados de forma inherente para el intercambio mercantil, tratarlos como productos da como resultado la dislocación social y la degradación medioambiental, ya que el mercado no tiene en cuenta su valor intrínseco y las implicaciones más amplias de su uso.
Cuando el suelo se trata como una mercancía, queda sujeto a las fuerzas del mercado que priorizan las ganancias sobre las consideraciones sociales y medioambientales, lo que tiene un impacto profundo en la sociedad y el medio ambiente. En cuanto a lo social, genera el desplazamiento de las comunidades y la pérdida de los sustentos tradicionales. A medida que aumentan los precios del suelo, los grupos marginalizados se ven obligados a reubicarse, lo que rompe vínculos sociales y prácticas culturales. Este desplazamiento agrava las desigualdades sociales y contribuye a la expansión urbana descontrolada y a la fragmentación de las comunidades.
En dicho entorno, la mercantilización trata a la vivienda más como una inversión que como una necesidad humana básica, por lo que impulsa la especulación y la inflación de precios y genera una crisis de vivienda caracterizada por el aumento de la falta de viviendas y la inseguridad de la vivienda. Las personas sin recursos se ven afectadas de manera desproporcionada, lo que lleva a una mayor desigualdad social y a la erosión de los lazos comunitarios. La mercantilización de la vivienda debilita el sentido social de las comunidades, ya que cambia el enfoque de crear vecindarios habitables y cohesionados a maximizar los rendimientos de la inversión. Hoy en día, en medio de lo que podría decirse que es la peor crisis de vivienda desde la Gran Depresión, los inversionistas están adquiriendo una gran cantidad de viviendas a un ritmo vertiginoso.
Estos tres trabajos proporcionan un marco para comprender no solo la persistencia de la desigualdad en la sociedad moderna, sino también el surgimiento espontáneo de un nuevo populismo. A medida que el poder económico y político se concentra en manos de unos pocos, el inevitable ciclo de profundización de la desigualdad inspira revueltas populistas. George muestra cómo el progreso económico en sí mismo puede conducir a una distribución desigual de la riqueza. Al gravar impuestos sobre los miembros productivos de la sociedad (trabajo y capital) y permitir que los propietarios del suelo obtengan plusvalías, respaldamos un sistema que perpetúa la desigualdad y el malestar político. Veblen demuestra cómo las normas sociales y las prácticas culturales refuerzan las distinciones de clase, ya que se anima a las clases bajas a emular los hábitos de consumo de los ricos mediante la acumulación de deudas. Luego, su incapacidad para hacerse cargo de esa deuda inspira revueltas.
Polanyi destaca los peligros de confiar en los mercados autorregulados para abordar las necesidades sociales. Los mercados, abandonados a su suerte, exacerban la desigualdad y la dislocación social. Además, introduce el concepto del doble movimiento, que se produce cuando la sociedad rechaza los efectos negativos del liberalismo de mercado. El populismo es un ejemplo de este doble movimiento.
Entonces, ¿qué conclusión podemos obtener de esto? No es la desigualdad en sí lo que conduce a la combustión espontánea del populismo. Todas las sociedades en la historia de la humanidad han tolerado algún tipo de desigualdad. Es el nivel de desigualdad lo que importa, y el nivel actual de desigualdad de ingresos y riqueza, que también concentra el poder político en manos de unos pocos, no tiene precedentes. A medida que se produce la concentración de riqueza y poder, las instituciones políticas se vuelven menos receptivas a las necesidades de la población en general, cuyas vidas son cada vez más difíciles. Esto genera desilusión y malestar.
La desigualdad tiene consecuencias sociales importantes, incluido el aumento de las tasas de criminalidad, peores condiciones de salud y la conciencia de que la movilidad ascendente intergeneracional está llegando a su fin. El sentido social de las comunidades se debilita a medida que crecen las disparidades económicas, lo que genera mayor fragmentación social y disturbios. No es ningún misterio el motivo por el que el precio de los huevos o la vivienda despierta nuevos movimientos populistas. Es una respuesta predecible al fracaso de los sistemas políticos y de mercado para abordar la desigualdad.
Enterrado en lo más profundo de todo este análisis está el suelo (sabían que en algún momento llegaría a esto). Ya sea que se trate de propietarios ociosos que desvían los beneficios del crecimiento económico, especuladores que comercian con las viviendas como si fueran una mercancía e inflan sus precios, o una industria inmobiliaria que crea una demanda de viviendas más grandes de lo que las familias necesitan, lo que les genera una deuda insostenible para vivir en ellas, el suelo está detrás de todo.
Solo hay una forma de salir de una crisis de desigualdad: la redistribución. Y qué mejor lugar para comenzar que con los impuestos territoriales, que gravan la plusvalía del suelo y atenúan los beneficios de la especulación en bienes raíces.
Podemos empezar con un fuerte impuesto a la plusvalía para reclamar una parte significativa de las ganancias inesperadas de la especulación: cuanto más corta sea la duración de la propiedad, mayor será la tasa de impuestos. Y a eso sumar las nuevas estructuras de impuestos a la propiedad, que incluyen grandes exenciones para viviendas comunitarias combinadas con tasas impositivas mucho más altas. Esto disminuirá los rendimientos para aquellos que desean convertir las casas ocupadas por sus propietarios en viviendas de alquiler unifamiliar (un nuevo concepto que ya se ha vuelto común, lamentablemente). Si en verdad queremos redistribuir la riqueza no percibida que genera desigualdad, tendremos que encontrar una manera de reclamar la plusvalía que obtienen aquellos que compran y poseen tierras. Si le preguntamos a Thomas Piketty (otro de mis sabios favoritos), un impuesto progresivo sobre los bienes raíces (por ejemplo, cuanto más valiosa sea la propiedad, mayor será la tasa impositiva) es un buen primer paso para abordar la redistribución y la creciente desigualdad en todo el mundo.
Lo que sucede con la recuperación de la plusvalía del suelo es que no importa cuándo se empieza. Pero si no se empieza, la desigualdad será peor, porque los valores de las propiedades casi siempre aumentan más rápido que los salarios, y esa diferencia se ha estado acelerando. La historia nos muestra que, si no actuamos para abordar la desigualdad antes de que llegue a un punto de inflexión, los resultados se vuelven casi inimaginables.
Quizás el mayor beneficio de redistribuir la plusvalía del suelo es la redistribución consecuente del poder político. Y quién sabe, tal vez eso también reduzca el precio de los huevos.
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