Mensaje del presidente
Los vínculos humanos con la tierra anteceden a la ciencia y a la lógica. Son tan fundamentales para nuestra identidad que rara vez los cuestionamos o evaluamos. Es importante destacar que estos vínculos con la tierra despiertan expresiones fuertes y, con frecuencia, irracionales. Por su parte, las políticas de suelo expresan un aspecto más moderno de nuestra identidad: una necesidad de imponer la racionalidad en el mundo mediante la lógica, el análisis y la implementación de las leyes. El motor de la política de suelo del Instituto Lincoln es su compromiso con un análisis detallado, objetivo y riguroso. Este análisis se basa en nuestra experiencia técnica en modelos estadísticos y económicos y, por lo tanto, es imparcial. Dichas técnicas nos llevan a proponer políticas que equilibran los distintos intereses con el objetivo de obtener resultados que, según consideramos, serán óptimos en lo social, político y económico.
Por lo tanto, siempre sostuvimos con firmeza que la tributación del valor del suelo es el mejor mecanismo para aumentar la renta pública, muy superior a los mecanismos regresivos o tergiversadores, como los impuestos sobre las ventas o la renta. Y a pesar de promover esta idea con avidez durante más de siete décadas, debemos admitir que rara vez se aprueban tributaciones puras del valor del suelo, y que, cuando se las implementa, son fugaces. Y su primo, el impuesto a la propiedad inmobiliaria —la segunda mejor opción y mucho más destacada— es detestado de forma casi universal por los contribuyentes. Los votantes insisten en escoger modos inferiores de adquirir renta nueva y suelen preferir aumentar el impuesto a la venta en vez de los territoriales o a la propiedad inmobiliaria, que son mejores, más justos y más eficientes.
Ya hemos opinado sobre los motivos por los que el impuesto a la propiedad inmobiliaria es tan poco popular. Las hipótesis actuales se concentran en la administración del impuesto: se paga con poca frecuencia y en grandes cantidades. A diferencia de los impuestos a la venta o la renta, los propietarios saben con certeza cuánto y cuándo deben pagar. Por el contrario, los impuestos a la venta o a la renta se cobran de forma gradual: se retienen de los sueldos o se agregan en pequeñas cantidades a las compras. Cuando se los consulta, la mayoría de los contribuyentes no tienen idea de cuánto pagan al año en impuestos a la venta o a la renta. Pero indefectiblemente saben cuánto pagan de impuestos a la propiedad inmobiliaria. Hechas estas observaciones, proponemos una solución: cobrar el impuesto a la propiedad inmobiliaria en cuotas más frecuentes y de montos inferiores. Si bien esto podría atenuar ciertas hostilidades hacia el impuesto, puede que no equilibre la balanza de los votantes.
Esto se debe a que, al igual que con otras políticas de suelo, al implementar un impuesto a la propiedad inmobiliaria ignoramos los vínculos intangibles, pero importantes, que la gente tiene con la tierra. La brecha entre esta política fiscal superior y lo que eligen los votantes puede deberse a la tendencia humana a descuidar los intereses propios para defender nuestros vínculos con la tierra. El problema de un impuesto a la propiedad inmobiliaria no es la administración, sino la aplicación. Si uno no paga el impuesto a la venta o a la renta, el resultado más probable es que se aplique una multa o una penalización, o, en los casos más extremos, en encarcelamiento. Si uno no paga el impuesto a la propiedad inmobiliaria, podría perder el bien. Teniendo en cuenta que la identidad del contribuyente guarda relación con la posesión de la propiedad, incautarla equivale a robarle la identidad, con la consecuente destrucción de la autoestima, la individualidad y la autodefinición. En otras palabras, las manifestaciones psicológicas de la identidad.
Este debate entre políticas de suelo ideales y funcionales nos obliga a examinar vínculos humanos con la tierra que son difíciles de medir. Pero, si bien son difíciles de medir, no es difícil observarlos o comprenderlos. Si nos importa la efectividad de la implementación de las políticas de suelo, ignorar estos vínculos implica asumir un riesgo. Tras diagramar una renovación urbana en la década de 1940, una forma estratégica y económica de desarrollar áreas deterioradas de las ciudades, durante décadas, urbanistas de los EE.UU. se enfrentaron al rechazo y la resistencia de movilizaciones espontáneas por parte de los residentes de los mismos barrios que ellos pretendían mejorar. El daño que causaron los moradores del West End en Boston, de Soho en Nueva York y del Embarcadero en San Francisco originó un movimiento político que retroalimentó las políticas de suelo con mecanismos financieros formalizados para subvencionar la preservación histórica y cultural. Esta respuesta organizada ponía a prueba en todo momento el poder de los urbanistas y la profesión de planificación en general, y los obligaba a involucrar a los ciudadanos como contrapartes en el proceso de planificación, más que como sujetos de este. Y este movimiento cruzó el Atlántico y llegó a Covent Gardens en Londres, a Kreuzberg en Berlín y, en los últimos tiempos, al Parque Gezi en Estambul.
Si no se considera el apego humano a la propiedad, la calidad de nuestros pronósticos económicos también se ve afectada. Esto se demostró en las predicciones tan imprecisas de los expertos en relación con la gravedad de la crisis de la vivienda que comenzó hace una década. Muchos economistas y analistas financieros dieron por sentado que los propietarios que debían más por su casa de lo que podrían recuperar si la vendían (los llamados “sumergidos”) renunciarían a ella. Los economistas incluso tenían un término técnico para describir esta postura terca al tomar decisiones: falta de piedad. Sin embargo, cuando la crisis de la vivienda llegó a su punto máximo, en 2011, más de 16 millones de propietarios del país estaban sumergidos. Ese año, se presentaron 1,9 millones de ejecuciones hipotecarias, muchas de las cuales no estaban sumergidas.
Si bien la crisis financiera consecuente fue devastadora, habría sido diez veces peor si los propietarios hubiesen actuado sin piedad. Esto puede parecer irracional, pero más del 90 por ciento de los propietarios sumergidos pagaban la hipoteca con regularidad, en vez de renunciar a su casa. Y esta no fue la primera vez. Cuando comenzaron los problemas locales con las viviendas en Massachusetts a fines de la década de 1980 y en California a principios de los 90, un mayor porcentaje de propietarios siguió pagando la hipoteca a tiempo, aunque debían 20 por ciento más de hipoteca de lo que podían recuperar si vendían su hogar.
¿Cómo se explica su persistencia obstinada en descuidar el interés propio y permanecer en propiedades sumergidas? Tal vez las personas se aferran a su hogar no solo por meros intereses económicos, y al decidir irse arriesgan mucho más que al renunciar a una mala inversión. Arriesgan perderse a sí mismos. Esto podría explicar el hábito tenaz de permanecer en zonas de riesgo o en decadencia. Desde la distancia, resulta totalmente irracional que los residentes de las zonas de huracanes se queden en casas que están cerca del nivel del mar o por debajo de él, como la valiente población de Plaquemines Parish, un poco al sur de Nueva Orleans. Del mismo modo, las familias que permanecen en zonas sometidas a una crisis económica prolongada, como las ciudades centrales de Appalachia o del Rust Belt, prefieren quedarse antes que buscar oportunidades en otro lugar. ¿Qué lleva a la gente a aferrarse a estos sitios, a arriesgar la vida por las dificultades que presenta un lugar con poco futuro? Debe haber una historia atrás de estas decisiones, historia que escapa a los análisis más científicos.
Si realmente deseamos que los análisis de políticas de suelo se implementen y tengan buenos resultados, estos deben incluir más que las dimensiones económicas de las políticas. El análisis debe reconocer, honrar y tener en cuenta nuestro apego humano e irracional por la tierra y los lugares. Si bien nuestros métodos para estudiar estas dimensiones intangibles son más empíricos que teóricos, son más un reconocimiento de patrones que un análisis estadístico riguroso, son esenciales para informar la creación y la implementación de políticas.
En las últimas dos décadas, el Instituto Lincoln ha incursionado en métodos menos formales para examinar la relación de las personas con la tierra. Por ejemplo, en nuestra asociación con Solly Angel y su equipo de la Universidad de Nueva York para producir un Atlas de expansión urbana, estudiamos los patrones históricos de crecimiento en las ciudades de todo el mundo, según se observa desde los satélites que orbitan la tierra. Comparamos la naturaleza del desarrollo nuevo en la periferia urbana con el desarrollo más histórico en el centro de la ciudad y establecimos hipótesis sobre las implicaciones de los patrones que observamos. Por otro lado, utilizamos un marco narrativo para comprender la evolución de tres ciudades de los EE.UU. en documentales de video de Cleveland, Phoenix y Portland. Además, convocamos a profesionales y funcionarios electos de todo el mundo para que compartan sus experiencias en consecuencias deseadas y no deseadas al implementar políticas de suelo.
Durante los próximos meses, planeamos seguir explorando la relación de las personas con la tierra bajo el título de “Crear un sentido de pertenencia”. Esta exploración no reemplazará a nuestros análisis de políticas más ortodoxos. Por el contrario, los complementará y los mejorará porque podrá brindar ejemplos ilustrativos que validen nuestras conclusiones u ofrecerá evidencia compensatoria que nos llevará a mejorar nuestros métodos. Esperamos revisar y actualizar los tres documentales urbanos, y es posible que convoquemos más de ellos. También experimentaremos con otras formas analíticas y narrativas de identificar e interpretar la relación de la gente con los lugares de nuevas formas, mediante estudios de caso multimedia, videos cortos o “explicadores” animados. Armaremos una biblioteca de estudios de caso sobre políticas de suelo efectivas, y haremos un seguimiento de estas desde que fueron creadas hasta su implementación. Conservaremos estas historias para ayudar a los demás a aprender de las formas en que las políticas se adaptaron para que al implementarse tuvieran buenos resultados en un mundo complejo en que los intereses económicos y políticos a corto plazo no siempre son tan poderosos como las fuerzas más primitivas. Porque en el momento en que nuestros ancestros primitivos emergieron del mar para que pudiéramos erguirnos en el suelo se forjó un aspecto fundamental de nuestra identidad humana, que se vincula inextricablemente a la tierra.