Una versión más actualizada de este artículo está disponible como parte del capítulo 5 del libro Perspectivas urbanas: Temas críticos en políticas de suelo de América Latina.
El valor del suelo está determinado primariamente por factores externos, principalmente por cambios que ocurren en el ámbito vecinal u otras partes de la ciudad, más que por las acciones directas de los propietarios del suelo. Esta observación tiene especial validez en el caso de solares pequeños cuya forma o clase de ocupación no genera externalidades suficientemente poderosas como para lograr aumentos retroactivos de su valor. Un terreno pequeño, por lo general, no tiene influencia significativa en esos factores muy externos que podrían afectar su propio valor. En cambio, los grandes proyectos urbanos (“GPU”) sí tienen peso en esos factores, como también en el valor del suelo que los sustenta. Este escenario sienta la base del interés del Instituto Lincoln en esta temática.
Para el análisis de los GPU proponemos dos perspectivas que complementan y hacen contraste con otras que solían predominar en este debate: La primera apunta a la idea de que los GPU pueden ser una fuerza estimulante que impulsa cambios urbanos inmediatos capaces de afectar los valores del suelo y en consecuencia su uso, bien sea para grandes áreas como también para una ciudad-región completa. Esta perspectiva se concentra en el diseño urbano o urbanismo y prioriza el estudio de las dimensiones físicas, estéticas y simbólicas de los grandes proyectos urbanos. La segunda, enfocada en el marco normativo, trata de entender la valorización del suelo generada por el desarrollo y la ejecución de estos proyectos como mecanismo potencial de autofinanciamiento y viabilidad económica, y analiza el papel de los GPU en la refuncionalización de ciertos terrenos o áreas de la ciudad. Ambas perspectivas demandan una lectura más integral que incluya la diversidad y los niveles de complejidad de los proyectos, su relación con el Plan de Ciudad, el tipo de marco normativo que requieren, el papel del sector público y el sector privado en su gestión y financiamiento, la tributación del suelo y las políticas fiscales, entre otros factores.
Los grandes proyectos no son algo novedoso en América Latina. A principios del siglo XX, muchas ciudades estuvieron marcadas por el efecto de programas de gestión público-privada que incluían la participación de actores externos (nacionales e internacionales) y complejas estructuras financieras. Algunos proyectos tuvieron el potencial de servir como catalizadores de procesos urbanos capaces de transformar sus alrededores o incluso la ciudad como un todo, así como también acentuar la polarización socioespacial preexistente. Con frecuencia se impusieron los proyectos sobre las regulaciones existentes, lo que llevó a cuestionar las estrategias de planificación urbana vigentes. Grandes empresas de desarrollo urbano y compañías de servicios públicos (inglesas, canadienses, francesas y otras) coordinaron la prestación de servicios con complejas operaciones de desarrollo inmobiliarios en casi todas las ciudades más importantes de América Latina.
Hoy en día los grandes proyectos tratan de intervenir en áreas de sensibilidad especial a fin de reorientar los procesos urbanos y crear nuevas identidades urbanas a nivel simbólico. Intentan también crear nuevas áreas económicas (en ocasiones, enclaves territoriales) que tengan capacidad de promover entornos protegidos de la violencia y pobreza urbana, y más favorables a las inversiones privadas nacionales o internacionales. Al describir los motivos que justifican estos programas, sus partidarios realzan su papel instrumental en la planificación estratégica, su supuesta contribución a la productividad urbana y su eficacia para reforzar la competitividad de la ciudad.
En un escenario de transformaciones provocadas por los procesos de globalización, las reformas económicas, la desregulación y la introducción de nuevos enfoques en la gestión urbana, no sorprende que estos programas hayan sido blanco de una gran controversia. Su escala y complejidad suelen incitar la aparición de nuevos movimientos sociales, redefinir oportunidades económicas, poner en duda marcos normativos de desarrollo urbano y reglamentos del uso del suelo, exceder las arcas municipales y ampliar escenarios políticos, todo lo cual altera la función de los grupos de interés urbanos. A esta diversidad de factores se le agrega la complicación del largo marco temporal que requiere la ejecución de estos grandes proyectos urbanos, usualmente excediendo los periodos de los gobiernos municipales y los límites de su autoridad territorial. Esta realidad plantea retos de gerencia adicionales y enormes controversias dentro del debate público y académico.
La contribución del Instituto Lincoln a este debate es recalcar el componente del suelo en la estructura de estos grandes proyectos, específicamente los procesos asociados con la gestión del suelo urbano y los mecanismos de recuperación o movilización de las plusvalías para el beneficio de la comunidad. Este artículo es parte de un esfuerzo continuo mayor para sistematizar la experiencia latinoamericana reciente con los GPU y para analizar los aspectos pertinentes.
Una gran gama de proyectos
Al igual que ocurre en otras partes del mundo, los grandes proyectos urbanos de América Latina comprenden una gran gama de actividades que van desde la recuperación de centros históricos (La Habana Vieja o Lima), pasando por la renovación de áreas céntricas descuidadas (São Paulo o Montevideo), la reconfiguración de puertos y malecones (Puerto Madero en Buenos Aires o Ribera Norte en Concepción, Chile), la reutilización de aeropuertos o zonas industriales en desuso (la arteria Tamanduatehy en Santo Andre, Brasil, o el aeropuerto Cerrillos en Santiago de Chile), las zonas de expansión (Santa Fe, México, o la zona antigua del Canal de Panamá), hasta la puesta en marcha de proyectos de mejoramiento de barrios o viviendas (Nuevo Usme en Bogotá o Favela Bairro en Rio de Janeiro) y así sucesivamente.
La gestión del suelo es componente clave de todos estos proyectos, y presenta diversos grupos de condiciones (Lungo 2004; en publicación). Un rasgo común es que los proyectos son gestionados por autoridades gubernamentales como parte de un plan o proyecto de ciudad, aun cuando disfrutan de la participación privada en varios aspectos. Por ello, los programas de naturaleza exclusivamente privada tales como centros comerciales y comunidades enrejadas, caen en una categoría diferente de proyecto de desarrollo y no se incluyen en esta discusión.
Escala y complejidad
En términos de área de tierra o del monto financiero de la inversión, ¿cuál es el umbral mínimo de la escala para que una intervención urbana pueda recibir el calificativo de “GPU? La respuesta depende de la dimensión de la ciudad, su economía, estructura social y otros factores, todos los cuales ayudan a definir la complejidad del proyecto. En América Latina, los proyectos suelen combinar una gran escala y un grupo complejo de actores asociados con funciones clave en la política y la gestión del suelo, incluidos representantes de los distintos niveles gubernamentales (ejecutivo, provincial y municipal), además de entidades privadas y dirigentes de comunidades de la zona afectada. Hasta los proyectos de mejoramiento relativamente pequeños suelen presentar una extraordinaria complejidad en lo que respecta el componente de reajuste del suelo.
Obviamente hay tremendas diferencias entre un proyecto propuesto por uno o unos pocos propietarios de una gran área (tal como ParLatino, zona de instalaciones industriales abandonadas en São Paulo) y otro que requiera la cooperación de muchos propietarios de áreas pequeñas. Este último requiere una serie compleja de acciones capaces de generar sinergias o suficientes economías externas para posibilitar la viabilidad económica de cada acción. La mayoría de los proyectos caen entre los dos extremos y frecuentemente exigen la previa adquisición de derechos de parcelas más pequeñas por unos pocos agentes, a fin de centralizar el control del tipo y gestión del desarrollo.
Para efectos del análisis y del diseño de los GPU en América Latina, es fundamental que la organización institucional encargada de la gestión del proyecto tenga capacidad para incorporar y coordinar adecuadamente la escala y la complejidad. En algunos casos se han creado corporaciones gubernamentales que funcionan de manera autónoma (como es el caso en Puerto Madero) o como agencias públicas especiales adosadas a los gobiernos centrales o municipales (como es el caso del programa habitacional que se está desarrollando en la ciudad de Rosario, Argentina, o del programa Nuevo Usme en Bogotá). El fallido proyecto de construcción del nuevo aeropuerto de Ciudad de México es prueba contundente de las consecuencias negativas de no definir correctamente este aspecto fundamental de los GPU.
Relación de los GPU con el Plan de Ciudad
¿Qué sentido tiene desarrollar grandes proyectos urbanos cuando no existe un plan comprensivo de desarrollo urbano o una visión social integral? Es posible encontrar situaciones en que la ejecución de los GPU puede estimular, mejorar o fortificar el Plan de Ciudad, pero en la práctica muchos de esos proyectos se establecen sin plan alguno. Una de las principales críticas hechas a los GPU es que se convierten en instrumentos para excluir la participación ciudadana en el proceso de decisiones sobre lo que se espera o supone que sea parte de un proyecto urbano integrado, tal como normalmente se estipularía en un plan maestro o plan de uso de suelo de una ciudad.
Todo esto constituye un debate interesante dentro del marco de las políticas urbanas en América Latina, dado que la planificación urbana misma ha sido acusada de fomentar procesos de elitización y de exclusión. Algunos autores han concluido que la planificación urbana ha sido una —si no la principal— causa de los excesos de la típica segregación social de las ciudades latinoamericanas; en este contexto, la reciente popularidad de los GPU puede ser vista como una reacción de la élite a la redemocratización y planificación urbana participativa. Para otros, los GPU constituyen una manifestación avanzada (y dañina) de la planificación urbana tradicional, producto de los fracasos o ineficacias de la planificación urbana, mientras que otros los consideran como “el menor de los males”, porque al menos garantizan que algo se haga en alguna parte de la ciudad.
En lo que se refiere a su relación con un Plan de Ciudad, los GPU se enfrentan a múltiples desafíos. Por ejemplo, pueden estimular la elaboración de un Plan de Ciudad cuando no exista, contribuir a modificar los planes tradicionales, o lo que podríamos llamar “navegar entre la bruma urbana” si lo anterior no es factible. En todo caso el manejo del suelo se presenta como un factor esencial tanto para el plan como para los proyectos, porque remite al punto crítico del marco normativo sobre los usos del suelo en la ciudad y su área de expansión.
Marco normativo
La solución normativa preferida sería una intervención bipartita: por un lado, mantener una normativa general para toda la ciudad pero modificando los criterios convencionales para que puedan tener flexibilidad y absorber los incesantes cambios que ocurren en los ámbitos urbanos, y por otro, permitir normativas específicas para determinados proyectos, pero evitando marcos normativos que puedan ir a contracorriente de los objetivos planteados en el Plan de Ciudad. Las “Operaciones Urbanas”, instrumento ingenioso y específico ideado bajo el derecho urbanístico brasileño (Decreto del Estatuto de la Ciudad, 2001), se han utilizado ampliamente para satisfacer estas necesidades duales: tan sólo en la ciudad de São Paulo se han implementado 16 de dichas operaciones. Otra versión de este instrumento es la llamada “planificación parcial”, estipulación que intenta reajustar grandes superficies de terreno y que se incluye en la igualmente novedosa Ley 388 colombiana de 1997.
Nuevamente, en la práctica observamos que se hacen excepciones aparentemente arbitrarias y que frecuentemente se pasan por alto las restricciones normativas. El punto aquí es que ninguna de estas normativas pasa por una evaluación de su valor socioeconómico y ambiental, por lo que se pierde una porción significativa de su justificación. Dada la fragilidad financiera y fiscal de las ciudades de América Latina, prácticamente no hay capacidad para discutir públicamente las solicitudes hechas por los proponentes de GPU. La ausencia de mecanismos institucionales que brindarían transparencia a estas negociaciones aumenta la venalidad de éstas, en la medida en que expongan la capacidad para fomentar otros desafíos jurídicos menos prosaicos.
La gestión pública o privada y el financiamiento
¿Cuál debe ser la combinación deseable de participación pública y privada en la administración de estos proyectos? A fin de garantizar la función del sector público en la gestión de un gran proyecto urbano, es preciso controlar y reglamentar el uso del suelo, aunque siguen sin resolverse asuntos como el grado de control que debería instituirse, y cuáles componentes específicos de los derechos de propiedad del suelo deberían controlarse. La ambigüedad de los tribunales y la incertidumbre que acompaña el desarrollo de los GPU suelen llevar a la frustración pública ante resultados imprevistos que favorecen los intereses privados. La esencia del problema radica en lograr un equilibrio adecuado entre controles efectivos ex ante (formulación, negociación y diseño de los GPU) y ex post (implementación, gestión, explotación y efectos) sobre los usos y derechos del suelo. En la experiencia latinoamericana con los GPU, suele haber una diferencia abismal entre las promesas originales y los verdaderos resultados.
En los años recientes parece haberse confundido la utilidad y viabilidad de las asociaciones público-privadas que se han constituido en muchos países para la ejecución de proyectos o programas específicos, llegándose incluso a plantear la posibilidad de privatizar la gestión del desarrollo urbano en general. Sin embargo, al tener el sector privado el control absoluto del suelo, se dificulta seriamente que estos proyectos contribuyan a un desarrollo urbano socialmente sostenible, a pesar de que en muchos casos generen importantes tributos a la ciudad (Polese y Stren, 2000).
El sistema de gestión pública preferido debe apoyarse en la mayor participación social posible e incorporar al sector privado en el financiamiento y la ejecución de estos proyectos. Las grandes intervenciones urbanas que aportan la mayor contribución al desarrollo de la ciudad tienen como base la gestión pública del suelo.
Valorización del suelo
Alrededor de la valorización del suelo generada por los grandes proyectos urbanos existe consenso sobre su potencial. Las discrepancias surgen cuando se discute y se trata de evaluar el monto verdadero de esta valorización, si debe haber una redistribución, y en ese caso, cómo debe hacerse y a quiénes beneficiar, tanto en términos sociales como territoriales. Aquí nuevamente nos enfrentamos al enigma de la cuestión “público-privada”, dado que esta fórmula de redistribución suele conducir a la apropiación de los recursos públicos por parte del sector privado.
Una manera de medir el éxito de la gestión pública de estos proyectos podría ser la valorización del suelo, como un recurso que pueda movilizarse para autofinanciamiento de los GPU o transferirse a otras zonas de la ciudad. Sin embargo, raramente se cuentan con estimados aceptables de estas plusvalías. Incluso en el proyecto del Puerto Madero en Buenos Aires, considerado como exitoso, hasta la fecha no se ha hecho una evaluación de los incrementos en el valor del suelo asociados bien sea con las propiedades dentro del proyecto mismos o las de las zonas vecinas. Como resultado, las conversaciones sobre una posible redistribución no han llegado muy lejos.
Los GPU concebidos como instrumentos para el logro de ciertas metas urbanas estratégicas suelen considerarse exitosos cuando se ejecutan de acuerdo con el plan. Sin embargo, las preguntas sobre hasta qué punto se alcanzaron estas metas, no obtienen respuestas completas y a menudo se “olvidan” convenientemente. Pareciera que la hipótesis que mejor cuadra para la experiencia latinoamericana con los GPU es que la aparente falta de interés en las metas no tiene mucho que ver con la incapacidad técnica para observar la transparencia de la fuente de la valorización, sino que más bien proviene de la necesidad de esconder el papel de la gestión pública como ente facilitador de la recuperación de la valorización creada por el sector privado, o de apoyo a la transferencia de recursos públicos a este sector a través de la construcción del proyecto.
No se trata de fingir ignorancia ni de minimizar los desafíos que conlleva avanzar en el conocimiento de cómo se forma la valorización y medir su dimensión y circulación. Sabemos que hay una gran cantidad de obstáculos derivados de los complicados derechos del suelo, las vicisitudes o fallas permanentes de catastros y registros inmobiliarios y la falta de una serie histórica de valores inmobiliarios con referencia geográfica. Hasta el plan más pequeño debe distinguir entre la valorización generada por el proyecto mismo y la generada por externalidades urbanas que casi siempre existen sin importar la escala del proyecto, las diferentes fuentes y ritmos de valorización, etc., etc. Ciertos trabajos han medido y evaluado la valorización asociada con el desarrollo, pero pareciera que los obstáculos técnicos no son tan importantes como la falta de interés político en conocer el modo de gestión de estos proyectos.
La distribución de la valorización creada puede privilegiar el uso en el terreno mismo del proyecto o en su entorno urbano inmediato. Esta idea se basa en la necesidad de financiar determinado proyecto dentro del área, para compensar los impactos negativos generados, o aun para acciones como la relocalización de viviendas precarias asentadas en el terreno o en sus alrededores que se considera perjudican la imagen del gran proyecto. Dadas las típicas condiciones socioeconómicas que se encuentran en la mayoría de las ciudades latinoamericanas, no es difícil entender que la asignación preferida de la valorización recuperada sería para proyectos de índole social en otras partes de la ciudad como conjuntos de vivienda. De hecho, una porción significativa de la valorización del suelo generada es justamente resultado del retiro de externalidades negativas producidas por la presencia de familias de bajos recursos en el área. Está de más decir que esta estrategia suscita posiciones divergentes.
Sin duda se necesitan mejores leyes e instrumentos para manejar las ventajas y riesgos que suponen la valorización por movilización social y la elitización (gentrification) del área por el desplazamiento de los pobres. No obstante la falta de estudios empíricos, hay razones para creer que algunas de las transferencias compensatorias dentro de la ciudad podrían terminar resultando contraproductivas. Por ejemplo, es posible que las diferencias en los aumentos resultantes en el precio del suelo y la segregación residencial social ocasionen mayores costos sociales, a los que habrá que asignar recursos públicos adicionales en el futuro (Smolka y Furtado 2001).
Impactos positivos y negativos
Por otra parte, los impactos negativos que provocan los grandes proyectos urbanos oscurecen muchas veces los impactos positivos en todas sus variedades. El desafío es cómo reducir los impactos negativos producidos por este tipo de intervenciones urbanas. Rápidamente se hace obvio que bien sea directa o bien indirectamente, la forma en que se maneje la tierra es crítica para entender los efectos de las grandes intervenciones en el desarrollo de la ciudad, en la planificación y regulación urbana, en la segregación socio-espacial, en el medio ambiente o en la cultura urbana. Aquí la escala y la complejidad tienen un papel dependiendo del tipo de impacto. Por ejemplo, la escala tiene más peso en los impactos urbanísticos y ambientales, mientras la complejidad lo tiene en los impactos sociales y la política urbana.
Tal como se mencionó anteriormente, la elitización que suele resultar de estos proyectos promueve el desplazamiento de la población existente —usualmente pobre— de la zona del nuevo proyecto. La elitización, sin embargo, es un fenómeno complejo que requiere análisis ulteriores de sus propios aspectos negativos, como también de cómo podría ayudar a elevar los niveles de vida. En vez de la simple mitigación de los impactos negativos indeseables, podría ser más útil dedicarse a mejorar el manejo de los procesos que generan dichos impactos.
Dependiendo de la gestión del desarrollo urbano, del papel del sector público y del nivel existente de participación ciudadana, cualquier GPU puede tener efectos positivos o negativos. Hemos recalcado el papel fundamental de la gestión del suelo y de la valorización de éste asociada con estos proyectos. No se puede hacer un análisis aislado de los GPU sin tomar en cuenta el total desarrollo de la ciudad. De la misma manera, el componente del suelo debe evaluarse respecto a la combinación de escala y complejidad apropiada para cada proyecto.
Sobre los autores
Mario Lungo es profesor e investigador de la Universidad Centroamericana (UCA José Simeón Cañas) en San Salvador, El Salvador. Anteriormente se desempeñó como director ejecutivo de la Oficina de Planificación del Área Metropolitana de San Salvador.
Martim O. Smolka es Senior Fellow, codirector del Departmento de Estudios Internacionales y director del Programa para América Latina y el Caribe del Instituto Lincoln.
Referencias
Lungo, Mario, ed. 2004. Grandes proyectos urbanos (Large urban projects). San Salvador: Universidad Centroamericana José Simeón Cañas.
Lungo, Mario (en publicación). Grandes proyectos urbanos. Una revisión de casos latinoamericanos (Large urban projects: A review of Latin American cases). San Salvador: Universidad Centroamericana José Simeón Cañas.
Smolka, Martim y Fernanda Furtado. 2001. Recuperación de plusvalías en América Latina (Value capture in Latin America). Santiago, Chile: EURE Libros.
Polese, Mario y Richard Stren. 2000. The social sustainability of cities. Toronto: University of Toronto Press.
Governments have long recognized the need to preserve certain open space lands because of their importance in producing public goods and services such as food, fiber, recreation and natural hazard mitigation, or because they possess important geological or biological features.
New impetus for open space preservation results from the desire to counteract the effects of declining urban cores, suburban sprawl, and the socioeconomic and land use changes now encroaching on high-amenity rural areas. The growing use of habitat conservation plans for reconciling environmental and economic objectives also draws attention to the values of open space, especially in comparison to alternative land uses.
It is likely that most decisions about open space preservation will be made at the local level, due in part to the general trend of devolution of governmental responsibility (with accompanying fiscal responsibility), as well as an increase in the institutional capacity and activism of local land conservation trusts. Since local governments are heavily dependent on the property tax for operating revenue, the fiscal and economic implications of open space preservation decisions are paramount. Conservationists are frequently called upon to demonstrate to local communities the economic value of preserving open space.
While much has been written about the economic value of the environment in general and of open space in particular, the literature is segregated by discipline or methodology. It is therefore difficult to assess the economic value of open space comprehensively. It is even more difficult to apply what is known in a public policy context, where open space holds significant non-monetary value.
Concepts of Value and Public Goods
Like all natural ecosystems, open space provides a variety of functions that satisfy human needs. However, attempting to assign monetary values to these functions presents several challenges. First, open space typically provides several functions simultaneously. Second, different types of value are measured by different methodologies and expressed in different units. Converting to a standard unit (such as dollars) involves subjective judgments and is not always feasible. Third, values are often not additive, and “double counting” is an ever-present problem. Finally, some would argue that it is morally wrong to try to value something that is by definition invaluable. At a minimum, they say, open space will always possess intangible values that are above and beyond any calculation of monetary values.
Open space often plays an important role in the provision of “public goods.” Public goods are nonexcludable: once they are produced it is impossible or very costly to exclude anyone from using them. They are also nonconsumptive: one person’s enjoyment of the good does not diminish its availability for others. The limited ability of producers to exclude potential users typically precludes the development of market allocation systems for public goods. As a result, easily observed measures of value, like those expressed through market prices, do not exist. Yet land use and resource management decisions imply tradeoffs between marketed and non-marketed goods and services, making it difficult to compare relative values and, through tradeoffs, arrive at socially optimal decisions.
Use and Nonuse Values
Much of the economic value associated with open space activities like recreation can be examined as use value and nonuse value. Use value results from current use of the resource, including consumptive uses (i.e., hunting and fishing), nonconsumptive uses (i.e., hiking, camping, boating and nature photography) and indirect uses (i.e., reading books or watching televised programs about wildlife).
Activities directly or indirectly associated with open space may provide an important source of revenue for businesses and state and local governments. For example, hunting and fishing license fees are a major source of funding for state wildlife agencies. Less direct but perhaps more important from an overall economic perspective are expenditures related to nonconsumptive open space activities that also have income and job multiplier effects and often occur in rural areas with limited commercial potential.
The economic implications of use and nonuse values across society can be very large, and many economists agree that these values should be considered in open space decisionmaking. Measuring use and nonuse values is difficult, however, due to the lack of markets and market prices and the existence of administratively set, quasi-market prices such as hunting and fishing license fees. To arrive at socially meaningful estimates of value for many nonmarket resources, economists use the concept of consumer surplus, or the amount above actual market price that a buyer would theoretically be willing to pay to enjoy a good or service.
Two methods are used to first estimate the demand curve for the resource: contingent valuation or travel cost methods. In the first, a hypothetical market is created in a survey and respondents are asked what they would be willing to pay for some defined activity or resource. In the second, the cost of travel to a site is viewed as an entry or admission price, and a demand curve is derived from observing visitation from various origins with different travel costs. While still controversial, these methods have been used in numerous studies to estimate the willingness to pay in addition to actual expenses for various recreational activities ( see chart 1), as well as for nonuse values such as maintaining populations of certain endangered species or preserving unique bird habitats.
Several types of nonuse values consider the possibility for future use. Option value represents an individual’s willingness to pay to maintain the option of utilizing a resource in the future. Existence value represents an individual’s willingness to pay to ensure that some resource exists, which may be motivated by the desire to bequest the resource to future generations.
Measuring the Economic Value of Open Space
As a result of decreased intergovernmental transfers of financial aid and increasing citizen resistance to taxes, local officials now scrutinize the fiscal consequences of land use decisions more than ever before. The primary analytic tool available to policymakers for this purpose is fiscal impact analysis, a formal comparison of the public costs and revenues associated with growth within a particular local governmental unit. Fiscal impact analysis is utilized frequently in large communities experiencing growth pressures on the metropolitan fringe, and it is being applied to open space preservation.
A review of fiscal impact studies by Robert Burchell and David Listokin concludes that generally residential development does not pay its own way. They found that nonresidential development does pay for itself, but is a magnet for residential development, and that open space falls at the break-even point. A study of eleven towns by the Southern New England Forest Consortium shows that on a strictly financial basis the cost of providing public services is more than twice as high for residential development as for commercial development or open space. (see chart 2)
Care must be taken when evaluating the results of fiscal impact analyses for several reasons: the choices of methodology and assumptions greatly influence the findings; specific circumstances vary quite widely from community to community; and fiscal impact analyses do not address secondary or long-term impacts. Nevertheless, fiscal impact analysis is a powerful and increasingly sophisticated planning tool for making decisions about land use alternatives at the community level.
The most direct measure of the economic value of open space is its real estate market value: the cash price that an informed and willing buyer pays an informed and willing seller in an open and competitive market. In rural areas, where highest and best use of land (i.e., most profitable use) is as open space, one can examine market transactions. In urban or urbanizing regions, however, where highest and best use (as determined by the market) has usually been development, the open space value of land must be separated from its development value, especially when land is placed under a conservation easement.
Open space may also affect the surrounding land market, creating an enhancement value. Casual observers find evidence of enhancement value in real estate advertisements that feature proximity to open space amenities, and it is explicitly recognized by federal income tax law governing the valuation of conservation easements. A number of empirical studies have shown that proximity to preserved open space enhances property values, particularly if the open space is not intensively developed for recreation purposes and if it is carefully integrated with the neighborhood. Enhancement value is important to the local property tax base because it offsets the effects of open space, which is usually tax-exempt or taxed at a low rate.
Open space possesses natural system value when it provides direct benefits to human society through such processes as ground water storage, climate moderation, flood control, storm damage prevention, and air and water pollution abatement. It is possible to assign a monetary value to such benefits by calculating the cost of the damages that would result if the benefits were not provided, or if public expenditures were required to build infrastructure to replace the functions of the natural systems.
An example of this approach is the Charles River Basin in Massachusetts, where 8,500 acres of wetlands were acquired and preserved as a natural valley storage area for flood control for a cost of $10 million. An alternative proposal to construct dams and levees to accomplish the same goal would have cost $100 million. In another study, the Minnesota Department of Natural Resources calculated that the cost of replacing the natural floodwater storage function of wetlands would be $300 per acre foot.
Lands valued for open space are seldom idle, but rather are part of a working landscape vital to the production of goods and services that are valued and exchanged in markets. Often, the production value resulting from these lands is direct and readily measured, as is the case in crops from farms and orchards, animal products from pasture and grazing lands, and wood products from forests. The economic returns from production accrue directly to the landowner and often determine current and future land use alternatives.
Open space lands may also play a less direct but nonetheless important production role for market-valued goods that depend in part on functions provided by private lands. Examples are the role of privately owned wetlands in fish and shellfish production and the role of private lands in supplying habitat for wild game. In addition to providing market-valued goods and services, direct and indirect production from open space lands supports jobs that are valuable to local, regional and national economies.
Conclusions
It will never be possible to calculate completely the economic value of open space, nor should it be. Certain intangible values lose significance when attempts are made to quantify them. Indeed, to incorporate into the real estate market the public values of open space without also developing a means of capturing those values for the public benefit would be counterproductive for conservation purposes.
Land use decisions ranging from the allocation of scarce conservation budgets to the property rights debate will be better informed if there is a more comprehensive understanding of the economic value of open space. Methods for determining and comparing value vary widely in level of sophistication and reliability. Some are based on long-established professional standards, while others continue to evolve. Given the inherent subjectivity of the term, any discussion of value must include a variety of disciplines, methodologies and approaches. The greatest benefit may be in prompting reassessment of the “conventional wisdom” about the economic consequences of development and conservation.
Charles J. Fausold is a fellow at the Lincoln Institute of Land Policy. Robert J. Lilieholm is an associate professor at Utah State University and a former visiting fellow at the Lincoln Institute. With partial support from the Boston Foundation Fund for the Preservation of Wildlife and Natural Areas they are reviewing and synthesizing existing information to develop a useful framework for considering the economic value of open space.
Carlos Morales-Schechinger ingresó al IHS, el Instituto de Estudios sobre la Vivienda y el Desarrollo Urbano de la Universidad Erasmus en Rotterdam, Holanda, en el año 2008. Dicho instituto internacional atrae estudiantes de todo el mundo, en su mayoría de los países en vías de desarrollo. Algunos programas del IHS están organizados conjuntamente con el Instituto Lincoln.
Anteriormente, Morales se desempeñó como profesor a tiempo parcial en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). En los últimos 12 años, ha colaborado en forma regular en seminarios y cursos organizados por el Instituto Lincoln en toda América Latina. Su labor docente se centra principalmente en temas tales como instrumentos de recuperación de plusvalías del suelo, tributación sobre suelo e inmuebles, y políticas preventivas basadas en el suelo como alternativas a los asentamientos informales.
Morales ha ocupado diferentes puestos gubernamentales: se desempeñó como Director de Políticas e Instrumentos de Suelo en la Secretaría de Desarrollo Urbano de México, donde diseñó e implementó un ambicioso programa de reservas territoriales, y como director de política catastral del gobierno de la Ciudad de México, donde manejó una extensa reforma fiscal de los impuestos sobre la propiedad. También ocupó puestos en bancos públicos y privados en México, donde se ocupó de valuaciones inmobiliarias, hipotecas, administración de propiedades y préstamos para grandes desarrollos urbanos y para gobiernos municipales.
Morales obtuvo el título de grado en Arquitectura por la UNAM, un diploma en Financiamiento de Gobiernos Locales por la Universidad de Birmingham, Reino Unido, y una maestría en Estudios Urbanos por la Universidad de Edimburgo, Reino Unido.
Land Lines: ¿Cómo se involucró usted con el Instituto Lincoln?
Carlos Morales: Mi primer contacto fue a principios de la década de 1980, cuando asistí a una conferencia internacional patrocinada por el Instituto que tuvo lugar en Cambridge y que estaba relacionada con mi trabajo para el gobierno sobre políticas de suelo urbano. Las ideas que aprendí allí pude ponerlas directamente en práctica dos años más tarde cuando trabajaba en una reforma para aumentar la oferta de suelos con servicios en ciudades de tamaño mediano y logré subsidio cruzado para lotes con servicios para las familias de bajos recursos en México. A principios de la década de 1990, al estar trabajando para el gobierno de la Ciudad de México en una ambiciosa reforma del impuesto sobre la propiedad, asistí a otra conferencia del Instituto sobre tributación sobre la propiedad.
A partir del año 2000, participé en varias actividades educativas organizadas por Martim Smolka a través del Programa para América Latina y el Caribe. Alrededor del año 2004, el Instituto creó una iniciativa conjunta con el IHS y me contrató como uno de los conferencistas invitados por el Instituto para dictar clases en estos programas. Más adelante, me invitaron a ser parte del IHS a tiempo completo para manejar esta iniciativa conjunta.
Land Lines: ¿Cómo compara usted la efectividad de instituciones como el IHS y el Instituto Lincoln?
Carlos Morales: Creo que son complementarios. El Instituto Lincoln es líder en investigación y educación sobre políticas de suelo, con un enfoque internacional en América Latina y China. El IHS es reconocido por su tarea educativa y de formación de capacidades en temas de gestión y desarrollo urbano para una audiencia mundial, particularmente los países en vías de desarrollo y en transición. Los cursos del IHS se encuentran abiertos a estudiantes de todas las regiones, aunque la mayoría proviene de países de África, Asia, Europa Central y Europa Oriental. Mediante la iniciativa conjunta con el IHS, el Instituto Lincoln tiene la posibilidad de alcanzar a estudiantes de muchos más países de manera eficiente.
Land Lines: La tarea de transmitir conocimientos fundamentales sobre políticas de suelo y gestión urbana a profesionales no es fácil. En su opinión, ¿cuál es el enfoque más efectivo para lograrlo?
Carlos Morales: Es importante la combinación de dos factores: el perfil del profesor y una pedagogía adecuada. Los profesores deben tener experiencia tanto en lo práctico como en lo académico, para poder así responder las preguntas que resultan relevantes para los técnicos profesionales, especialmente cuando las respuestas impliquen alejarlos de su zona de confort y enfrentar algún tipo de desafío.
El objetivo último de las ciencias sociales es precisamente el de cambiar la realidad, no sólo entenderla. La consultoría acerca a los académicos a la práctica, pero no los confronta con el compromiso moral de implementar una política o con la responsabilidad ética de hacer que la política funcione en la realidad. La experiencia en la práctica directa es fundamental. Los programas del Instituto en América Latina emplean profesores con este perfil, quienes han probado ser efectivos al tratar cuestiones tales como el impacto de la tributación y las regulaciones en los mercados inmobiliarios y al escoger instrumentos de recuperación de plusvalías del suelo, ambos temas candentes en la región.
En cuanto a la pedagogía, los técnicos profesionales tienden a ser escépticos acerca de la teoría, ya que la consideran poco práctica y desean probarla para convencerse. El uso de ejemplos de políticas implementadas en otras ciudades resulta muy útil. Algunos estudiantes de países en vías de desarrollo no aceptan casos de países más desarrollados, ya que sostienen que sus estructuras de gobernanza son demasiado diferentes. Otros estudiantes prefieren casos de situaciones diversas, ya que, a pesar de las diferencias contextuales, aspiran a lograr mejores oportunidades de desarrollo para sus propios países. Un profesor debe tener un arsenal de casos diferentes para examinarlos cuando surjan las preguntas.
Los juegos de simulación también resultan una técnica muy efectiva. Los juegos de roles en los que los participantes compiten entre sí son los más útiles para comprender los mercados inmobiliarios y ayudar a resolver problemas. Los juegos de roles son muy reveladores, aunque los participantes no logren resolver los problemas, puesto que los motiva a preguntarse qué ocurrió. He visto cómo los participantes que experimentaron el fracaso en un juego comienzan a cooperar y a diseñar reglamentaciones ingeniosas por su propia cuenta. Otra estrategia es la de asignar a los participantes un rol que sea contrario a sus creencias o experiencias. Por ejemplo, los funcionarios gubernamentales que representan el papel de desarrolladores piratas descubren las grandes cantidades de dinero que tienen que gastar los pobres sólo para tener acceso a los terrenos.
Jugar al abogado del diablo funciona bien cuando se debaten conceptos controvertidos, como si los participantes estuvieran en un tribunal de tierras. Esta no es una técnica nueva, a menos que se juegue con algunas variaciones. Un ejemplo sería determinar los criterios para la compensación por expropiaciones. En este juego, un equipo sostiene ideas a favor de los valores de uso actual, y otro equipo, los valores de uso futuro. Se brinda literatura de apoyo e información práctica para que cada equipo pueda elaborar sus argumentos. Los profesionales de diferentes países pueden referirse a ejemplos de expropiaciones normativas, ya sean las expropiaciones ocurridas en China, las restituciones de terrenos en Europa Oriental o la venta de derechos de construcción en Brasil.
Debido a que los participantes deben defender una postura con la que no están de acuerdo, les resulta necesario estudiar y trabajar con más ahínco. En muchos casos, terminan cambiando de opinión o, al menos, identificando nuevos argumentos para su uso posterior en los debates con sus oponentes en la vida real. Al finalizar el juego del tribunal de tierras, el grupo que actúa como jurado vota dos veces en secreto: primero sobre al desempeño del equipo cuyos miembros actuaban como defensores; segundo, sobre los argumentos conceptuales. Cuando un equipo recibe más votos que la posición que defendían, queda claro que se necesita investigar el tema con mayor profundidad. Lo que más me gusta es que el juego no impone una posición a los participantes, sino que eleva el nivel de debate.
Land Lines: ¿Cuáles son los principales tipos de resistencia que existen en torno a los conceptos e ideas relacionadas con las políticas de suelo?
Carlos Morales: El concepto que con mayor frecuencia suscita resistencia tal vez sea la forma en que los impuestos y las normas se capitalizan en el precio del suelo. La resistencia puede provenir de un punto de vista ideológico (tanto la izquierda como la derecha tienen sus argumentos), del interés personal (los propietarios no aceptan fácilmente sacrificar sus ganancias) o de la ignorancia acerca de la forma en que funciona el concepto de capitalización. Como educador, es mi función tratar el tema de este último desafío.
Aunque a los profesionales se les explique la teoría, permanecen escépticos si su experiencia contradice la teoría. El malentendido puede surgir del hecho de referirse a un impuesto sobre un bien de consumo que no es tan escaso como el suelo, aunque también puede derivarse de la experiencia que tengan con los mercados inmobiliarios en sí. Esto ocurre cuando se presentan de forma conjunta dos políticas con efectos opuestos, como por ejemplo el aumento de las densidades y el aumento de los impuestos. El efecto combinado de estas medidas dificulta la comprensión del impacto que tiene cada una de ellas. Un juego de simulación puede ayudar a aislar cada impacto. Los profesionales deben experimentar con cada medida para poder entender mejor ambas políticas. He notado que a veces asienten con escepticismo cuando uno dicta la teoría, pero que luego sonríen con cara de “eureka” cuando logran comprenderla después de participar en un juego.
Land Lines: ¿Cómo supera usted la resistencia hacia temas tales como la recuperación de plusvalías?
Carlos Morales: Toda tarifa relacionada con el aumento de las densidades es una forma de recuperar la plusvalía del suelo, así como también una fuente de financiamiento de infraestructura, tal como lo está llevando a cabo la ciudad de São Paulo al cobrar por derechos de construcción adicionales. El debate sobre la forma en que esta política tiene un impacto sobre los precios de mercado es controvertido. Los propietarios no están de acuerdo, ya que esta política reduce sus expectativas de precios; por otro lado, los desarrolladores están a favor, ya que esta política reduce los precios del suelo y los pagos que se realizan a la ciudad vuelven en forma de obras públicas. Una situación similar se dio en Bogotá, cuando se creó un impuesto sobre la plusvalía del suelo.
Ambos casos resultan referencias útiles cuando se quiere explicar la recuperación de plusvalías del suelo en los países en vías de desarrollo, aunque es necesario documentar y divulgar más casos de ciudades, y algunos profesionales quieren ejemplos de países desarrollados. Esto no es fácil, ya que la recuperación de plusvalías del suelo es un término de moda en los círculos de América Latina, no así en la mayoría de los países desarrollados. Y esto no quiere decir que el concepto de recuperación de plusvalías no se utilice en los Estados Unidos u otros lugares, sino que se asume como parte del funcionamiento del mercado inmobiliario. Por lo tanto, los profesores tienen la función de resaltar esta cuestión y dar lugar a la posibilidad de compartir experiencias entre los profesionales provenientes tanto de países desarrollados como en vías de desarrollo.
Land Lines: ¿Qué podría comentarnos acerca de las dificultades que existen al tratar de transmitir conceptos sobre tributación a los planificadores?
Carlos Morales: Los planificadores aprenden acerca de los impuestos sobre la propiedad si estos son lo suficientemente altos como para tener un impacto sobre las decisiones que toman los propietarios, los desarrolladores y los usuarios del suelo, tal como ocurre en los Estados Unidos. En los países en vías de desarrollo, estos impuestos son, por lo general, tan bajos que no tienen un impacto sobre las decisiones del mercado, por lo que los planificadores no se interesan en ellos. Cuando participamos en juegos que ilustran el funcionamiento de los mercados de suelo a los arquitectos (quienes, con frecuencia, también son planificadores) y estos se dan cuenta de que la ciudad no está yendo hacia donde ellos esperan, su reacción más frecuente es la de sugerir más impuestos y mercados inmobiliarios más eficientes. Casi nunca proponen un plan de uso del suelo tradicional.
Land Lines: En su opinión, ¿cuáles son los conceptos o ideas fundamentales que podrían marcar la diferencia en el debate internacional sobre los mercados inmobiliarios urbanos?
Carlos Morales: Resaltar el hecho de que la recuperación de plusvalías del suelo es una fuente importante de financiamiento de infraestructura y prevención de asentamientos informales puede generar la participación de más partes interesadas en un debate serio. Las ideas relacionadas con la seguridad de la tenencia, el registro de inmuebles y los títulos de propiedad a fin de aumentar el acceso a préstamos han estado dominando las políticas, aunque los resultados no han sido tan positivos como se esperaba. Los asentamientos informales siguen desarrollándose y la prestación de servicios continúa bastante atrasada.
Aquellas políticas que tienen que ver con la tributación del suelo y las obligaciones —no solamente con los derechos de propiedad— tienen mayores posibilidades de mejorar el funcionamiento de los mercados inmobiliarios urbanos. UN-Habitat y el Banco Mundial adoptaron las primeras nociones de seguridad de la tenencia como una solución, pero ahora están comenzando a mostrar interés en los instrumentos de desarrollo urbano basados en el suelo. Las políticas de recuperación de plusvalías del suelo tendrán un efecto mañana, aunque su costo político se produce hoy, ya que entregar títulos de propiedad es barato y atractivo para los políticos de corto plazo. Este es el desafío que debemos enfrentar en el debate internacional con el fin de asegurar una reforma del mercado inmobiliario más efectiva y a largo plazo.
A major argument in support of land-value taxation is that it creates no incentives for altering behavior in order to avoid the tax. By contrast, a conventional property tax, levied on buildings, can deter landowners from erecting otherwise desirable structures on their land. For example, homeowners may decide against finishing a basement or adding a second bath because it would increase tax liability. Thus, a conventional property tax can lead to excessively low capital-land ratios and “excess burden”—a cost to taxpayers over and above the actual monetary payments they make to the tax authorities. This article reports on a recent study of excess burden resulting from an early British antecedent of the modern property tax—the 17th-century window tax.
The Case of the Window Tax
In 1696, King William III of England, in dire need of additional revenues, introduced a dwelling unit tax determined by the number of windows in an abode. The tax was designed as a property tax, as described by this discussion in the House of Commons in 1850: “The window tax, when first laid on, was not intended as a window tax, but as a property tax, as a house was considered a safe criterion of the value of a man’s property, and the windows were only assumed as the index of the value of houses” (HCD 9 April 1850).
In its initial form, the tax consisted of a flat rate of 2 shillings upon each house and an additional charge of 4 shillings on houses with between 10 and 20 windows, or 8 shillings on houses with more than 20 windows. The rate structure was amended over the life of the tax; in some cases, rates were raised dramatically. In response, owners of dwellings attempted to reduce their tax bills by boarding up windows or by constructing houses with very few of them. In some dwellings, entire floors were windowless, leading to very serious and adverse health effects. In one instance, lack of ventilation led to the death of 52 people in the surrounding town, as reported by a local physician who called on a house inhabited by poor families:
“In order to reduce the window tax, every window that even poverty could dispense with was built up, and all sources of ventilation were thus removed. The smell in the house was overpowering and offensive to an unbearable extent. There is no evidence that the fever was imported into this house, but it was propagated from it to other parts of town, and 52 of the inhabitants were killed.” (Guthrie 1867)
The people protested and filed numerous petitions to Parliament. But, despite its pernicious effects, the tax lasted more than 150 years before it was finally repealed in 1851.
The window tax represented a substantial sum for most families. In London, it ranged from about 30 percent of rents on “smaller houses on Baker Street” to as much as 40 to 50 percent on other streets, according to a House of Commons debate in 1850 (HCD 9 April 1850). The tax was particularly burdensome on poor families living in tenements, where assessors taxed the residents collectively. Thus, if a building contained 2 apartments, each with 6 windows, the building was taxed at a rate based on 12 windows. By contrast, on very large houses of the wealthy, the tax typically did not exceed 5 percent of the rental value.
The tax schedule underwent several significant changes before it was finally repealed. In 1784, Prime Minister William Pitt raised tax rates to compensate for lower taxes on tea. Then in 1797, Pitt’s Triple Assessment Act tripled the rates to help pay for the Napoleonic Wars. The day following this new act, citizens blocked up thousands of windows and wrote in chalk on the covered spaces, “Lighten our darkness we beseech thee, O Pitt!” (HCD 24 Feb. 1848).
England and Scotland were both subject to the window tax, but Ireland was exempted because of its impoverished state. One member of Parliament quipped, “In advocating the extension of the window tax to Ireland, the Honorable Gentleman seemed to forget that an English window and an Irish window were very different things. In England, the window was intended to let the light in; but in Ireland the use of a window was to let the smoke out” (HCD 5 May 1819).
The window tax, incidentally, was viewed as an improvement over its antecedent, the hearth tax. In 1662, Charles II (following the Restoration) imposed a tax of 2 shillings on every fire hearth and stove in England and Wales. The tax generated great resentment largely because of the intrusive character of the assessment process. The “chimney-men,” as the assessors and tax collectors were called, had to enter the house in order to count the number of hearths and stoves. The window tax, by contrast, did not require access to the interior of a dwelling; the “window peepers” could count the apertures from the outside and avoid invading the privacy of the home.
The window tax, however, created some administrative problems of its own—most notably the definition of a window for purposes of taxation. The law was vague, and it was often unclear what constituted a window for tax purposes. In 1848, for example, Professor Scholefield of Cambridge paid tax on a hole in the wall of his coal cellar (HCD 24 Feb. 1848). In the same year, Mr. Gregory Gragoe of Westminster paid tax for a trapdoor to his cellar (HCD 24 Feb. 1848). As late as 1850, taxpayers urged the Chancellor of the Exchequer to clarify the definition of a window.
Notches and Their Effects on Behavior
Throughout its history, the window tax consisted of a set of “notches.” A notch in a tax schedule exists if a small change in behavior—such as the addition of a window—leads to a large change in tax liability.
Notches are rare (Slemrod 2010) and not to be confused with kinks, which are far more common even today. A kink in a tax schedule exists if a small change in behavior leads to a large change in the marginal tax rate but just a small change in tax liability. The income tax in the United States, for example, has several kinks. Married couples with taxable income from $17,850 to $72,500 are in the 15 percent marginal tax bracket; couples with taxable income from $72,500 to $146,400 are in the 25 percent marginal tax bracket. If a couple with income of $72,500 were to earn an extra dollar, its marginal tax rate would jump to 25 percent, but its tax liability would increase by just $.25.
Microfilm records of local tax data in the U.K. from 1747 to 1830 allow for a more systematic examination of the impact of the window tax and notches. This article draws on a data set from 1747 to 1757, with information on 493 dwellings from Ludlow, a market town in Shropshire, near the border of Wales. Over this period, the window tax schedule included 3 notches. A homeowner in this period paid:
Homeowners who purchased a 10th window thus paid a 6 pence tax on the 10th window as well as on each of their 9 other windows, which previously had been untaxed. Thus the total tax on the 10th window was 60 pence, which was equal to 5 shillings. If the window tax distorted decisions and thus led to excess burden, then one would expect to find many homes with 9, 14, or 19 windows but very few with 10, 15, or 20. A test of this argument is discussed below.
Through the first half of the 18th century, the administration of the tax had been troublesome, as homeowners frequently camouflaged or boarded up windows until the tax collector was gone, or took advantage of loopholes or ambiguities in the tax code. As a result, tax collections were much lower than expected. In 1747, however, Parliament revised the tax by raising rates and introducing measures to improve its administration. Most notably, it prohibited the practice of blocking up and subsequently reopening windows in order to evade assessment; violators had to pay a penalty of 20 shillings (1 pound) for every window they reopened without notifying the tax surveyor (Glantz 2008).
The 1747 act reduced tax evasion significantly, so the data for the following 10 years should provide reasonable estimates of the actual number of windows. If the window tax distorted behavior, one would expect to find spikes in the number of dwellings at the notches, with 9, 14, or 19 windows. And this is precisely what the data demonstrate. Figure 1 is a histogram showing the number of windows for homes in the sample. The pattern is clear; there are sharp increases in the number of homes with 9, 14, or 20 windows:
Standard statistical tests reject the hypothesis that there are equal numbers of houses with 8, 9, or 10 windows; with 13, 14, or 15 windows; or with 18, 19, or 20 windows. It is manifestly clear that people responded to the window tax by locating at one of the notches so as to minimize their tax liability.
Data on a sample of 170 houses for the period 1761 to 1765 shed light on the response to Parliamentary revisions to the tax in 1761. In addition to rate increases, the 1761 revisions expanded coverage of the tax to include houses with 8 or 9 windows. Under the earlier rate structures, houses with fewer than 10 windows paid no window tax. For this second sample, figure 2 shows a large spike at 7 windows: 28.2 percent of the houses have 7 windows, but only 5.2 percent have 6 windows, and just 2.9 percent have 8 windows. Once again, it’s easy to reject the hypothesis that there were an equal number of houses with 6, 7, or 8 windows.
In summary, the evidence from our two samples makes it quite clear that there was a widespread tendency to alter behavior in order to reduce tax payments. People chose the number of windows not to satisfy their own preferences, but to avoid paying higher levels of taxes. The window tax, in short, generated a real “excess burden.”
How Large Was the Excess Burden from the Window Tax?
As discussed, the window tax was substantial and induced widespread tax-avoiding behavior. Based on some standard techniques of economic analysis, our simulation model generates an estimate of what people would have been willing to pay for their preferred number of windows. The model captures each consumer’s demand for windows with and without the tax, the taxes paid, and the loss of welfare from adjusting the number of windows in response to the tax.
In the sample from 1747 to 1757, the estimated welfare losses were very large for households at one of the notches. For them, the welfare loss (i.e., excess burden) is 62 percent of the taxes they paid. That is to say, for every dollar collected under our simulated version of the window tax, the tax imposed an additional burden or cost of 62 cents on these households. The excess burden, not surprisingly, is particularly large for households that chose 9 windows. One criterion economists use to evaluate a tax is excess burden relative to taxes paid. By this standard, a good tax is one that collects significant revenue buts leads to very small changes in decisions. Consumers who purchased 9 windows are thus the worst possible case. Those consumers paid no tax; so, for them, the entire burden of the tax is excess burden.
For our entire sample of 1,000 simulated households, the excess burden as a fraction of taxes paid is about 14 percent. Thus for each tax dollar raised by the window tax, our simulation suggests an additional cost of 14 cents to taxpayers as a result of their distorted choices.
Some Concluding Remarks
The window tax represents a very clear, transparent case of excess burden—a tax that placed heavy costs on taxpayers in addition to their tax liabilities resulting from tax-avoiding adjustments in behavior. But, as mentioned early on, modern property taxes also create an excess burden, although the consequences are less dramatic than in the case of the window tax.
In designing a tax system, it is important to consider this issue. The ideal, in principle, is a neutral tax that raises the desired revenues but doesn’t distort taxpayer behavior so as to create additional burdens. Such a tax is a pure land-value tax levied on the site value of the land—that is, its value with no improvements. Thus, the assessed value of the land (and hence the tax liability of the owner) is completely independent of any decisions made by the owner of the land parcel. Unlike the window tax, which provides a compelling example of the additional costs that arise when property tax liabilities depend on the behavior of the property owner, a land-value tax creates no incentives for tax-avoiding behavior.
About the Authors
Wallace E. Oates is Distinguished University Professor of Economics, Emeritus, University of Maryland, and University Fellow at Resources for the Future.
Robert M. Schwab is a professor of economics at the University of Maryland.
Resources
Binney, J. E. D. 1958. British Public Finance and Administration, 1774–92. Oxford: Clarendon Press.
Blinder, Alan S., and Harvey S. Rosen. 1985. “Notches.” American Economic Review 78 (September): 736–747.
Dickens, Charles. 1850. Household Words. Vol. 1. London: Bradbury and Evans.
Douglas, Roy. 1999. Taxation in Britain since 1660. London: MacMillan.
Dowell, Stephen. 1884. A History of Taxation and Taxes in England from the Earliest Times to the Present Day. Vols. 2 and 3. London: Frank Cass & Co.
Fielding, Henry. 1975. The History of Tom Jones, A Foundling. Wesley University Press.
George, M. Dorothy. 1926. London Life in the XVIIIth century. New York: Alfred A. Knopf.
Glantz, Andrew E. 2008. “A Tax on Light and Air: Impact of the Window Duty on Tax Administration and Architecture.” Penn History Review 1696–1851 15 (2): 1–23.
Guthrie, Thomas. 1867. “How to Get Rid of an Enemy.” The Sunday Magazine.
HCD (House of Commons Debates). 5 May 1819. Vol. 40 cc 126–148. “Motion for the Repeal of the Window Tax in Ireland.”
HCD. 24 February 1848. Vol. 96 cc 1259–1297. “Lowest Classes Under Assessment.”
HCD. 9 April 1850. Vol. 110 cc 68–99. “Window Tax.”
Kennedy, William. 1913. English Taxation, 1640–1799. London: G. Bell and Sons, Ltd.
Marshall, Alfred. 1948. Principles of Economics, 8th edition. New York: Macmillan.
Neary, J. Peter, and Kevin S. W. Roberts. 1980. “The Theory of Household Behaviour under Rationing.” European Economic Review 13 (January): 25–42.
Sallee, James M., and Joel Slemrod. “Car Notches: Strategic Automaker Responses to Fuel Economy Policy,” NBER Working Paper #16604, 2010. http://www.nber.org/papers/w16604.pdf.
Sinclair, Sir John. 1804. The History of the Public Revenue of the British Empire. London: Strahan and Preston.
Slemrod, Joel. 2010. “Buenas Notches: Lines and Notches in Tax System Design.” Unpublished working paper. http://webuser.bus.umich.edu/jslemrod/pdf/Buenas%20Notches%20090210.pdf.
Smith, Adam. 1937. The Wealth of Nations. New York: Random House.
Walpole, Spencer. 1912. A History of England from the Conclusion of the Great War in 1815. Vol. 5. London: Longmans, Green, and Company.
Weitzman, Martin L. “Prices and Quantities.” Review of Economic Studies 41: 477–491.