n la actualidad, solemos esperar que la tecnología nos brinde datos cada vez más sofisticados y en mayor cantidad. Esto aplica tanto a quienes usan las herramientas tecnológicas a diario como a ejecutivos responsables de tomas de decisiones que recurren a las herramientas más modernas y complejas para enfrentar grandes desafíos como la conservación y el cambio climático. Pero, a veces, la prioridad principal es aprovechar al máximo los datos y la tecnología que ya existen.
Esa idea fue la que orientó los primeros trabajos del Centro de Soluciones Geoespaciales (CGS), creado por el Instituto Lincoln en el 2020. El CGS, una entidad sin fines de lucro comprometida con la misión de organizar datos y diseñar herramientas para apoyar la toma de decisiones sobre el uso del suelo, trabaja con una variedad de socios internacionales grandes y pequeños a fin de implementar nuevas tecnologías y ayudar a las organizaciones a aprovechar las herramientas y la información con la que ya cuentan.
Es como un centro de datos, experiencias y servicios. “Hay muchísimos datos, plataformas y herramientas”, dice Anne Scott, directora ejecutiva del CGS. “Estar en el campo, intentando hacer algo por tu comunidad, puede ser muy abrumador. Estamos aquí para ayudar con esa tarea”.
Uno de los proyectos iniciales más ambiciosos del CGS fue la colaboración con la Nature Conservancy of Canada (NCC), una organización privada sin fines de lucro que se enfoca en la conservación. La NCC es una organización grande, que crece con rapidez y que cuenta con una larga trayectoria. En la actualidad, protege una superficie equivalente a Florida, dividida en varias provincias. El interés en organizar una estrategia de varios años para aprovechar al máximo el mapeo y otras tecnologías que ya usaba la llevó a recurrir al CGS en busca de ayuda. El trabajo resultante, que aún está en curso, es un ejemplo ilustrativo de cómo el CGS puede tener un papel fundamental para brindar información y dar forma a estrategias a corto y largo plazo.
Por supuesto, la NCC ya estaba implementando muchas herramientas geoespaciales avanzadas, pero, como dice la directora general de conservación Marie-Michèle Rousseau-Clair, la NCC es un fideicomiso de suelo, no una organización especializada en tecnología: “Nuestra misión es conservar”. Con ese principio en mente, el CGS realizó una investigación profunda sobre la tecnología de la organización y recopiló información de alrededor de 125 empleados de la NCC en toda Canadá.
“Buscábamos oportunidades, lagunas y bloqueos”, dice Jeff Allenby, director de tecnología geoespacial del CGS. Según Allenby, este análisis inicial tenía como objetivo encontrar formas en las que la NCC pudiese ahorrar tiempo y optimizar el trabajo, por ejemplo, mediante la creación de un método estándar para la recopilación de datos y la manera en que estos se comparten entre las oficinas regionales. O, por ejemplo, si determinados miembros del personal envían correos electrónicos diarios a varios colegas para recopilar información específica, quizás hay una forma de automatizar el proceso. El CGS creó una serie de recomendaciones que se implementarán en un período de 18 meses, con el objetivo de mejorar la tecnología y los procesos de datos de la NCC.
El comienzo de la relación entre las dos organizaciones coincidió con el inicio de la pandemia, cuando las regulaciones impedían que los trabajadores de campo de la NCC recopilaran datos en persona. “Había una sensación de urgencia por aprovechar la tecnología”, dice Rousseau-Clair, y por “lograr los mismos resultados con métodos nuevos”. El CGS aportó formas nuevas y creativas de pensar, y conexiones con firmas privadas que recopilan datos satelitales. Esto podría reemplazar a la recopilación de datos en el campo a corto plazo, además de ser un complemento útil a largo plazo.
Como resultado, la NCC estableció un comité de tecnología para supervisar los esfuerzos tecnológicos de la organización y asegurarse de que todos comprendan cómo la Iniciativa A afecta al Departamento B. “Quizás no sea la historia más interesante sobre tecnología”, dice Rousseau-Clair, “pero establece una base fundamental que fomenta la innovación a largo plazo”. “A veces, el deseo de innovar es mayor que la velocidad a la que puede cambiar la organización”, explica, “pero el plan del CGS propone una adaptación a esa realidad”.
El CGS también ayuda a socios que trabajan directamente con tecnología de vanguardia para crear mapas de datos mejores y con mayor cantidad de información. Está ayudando a un cliente a experimentar con el uso de drones a fin de complementar el trabajo en terreno tradicional, para crear mapas más exhaustivos de especies invasivas (por ejemplo, la expansión del kudzu, que mata a otras plantas). Estos datos pueden combinarse con información sobre el terreno y la elevación, e incluso con datos recopilados mediante satélites, drones y personas, para crear mapas dinámicos.
No obstante, Allenby destaca que, si bien la misión del CGS efectivamente incluye el hecho de mantenerse informado sobre las innovaciones, distinguir las herramientas tecnológicas útiles de las que son meramente vistosas siempre es un objetivo clave. Esto aplica tanto a organizaciones grandes como pequeñas. “Que una herramienta esté disponible no quiere decir que debamos usarla”, dice.
Ese es el espíritu detrás de la última incorporación al CGS, el proyecto Internet of Water. Liderada por Peter Colohan, la iniciativa concluyó la fase de investigación con la sugerencia de que los datos sobre el agua deben ser exhaustivos, de fácil acceso y análogos a los datos representados en los mapas de uso del suelo.
“Supongamos que puede tomar las decisiones en una ciudad, como un urbanista”, dice Colohan, “y quiere entender las condiciones de un reservorio de agua y un río locales a lo largo del tiempo, las condiciones de la fuente, la calidad, si hay escorrentía o ciertos contaminantes. En Washington DC, por ejemplo, habría que analizar más de 45 conjuntos de datos para encontrar las respuestas a esas preguntas. Entonces, acabaría contratando a un consultor para que recopile y organice los datos. Si quiere revisar la información un año más tarde, tendrá que contratar a alguien otra vez. Todos estos datos deberían ser más accesibles”, concluye Colohan. “El futuro de la administración del agua y del suelo guardan una relación estrecha”.
La iniciativa Internet of Water reconoce que hay muchos datos sobre el agua, pero que es difícil acceder a ellos porque están bajo jurisdicciones federales, municipales, del condado, estatales o privadas. La idea es crear una red de datos en la que cualquiera pueda “publicar” datos sobre el agua de acuerdo con una serie de protocolos, de modo que la información esté disponible para todo el mundo. Eso facilitaría las cosas para el hipotético urbanista de la gran ciudad que puede contratar a un asesor, porque este puede pasar directamente a la interpretación y la creación de estrategias a partir de los datos, en lugar de tener que recopilar la información. Además, permite que accedan a los datos entidades más pequeñas que jamás habrían siquiera pensado en hacerlo.
El proyecto Internet of Water lleva un par de años gestándose en la Universidad de Duke. La inclusión del CGS coincide con lo que Colohan denomina la fase de crecimiento, que consiste en una expansión durante los próximos cinco años, siempre teniendo en cuenta la sostenibilidad. “En Internet está repleto de herramientas que no se usan y que no cuentan con un modelo de sostenibilidad”, dice.
Al igual que con gran parte del trabajo inicial que el CGS hizo con la NCC y otros socios, esa visión a largo plazo es, precisamente, la clave. De cierta forma, el CGS es como un asesor, ya que está atento a los últimos desarrollos en el campo. “Estar a cargo”, dice Allenby. “Buscamos la manera de saber qué están haciendo las personas y cómo eso puede aplicarse en otros lugares, e intentamos generar esas conexiones, unir a esas personas que deberían estar hablando entre sí”.
Además, el CGS no es un asesor tradicional, sino que forma parte de una organización más grande enfocada en lograr un movimiento drástico en el uso del suelo, el cambio climático y los desafíos relacionados. Allenby dice: “Lo que intentamos hacer es resolver las dificultades sistemáticas de verdad”.
Rob Walker es periodista; escribe sobre diseño, tecnología y otros temas. Es el autor de The Art of Noticing. Publica un boletín en robwalker.substack.com.
Imagen: El Centro de Soluciones Geoespaciales tomó esta fotografía aérea de Virginia Occidental como parte de su trabajo con un socio de restauración del ecosistema a gran escala. El material que toma el dron puede complementar el trabajo en terreno para crear mapas más dinámicos. Crédito: CGS.
Mensaje del presidente
El 2030 está a la vuelta de la esquina: ¡manos a la obra!
Tener la visión no es la solución; todo depende de la ejecución.
—Stephen Sondheim, 1930–2021
M
ientras el mundo lucha contra las consecuencias cada vez mayores de la crisis climática y la aterradora posibilidad de una extinción masiva, dirigentes políticos de todo el mundo responden con una ambición sorprendente. En la 26.ª Conferencia de las Partes sobre el cambio climático que tuvo lugar en Glasgow a fines del 2021, 153 países renovaron su compromiso con la reducción de las emisiones a fin de evitar que las temperaturas mundiales promedio aumenten más de dos grados Celsius para el 2030, y de incrementar las posibilidades de alcanzar el objetivo de emisiones cero a nivel mundial para el 2050. En la misma reunión, más de 140 países prometieron acabar con la deforestación para el 2030.
Mientras tanto, en la 15.ª Conferencia de las Partes (COP15) sobre biodiversidad en Kunming, 70 países acordaron conservar el 30 por ciento de sus suelos y océanos para el 2030 (30×30) como parte de un esfuerzo para preservar los ecosistemas mundiales y evitar la pérdida de biodiversidad. Se espera que muchos otros países se unan al compromiso cuando finalice la COP15 (está se estructuró como un evento de dos partes debido a la pandemia, lo que demostró la complejidad de llegar a cualquier tipo de acuerdo internacional en la situación actual).
Si se logra, la meta 30×30 será una gran contribución para los esfuerzos de mitigación de la crisis climática, principalmente mediante la captura de carbono. Lamentablemente, no falta mucho para el 2030. Se necesitarán más que buenas intenciones para alcanzar esta meta ambiciosa, y las políticas de suelo tendrán un papel fundamental a la hora de pasar de la ambición a la implementación.
El Instituto Lincoln y su Centro de Soluciones Geoespaciales (CGS) desarrollaron un marco geoespacial para acelerar el progreso hacia la meta 30×30. Nuestro enfoque hace hincapié en la importancia de encarar el alcance del problema y sus soluciones desde otros puntos de vista. En especial, creemos que las partes interesadas que están trabajando en pos de la meta 30×30 deben identificar objetivos alcanzables, incorporar una responsabilidad común sobre el suelo en conservación, integrar resultados medioambientales y sociales, incluir tierras públicas y privadas en estrategias de conservación, y tomar impulso a partir de éxitos concretos.
Crédito: Centro de Soluciones Geoespaciales
Primero, se debe establecer una referencia que evalúe con precisión el estado actual de la conservación del suelo, tanto en el ámbito nacional como en el internacional. Esto es más complejo de lo que parece. Por ejemplo, en los Estados Unidos, donde los registros del suelo son bastante confiables, la Base de datos de Áreas Protegidas del Servicio Geológico de los Estados Unidos (USGS, por su sigla en inglés) indica que el 13 por ciento de las tierras del país se consideran “conservadas” explícitamente para la protección de la biodiversidad. Según esa métrica, para alcanzar la meta 30×30 es necesario proteger más del doble de las tierras que ya se encuentran en conservación. Si nos centramos exclusivamente en el territorio continental de los Estados Unidos, el suelo en conservación representa solo el ocho por ciento. Esto implica que se debería casi cuadruplicar la cantidad de suelo protegido en los próximos ocho años, una tarea casi imposible.
No obstante, cambiar la forma en que se administra el suelo puede contribuir a alcanzar las metas de conservación sin necesidad de incorporar un 22 por ciento adicional del territorio nacional (178 millones de hectáreas) al suelo protegido. Por ejemplo, las tierras públicas y de tribus representan un poco más del 25 por ciento (202 millones de hectáreas) del suelo de los Estados Unidos. Esas tierras no se consideran como suelo conservado porque se permite la extracción de recursos o no se exige explícitamente la protección de la biodiversidad. Además, los parques urbanos y suburbanos, los senderos y los espacios verdes, y otros terrenos municipales que se utilizan con fines recreativos no suelen tenerse en cuenta como parte de las tierras en conservación. Las tierras protegidas en el paisaje urbano o suburbano son de gran importancia para mejorar la salud de las personas, abordar la injusticia medioambiental y crear corredores y un hábitat para otras especies. Al cambiar la forma en que se administra el suelo, desde prohibir la minería y la exploración petrolera hasta proteger explícitamente la biodiversidad, se puede contribuir para aumentar la cantidad de suelo conservado para alcanzar la meta 30×30 sin necesidad de empezar desde cero.
Las tierras privadas protegidas por la servidumbre de conservación también serán importantes para lograr los objetivos nacionales de protección del suelo. El sistema actual de control del suelo en conservación privada, la Base de datos de la Servidumbre de Conservación Nacional, está desactualizado. Se necesitan incentivos mayores para que los fideicomisos de suelo y propietarios aporten datos sobre sus propiedades que permitan construir un panorama nacional más exhaustivo y preciso sobre la conservación del suelo privado. Esto también conllevará mejores resultados en la administración y la restauración.
Si se combinan la incorporación de nuevas tierras protegidas y la mejora de la administración de las tierras públicas para alcanzar las metas de conservación, el 33 por ciento del territorio continental de los Estados Unidos podría conservarse con rapidez. Sin embargo, si no tenemos cómo identificar qué tierras hace falta proteger con mayor urgencia para respaldar las prioridades de conservación que proponemos, y no contamos con el compromiso de protegerlas y controlarlas, el progreso será muy lento.
En el Instituto Lincoln, creemos que se requiere una estrategia de prioridad equilibrada que tenga en cuenta varios objetivos de conservación (incluidas la protección de la biodiversidad, los paisajes resilientes y conectados, y la captura de carbono), y que no abandone otras metas importantes, como la protección de tierras agrícolas muy productivas o la mejora del acceso a la naturaleza para las comunidades desatendidas. Proponemos una perspectiva integrada y un enfoque exhaustivo que tenga en cuenta a la totalidad del país, analice varias prioridades de conservación, garantice el acceso equitativo al suelo y atraiga financiamiento para la conservación.
Los esfuerzos actuales para elaborar mapas de prioridades no tienen en cuenta el componente social de la conservación, la mejora y la restauración del suelo. Las decisiones sobre la conservación deben fundarse no solo en la biodiversidad y los datos medioambientales, sino también en datos sobre las personas y sus necesidades, relaciones e interacciones con el suelo. Si se tienen en cuenta esos datos, podemos proteger el suelo y obtener muchos beneficios para las personas y la naturaleza. A fin de ilustrar estas oportunidades, el CGS creó un análisis que podría servir de guía para los esfuerzos colectivos de protección de paisajes cruciales. Fieles al espíritu colaborativo característico del trabajo del CGS, estos mapas aprovechan y resumen la sabiduría colectiva de organizaciones y científicos líderes centrados en este esfuerzo, como NatureServe, The Nature Conservancy y el Centro de Monitoreo de la Conservación del Ambiente (consulte la página 9 para obtener más información sobre el trabajo del CGS).
Si recopilamos datos completos y precisos sobre tierras públicas y privadas que están protegidas o deberían estarlo, y los ponemos a disposición de las comunidades para que accedan a estos sin restricciones, podemos lograr una conservación inclusiva y equitativa. Además, podemos integrar otros conjuntos de datos a medida que estén disponibles. Esto nos permitirá supervisar y administrar los suelos conservados, y determinar si están generando los resultados esperados. Es fundamental que se realice una supervisión rigurosa. De lo contrario, no podremos saber si redujimos la escorrentía y los contaminantes en arroyos y ríos, si creamos sumideros verdes para mitigar las emisiones de gases de efecto invernadero, o si mejoramos la salud de la comunidad. Tampoco podremos hacer un seguimiento del progreso y celebrar los avances hacia las metas de conservación nacionales e internacionales.
Finalmente, a fin de apoyar los esfuerzos nacionales e internacionales para alcanzar la meta 30×30, debemos establecer una infraestructura de administración que garantice la transparencia y la responsabilidad. La comunicación periódica sobre los esfuerzos de protección del suelo, ya sea que estén a cargo de fideicomisos pequeños o de organismos gubernamentales, creará un marco y un idioma comunes para que todas las partes interesadas comprendan qué función tienen en el panorama general y puedan ver que incluso las pequeñas oportunidades pueden contribuir con esta iniciativa mundial. Cada país deberá contar con una estructura administrativa y de moderación, así como con procesos eficaces para reunirse, tomar decisiones y monitorear el progreso de forma periódica. Las iniciativas internacionales que tuvieron éxito, desde la erradicación de la poliomielitis y la reducción a la mitad de la mortalidad infantil, hasta la reconstrucción tras la Segunda Guerra Mundial, requirieron que la comunidad internacional invirtiera y creara una infraestructura administrativa eficaz. Si se hizo antes, podemoshacerlo de nuevo.
Los Estados Unidos y muchos otros países están listos para hacer grandes inversiones en infraestructura natural y construida. Este gasto público sin precedentes podría mejorar la protección del suelo conservado o que debería conservarse, para mitigar la crisis climática y preservar la biodiversidad, o amenazarlo. Pero no se puede predecir el impacto que tendrán estas actividades sobre un suelo que no reconocemos. Debemos mejorar la administración de datos y del suelo, y poner esta información al alcance de todos los socios para posibilitar esta conversación importante lo antes posible. Si realmente queremos proteger el 30 por ciento del suelo y los recursos hídricos para el 2030, debemos pasar de la visión a la ejecución. El Centro de Soluciones Geoespaciales del Instituto Lincoln está listo para ayudar.
George W. McCarthy es presidente y CEO del Lincoln Institute of Land Policy.
Tecnociudad
¿Seguirán las calles de la ciudad el mismo ritmo de evolución que los métodos de entrega a domicilio?
urante años, las innovaciones en métodos de movilidad alternativos (escúteres, bicicletas eléctricas, vehículos autónomos) se han enfocado en cómo se desplazan las personas. Pero, en la era de la pandemia, el foco se movió hacia otro objetivo de movilidad: el traslado de artículos.
La demanda de entregas rápidas ha aumentado bruscamente en los últimos dos años y no parece estar disminuyendo. Según ciertas estimaciones, empresas como Door Dash advierten que solamente la entrega rápida de artículos comestibles genera un mercado de hasta un billón de dólares. Como grandes empresas, desde UPS hasta Domino’s, están probando maneras nuevas de repartir sus productos, el ritmo y el alcance de los experimentos de transporte se ha acelerado, lo que probablemente tenga un impacto en el diseño, la planificación y la regulación de los espacios urbanos y suburbanos.
Si bien no está claro cuál de estos experimentos dará resultado, es innegable que en nuestras calles ya hay, o pronto habrá, nuevos tipos de unidades para las entregas a domicilio. A medida que surgen interrogantes nuevos, los urbanistas, las tiendas minoristas, las empresas de tecnología y los municipios trabajan para hacer frente a la convergencia de una creciente demanda de entregas a domicilio y nuevas formas de transporte.
El pack de micromovilidad está encabezado por la bicicleta eléctrica que, si bien está en circulación desde hace décadas, en los últimos tiempos se ha vuelto asombrosamente popular: con un aumento de las ventas de hasta un 145 por ciento desde el comienzo de la pandemia, según se informa, superaron las cifras de la venta de autos eléctricos. John MacArthur, gerente de programa en el Centro de Investigación y Educación sobre Transporte (TREC, por su sigla en inglés) de la Universidad Estatal de Portland, ha estado investigando su potencial durante casi una década, incluso la “seductora esperanza” de que la tecnología de micromovilidad logre que cada vez más personas dejen de usar automóviles. El año pasado, dictó un nuevo curso sobre ciudades interesadas en todo tipo de experimentos de micromovilidad novedosos o “tecnologías impuestas en la vía pública”.
Los alumnos de ese curso descubrieron que la pandemia inspiró distintas respuestas de las ciudades. Por un lado, las tendencias al trabajo desde casa redujeron y reconfiguraron los patrones de traslado centrados en el automóvil. Según expresa MacArthur, en Portland y otros lugares, eso condujo a la creación de más carriles para autobuses y ciclovías. Por otro lado, aumentó la demanda de entregas a domicilio, lo que genera preocupación acerca del consiguiente aumento de unidades de reparto para una sola persona.
La investigación de MacArthur lo conectó con B-Line Urban Delivery de Portland, una empresa creada hace 12 años que opera una flota de triciclos eléctricos de carga que pueden transportar unos 227 kilogramos. Gracias a la información del TREC y de B-Line, Portland actualmente está considerando formas de crear “centros de microentregas”. En este modelo, un camión acerca una carga de repartos a una ubicación estratégica, y los últimos 1.600 metros de cada entrega se recorren en bicicletas eléctricas u otros microvehículos, lo que reduce la congestión del tráfico. Estos experimentos ya están en curso en Europa, donde UPS, empresa líder en repartos, ha estado experimentando con bicicletas eléctricas, centros de distribución y otras “soluciones logísticas sostenibles”.
MacArthur reconoce que puede haber zonificaciones complicadas y otros temas implicados. Pero lo más importante es que Portland se encuentra entre las ciudades que lidian de manera proactiva con el futuro de la movilidad y la forma en la que las ciudades pueden responder a ella y, sobre todo, moldearla.
La determinación de la respuesta a nuevas formas de transporte fue el tema de un proyecto de investigación reciente titulado “Rebooting NYC” liderado por Rohit Aggarwala, miembro sénior del Centro Técnico Urbano del Jacobs Technion-Cornell Institute, en Cornell Tech. Aggarwala, quien previamente dirigió un trabajo sobre movilidad de Sidewalk Labs y acaba de incorporarse al gobierno de la Ciudad de Nueva York como comisionado del Departamento de Protección Ambiental y encargado de cuestiones climáticas de la ciudad, describe las líneas generales del marco más amplio. “Si el diseño de un vehículo se adapta bien al tráfico convencional, entonces, casi por definición, no es un buen vehículo urbano”, comenta. Los automóviles, camionetas y SUV se fabrican para autopistas; los fabricantes ponen menos énfasis en cuestiones como el radio de giro u otros factores que los harían más adecuados para los confines más estrechos de las calles urbanas.
Esto da lugar al aumento de vehículos autónomos nuevos y más pequeños, como el Nuro, con la forma de una furgoneta diminuta y casi la mitad del ancho de un sedán convencional; sin conductor, está diseñado para transportar hasta unos 227 kilogramos de carga. Quizás el emprendimiento se conozca más por un programa piloto limitado que se llevó a cabo en Houston con Domino’s, en el que se ofrecía “el primer servicio de reparto de pizza del mundo totalmente automatizado”.
Si bien se dice que estos vehículos diminutos reducen significativamente no solo la contaminación sino también la congestión del tráfico, la realidad es que, en la práctica, suelen ser inadecuados para el tránsito. Entonces, ¿dónde se pueden utilizar?
Otro programa piloto reciente que involucra el emprendimiento REV-1 de Refraction AI consiste en un vehículo autónomo del tamaño de un lavarropas y con tres ruedas que transporta pizzas por las ciclovías de Austin, Texas (desarrollo que no agradó a algunos ciclistas). “¿Qué pasa si, en dos años, tenemos cientos de ellos en la calle?” preguntó un defensor de las bicicletas a un periodista local. Otro emprendimiento, Starship, ha estado probando su pequeño robot móvil, un objeto de 25 kilogramos con la huella de un vagón, que circula por las aceras de varias ciudades. En este caso, las reacciones también fueron diversas.
Estas respuestas indican un posible foco de tensión, pero también, quizás, una oportunidad. Aggarwala señala que, en Nueva York y otras ciudades, los ciclistas que usan tanto bicicletas convencionales como eléctricas (en general, repartidores) vienen batallando hace tiempo por el uso de las ciclovías. En muchos casos, los defensores de las bicicletas han peleado por años o décadas para que se establezcan carriles exclusivos, y no tienen demasiado interés en verlos abarrotados de vehículos motorizados modernos de ningún tipo.
Pero el problema no son las bicicletas eléctricas, los vehículos automatizados ni los robots que ofrecen alternativas positivas a los automóviles convencionales, indica Aggarwala, “el problema radica en que todos estos vehículos alternativos están apretujados en una red incompleta de carriles demasiado angostos que, en su mayoría, no son seguros”. Por lo tanto, las propuestas de “Rebooting NYC” incluyen la creación de nuevos carriles para movilidad. Esto implicaría ensanchar y ampliar las ciclovías actuales de la ciudad para convertirlas en una “red en la quepan tanto las bicicletas como estos nuevos vehículos”.
Otros investigadores han presentado propuestas similares de “carriles para transportes individuales livianos” con distintas especificaciones, pero un objetivo en común: “básicamente, proporcionar más espacio para distintos tipos de vehículos”, indica MacArthur de PSU. “Este es el gran tema que van a tener que resolver los urbanistas en los próximos cinco años”. Es un desafío complicado para los municipios, que quedan atrapados entre las ambiciones de las empresas tecnológicas, los límites sobre las regulaciones locales que surgen de la sustitución de normas estatales o federales, y la realidad de que incluso la designación de ciclovías, en primer lugar, depende más de reunir la voluntad política y el apoyo popular que de la planificación que la respalda.
Sobre ese último punto, Aggarwala sugiere una oportunidad potencial. En el ámbito de la política, las ciclovías suelen verse como un beneficio solo para una parte de la población a expensas de la otra. Pero, prácticamente todos hemos quedado varados detrás de un vehículo de entrega a domicilio. Y, quizás más significativo todavía, más y más personas hemos llegado a depender de estos vehículos. Por lo tanto, reorganizar la forma en la que está dividido el espacio vial no beneficia solo a unos pocos, sino a casi todas las personas. En otras palabras, Aggarwala pregunta: “¿qué pasa si, al ampliar el uso de una ciclovía, se acentúa su importancia?”.
Queda claro que hay una ola de experimentación de nuevos vehículos lista para irrumpir en el negocio de las entregas a domicilio en una época de demanda sin precedentes. Vale la pena pensar la manera en que los urbanistas y gestores de políticas pueden no solo dar respuesta a esa ola, sino aprovecharla para facilitar la transformación de las calles de modo que sean más funcionales y accesibles para todos.
Rob Walker es periodista; escribe sobre diseño, tecnología y otros temas. Es el autor de The Art of Noticing. Publica un boletín en robwalker.substack.com.
Imagen: Nuro, una empresa de vehículos autónomos fundada por dos ex ingenieros de Google, se asoció con empresas como Domino’s, CVS, Walmart y FedEx en proyectos piloto de entregas a domicilio en varios estados de los Estados Unidos. Crédito: Domino’s.
Seven Need-to-Know Trends for Planners in 2023
By Petra Hurtado and Alexsandra Gomez, Janeiro 25, 2023
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This content was developed through a partnership between the Lincoln Institute and the American Planning Association as part of the APA Foresight practice. It was originally published by APA in Planning.
It’s hard to believe that it’s been a year since we published our first Trend Report for Planners, and a lot has happened. While most of the trends from the 2022 Trend Report are still relevant, we have been working nonstop on the development of our next trend report. There are more trends we need to act on, emerging trends and potential disruptors to prepare for, and many signals on the horizon to pay attention to in 2023.
Together with the Lincoln Institute of Land Policy, we are excited to share the 2023 Trend Report for Planners. This report doesn’t just describe the trends and signals that are coming at us, it also dives deeper into the most pressing topics, from biodiversity and mass extinction to urban heat and artificial intelligence.
The report provides questions you can use to prepare for emerging trends related to the future of work and other topics. And we’ve done some time travel and created future scenarios of what the world may look like, considering trends and signals such as the metaverse, synthetic meat and tomatoes grown in outer space, and smart cities in the context of a changing climate. Read on for some highlights of the 2023 Trend Report for Planners.
1. Rewilding to Address Serious Biodiversity Challenges
According to a recent report by the World Wildlife Federation (WWF), animal populations have declined by nearly 70 percent on average in the last 50 years. Recent news reports about this have reminded us about the ongoing global biodiversity crisis. With nearly 44 percent of known species now at a high risk of going extinct, scientists have been framing the biodiversity challenge as the sixth great mass extinction. The discussion around this topic has been overshadowed by a much-needed focus on the climate change emergency, but the two are occurring in tandem, and the solutions to reversing course on mass extinction can only reinforce climate action.
With the UN Biodiversity Conference (COP15), which happened in December 2022, comes a renewed interest in addressing biodiversity. That’s why the 2023 Trend Report includes a deep dive on biodiversity, particularly the idea of “rewilding.” The concept, which has been promoted by researchers since about 1998, refers to an ecological strategy that rebuilds the population of animals by restoring wildlife habitats.
Rewilding tactics like bioarchitecture that accommodate urban bats, opossums, and birds, as well as pollinator gardens for bees and butterflies, are already part of the planner’s toolbox. And biophilic planning is a movement to support biodiversity by improving ecological connectivity for the benefit of both people and animals. While rewilding can first and foremost increase biodiversity, it can also address urban heat (another topic we deep-dive into in the report), and of course, improve climate resilience.
The global decline of large mammals in ecoregions across the world is particularly complex, but the issue requires attention. Restoration efforts to this point typically leave out the rewilding of large mammals, since people perceive them as dangerous or destructive. Urban areas have a responsibility to ramp up wildlife-friendly planning, while suburban areas have a responsibility to support larger mammals through wildlife-friendly development.
For planners, this perhaps means working with biologists and wildlife experts to promote coexistence between people and wildlife. And as we see the trend in food becoming more intensively produced in fewer areas, there is an opportunity for planners to promote rewilding projects alongside emerging land uses like large-scale solar development.
2. Looking to Outer Space to Solve Our Problems
Is our planet getting too small for us? It seems that could be the case, as we start to look to outer space for solutions on how to save the planet. NASA is reexamining the viability of space-based solar power, a clean energy solution that makes even more sense in light of the current energy crisis.
Space agencies are also looking beyond this planet to feed us all, a growing and serious challenge. NASA is collaborating with the company Redwire on plans to launch the first commercial outer space greenhouse sometime this spring. The space agency has already started hiring farmers who can help develop its outer space agriculture program.
Beyond power and food, multiple private entities are exploring other ideas, like outer space tourism, entertainment, and sports. (Just imagine what that first zero-gravity soccer match will be like!)
3. Cargo Bikes Are the Future, for People and Goods
More people than ever are riding bikes in the United States. And cities have started to adapt to this trend, providing bike infrastructure such as bike lanes and bike parking racks.
However, cycling isn’t always the most convenient option, especially when you’re getting weekly groceries, handling larger purchases, or transporting kids to school or daycare. The latest trend in the bike world aims to resolve this issue: cargo bikes. Cargo bike sales in the EU are growing at a rate of about 60 percent per year. In Copenhagen, 24 percent of families have them. That city and Vienna have had citywide cargo bike–share programs for years.
These signals indicate a potential coming trend in the United States as well. Cities like Madison, Wisconsin, and Portland, Oregon—among others—have launched electric cargo bike programs for municipal employees. In Boston, the city transportation department has partnered with Cornucopia Logistics on a pilot program for cargo bike delivery services between small businesses and their clients, from business to business, or from suppliers to businesses.
Urban freight is an area where cargo bikes could really make an impact, especially when it comes to greenhouse emissions and congestion. According to the World Resources Institute Ross Center for Sustainable Cities, 15 percent of vehicles on city streets are freight vehicles, occupying 40 percent of the space, emitting half of the greenhouse gases, and causing a quarter of all urban traffic fatalities.
When compared with diesel vans, cargo bikes cut emissions by a whopping 90 percent (they emit about a third less than electric vans), according to the British advocacy group Possible. In addition, especially in urban areas where delays due to traffic are common, cargo bikes are much more efficient. According to Possible, electric cargo bike deliveries were 60 percent faster and delivered almost double the number of parcels per hour compared to vans.
The remaining question, however, is this: How can communities accommodate cargo bikes in a way that is safe and efficient for all? Bigger than conventional bikes, they might require wider cycling lanes as well as special considerations for both the rider’s and their passengers’ safety.
4. Big Brother Tries for Transparency
Planning is fundamentally about working with people to create places, so establishing and maintaining trust is essential. Last year’s trend report talked about how declining trust in governments affects planners’ day-to-day work as they are forced to deal with chaotic meetings or combat misinformation. This year, we see that people’s trust in all things digital is also on a downward spiral, and that matters a lot as more aspects of our lives go digital.
Signage in Boston invites residents to understand and engage with technology that monitors the air quality impacts of a street reconstruction project, using the Digital Trust for Places and Routines (DTPR) open-source standard. Credit: Courtesy of City of Boston/Helpful Places.
Meanwhile, the digitalization of everything is being met with governmental investment in internet-connected technologies aimed at improving city functions and services. Sensors can track parking and manage streetlights to save electricity, or a video camera on a street corner can make someone walking alone at night feel safer. (Cameras can also make people feel targeted, especially if their data is read by AI built on biased inputs.)
Whatever a city’s intentions, quickly adopting surveillance tools in a world of decreasing digital trust can lead just as rapidly to backlash and unwillingness to work with planners and local officials.
That’s why cities like Washington, DC, are taking the lead on addressing declining digital trust, in part by piloting a transparency standard for increasingly digitized public spaces. For the public, tactics include posting stickers that identify technology installations or QR codes that link to more in-depth information. Making the public aware of nearby technology and its purpose is the first step to getting people involved, allowing them to provide feedback, and making them feel like they have the power to co-create the smart city.
5. From Talking About Gender to Taking Action
Public conversation around gender is maturing. Gender neutrality attempts to avoid assuming roles based on gender, while gender expansiveness pushes us to imagine life outside the gender binary of male and female.
At first, the trend of gender-neutral products in the beauty and fashion industries could have merely been a signal of a shift in cultural practices—how we express and present ourselves—but not particularly relevant to planning. In recent years, however, regular reporting on nonbinary and transgender experiences and the tense negotiations of civil rights through federal and state legislation has pushed this trend closer and closer to the planning world.
There are also efforts to finally get the United States on board with gender mainstreaming, a strategy used in European countries since the 1990s that identifies how policy decisions impact people based on gender.
Now, we layer in the recognition of nonbinary genders as well as transgender people in these conversations, and U.S. planners have an opportunity to leverage their slow adoption of gender mainstreaming to a develop an even more inclusive version. (An in-depth exploration of this topic, with recommendations for planners, will be available in an upcoming APA report on gender-responsive planning.)
On a related topic, planners also need to understand how aspects of public space and design directly relate to gender. For example, the disappearance of bathrooms as a public amenity—which got worse during the COVID-19 pandemic—disproportionately affects women, both because of their anatomy and because more of their daily activities (like childcare) typically require bathroom access. Similarly, the privatization of bathrooms allows for discriminatory practices against marginalized genders.
Another example is how inclusive design can sometimes be overly focused on biological differences instead of on the overall diversity of body types—sometimes age and (dis)ability are more relevant than gender identity.
Gender neutrality has its time and place as a mechanism to address the historical exclusion of women and gender minorities in decision-making. Traditional gender categorization, namely the gender binary, has also led to patterns in people’s needs and routines that planners cannot ignore. As discussions around gender continue to mature, planners need to balance addressing real-world implications of gender on public space use, behavior, and daily activities while also avoiding reaffirming the systems that lead to exclusionary and limited understandings of gender.
6. The Future of Work Includes a New Definition of Flexibility
The COVID-19 pandemic has changed how we do our work and how we think about our work-life balance. Employers across the globe are struggling to figure out what the future of a great work environment will look like. In the new trend report, the list of trends and signals in this arena is endless.
The option to work from anywhere (for some workers) impacts how people choose where they want to live. While some people moved out of cities and into the countryside to be closer to nature, others relocated to different countries, enjoying la dolce vita in Italy or the ocean breeze on a Caribbean island, while taking care of their U.S.-based jobs. Multiple countries across the globe now offer so-called digital nomad visas for these expat remote workers.
The pandemic changed the 9-to-5 office grind, normalizing adaptations like hybrid schedules and work-from-anywhere options. Credit: recep-bg/E+/Getty Images.
Other trends range from the great resignation—and an even greater resignation in the public sector—to quiet quitting, the wave of unionizations, and new expectations from younger generations. One thing all these trends seem to have in common is the need for flexibility in all areas of work.
The era of the 9-to-5 in-office job is over. “Flexibility is a mindset, not a policy,” says futurist Sophie Wade. It means being able to choose how many hours a day you can dedicate to your job, whether you are in a leadership position or an associate. For years, some German companies have offered the option to choose if you want to work part-time or full-time no matter what the position is. This flexibility was created to give women, and especially mothers with childcare responsibilities, the opportunity to move into leadership positions. A part-time CEO—why not?
Flexibility also means being able to have other gigs on the side. We talked about polyworkers in our last trend report. Younger generations are less interested in linear career paths; portfolio careers are the new trend. You can be a research manager while walking dogs and teaching yoga on the side. Sounds like a healthy suite of activities, right?
Regardless of what the future of work looks like, one thing is clear: The COVID-19 pandemic pushed us to experiment with how work could be done, and the people who feel their work-life balance has improved won’t be willing to go back.
7. When Nature Inspires: 4D Printing
Last year, we reported on 3D printing. While we try to make sense of that trend’s potential impacts on the housing market, infrastructure systems, and retail, the industry is on to its next endeavor: 4D printing. A combination of printing technology and material sciences, 4D printing is about 3D-printed objects that can change their shape over time. Inspired by nature (think: flowers closing during rain), materials used for 4D printing may respond to external stimuli such as heat, light, and pressure.
While this technology is still in its infancy, it has the potential to become a game changer in many areas—medical devices, manufacturing, automotive, and infrastructure, to name a few. Imagine stormwater pipes that expand as needed during extreme rain events.
Obviously, we live in a world of accelerating change, and in many ways today already is the future. In her 2017 book, The Future: A Very Short Introduction, Jennifer M. Gidley put things this way: “The future is paradoxical: it is completely open and beyond our control and yet it is the object of trillions of dollars in government expenditure aimed at controlling it. It is both the playground of science fiction, and the raw material of town planners and policy nerds.”
One thing is for sure: If we as planners want to shape the future of our communities, we need to be able to imagine what the future may look like. Even if some of our potential futures might sound more sci-fi than scientific, we can’t ignore the changing world around us, and we must use the future to create great communities for all.
Petra Hurtado, PhD, is APA’s director of research and foresight. Alexsandra Gomez is an APA research associate. This work was developed in partnership with the Lincoln Institute of Land Policy. Explore the 2023 Trend Report for Planners and keep an eye out for APA’s Using the Future to Create Dynamic Plans, an interactive online training on how you can use the future in your work and upskill your futures literacy.
Image: NASA and private companies including Aleph Farms are exploring how to create sustainable food systems in space, growing not just fruits and vegetables, but also meat. Credit: Rendering by Aleph Farms.
Por el bien común
Comunidades ubicadas río arriba y río abajo aúnan esfuerzos para proteger el suministro de agua
32 kilómetros río arriba de Portland, Maine, se encuentra el lago Sebago, la segunda masa de agua más profunda del estado. El lago abastece de agua potable al 16 por ciento de la población de Maine, incluidos los habitantes de Portland, la ciudad más grande del estado. Contiene casi un billón de galones de agua transparente y fría. La empresa de suministro de agua de Portland obtuvo una de las 50 exenciones federales de filtración del país, lo que significa que el agua, aunque reciba tratamiento para eliminar los microorganismos, no necesita pasar por un proceso de filtrado antes de llegar a los grifos de la ciudad.
“La razón principal por la que es tan pura es que la mayor parte de la cuenca sigue estando forestada”, dice Karen Young, directora de Sebago Clean Waters, una coalición que trabaja para proteger la zona. El 84 por ciento de la cuenca de 94.696 hectáreas está cubierto de bosques: una mezcla de pinos, robles, arces y otras especies que filtran el agua y ayudan a que este sistema funcione tan bien. Pero esos bosques están amenazados. Entre 1987 y 2009, la cuenca perdió alrededor del 3,5 por ciento de su cubierta forestal. Solo se conservó el 10 por ciento de la superficie. En 2009, 2014 y 2022, el Servicio Forestal de los EE.UU. clasificó la cuenca del Sebago como una de las más vulnerables del país debido a las amenazas del desarrollo.
En las últimas dos décadas, los grupos conservacionistas empezaron a preocuparse por el futuro de este recurso crítico, al igual que lo hizo Portland Water District (PWD). PWD, una empresa independiente que presta servicio a más de 200.000 personas en el área metropolitana de Portland, compró 688 hectáreas alrededor de la toma de agua en 2005 y adoptó una política de preservación del suelo en 2007. En 2013, estableció un programa para apoyar proyectos de conservación emprendidos por fideicomisos locales y regionales.
La mayoría de estas organizaciones trabajaron de forma independiente hasta 2015, cuando The Nature Conservancy las reunió a fin de desarrollar un plan de conservación para el afluente más importante del lago, el río Crooked. Esa reunión se convirtió en la coalición Sebago Clean Waters, que comprende nueve grupos de conservación locales y nacionales, PWD y miembros de la comunidad empresarial que brindan su apoyo. Mientras exploraban formas creativas de proteger el lago y las tierras que lo rodean, surgió la idea de crear un fondo de agua.
Los fondos de agua son asociaciones público-privadas en las que los beneficiarios río abajo, como los servicios públicos y las empresas, invierten en proyectos de conservación río arriba para proteger una fuente de agua y, por extensión, para garantizar que el suministro que llega a los usuarios sea lo más limpio y abundante posible. En 2016, Spencer Meyer, de la fundación Highstead Foundation (uno de los grupos que fundó Sebago Clean Waters), viajó a Quito, Ecuador, con The Nature Conservancy. El grupo visitó a representantes del Fondo para la Protección del Agua (FONAG), un ejemplo líder de este modelo novedoso de protección del agua de origen. Meyer encontró algunas similitudes con la situación de Maine.
“Pensamos: ‘¿Y si pudiéramos reunir a los socios en un sistema completo para acelerar el ritmo de la conservación?’”, comenta Meyer. “¿Podríamos aplicar ese modelo a una cuenca saludable para adoptar una postura proactiva y construir este modelo financiero en un lugar en el que no sea demasiado tarde?”
Un fondo de agua es una herramienta financiera, pero también es un mecanismo de gobernanza y un marco de gestión que reúne a múltiples partes interesadas. El fondo de Quito, lanzado en el año 2000, es el más antiguo del mundo. Hay proyectos similares que proliferaron en todo el mundo, en especial en América Latina y África. Según The Nature Conservancy, hay más de 43 fondos de agua en funcionamiento en 13 países, en 4 continentes y, al menos, 35 más en proceso de desarrollo.
La importancia de contar con cuencas sanas
El agua limpia es el recurso más importante a nivel mundial. Cuando las cuencas río arriba están sanas, recogen, almacenan y filtran el agua. Esto proporciona un recurso que puede apoyar la adaptación al cambio climático, la seguridad alimentaria y la resiliencia de las comunidades, además de satisfacer las necesidades básicas de hidratación y saneamiento. Cuando las cuencas no están sanas, los sedimentos obstruyen los sistemas de filtración del agua, los contaminantes fluyen río abajo y los ecosistemas se degradan.
Esa diferencia es crítica. Según un informe de The Nature Conservancy, es probable que más de la mitad de las ciudades del mundo y el 75 por ciento de la agricultura de regadío ya enfrenten una escasez recurrente de agua (Richter 2016). El cambio climático potencia las sequías extremas, desde el oeste de los Estados Unidos hasta Australia, y la contaminación por fuentes como el nitrógeno y el fósforo, se multiplicó por nueve en el último medio siglo. En muchas ciudades, la fuente de agua está muy lejos y bajo una jurisdicción diferente, lo que dificulta la regulación y el tratamiento.
The Nature Conservancy también calcula que, actualmente, 1.700 millones de personas que viven en las ciudades más grandes del mundo dependen del agua que fluye de cuencas vulnerables a cientos de miles kilómetros de distancia (Abell et al., 2017). Esto pone a prueba tanto los sistemas ecológicos como la infraestructura, y la demanda no hace más que crecer. Para el año 2050, dos tercios de la población mundial vivirán en esas ciudades. Ese nivel de demanda simplemente no sería sostenible, en especial en un clima que cambia rápidamente. Los fondos de agua pueden ser soluciones creativas y de varios niveles para dos cuestiones urgentes e interrelacionadas: la calidad y la cantidad del agua.
Crédito: Sebago Clean Waters.
“Los fondos de agua se sitúan en la intersección del suelo, el agua y el cambio climático”, afirma Chandni Navalkha, codirectora de Gestión Sostenible de los Recursos Terrestres e Hídricos del Instituto Lincoln de Políticas de Suelo. “Son un ejemplo del tipo de gobernanza y colaboración intersectoriales y entre varias partes interesadas que se requiere para garantizar la seguridad del agua en un clima cambiante”.
Hace poco, Navalkha supervisó el desarrollo de un caso de estudio sobre la iniciativa Sebago Clean Waters, que el Instituto Lincoln distribuirá a través de su Red Internacional de Conservación del Suelo (Sargent 2022). Cambiar la forma en que históricamente se gestionó el agua no es fácil, sobre todo porque está relacionada con cuestiones como la planificación urbana, el crecimiento económico y la salud pública. Por ello, grupos como el Instituto Lincoln y The Nature Conservancy trabajan con el objetivo de difundir el modelo de fondos de agua mostrando la ciencia que hay detrás de la protección del agua de origen, dando a las comunidades herramientas a fin de encontrar soluciones específicas para los ecosistemas y compartiendo las experiencias de lugares como Portland y Quito.
Lecciones aprendidas de Quito
A fines de la década de 1990, a los funcionarios del Distrito Metropolitano de Quito comenzó a preocuparles la posibilidad de quedarse sin agua suficiente para abastecer a los 2,6 millones de habitantes de la ciudad. Los ecosistemas río arriba que abastecían los acuíferos de la ciudad se estaban erosionando y ese impacto comenzaba a notarse río abajo.
El 80 por ciento del suministro de agua de la ciudad provenía de zonas protegidas dentro de su cuenca: la Reserva Ecológica Antisana, el Parque Nacional Cayambe–Coca y el Parque Nacional Cotopaxi.
“Pero solo eran parques de papel”, dice Silvia Benitez, que trabaja para The Nature Conservancy como gerente de seguridad hídrica de la región de América Latina. En lugar de estar protegidos, los páramos (pastizales de gran biodiversidad y altitud que albergan una variedad de especies endémicas poco comunes y filtran el suministro de agua río arriba) se enfrentaban a múltiples amenazas por el pastoreo de ganado, la agricultura no sostenible y la construcción. En los lugares donde la conservación era una opción posible, la falta de financiamiento dificultaba su implementación.
Benitez dice que los gestores del agua sabían que había que abordar la situación, por lo que la Empresa Pública Metropolitana de Agua Potable y Saneamiento de Quito y The Nature Conservancy crearon un fondo para apoyar el ecosistema río arriba con US$ 21.000 de capital inicial. En los años siguientes, crearon una junta con participación pública, privada y de ONG de la cuenca, incluidos la Empresa Eléctrica Quito, la Cervecería Nacional, el Consorcio CAMAREN, que ofrece capacitación en política social y medioambiental, y The Tesalia Springs Company, una multinacional de bebidas. Todos esos actores tenían un interés en el agua y cada uno aportaba al fideicomiso todos los años.
La ciudad de Quito, Ecuador, obtiene el agua de varias áreas protegidas, incluido el Parque Nacional Cayambe-Coca, que se observa en el fondo. Crédito: SL_Photography vía iStock/Getty Images Plus.
En la actualidad, el FONAG está regulado por la Ley de Mercado de Valores de Ecuador y cuenta con una dotación financiera creciente de US$ 22 millones. Ese financiamiento se utiliza para apoyar proyectos medioambientales río arriba, como la capacitación agrícola y la restauración de vegetación en los páramos, lo que ayuda a limitar la sedimentación.
“Es un mecanismo financiero que aprovecha las inversiones de los sectores público y privado para proteger y restaurar los bosques y los ecosistemas”, dice Adriana Soto, directora regional de The Nature Conservancy para Colombia, Ecuador y Perú. También es una forma de gestionar el agua con visión de futuro, según Soto, que antes fue viceministra del Ministerio de Ambiente y Desarrollo Sostenible de Colombia y forma parte de la junta directiva del Instituto Lincoln. La infraestructura hídrica tradicional, a menudo llamada infraestructura gris, consiste en tuberías, sistemas de filtración de agua y tratamientos químicos diseñados para purificar el agua antes de su uso. Durante mucho tiempo se confió en la infraestructura gris para garantizar que el agua fuera potable y accesible. Pero es cara y requiere mucha energía, puede tener un impacto negativo en la vida silvestre y los ecosistemas, y se descompone con el tiempo. El cambio climático también supone una amenaza para la infraestructura gris; por ejemplo, el aumento de los incendios forestales generó un aumento de la sedimentación que ahoga las plantas de filtración existentes y los ciclos virulentos de tormentas desbordan las plantas de tratamiento de aguas y otra infraestructura clave.
Por el contrario, la infraestructura verde es un enfoque de gestión del agua que se inspira en la naturaleza. La protección de las fuentes río arriba es una forma de inversión en infraestructura verde que puede ayudar a aliviar la presión sobre los sistemas hídricos. Hay casi tantas formas de gestionar agua de origen como fuentes de agua, pero el informe “Urban Water Blueprint” de The Nature Conservancy, que estudió más de 2.000 cuencas, identifica cinco arquetipos: protección de los bosques, reforestación, buenas prácticas de gestión agrícola, restauración del área ribereña y reducción del combustible forestal (McDonald y Shemie 2014).
Por ejemplo, en los páramos de Quito, el FONAG financió proyectos para mantener el ganado alejado de los pastizales más frágiles y contrató a guardias para frenar la quema de malezas, ya que la reconstrucción del ecosistema era una prioridad absoluta. El fondo, que trabaja en casi 5.180 kilómetros cuadrados, protegió más de 28.327 hectáreas de suelo. Este esfuerzo benefició a más de 3.500 familias, ya que les brindó financiamiento para apoyar operaciones agrícolas sostenibles y rentables.
“Una de las cosas buenas de la estrategia son los resultados sociales y económicos”, dice Soto. “No solo aborda la cuestión de la regulación del agua, sino también la resiliencia ante el cambio climático y la conservación de la biodiversidad. Además, fortalece a las comunidades y crea igualdad de género. La mayoría de las tierras agrícolas están a cargo de mujeres”.
El modelo de Quito inspiró a muchos otros fondos de agua, varios creados por The Nature Conservancy. Como estos ejemplos, cada uno tiene estrategias específicas según el lugar y las estructuras de financiamiento:
En 2021, el Fondo de Agua de Ciudad del Cabo invirtió US$ 4,25 millones en quitar vegetación invasora, como los eucaliptos y los pinos, que absorbían un estimado de 15.000 millones de galones de agua por año de una cuenca que enfrenta la sequía, el equivalente a dos meses de suministro de agua. The Nature Conservancy calculó que las soluciones con mayor nivel tecnológico, como las plantas de desalinización o los sistemas de reutilización de aguas residuales, costarían 10 veces más.
Desde que se creó el Fondo de Agua Alto Tana-Nairobi en 2015, los organizadores trabajaron con decenas de miles de las 300.000 granjas agrícolas pequeñas de la cuenca para evitar que el sedimento se escurra por las pendientes escarpadas de la región hasta el río Tana, que provee agua al 95 por ciento de los 4 millones de habitantes de Nairobi. El esfuerzo redujo la concentración de sedimentos en un 50 por ciento, aumentó la producción de agua anual durante la temporada seca en un 15 por ciento e incrementó el rendimiento agrícola en US$ 3 millones por año. En 2021, el fondo se convirtió en una entidad independiente registrada en Kenia.
Representante del Fondo de Agua Alto Tana-Nairobi. Crédito: Nick Hall.
Los químicos que se usan en la producción convencional de bambú contaminaban la reserva Longwu de China, que provee agua potable a dos pueblos de 3.000 habitantes. Con una inversión inicial de US$ 50.000, el Fondo de Agua Longwu ayudó a los agricultores locales a adoptar métodos agrícolas orgánicos e integrales que ahora se usan en el 70 por ciento de los bosques de bambú del área. Además, fomenta el ecoturismo y brinda programas de educación medioambiental. En 2021, el servicio de agua y el gobierno local acordaron pagarle al fondo en nombre de todos los usuarios del servicio de agua.
Medir el progreso
A fin de crear un fondo de agua, se deben establecer sistemas de gobernanza, asegurar el financiamiento, identificar los objetivos de conservación y definir puntos de referencia para medir los progresos. “El desarrollo del argumenbto comercial es difícil: se debe calcular cuánto dinero se necesita y se debe saber dónde se va a invertir”, dice Soto.
Una parte del caso de negocio consiste en demostrar el beneficio ecológico y financiero de un fondo. Soto dice que ese es el mayor desafío, porque los beneficios de la conservación son a largo plazo y no se observan de inmediato.
“La cuestión del agua es complicada”, dice. “El desafío no es solo el tiempo (tenemos que demostrar resultados durante muchos años), sino también el resultado general. ¿En qué medida la calidad o la cantidad del agua se deben al fondo de agua?”. Dice que al FONAG le costó encontrar una forma de cuantificar eso, pero los investigadores de la Universidad San Francisco de Quito ayudaron a establecer un sistema de supervisión que rastreaba la calidad y la cantidad del agua. Ese sistema se usó para registrar el progreso y mostrarles a los inversionistas los beneficios directos de este proyecto.
“No es fácil de vender, sobre todo cuando se trata de comprometer fondos por 50 o 70 años”, dice Benitez. “Pero ahora, 20 años después, tenemos muchas herramientas para mostrar los beneficios de las soluciones con base en la naturaleza”.
Dice que durante esos años, a medida que The Nature Conservancy introdujo fondos de agua en Colombia, Brasil y otros países, han aprendido a mostrarles a los socios potenciales resultados concretos y medibles, y han reunido herramientas y datos cientificos a para respaldar el trabajo.
Ampliación a escala
Con los años, se consideró que el proyecto de Quito tuvo éxito, pero una cosa es la creación de un único fondo de agua y otra es la ampliación del concepto. A medida que el modelo de los fondos de agua se extendió a otros países y continentes, surgieron desafíos.
Cambiar la forma de pensar y operar de las instituciones del agua requiere tiempo y negociación. En cuanto al aspecto financiero, los costos de transacción y de establecimiento pueden ser elevados, y no hay un marco claro para comparar los costos de las soluciones con base en la naturaleza y las infraestructuras grises. Desde el punto de vista logístico, el establecimiento de un fondo nunca se realiza de la misma manera. Por ejemplo, el problema de las especies invasoras en Ciudad del Cabo es diferente al de las necesidades de protección del páramo en Quito.
Para hacer frente a estos desafíos, The Nature Conservancy, junto con el Banco Interamericano de Desarrollo, la Fundación FEMSA, el Fondo Mundial para el Medio Ambiente y la International Climate Initiative, formaron la Alianza Latinoamericana de Fondos de Agua en 2011. El objetivo de la alianza, que se describe en From the Ground Up, un informe de enfoque en políticas del Instituto Lincoln (Levitt y Navalkha 2022), es ampliar el desarrollo de los fondos de agua en la región y proporcionar un modelo internacional sobre cómo ayudar a los centros urbanos a proteger el agua de origen.
Un año después de su puesta en marcha, la alianza publicó un manual destinado a proporcionar recursos que pudieran orientar el trabajo en todas partes, aunque cada lugar se enfrentara a desafíos específicos (TNC 2012). “Hay fondos de agua que trabajan con grupos de pueblos nativos río arriba y hay otros que trabajan con propietarios grandes o agricultores pequeños”, dice Benitez. “El objetivo común es llegar a un acuerdo con los grupos y establecer las responsabilidades del fondo”.
Es diferente en cada caso, pero hay ciertos elementos que pueden ayudar a que un fondo de agua tenga éxito, como la participación política. Por ejemplo, Soto dice que en Bogotá, Medellín y Cartagena, los organizadores del fondo se aseguraron de involucrar al Ministerio de Ambiente y al de Vivienda, que se encarga de las aguas grises. “Trabajar con ellos proporciona una plataforma que facilita el cambio de las políticas, de modo que no empezamos de cero”, dice. The Nature Conservancy también ofrece estrategias para involucrar a las empresas y mostrarles cómo apoyar a los fondos de agua reduce su riesgo a largo plazo.
En 2018, The Nature Conservancy fue un paso más allá: creó la Water Funds Toolbox, una caja de herramientas diseñada para guiar a los socios potenciales por las cinco etapas de un proyecto: la viabilidad, el diseño, la creación, la operación y la consolidación (TNC 2018). La caja de herramientas, que se basa en 20 años de conocimientos adquiridos, muestra cómo y dónde puede ayudar un fondo de agua a mantener la calidad y la disponibilidad hídricas. Además, brinda un marco para los aspectos financiero y de conservación de la planificación.
Maine adopta el modelo
En Maine, los miembros de Sebago Clean Waters implementaron esa caja de herramientas. “Desde el principio, nos esforzamos por diseñar Sebago Clean Waters como un modelo replicable del que pudieran aprender otras coaliciones, regiones y fondos de agua”, dijo Meyer, de la fundación Highstead Foundation.
La coalición evaluó la viabilidad del fondo mediante un estudio encargado a la Universidad de Maine. El estudio determinó que reducir las áreas forestales, incluso en un tres por ciento, podría aumentar notablemente los contaminantes. Según el estudio, si los bosques disminuyeran un 10 por ciento, la cuenca quedaría por debajo de las normas federales de filtración y agrega: “Proteger la exención de evitar la filtración les ahorra a PWD y a sus clientes un estimado de US$ 15 millones al año en los costos anuales adicionales previstos para una planta de filtración” (Daigneault y Strong 2018).
Sebago Clean Waters trabaja para garantizar la protección del 25 por ciento de la cuenca del lago Sebago, y ha comenzado a implementar proyectos que incluyen la conservación del Tiger Hill Community Forest. Crédito: Jerry y Marcy Monkman/EcoPhotography.
El argumento económico era sólido. Los investigadores descubrieron que cada dólar invertido en la conservación de los bosques probablemente produzca entre US$ 4,8 y US$ 8,9 en beneficios, incluida la preservación de la calidad del agua. Sin embargo, si fuera necesaria una planta de filtración, PWD tendría que aumentar las tarifas del agua en aproximadamente un 84 por ciento para compensar los costos de construcción. La conservación de la cuenca también tenía beneficios ecológicos, como proporcionar un hábitat para la trucha y el salmón, reducir la erosión y controlar las inundaciones.
Sebago Clean Waters elaboró un plan para garantizar la conservación de un total del 25 por ciento de la cuenca (14.163 hectáreas) durante 15 años. Comenzaron con proyectos como el Tiger Hill Community Forest, de 566 hectáreas, en la ciudad de Sebago. Esa extensión se protegió mediante una asociación entre Loon Echo Land Trust, miembro de la coalición que trabaja para proteger la región norte del lago Sebago desde 1987, y Trust for Public Land. En 2021, Sebago Clean Waters anunció su participación en un acuerdo que protegería más de 4.856 hectáreas en el condado de Oxford, incluida la cabecera del río Crooked, el afluente principal del lago. La cantidad de suelo protegido en la cuenca aumentó del 10 al 15 por ciento.
La conservación del suelo no es barata ni sencilla, en especial en Nueva Inglaterra, donde gran parte del suelo junto al lago estuvo durante mucho tiempo en manos privadas. Lograr los objetivos del fondo de agua requerirá unos US$ 15 millones. Pero el fondo está cobrando impulso: gracias a una subvención inicial para construir capacidad de US$ 350.000 de U.S. Endowment for Forestry and Communities, el financiamiento privado y empresarial, y el compromiso de Portland Water District de aportar hasta el 25 por ciento del financiamiento de cada proyecto de conservación de cuencas que cumpla sus criterios, la coalición consiguió hace poco un premio de US$ 8 millones del Programa de Asociación de Conservación Regional del USDA.
Las empresas locales también han hecho su aporte. En 2019, Allagash Brewing, de Portland, ofreció donar US$ 0,1 de cada barril de cerveza que fabricara (un total de casi US$ 10.000 al año). Allagash fue la primera de unas 10 empresas, incluidas otras cuatro cervecerías, que se unieron a la coalición. MaineHealth, una red de hospitales del estado, también acaba de unirse.
“La cuestión del agua potable es tan apremiante que no resulta difícil convencer a la gente de protegerla, sobre todo a las cervecerías, porque la cerveza es 90 por ciento agua”, dice Young. “Las personas comprenden el beneficio como empresas y como miembros de la comunidad”. Le sorprenden las razones por las que se unieron tantos socios. Muchos no lo hacen por su cuenta de resultados; les preocupa la sostenibilidad y quieren apoyar a las comunidades donde viven sus empleados.
Sebago Clean Waters ha logrado mucho, pero sus socios son muy conscientes de la necesidad urgente de proteger este recurso relativamente prístino. Al fin y al cabo, conservar el suelo y el agua es más fácil que restaurarlos. Una vez que una fuente de agua limpia desaparece, es difícil recuperarla.
A medida que el modelo de fondos de agua se extiende, revela el verdadero potencial de las asociaciones río arriba y río abajo para lograr un cambio significativo. Esta labor no es sencilla ni inmediata, pero puede tener efectos positivos duraderos en las cuencas y comunidades de todo el mundo. Meyer dijo que el modelo es muy prometedor: “Es increíble ver hasta dónde puede llegar una asociación fundada en la confianza”.
Heather Hansman es una periodista de Colorado y la autora del libro Downriver. Es guía registrada en Maine y una apasionada de los ríos del estado.
Imagen principal: El lago Sebago, Maine. Crédito: Phil Sunkel via iStock/Getty Images Plus.
Referencias
Abell, Robin, Nigel Asquith, Giulio Boccaletti, Leah Bremer, Emily Chapin, Andrea Erickson-Quiroz, Jonathan Higgins, Justin Johnson, Shiteng Kang, Nathan Karres, Bernhard Lehner, Rob McDonald, Justus Raepple, Daniel Shemie, Emily Simmons, Aparna Sridhar, Kari Vigerstøl, Adrian Vogl y Sylvia Wood. 2017. “Beyond the Source: The Environmental, Economic, and Community Benefits of Source Water Protection”. Arlington, VA: The Nature Conservancy.
Daigneault, Adam y Aaron L. Strong. 2018. “An Economic Case for the Sebago Watershed Water & Forest Conservation Fund”. Preparado para The Nature Conservancy por el Centro para Soluciones Sostenibles Senador George J. Mitchell de la Universidad de Maine. Orono, ME: la Universidad de Maine.
McDonald, Robert y Daniel Shemie. 2014. “Urban Water Blueprint: Mapping Conservation Solutions to the Global Water Challenge”. Arlington, VA: The Nature Conservancy.
Richter, Brian. 2016. Water Share: Using Water Markets and Impact Investment to Drive Sustainability. Arlington, VA: The Nature Conservancy.
Sargent, Jessica. 2022. “Sebago Source Protection: Collaboration, Conservation, and Co-Investment in a Drinking Water Supply”. Caso de estudio. Junio. Cambridge, MA: Instituto Lincoln de Políticas de Suelo.
TNC (The Nature Conservancy). 2012. “Water Funds: Conserving Green Infrastructure”. Arlington, VA: The Nature Conservancy.
Los habitantes de ciudades de todo el mundo notaron un efecto secundario sorprendentemente positivo de la etapa de aislamiento de la pandemia: menos ruido. En su mayoría, los paisajes sonoros urbanos volvieron a su forma original, pero ese interludio de paz sirvió como un recordatorio claro y rotundo para los planificadores y gestores de políticas de que el sonido tiene un efecto en la vida urbana y que, a su vez, puede modificarse mediante políticas que incluyan el uso y el diseño del suelo bien planificados. Inger Andersen, directora ejecutiva del Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente, destacó el problema en el Financial Times a principios de este año: “Los planificadores urbanos deben tener en cuenta los riesgos para la salud y el medioambiente de la contaminación sonora”.
Por supuesto, este problema subyacente no es novedad. Las quejas por ruidos provenientes de, por ejemplo, construcciones, conciertos y vecinos molestos probablemente existan desde el origen de las ciudades. Mientras que un barrio urbano relativamente tranquilo puede registrar un nivel de sonido ambiente de alrededor de 50 decibeles, los niveles más altos pueden interferir en las conversaciones: una calle muy transitada puede producir alrededor de 70 decibeles (casi lo mismo que una aspiradora) y un tren que cruza esa calle puede llevar el nivel sonoro hasta 90 decibeles o más.
Los estudios que documentan los efectos de la contaminación sonora sobre la salud, desde problemas para dormir hasta problemas cognitivos y cardíacos, se remontan a la década de 1970, como mínimo. La Organización Mundial de la Salud, junto con organismos reguladores en los Estados Unidos, Europa y otros lugares, lleva décadas haciendo hincapié en el problema, muchas veces animados por grupos de activistas contra la contaminación sonora.
“La buena noticia es que hoy en día hay mucho más interés”, dice Arline Bronzaft, profesora emérita de la Universidad de la Ciudad de Nueva York que realizó algunos de los primeros estudios en los que se documenta el impacto del ruido urbano en la salud y el bienestar. Bronzaft, que estudió Psicología Medioambiental, aboga por entornos construidos más tranquilos en su carácter de miembro de la junta de la organización medioambiental sin fines de lucro GrowNYC. Hoy en día, dice, hay mucha más investigación y más voluntad para experimentar con políticas. “Ahora que ya tenemos los datos, la pregunta es qué hacemos con ellos”, explica.
La respuesta todavía es incierta, pero es posible que este sea un momento decisivo para pensar acerca de los paisajes sonoros construidos. Las herramientas disponibles para evaluar el desafío han mejorado notablemente. Esto podría ayudar a los planificadores y gestores de políticas a idear y poner en práctica mejores estrategias de diseño y políticas para enfrentar el problema.
Quizás, el ejemplo más notable sea la evolución de las herramientas para medir el sonido, que se han vuelto más sofisticadas y se utilizan de maneras novedosas. Por ejemplo, hace poco las autoridades en París y otras ciudades francesas comenzaron a experimentar con “radares de sonido”, que son dispositivos que funcionan como cámaras de velocidad y que se activan ante sonidos que superan los límites de decibeles. Estos sensores fotografían las patentes de los vehículos que superan el nivel permitido e imponen multas a los propietarios.
Bruitparif, una agencia con apoyo estatal que se dedica a estudiar la acústica urbana en París y otras ciudades, desarrolló los sensores franceses. En Nueva York, Edmonton y otras ciudades, se está probando una tecnología similar. La mayoría de las ciudades ya tienen algún tipo de ordenanza sonora vigente, pero es poco frecuente que se aplique de manera sistemática o coherente. Estos sensores avanzados podrían ayudar a remediar este problema.
Pero, además, hay un motivo detrás de poner tanto esfuerzo en pensar acerca del sonido: usar la tecnología de medición como herramienta de planificación, en lugar de solo como una herramienta punitiva. Erica Walker, profesora de Epidemiología en la Facultad de Salud Pública de la Universidad de Brown y fundadora del Community Noise Lab de Brown, dedicó años a crear el “Informe de ruido del área metropolitana de Boston de 2016”, que muestra datos de ruido que recopiló en alrededor de 400 lugares de la ciudad. Esta experiencia le dio una perspectiva diferente de los paisajes sonoros.
“Cuando empecé, luchaba por la tranquilidad”, dice Walker. De hecho, explica riéndose, estaba interesada en descubrir si los códigos de ruido de la ciudad podrían ayudarla a que unos vecinos ruidosos se calmaran un poco. Mientras creaba el informe de ruido, Walker se encontró con un conjunto variado de situaciones que le demostraron que “los barrios y el sonido son complejos”. Como las ordenanzas se centran casi exclusivamente en el sonido como una molestia, muchas veces son incompletas o contraproducentes, explica. Walker dice que, dado que es inevitable que haya cierto nivel de ruido en una ciudad, la planificación y el desarrollo deben considerar cómo el entorno acústico afecta a los habitantes y sus interacciones. “Ahora no lucho por la tranquilidad, sino por la paz”.
El proyecto del Community Noise Lab se enfoca en reestructurar la conversación sobre el paisaje sonoro entre los ciudadanos y los gestores de políticas. Entre otras iniciativas, esto incluye la creación de una app gratuita llamada NoiseScore para que la medición del sonido sea una actividad accesible y colaborativa. Los funcionarios de la ciudad de Asheville, Carolina del Norte, usaron la herramienta como parte de su esfuerzo para incorporar más comentarios de la comunidad en las revisiones del código de ruido de la ciudad, que se actualizó en el verano de 2021. Si bien eso se reduce a crear ordenanzas, es un ejemplo de cómo la tecnología amplía el debate, en lugar de simplemente servir como una herramienta para hacer cumplir las leyes. “El primer paso no fue: ‘Vamos a colocar sensores en toda la ciudad y castigar a quienes hagan esto o lo otro’”, dice Walker. “Querían conocer la perspectiva de todos los socios”.
Tor Oiamo, un profesor en el Departamento de Geografía y Estudios Medioambientales en la Universidad Metropolitana de Toronto que llevó a cabo un estudio reciente sobre el ruido y la salud pública en esa ciudad, destaca que los sensores más sofisticados, el mapeo y el software de modelado crean oportunidades de planificación que incorporan la cuestión sonora. Dice que, en los próximos años, las herramientas disponibles podrían incluir una especie de base de datos de ruido mundial similar a aquellas que hacen un seguimiento de la contaminación del aire. Pero hay un desafío claro: “La mitigación se complica en una ciudad ya construida porque, en varios sentidos, la estructura ya es inamovible”, dice.
En algunos casos, las ciudades encontraron maneras de modificar la infraestructura existente o hacerle agregados. Gracias a la investigación innovadora de Bronzaft en la década de 1970 (en la que documentó el impacto negativo de una sección elevada del metro de Nueva York que pasaba cerca de una escuela), se instalaron paneles acústicos en las aulas y almohadillas de caucho en los rieles en todo el sistema del metro para amortiguar el ruido. En la actualidad, otros sistemas ferroviarios usan ruedas de caucho y la próxima ola de innovación en tranquilidad para transporte incluye trenes de levitación magnética y autobuses eléctricos.
Oiamo también destaca los esfuerzos exitosos en Ámsterdam y Copenhague para revaluar los patrones de tránsito, con el objetivo específico de reducir el ruido en las zonas residenciales. Además, reconoce el enfoque inteligente de Toronto en su proyecto de desarrollo actual, Port Lands: dado que recuerda a un barrio planificado, es posible tener en cuenta el paisaje sonoro en el proceso de diseño. Además, muchas de las maneras más útiles de mitigar el sonido urbano coinciden con el uso inteligente del suelo: más espacios verdes y árboles, una planificación cuidadosa de la densidad de construcción (la densidad estratégica puede crear espacios de tranquilidad) y demás.
Durante años, se usaron proyectos de suelo para mitigar el ruido urbano, desde terraplenes en los límites de Central Park en Nueva York, hasta árboles y barreras sonoras junto a las autopistas. Existe una versión más reciente y tecnológica, creada por una firma alemana llamada Naturawall, que diseñó “paredes con jardines verticales” (marcos de acero galvanizado con un perfil relativamente delgado, rellenos con tierra y que contienen una capa gruesa de vegetación y flores). Estas paredes, que actualmente se usan en algunas ciudades alemanas, tienen el objetivo de bloquear niveles de sonido casi equivalentes a los que produce el tránsito habitual de una ciudad. En otras partes del mundo, otras empresas, incluida una de Míchigan llamada LiveWall, están creando proyectos similares.
Ninguna de estas estrategias es una solución mágica. Pero Oiamo, al igual que Bronzaft y Walker, enfatiza que, en este momento, hay suficiente experiencia que puede aprovecharse para mejorar los paisajes sonoros construidos. Las tecnologías más nuevas ayudan a definir los problemas de manera más detallada y ofrecen soluciones innovadoras. Si bien es posible que los sensores que ayudan a multar a quienes violan las leyes de ruido no sean el tipo de enfoque holístico que Walker o Bronzaft tienen en mente, son un paso en la dirección correcta. A medida que se hace más hincapié en el tema y aumenta la cantidad de opciones tecnológicas disponibles, los expertos en paisajes sonoros notan la posibilidad de lograr avances reales, aunque sea en forma progresiva. “Hay un millón de cosas por hacer”, dice Oiamo. Ese es el desafío y también la oportunidad.
Rob Walker es periodista; escribe sobre diseño, tecnología y otros temas. Es el autor de The Art of Noticing. Publica un boletín en robwalker.substack.com.
Fotografía: En París y otras ciudades, hay sensores que controlan el ruido de los vehículos que circulan y fotografían las patentes de quienes superan el nivel permitido. Crédito: cortesía de Bruitparif.
When you think about innovations in development and construction, wood probably doesn’t leap to mind. It is, to put it mildly, an old-school material. But “mass-timber” construction—which involves wood panels, beams, and columns fabricated with modern manufacturing techniques and advanced digital design tools—is sprouting notable growth lately. Advocates point to its potential climate impact, among other attributes: using sustainably harvested mass timber can halve the carbon footprint of a comparable structure made of steel and concrete.
According to wood trade group WoodWorks, more than 1,500 multifamily, commercial, or institutional mass-timber projects had either been built or were in design across all 50 states as of September 2022—an increase of well over 50 percent since 2020. The Wall Street Journal, citing U.S. Forest Service data, reports that since 2014 at least 18 mass-timber manufacturing plants have opened in Canada and the United States.
The building blocks of mass-timber construction are wood slabs, columns, and beams. These are much more substantial than, say, the familiar two-by-four, thanks to special processes used to chunk together smaller pieces of wood into precisely fabricated blocks. The end result includes glue-laminated (or “glulam”) columns and beams, and cross-laminated (or CLT) slab-like panels that can run a dozen feet wide and 60 feet long. The larger panels are mostly used for floors and ceilings, but also for walls. The upshot, as the online publication Vox put it, is “wood, but like Legos.” Major mass-timber projects tend to showcase the material, resulting in buildings whose structural elements offer a warmer, more organic aesthetic than do steel and concrete.
Both the process and interest in wood’s potential have been building momentum for a while. Pioneered in Austria and used elsewhere in Europe since the 1990s, the practice has gradually found its way to other parts of the world. In an often-cited 2013 TED Talk, Vancouver architect Michael Green made a case for this new-old material: “I feel there’s a role for wood to play in cities,” he argued, emphasizing mass timber’s carbon sequestration properties—a cubic meter of wood can store a ton of carbon dioxide; building a 20-story structure of concrete would emit more than 1,200 tons of carbon, while building it with wood would sequester over 3,000 tons. Plus, mass-timber structures can withstand earthquakes and fire.
When Green gave his TED talk in 2013, the tallest mass-timber structures were nine or 10 stories high. But Green argued this new fabrication process could be successfully used in structures two or three times that height. “This is the first new way to build a skyscraper in probably 100 years, or more,” he declared, adding that the engineering wouldn’t be as hard as changing the perception of wood’s potential. Lately that perception has been getting a fresh boost thanks to a spate of eye-catching projects—including a 25-story residential and retail complex in Milwaukee and a 20-story hotel in northeastern Sweden—and proposals for even taller mass-timber buildings.
Because mass timber is prefabricated in a factory and shipped to the site, unlike concrete structures made in place, the design details must be worked out precisely in advance, requiring intense digital planning and modeling. This can ultimately make construction processes more efficient, with fewer workers and less waste. Most mass-timber projects still incorporate other materials, notes Judith Sheine,an architecture professor at the University of Oregon (UO) and director of design for the TallWood Design Institute, a collaboration between UO’s College of Design and Oregon State University’s Colleges of Forestry and Engineering that focuses on advancing mass-timber innovation. “But mass timber can replace steel and concrete in many, many applications, and it’s becoming increasingly popular,” she says. “That’s due to new availability, but also to an interest in using materials that have low embodied carbon.”
TallWood has run dozens of applied research projects and initiatives, addressing everything from code issues to supply chain challenges to building performance in an effort to help get more advanced and engineered timber into use. The institute is part of the Oregon Mass Timber Coalition, a partnership between research institutions and Oregon state agencies that was recently awarded $41.4 million from the U.S Economic Development Build Back Better Regional Challenge. That funding is meant to back “smart forestry” and other research initiatives tied to increasing the market for mass timber.
Of course, part of the newfangled material’s environmental promise depends on the back-end details, notably how and where the timber is harvested. Advocates of the sector argue that its expansion won’t cause undue pressure on forests, in part because mass-timber products can be made from “low-value” wood—smaller-diameter trees that are already being culled as part of wildfire mitigation, diseased trees, and potentially even scrap lumber.
Conservation groups and other forestry experts are proceeding a bit more cautiously. The Nature Conservancy undertook a multiyear global mass-timber impact assessment in 2018, researching the potential benefits and risks of increased demand for mass-timber products on forests, and is developing a set of global guiding principles for a “climate-smart forest economy”—best practices that will help protect biodiversity and ecosystems as the mass-timber market grows.
Often, builders and developers who specifically want to tout the use of mass-timber materials insist on sourcing that’s certified as sustainable, according to Stephen Shaler, professor of sustainable materials and technology in the University of Maine’s School of Forest Resources. “That demand is in the marketplace right now,” he says.
Beyond an interest in sustainability, there’s another reason for the proliferation of mass-timber projects: biophilia, or the human instinct to connect with nature. “Being in a wood building can just feel good,” Shaler says. That’s not just a subjective judgment; small studies have shown that wood interiors improve air quality, reduce blood pressure and heart rates, and can improve concentration and productivity.
The developers of the 25-story Milwaukee building, the Ascent, reportedly pursued the mass-timber approach largely for aesthetic reasons, and for the promotional value of its distinct look. Presumably the marketing payoff didn’t hurt: as the tallest wood skyscraper in the world, the Ascent has been a centerpiece of mass-timber press attention. But there’s another value to the public exposure: the 284-foot-high Ascent and other high-rise projects may not portend the future of all skyscrapers, but they demonstrate the possibility of safely building with mass timber at large scale. And that may help sway regulators and planners—particularly when it comes to approving the smaller-scale buildings that could be more important to proving mass timber’s real potential. “The majority of the use is likely going be in the mid-rise, six- to eight-story kind of project,” Shaler says.
The International Building Code permits wooden buildings up to 18 stories; the Ascent developers obtained a variance partly because their final design incorporated two concrete cores. As Sheine and Shaler both underscore, most mass-timber projects still incorporate at least some concrete, steel, or other materials. That’s just fine, Shaler says: mass timber should be viewed as a comparatively new option that can help improve carbon footprints, not as a full-on replacement for traditional materials. And new options are always useful—even when they’re as old-school as wood.
Rob Walker is a journalist covering design, technology, and other subjects. He is the author of The Art of Noticing. His newsletter is at robwalker.substack.com.
Image: Mass timber construction. Credit: Courtesy of ACSA.
Tecnociudad
Nuevas herramientas para gestionar los objetivos climáticos locales
Por Rob Walker, Julho 31, 2022
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En el esfuerzo cada vez más urgente de disminuir las emisiones de gases de efecto invernadero y ralentizar el daño que produce el cambio climático, los gestores de políticas y los planificadores locales cumplen una función fundamental. La buena noticia es que hoy en día tienen acceso a más datos que nunca. Sin embargo, analizarlos, clasificarlos y comprenderlos puede ser un gran desafío.
Un conjunto nuevo de herramientas tecnológicas ayuda a capturar datos relacionados con las emisiones de gases de efecto invernadero municipales, los organiza de manera que sean sencillos de comprender y hace que sean accesibles para los dirigentes municipales.
En Minneapolis–St. Paul, el Consejo Metropolitano de Twin Cities trabaja en un nuevo esfuerzo ambicioso para apoyar las decisiones climáticas locales. Según la Agencia de Protección Medioambiental, las emisiones per cápita de Minnesota en 2016 estaban apenas por encima del promedio nacional de 16 toneladas métricas de dióxido de carbono por persona. Desglosar los detalles detrás de ese número puede ser complejo. Simplificarlo es uno de los objetivos principales del Consejo, que es un cuerpo regional que gestiona políticas, y actúa como agencia de planificación y proveedor de servicios, incluidos transporte y vivienda asequible para una región de siete condados, que cuenta con 181 gobiernos locales.
La herramienta de planificación de escenarios de gases de efecto invernadero del Consejo Metropolitano, que lleva tres años en desarrollo y estará disponible más adelante este año, surgió del trabajo que realizó el Consejo con el objetivo de fomentar la habitabilidad, la sostenibilidad y la vitalidad económica regionales, pero, básicamente, pueden utilizarla todas las municipalidades de los Estados Unidos.
Curiosamente, el proceso comenzó con la creación de un equipo de socios, incluidos varios académicos de renombre (de la Universidad de Princeton, la Universidad de Texas en Austin y la Universidad de Minnesota) que estudian distintos aspectos del cambio climático y organizaciones sin fines de lucro del sector privado, lo que “posibilitó el acceso a la ciencia y la innovación que solo puede brindar la academia, combinadas con la sabiduría práctica del gobierno”, dice Mauricio León, investigador sénior del Consejo Metropolitano.
Entre las tareas de León, se incluye el registro de las emisiones de gases de efecto invernadero de la región de Twin Cities, por lo que está familiarizado con las complejidades de medir las emisiones en el presente y buscar la forma de proyectar esos datos en diferentes escenarios en el futuro. El Consejo notó que este puede ser un desafío que consume tiempo y recursos para los gobiernos locales. Esto condujo a la idea de crear una aplicación web que toma como punto de partida bases de datos existentes y que puede ajustarse según las estrategias de políticas específicas.
León y una de las socias académicas del Consejo, Anu Ramaswami, profesora de ingeniería civil y medioambiental en Princeton e investigadora principal del proyecto, destacan que las asociaciones entre el sector público y el académico no son frecuentes. “Es algo casi único”, dice Ramaswami, que trabajó con distintas ciudades durante años, pero muy pocas veces en un proyecto que servirá a una gran cantidad de municipalidades y gobiernos locales.
En cuanto a los procesos, dice ella, los científicos y los gestores de políticas formularon las preguntas relevantes y, luego, crearon el modelo juntos. Los colaboradores identifican conjuntos de datos relacionados con las fuentes principales de emisiones. Por ejemplo, en el área de Twin Cities, alrededor del 67 por ciento de las emisiones directas provienen de “energía estacionaria”, como la electricidad y el gas natural que se usan en los hogares y edificios, mientras que el 32 por ciento proviene del transporte. El equipo también identificó las estrategias y políticas de reducción y compensación más prometedoras, como regulaciones, incentivos económicos, inversiones públicas y usos del suelo (parques y áreas verdes), entre otras. Con tres áreas o módulos centrales: la construcción de infraestructura energética, de transporte y verde, la aplicación está diseñada para mostrarles a los gestores de políticas los posibles resultados de varias estrategias de mitigación. El marco general se ajusta al objetivo de los gobiernos locales de neutralizar las emisiones para 2040, una meta a la que aspira el Consejo Metropolitano.
En la demostración conceptual preliminar de la herramienta durante la conferencia Consorcio para la Planificación de Escenarios (CSP, por su sigla en inglés) del Instituto Lincoln a principios de este año, León mostró cómo diferentes tipos de comunidades, desde ciudades hasta áreas rurales, tienen diferentes efectos y opciones de estrategias. Por ejemplo, una ciudad tiene muchas opciones de transporte que no están disponibles en una comunidad rural. Los gestores de políticas que usan la herramienta también pueden tener en cuenta otros factores claves, como las implicaciones en la igualdad de las estrategias de reducción de los gases de efecto invernadero que podrían tener un impacto en algunos segmentos de una comunidad más que en otros. “Esta herramienta se puede usar para crear una cartera de estrategias según los valores de cada uno”, explica León.
Con objetivos similares pero un enfoque distinto, el Consejo de Planificación del Área Metropolitana (MAPC, por su sigla en inglés) de Boston presentó una herramienta localizada de inventario de gases de efecto invernadero varios años atrás. La herramienta del MAPC se enfoca menos en los escenarios futuros y más en brindar datos y aproximaciones de referencia precisos y específicos de cada comunidad sobre los impactos de varias actividades e industrias. Guiada en parte por un marco de inventario de gases de efecto invernadero desarrollado por World Resources Institute, C40 Cities y CLEI-Local Governments for Sustainability, busca medir las emisiones directas e indirectas de una municipalidad.
Jillian Wilson-Martin, directora de Sostenibilidad en Natick, Massachusetts, dice que la herramienta del MAPC recopila los datos y estima los impactos sobre las emisiones de automóviles, la calefacción hogareña, el cuidado del jardín y otros factores que sería difícil obtener para un pueblo en forma individual. Esto ayudó a Natick a medir las fuentes principales de emisiones, que es el punto de partida para diseñar las estrategias de reducción. En conjunto con las compensaciones, el pueblo busca reducir sus emisiones netas de nueve toneladas métricas per cápita a cero para 2050. “Será más fácil para las comunidades pequeñas sin presupuesto para cuestiones de sostenibilidad acceder a esta información importante, lo que les permitirá ser más eficaces”, dice Wilson-Martin.
Si bien el MAPC brinda recursos de guía y capacitación a las 101 ciudades y pueblos que sirve en el este de Massachusetts, es tarea del dirigente de cada municipalidad decidir cómo miden el inventario de emisiones locales y cómo pueden usar ese dato para la planificación. Esto puede limitar los usos de la predicción específica, pero tiene otra ventaja, dice Tim Reardon, director de Servicios de Datos del MAPC. “Lo valioso de tener una herramienta adaptada de manera local es que permite obtener la credibilidad y la aceptación de las partes interesadas a nivel local”, explicó Reardon en la conferencia CSP. También dijo que, si bien los datos generales que no aplican a una comunidad en particular pueden generar cierto desinterés, los datos locales bajan la crisis climática mundial a la realidad y facilitan la conversación sobre lo que debe suceder a nivel local para garantizar un futuro resiliente.
A menudo, en los debates sobre la planificación de escenarios de gases de efecto invernadero, “hay cierta sensación de que esto es demasiado complejo incluso para pensar en ello”, concuerda León. La herramienta web simple del Consejo tiene como objetivo contradecir ese argumento. Está diseñada para mostrar en forma gráfica y sencilla los diferentes niveles de emisiones que se obtendrían si se adoptaran diversas tácticas específicas, y compararlos con el escenario futuro si se mantiene la situación actual.
Un beneficio de contar con una herramienta tan asequible, agrega Ramaswami, es que fomenta una participación más amplia y “permite que surjan más oportunidades de creatividad”. De hecho, dice que el proyecto de Twin Cities tuvo un efecto similar en sus socios académicos: “Se necesitan un tipo de mentalidad científica y un grupo de investigación diferentes” para trabajar directamente con municipalidades y responder a opciones de políticas reales. Cuando la herramienta esté disponible, también se publicará la investigación académica relacionada que realizaron Ramaswami y el resto de los socios académicos del grupo.
León sabe que la aplicación tendrá sus limitaciones y que, en última instancia, las políticas internacionales y federales de mayor alcance tendrán un mayor impacto total que cualquier iniciativa local, pero cualquier cosa que impulse la participación es importante, agrega. La aplicación web está diseñada para alentar a las municipalidades de todos los tamaños a interactuar con los cálculos y los números que recopiló el equipo del proyecto, lo que significa que no tendrán que cargar sus propios datos. “Es muy fácil”, dice León, “y no hay excusa válida para que no la usen”.
Rob Walker es periodista; escribe sobre diseño, tecnología y otros temas. Es el autor de The Art of Noticing. Publica un boletín en robwalker.substack.com.
Fotografía: En Minneapolis, el metro ligero es una opción de transporte neutro en carbono. Las agencias de planificación regional en Twin Cities y el área metropolitana de Boston ayudan a los dirigentes municipales a acceder a datos sobre las emisiones de carbono y comprenderlos. Crédito: Wiskerke vía Alamy Stock Photo.
Course
Scenario Planning for Urban Futures
Maio 17, 2023 - Maio 19, 2023
Oferecido em inglês
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Create Resilient and Sustainable Communities with Scenario Planning
Scenario planning is a practice through which communities plan for an uncertain future by exploring multiple possibilities of what might happen. The practice guides planners, community members, and other stakeholders through considerations of various potential futures and explores how to effectively respond to and plan for them.
In the course, urban planning professionals will practice applying scenario planning techniques with leading practitioners and develop concrete ideas for how to implement scenarios in specific contexts, such as addressing climate change impacts, demographic shifts, or financial shocks.
Learning Objectives
Develop knowledge and skills to use scenario planning techniques to foster more effective urban planning practice
Apply a variety of qualitative and quantitative techniques used by scenario planners to analyze trends, construct scenario narratives, and model scenarios using software tools
Course participants will dive into scenario planning through a deep examination of theory, analysis of case studies, and participation in interactive activities.
This HyFlex program is available concurrently via a 3-day in-person session in Ann Arbor, Michigan, or remote-live via Zoom.
Detalhes
Date
Maio 17, 2023 - Maio 19, 2023
Time
8:00 a.m. - 4:30 p.m.
Registration Period
Novembro 16, 2022 - Maio 10, 2023
Language
inglês
Registration Fee
$1,700.00
Educational Credit Type
Lincoln Institute certificate
Palavras-chave
Planejamento de Uso do Solo, Planejamento
For the Common Good
Upstream and Downstream Communities Join Forces to Protect Water Supplies
By Heather Hansman, Outubro 6, 2022
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Twenty miles upstream of Portland, Maine, lies Sebago Lake, the state’s deepest and second-biggest body of water. The lake provides drinking water to 16 percent of Maine’s population, including residents of Portland, the state’s largest city. It holds nearly a trillion gallons of clear, cold water. Portland’s water utility has earned one of only 50 federal filtration exemptions in the country, which means the water, although treated to ward off microorganisms, does not have to be filtered before it flows into the city’s taps.
“The primary reason it’s so pure is that most of the watershed is still forested,” says Karen Young, director of Sebago Clean Waters, a coalition working to protect the area. Eighty-four percent of the 234,000-acre watershed is covered in forests—a mix of pine, oak, maple, and other species that filter water and help make this system work so well. But those forests face threats. Between 1987 and 2009, the watershed lost about 3.5 percent of its forest cover. Just 10 percent of the area was conserved. In 2009, 2014, and 2022, the U.S. Forest Service ranked the Sebago watershed as one of the nation’s most vulnerable, due to threats from development.
Over the last couple of decades, conservation groups began to worry about the future of this critical resource—and the Portland Water District (PWD) was worried, too. An independent utility that serves more than 200,000 people in Greater Portland, PWD purchased 1,700 acres around the water intake in 2005 and adopted a land preservation policy in 2007. In 2013, it established a program to help support conservation projects undertaken by local and regional land trusts.
Most of these organizations were working independently until 2015, when The Nature Conservancy brought them together to develop a conservation plan for the lake’s largest tributary, the Crooked River. That convening evolved into the Sebago Clean Waters coalition, which includes nine local and national conservation groups, the water district, and supporters from the business community. As they explored creative ways to protect the lake and the land around it, the idea of creating a water fund surfaced.
Water funds are private-public partnerships in which downstream beneficiaries like utilities and businesses invest in upstream conservation projects to protect a water source—and, by extension, to ensure that the supply that reaches users is as clean and plentiful as possible. In 2016, Spencer Meyer of the Highstead Foundation—one of the groups that founded Sebago Clean Waters—took a trip to Quito, Ecuador, with The Nature Conservancy. The group visited with representatives of the Fund for the Protection of Water for Quito (FONAG), a leading example of this novel source water protection model. Meyer saw some similarities to the situation in Maine.
“We thought, ‘What if we could bring the partners together as a whole system to accelerate the pace of conservation?’” he says. “And could we apply that model to a healthy watershed, to take a proactive position and build this financial model in a place where it isn’t too late?”
A water fund is a financial tool, but it’s also a governance mechanism and management framework that brings multiple stakeholders to the table. Quito’s fund, launched in 2000, is the longest-standing one in the world. Similar projects have proliferated across the globe, particularly in Latin America and Africa. According to The Nature Conservancy, more than 43 water funds are operating in 13 countries on four continents, with at least 35 more in the works.
The Importance of Healthy Watersheds
Globally, clean water is our most important resource. When upstream watersheds are healthy, they collect, store, and filter water. That provides a resource that can, in addition to meeting basic hydration and sanitation needs, support climate change adaptation, food security, and community resilience. When watersheds are not healthy, sediment clogs up water filtration systems, pollutants flow downstream, and ecosystems become degraded.
That difference is crucial. According to a Nature Conservancy report, more than half the world’s cities and 75 percent of irrigated agriculture are likely already facing recurring water shortages. Climate change is fueling extreme drought, from the U.S. West to Australia, and pollution from sources like nitrogen and phosphorus has grown ninefold in the last half century. In many cities, the source of water is far away and under different jurisdiction, which makes regulation and treatment challenging.
The Nature Conservancy also estimates that 1.7 billion people living in the world’s largest cities currently depend on water flowing from fragile source watersheds hundreds of miles away. That puts strain on both ecological systems and infrastructure, and demand is only growing. By 2050, two-thirds of the global population will live in those cities. That level of demand simply may not be sustainable, especially in a rapidly changing climate. Water funds can be creative, multilayered solutions to two urgent, interlocking issues: water quality and quantity.
Credit: Sebago Clean Waters
“Water funds sit at the intersection of land, water, and climate change,” says Chandni Navalkha, associate director of Sustainably Managed Land and Water Resources at the Lincoln Institute of Land Policy. “They are an example of the kind of cross-sectoral, multi-stakeholder governance and collaboration that is required to maintain water security in a changing climate.”
Navalkha recently oversaw the development of a case study of the Sebago Clean Waters initiative, which the Lincoln Institute will distribute through its International Land Conservation Network. Changing the way water has been historically managed isn’t easy, particularly because it’s tangled up in issues like city planning, economic growth, and public health. So groups like the Lincoln Institute and The Nature Conservancy are working to spread the water fund model by showing the science behind source water protection, giving communities tools to find ecosystem-specific solutions, and sharing the experiences of places like Portland and Quito.
Lessons from Quito
In the late 1990s, officials in the Metropolitan District of Quito started to worry that they were running out of water to support the city’s 2.6 million residents. The upstream ecosystems that filled the city’s aquifers were eroding, and those impacts were trickling downstream.
A full 80 percent of the city’s water supply originated from protected areas within its watershed: the Antisana Ecological Reserve, Cayambe Coca National Park, and Cotopaxi National Park. “But they were only paper parks,” says Silvia Benitez, who works for The Nature Conservancy as water security manager for the Latin American Region. Instead of being protected, the area’s páramos—biodiverse high-altitude grasslands that are home to a range of rare endemic species and filter the upstream water supply—were facing multiple threats from livestock grazing, unsustainable agriculture, and construction.
Where conservation was an option, lack of funding made it difficult to achieve. Benitez says water managers knew the situation needed to be addressed, so the Municipal Sewer and Potable Water Company of Quito and The Nature Conservancy set up a fund to support the upstream ecosystem with $21,000 in seed money. Over the next four years they built a board of public, private, and NGO watershed actors, including Quito Power Company, National Brewery, Consortium CAMAREN, which provides social and environmental policy training, and the Tesalia Springs Company, a multinational beverage corporation. All of those stakeholders had a vested interest in water, and each contributed to the trust every year.
Quito’s water sources include Cayambe Coca National Park, visible in the
background. Credit: SL_Photography via iStock/Getty Images Plus.
Today, FONAG is regulated by the Securities Market Law of Ecuador and has a growing endowment worth $22 million. That funding is used to support upstream environmental projects like agricultural training and plant restoration in the páramos, which helps limit sedimentation.
“It’s a financial mechanism that harnesses investments from private and public sectors to protect and restore forests and ecosystems,” says Adriana Soto, The Nature Conservancy’s regional director for Colombia, Ecuador, and Peru. It’s also a forward-thinking way to manage water, says Soto, who was previously vice minister of Environment and Sustainable Development of Colombia and serves on the board of the Lincoln Institute.
Traditional water infrastructure—often called gray infrastructure—consists of pipes, water filtration systems, and chemical treatments, which are designed to purify water before it’s used. Gray infrastructure has long been relied on to ensure that water was potable and accessible. But it’s expensive and energy intensive, it can negatively impact wildlife and ecosystems, and it breaks down over time. Climate change is also posing threats to gray infrastructure; for instance, intensifying wildfires have led to increased sedimentation that chokes existing filtration plants, and virulent storm cycles have overwhelmed water treatment plants and other key pieces of infrastructure.
By contrast, green infrastructure is a water management approach that takes its cue from nature. Protecting upstream water sources is a form of green infrastructure investment that can help alleviate the pressure on water systems. There are almost as many ways to manage source water as there are water sources, but The Nature Conservancy’s “Urban Water Blueprint” report, which surveyed more than 2,000 watersheds, identifies five archetypes: forest protection, reforestation, agricultural best management practices, riparian restoration, and forest fuel reduction.
For instance, in the páramos above Quito, FONAG funded work to keep cattle off the most fragile grasslands and employed guards to stop rogue burning, because rebuilding the ecosystem was a top priority. Working across nearly 2,000 square miles, the fund has now protected more than 70,000 acres of land. This effort has benefited more than 3,500 families, providing funding to support sustainable, profitable farming operations.
“One of the beauties of the strategy is the social and economic results,” Soto says. “It’s not just tackling water regulation, it tackles climate change resiliency, biodiversity conservation, and it strengthens communities and creates gender equality. Most of the farms are led by women.”
Quito’s model inspired a swell of other water funds, many launched by The Nature Conservancy. Like these examples, each has place-specific strategies and funding structures:
In 2021, the Greater Cape Town Water Fund invested $4.25 million in removing invasive plants such as gum, pine, and eucalyptus trees, which were absorbing an estimated 15 billion gallons of water each year from this drought-stricken watershed—equal to a two-month water supply. More heavily engineered solutions like desalination plants or wastewater reuse systems would have cost 10 times as much, The Nature Conservancy estimated.
Since the Upper Tana–Nairobi Water Fund launched in 2015, organizers have worked with tens of thousands of the watershed’s 300,000 small farms to keep sediment from running down the region’s steep slopes into the Tana River, which provides water for 95 percent of Nairobi’s 4 million residents. The effort has reduced sediment concentration by over 50 percent, increased annual water yields during the dry season by up to 15 percent, and increased agricultural yields by up to $3 million per year. In 2021, the fund became an independent, Kenyan-registered entity.
A representative of the Upper Tana-Nairobi Water Fund. Credit: Nick Hall.
The chemicals used in conventional bamboo production were polluting China’s Longwu Reservoir, which provides drinking water to two villages of 3,000 people. With an initial investment of $50,000, the Longwu Water Fund has helped local farmers adopt organic and integrated farming methods, now used in 70 percent of the area’s bamboo forests; promote ecotourism; and provide environmental education programs. In 2021, the water utility and local government agreed to pay into the fund on behalf of all water users.
Measuring Progress
Water funds support conservation projects that address a range of issues, including sedimentation and turbidity, nutrient build-up, and aquifer recharge. They also create social and environmental cobenefits, like protecting and regenerating habitat and sequestering emissions.
There are financial upsides as well: according to The Nature Conservancy, these investments in land management can provide more than $2 in benefits for every $1 invested over 30 years. One in six cities could recoup the costs of investing in upstream conservation through savings in annual water treatment costs alone.
Creating a water fund requires establishing governance systems, securing funding, identifying conservation goals, and defining benchmarks for measuring progress. “The business case development is hard: how much money, where is it going to be invested,” Soto says. Part of the business case is demonstrating the ecological and financial benefit of a fund. Soto says that’s the biggest challenge, because the benefits of conservation are long term, and don’t present themselves immediately.
“Water is difficult,” she says. “The challenge is not only time—we have to prove the case over many years—but also the aggregated result. How much of the water quality or quantity is because of the water fund?” She says FONAG struggled to find a way to quantify that, but researchers from San Francisco de Quito University helped set up a monitoring system that tracked water quality and quantity. That system has been used to mark progress and to show investors the direct benefits of this work.
“It’s not an easy sell, especially when you’re talking about committing funding for 50 or 70 years,” Benitez says. “But now, 20 years later, we have a lot of tools to show the benefits of nature-based solutions.”
She says that over those years, as The Nature Conservancy has introduced water funds in Colombia, Brazil, and other countries, they’ve learned to show potential partners concrete, measurable outcomes, and they’ve gathered tools and science to back up the work.
Scaling Up
Quito’s project has been considered a success over the years, but while building a single water fund is one thing, scaling the concept is another. As the water fund model has expanded to other countries and continents, challenges have come up. Changing the way water institutions think and operate takes time and negotiation. On the financial side, transaction and set-up costs can be high, and there’s no clear framework to compare the costs of nature-based solutions and gray infrastructure. Logistically, setting up a fund is different every time; Cape Town’s invasive species problem is different, for example, from Quito’s páramo protection needs.
To address these challenges, The Nature Conservancy—along with the Inter-American Development Bank, the FEMSA Foundation, the Global Environment Facility, and the International Climate Initiative—formed the Latin America Water Funds Partnership in 2011. The goal of the partnership, which is described in From the Ground Up, a recently published Lincoln Institute Policy Focus Report, is to scale the development of water funds in the region and provide a global model for how to help urban centers with source water protection.
A year after its launch, the partnership published a manual intended to provide resources that could guide work everywhere, even though each place faced specific challenges. “We have water funds that work with indigenous groups upstream, and we have other funds that have more large landowners, or small farmers,” Benitez says. “Our common purpose is to establish agreement with the groups and set up the responsibilities of the fund.”
That’s different in every case, but there are certain elements that can help make a water fund successful, like political involvement. For instance, Soto says that in Bogotá, Medellín, and Cartagena, fund organizers made sure to involve Colombia’s Ministry of Environment and Ministry of Housing, which is in charge of graywater. “Having them on board provides a platform to facilitate policy change, so we don’t start from scratch,” she says. The Nature Conservancy also offers strategies to engage companies, and to show them how supporting water funds reduces their long-term risk.
In 2018, The Nature Conservancy took the framework a step further, building a Water Funds Toolbox designed to guide potential partners through five stages of a project: feasibility, design, creation, operation, and consolidation. The toolbox, which leans on 20 years of accrued knowledge, shows how and where a water fund can help with water quality and availability, and provides a framework for the financial and conservation side of planning, too.
Maine Adopts the Model
In Maine, the members of Sebago Clean Waters took that toolbox and ran with it. “From the very beginning, we strived to design Sebago Clean Waters as a replicable model for other coalitions, regions, and water funds to learn from,” said Meyer, of the Highstead Foundation.
The coalition assessed the fund’s feasibility, commissioning a study by the University of Maine. The study found that reducing area forest cover by even 3 percent could noticeably increase pollutants. If forest cover decreased by 10 percent, it would cause the watershed to fall below federal filtration standards, the study said: “Protecting the filtration-avoidance waiver saves PWD and its customers an estimated $15 million per year in expected additional annual filtration plant costs.”
Sebago Clean Waters has supported projects including the conservation of Tiger Hill Community Forest. Credit: Jerry and Marcy Monkman/EcoPhotography.
The economic argument was strong. The researchers found that every dollar invested in forestland conservation is likely to yield between $4.80 and $8.90 in benefits, including the preservation of water quality. If a filtration plant became necessary, however, PWD would need to increase water rates by about 84 percent to offset the costs of construction. There were ecological benefits to conserving the watershed, too, like providing habitat for trout and salmon, reducing erosion, and managing floods.
Sebago Clean Waters came up with a plan to ensure that a total of 25 percent of the watershed—35,000 acres—was conserved over the course of 15 years. They started with projects like the 1,400-acre Tiger Hill Community Forest in the town of Sebago. That tract was protected through a partnership between the Loon Echo Land Trust, a member of the coalition that has worked to protect the northern Sebago Lake region since 1987, and the Trust for Public Land. In 2021, Sebago Clean Waters announced its participation in a deal that would protect more than 12,000 acres in Oxford County, including the headwaters of the Crooked River, the lake’s main tributary. The amount of protected land in the watershed has increased from 10 percent to 15 percent.
Land conservation isn’t cheap or easy, especially in New England, where much of the lakeside land has long been in private hands. Achieving the water fund’s goals will take an estimated $15 million. But the fund is gaining momentum: building on an initial capacity-building grant of $350,000 from the U.S Endowment for Forestry and Communities; private and corporate funding; and a commitment by the Portland Water District to provide up to 25 percent of funding for each watershed conservation project that meets its criteria, the coalition recently landed an $8 million Regional Conservation Partnership Program award from the USDA.
Local businesses have also stepped up. In 2019, Portland’s Allagash Brewing offered to donate 10 cents from every barrel of beer it brewed, a total of about $10,000 a year. Allagash was the first of about 10 companies—including four other breweries—that have joined the coalition. MaineHealth, a statewide hospital network, just got involved as well.
“Drinking water is so compelling, it’s not a hard sell to talk to people about protecting it—particularly the breweries, because beer is 90 percent water,” Young says. “They understand the benefit as a business and as a community member.” She’s been surprised at the reasons so many partners have come on board. Many aren’t doing it because of their bottom line; they’re concerned with sustainability, and with supporting the communities where their employees live.
Sebago Clean Waters has accomplished a great deal, but its members are very aware of the time-sensitive need to protect this relatively pristine resource. After all, conserving land and water is easier than restoring them. Once a clean water source is gone, it’s hard to bring back.
As the water fund model spreads, it’s illustrating the real potential of upstream-downstream partnerships to make meaningful change. This work is not simple or immediate, but it can have lasting positive impacts in watersheds and communities around the world. Meyer said the model holds great promise: “It’s powerful to see how far a trust-based partnership can go.”
Heather Hansman is a Colorado-based journalist and the author of the book Downriver. She’s a Registered Maine Guide and a lover of the state’s rivers.
Lead image: Sebago Lake, Maine. Credit: Phil Sunkel via iStock/Getty Images Plus.