32 kilómetros río arriba de Portland, Maine, se encuentra el lago Sebago, la segunda masa de agua más profunda del estado. El lago abastece de agua potable al 16 por ciento de la población de Maine, incluidos los habitantes de Portland, la ciudad más grande del estado. Contiene casi un billón de galones de agua transparente y fría. La empresa de suministro de agua de Portland obtuvo una de las 50 exenciones federales de filtración del país, lo que significa que el agua, aunque reciba tratamiento para eliminar los microorganismos, no necesita pasar por un proceso de filtrado antes de llegar a los grifos de la ciudad.
“La razón principal por la que es tan pura es que la mayor parte de la cuenca sigue estando forestada”, dice Karen Young, directora de Sebago Clean Waters, una coalición que trabaja para proteger la zona. El 84 por ciento de la cuenca de 94.696 hectáreas está cubierto de bosques: una mezcla de pinos, robles, arces y otras especies que filtran el agua y ayudan a que este sistema funcione tan bien. Pero esos bosques están amenazados. Entre 1987 y 2009, la cuenca perdió alrededor del 3,5 por ciento de su cubierta forestal. Solo se conservó el 10 por ciento de la superficie. En 2009, 2014 y 2022, el Servicio Forestal de los EE.UU. clasificó la cuenca del Sebago como una de las más vulnerables del país debido a las amenazas del desarrollo.
En las últimas dos décadas, los grupos conservacionistas empezaron a preocuparse por el futuro de este recurso crítico, al igual que lo hizo Portland Water District (PWD). PWD, una empresa independiente que presta servicio a más de 200.000 personas en el área metropolitana de Portland, compró 688 hectáreas alrededor de la toma de agua en 2005 y adoptó una política de preservación del suelo en 2007. En 2013, estableció un programa para apoyar proyectos de conservación emprendidos por fideicomisos locales y regionales.
La mayoría de estas organizaciones trabajaron de forma independiente hasta 2015, cuando The Nature Conservancy las reunió a fin de desarrollar un plan de conservación para el afluente más importante del lago, el río Crooked. Esa reunión se convirtió en la coalición Sebago Clean Waters, que comprende nueve grupos de conservación locales y nacionales, PWD y miembros de la comunidad empresarial que brindan su apoyo. Mientras exploraban formas creativas de proteger el lago y las tierras que lo rodean, surgió la idea de crear un fondo de agua.
Los fondos de agua son asociaciones público-privadas en las que los beneficiarios río abajo, como los servicios públicos y las empresas, invierten en proyectos de conservación río arriba para proteger una fuente de agua y, por extensión, para garantizar que el suministro que llega a los usuarios sea lo más limpio y abundante posible. En 2016, Spencer Meyer, de la fundación Highstead Foundation (uno de los grupos que fundó Sebago Clean Waters), viajó a Quito, Ecuador, con The Nature Conservancy. El grupo visitó a representantes del Fondo para la Protección del Agua (FONAG), un ejemplo líder de este modelo novedoso de protección del agua de origen. Meyer encontró algunas similitudes con la situación de Maine.
“Pensamos: ‘¿Y si pudiéramos reunir a los socios en un sistema completo para acelerar el ritmo de la conservación?’”, comenta Meyer. “¿Podríamos aplicar ese modelo a una cuenca saludable para adoptar una postura proactiva y construir este modelo financiero en un lugar en el que no sea demasiado tarde?”
Un fondo de agua es una herramienta financiera, pero también es un mecanismo de gobernanza y un marco de gestión que reúne a múltiples partes interesadas. El fondo de Quito, lanzado en el año 2000, es el más antiguo del mundo. Hay proyectos similares que proliferaron en todo el mundo, en especial en América Latina y África. Según The Nature Conservancy, hay más de 43 fondos de agua en funcionamiento en 13 países, en 4 continentes y, al menos, 35 más en proceso de desarrollo.
La importancia de contar con cuencas sanas
El agua limpia es el recurso más importante a nivel mundial. Cuando las cuencas río arriba están sanas, recogen, almacenan y filtran el agua. Esto proporciona un recurso que puede apoyar la adaptación al cambio climático, la seguridad alimentaria y la resiliencia de las comunidades, además de satisfacer las necesidades básicas de hidratación y saneamiento. Cuando las cuencas no están sanas, los sedimentos obstruyen los sistemas de filtración del agua, los contaminantes fluyen río abajo y los ecosistemas se degradan.
Esa diferencia es crítica. Según un informe de The Nature Conservancy, es probable que más de la mitad de las ciudades del mundo y el 75 por ciento de la agricultura de regadío ya enfrenten una escasez recurrente de agua (Richter 2016). El cambio climático potencia las sequías extremas, desde el oeste de los Estados Unidos hasta Australia, y la contaminación por fuentes como el nitrógeno y el fósforo, se multiplicó por nueve en el último medio siglo. En muchas ciudades, la fuente de agua está muy lejos y bajo una jurisdicción diferente, lo que dificulta la regulación y el tratamiento.
The Nature Conservancy también calcula que, actualmente, 1.700 millones de personas que viven en las ciudades más grandes del mundo dependen del agua que fluye de cuencas vulnerables a cientos de miles kilómetros de distancia (Abell et al., 2017). Esto pone a prueba tanto los sistemas ecológicos como la infraestructura, y la demanda no hace más que crecer. Para el año 2050, dos tercios de la población mundial vivirán en esas ciudades. Ese nivel de demanda simplemente no sería sostenible, en especial en un clima que cambia rápidamente. Los fondos de agua pueden ser soluciones creativas y de varios niveles para dos cuestiones urgentes e interrelacionadas: la calidad y la cantidad del agua.
Crédito: Sebago Clean Waters.
“Los fondos de agua se sitúan en la intersección del suelo, el agua y el cambio climático”, afirma Chandni Navalkha, codirectora de Gestión Sostenible de los Recursos Terrestres e Hídricos del Instituto Lincoln de Políticas de Suelo. “Son un ejemplo del tipo de gobernanza y colaboración intersectoriales y entre varias partes interesadas que se requiere para garantizar la seguridad del agua en un clima cambiante”.
Hace poco, Navalkha supervisó el desarrollo de un caso de estudio sobre la iniciativa Sebago Clean Waters, que el Instituto Lincoln distribuirá a través de su Red Internacional de Conservación del Suelo (Sargent 2022). Cambiar la forma en que históricamente se gestionó el agua no es fácil, sobre todo porque está relacionada con cuestiones como la planificación urbana, el crecimiento económico y la salud pública. Por ello, grupos como el Instituto Lincoln y The Nature Conservancy trabajan con el objetivo de difundir el modelo de fondos de agua mostrando la ciencia que hay detrás de la protección del agua de origen, dando a las comunidades herramientas a fin de encontrar soluciones específicas para los ecosistemas y compartiendo las experiencias de lugares como Portland y Quito.
Lecciones aprendidas de Quito
A fines de la década de 1990, a los funcionarios del Distrito Metropolitano de Quito comenzó a preocuparles la posibilidad de quedarse sin agua suficiente para abastecer a los 2,6 millones de habitantes de la ciudad. Los ecosistemas río arriba que abastecían los acuíferos de la ciudad se estaban erosionando y ese impacto comenzaba a notarse río abajo.
El 80 por ciento del suministro de agua de la ciudad provenía de zonas protegidas dentro de su cuenca: la Reserva Ecológica Antisana, el Parque Nacional Cayambe–Coca y el Parque Nacional Cotopaxi.
“Pero solo eran parques de papel”, dice Silvia Benitez, que trabaja para The Nature Conservancy como gerente de seguridad hídrica de la región de América Latina. En lugar de estar protegidos, los páramos (pastizales de gran biodiversidad y altitud que albergan una variedad de especies endémicas poco comunes y filtran el suministro de agua río arriba) se enfrentaban a múltiples amenazas por el pastoreo de ganado, la agricultura no sostenible y la construcción. En los lugares donde la conservación era una opción posible, la falta de financiamiento dificultaba su implementación.
Benitez dice que los gestores del agua sabían que había que abordar la situación, por lo que la Empresa Pública Metropolitana de Agua Potable y Saneamiento de Quito y The Nature Conservancy crearon un fondo para apoyar el ecosistema río arriba con US$ 21.000 de capital inicial. En los años siguientes, crearon una junta con participación pública, privada y de ONG de la cuenca, incluidos la Empresa Eléctrica Quito, la Cervecería Nacional, el Consorcio CAMAREN, que ofrece capacitación en política social y medioambiental, y The Tesalia Springs Company, una multinacional de bebidas. Todos esos actores tenían un interés en el agua y cada uno aportaba al fideicomiso todos los años.
La ciudad de Quito, Ecuador, obtiene el agua de varias áreas protegidas, incluido el Parque Nacional Cayambe-Coca, que se observa en el fondo. Crédito: SL_Photography vía iStock/Getty Images Plus.
En la actualidad, el FONAG está regulado por la Ley de Mercado de Valores de Ecuador y cuenta con una dotación financiera creciente de US$ 22 millones. Ese financiamiento se utiliza para apoyar proyectos medioambientales río arriba, como la capacitación agrícola y la restauración de vegetación en los páramos, lo que ayuda a limitar la sedimentación.
“Es un mecanismo financiero que aprovecha las inversiones de los sectores público y privado para proteger y restaurar los bosques y los ecosistemas”, dice Adriana Soto, directora regional de The Nature Conservancy para Colombia, Ecuador y Perú. También es una forma de gestionar el agua con visión de futuro, según Soto, que antes fue viceministra del Ministerio de Ambiente y Desarrollo Sostenible de Colombia y forma parte de la junta directiva del Instituto Lincoln. La infraestructura hídrica tradicional, a menudo llamada infraestructura gris, consiste en tuberías, sistemas de filtración de agua y tratamientos químicos diseñados para purificar el agua antes de su uso. Durante mucho tiempo se confió en la infraestructura gris para garantizar que el agua fuera potable y accesible. Pero es cara y requiere mucha energía, puede tener un impacto negativo en la vida silvestre y los ecosistemas, y se descompone con el tiempo. El cambio climático también supone una amenaza para la infraestructura gris; por ejemplo, el aumento de los incendios forestales generó un aumento de la sedimentación que ahoga las plantas de filtración existentes y los ciclos virulentos de tormentas desbordan las plantas de tratamiento de aguas y otra infraestructura clave.
Por el contrario, la infraestructura verde es un enfoque de gestión del agua que se inspira en la naturaleza. La protección de las fuentes río arriba es una forma de inversión en infraestructura verde que puede ayudar a aliviar la presión sobre los sistemas hídricos. Hay casi tantas formas de gestionar agua de origen como fuentes de agua, pero el informe “Urban Water Blueprint” de The Nature Conservancy, que estudió más de 2.000 cuencas, identifica cinco arquetipos: protección de los bosques, reforestación, buenas prácticas de gestión agrícola, restauración del área ribereña y reducción del combustible forestal (McDonald y Shemie 2014).
Por ejemplo, en los páramos de Quito, el FONAG financió proyectos para mantener el ganado alejado de los pastizales más frágiles y contrató a guardias para frenar la quema de malezas, ya que la reconstrucción del ecosistema era una prioridad absoluta. El fondo, que trabaja en casi 5.180 kilómetros cuadrados, protegió más de 28.327 hectáreas de suelo. Este esfuerzo benefició a más de 3.500 familias, ya que les brindó financiamiento para apoyar operaciones agrícolas sostenibles y rentables.
“Una de las cosas buenas de la estrategia son los resultados sociales y económicos”, dice Soto. “No solo aborda la cuestión de la regulación del agua, sino también la resiliencia ante el cambio climático y la conservación de la biodiversidad. Además, fortalece a las comunidades y crea igualdad de género. La mayoría de las tierras agrícolas están a cargo de mujeres”.
El modelo de Quito inspiró a muchos otros fondos de agua, varios creados por The Nature Conservancy. Como estos ejemplos, cada uno tiene estrategias específicas según el lugar y las estructuras de financiamiento:
En 2021, el Fondo de Agua de Ciudad del Cabo invirtió US$ 4,25 millones en quitar vegetación invasora, como los eucaliptos y los pinos, que absorbían un estimado de 15.000 millones de galones de agua por año de una cuenca que enfrenta la sequía, el equivalente a dos meses de suministro de agua. The Nature Conservancy calculó que las soluciones con mayor nivel tecnológico, como las plantas de desalinización o los sistemas de reutilización de aguas residuales, costarían 10 veces más.
Desde que se creó el Fondo de Agua Alto Tana-Nairobi en 2015, los organizadores trabajaron con decenas de miles de las 300.000 granjas agrícolas pequeñas de la cuenca para evitar que el sedimento se escurra por las pendientes escarpadas de la región hasta el río Tana, que provee agua al 95 por ciento de los 4 millones de habitantes de Nairobi. El esfuerzo redujo la concentración de sedimentos en un 50 por ciento, aumentó la producción de agua anual durante la temporada seca en un 15 por ciento e incrementó el rendimiento agrícola en US$ 3 millones por año. En 2021, el fondo se convirtió en una entidad independiente registrada en Kenia.
Representante del Fondo de Agua Alto Tana-Nairobi. Crédito: Nick Hall.
Los químicos que se usan en la producción convencional de bambú contaminaban la reserva Longwu de China, que provee agua potable a dos pueblos de 3.000 habitantes. Con una inversión inicial de US$ 50.000, el Fondo de Agua Longwu ayudó a los agricultores locales a adoptar métodos agrícolas orgánicos e integrales que ahora se usan en el 70 por ciento de los bosques de bambú del área. Además, fomenta el ecoturismo y brinda programas de educación medioambiental. En 2021, el servicio de agua y el gobierno local acordaron pagarle al fondo en nombre de todos los usuarios del servicio de agua.
Medir el progreso
A fin de crear un fondo de agua, se deben establecer sistemas de gobernanza, asegurar el financiamiento, identificar los objetivos de conservación y definir puntos de referencia para medir los progresos. “El desarrollo del argumenbto comercial es difícil: se debe calcular cuánto dinero se necesita y se debe saber dónde se va a invertir”, dice Soto.
Una parte del caso de negocio consiste en demostrar el beneficio ecológico y financiero de un fondo. Soto dice que ese es el mayor desafío, porque los beneficios de la conservación son a largo plazo y no se observan de inmediato.
“La cuestión del agua es complicada”, dice. “El desafío no es solo el tiempo (tenemos que demostrar resultados durante muchos años), sino también el resultado general. ¿En qué medida la calidad o la cantidad del agua se deben al fondo de agua?”. Dice que al FONAG le costó encontrar una forma de cuantificar eso, pero los investigadores de la Universidad San Francisco de Quito ayudaron a establecer un sistema de supervisión que rastreaba la calidad y la cantidad del agua. Ese sistema se usó para registrar el progreso y mostrarles a los inversionistas los beneficios directos de este proyecto.
“No es fácil de vender, sobre todo cuando se trata de comprometer fondos por 50 o 70 años”, dice Benitez. “Pero ahora, 20 años después, tenemos muchas herramientas para mostrar los beneficios de las soluciones con base en la naturaleza”.
Dice que durante esos años, a medida que The Nature Conservancy introdujo fondos de agua en Colombia, Brasil y otros países, han aprendido a mostrarles a los socios potenciales resultados concretos y medibles, y han reunido herramientas y datos cientificos a para respaldar el trabajo.
Ampliación a escala
Con los años, se consideró que el proyecto de Quito tuvo éxito, pero una cosa es la creación de un único fondo de agua y otra es la ampliación del concepto. A medida que el modelo de los fondos de agua se extendió a otros países y continentes, surgieron desafíos.
Cambiar la forma de pensar y operar de las instituciones del agua requiere tiempo y negociación. En cuanto al aspecto financiero, los costos de transacción y de establecimiento pueden ser elevados, y no hay un marco claro para comparar los costos de las soluciones con base en la naturaleza y las infraestructuras grises. Desde el punto de vista logístico, el establecimiento de un fondo nunca se realiza de la misma manera. Por ejemplo, el problema de las especies invasoras en Ciudad del Cabo es diferente al de las necesidades de protección del páramo en Quito.
Para hacer frente a estos desafíos, The Nature Conservancy, junto con el Banco Interamericano de Desarrollo, la Fundación FEMSA, el Fondo Mundial para el Medio Ambiente y la International Climate Initiative, formaron la Alianza Latinoamericana de Fondos de Agua en 2011. El objetivo de la alianza, que se describe en From the Ground Up, un informe de enfoque en políticas del Instituto Lincoln (Levitt y Navalkha 2022), es ampliar el desarrollo de los fondos de agua en la región y proporcionar un modelo internacional sobre cómo ayudar a los centros urbanos a proteger el agua de origen.
Un año después de su puesta en marcha, la alianza publicó un manual destinado a proporcionar recursos que pudieran orientar el trabajo en todas partes, aunque cada lugar se enfrentara a desafíos específicos (TNC 2012). “Hay fondos de agua que trabajan con grupos de pueblos nativos río arriba y hay otros que trabajan con propietarios grandes o agricultores pequeños”, dice Benitez. “El objetivo común es llegar a un acuerdo con los grupos y establecer las responsabilidades del fondo”.
Es diferente en cada caso, pero hay ciertos elementos que pueden ayudar a que un fondo de agua tenga éxito, como la participación política. Por ejemplo, Soto dice que en Bogotá, Medellín y Cartagena, los organizadores del fondo se aseguraron de involucrar al Ministerio de Ambiente y al de Vivienda, que se encarga de las aguas grises. “Trabajar con ellos proporciona una plataforma que facilita el cambio de las políticas, de modo que no empezamos de cero”, dice. The Nature Conservancy también ofrece estrategias para involucrar a las empresas y mostrarles cómo apoyar a los fondos de agua reduce su riesgo a largo plazo.
En 2018, The Nature Conservancy fue un paso más allá: creó la Water Funds Toolbox, una caja de herramientas diseñada para guiar a los socios potenciales por las cinco etapas de un proyecto: la viabilidad, el diseño, la creación, la operación y la consolidación (TNC 2018). La caja de herramientas, que se basa en 20 años de conocimientos adquiridos, muestra cómo y dónde puede ayudar un fondo de agua a mantener la calidad y la disponibilidad hídricas. Además, brinda un marco para los aspectos financiero y de conservación de la planificación.
Maine adopta el modelo
En Maine, los miembros de Sebago Clean Waters implementaron esa caja de herramientas. “Desde el principio, nos esforzamos por diseñar Sebago Clean Waters como un modelo replicable del que pudieran aprender otras coaliciones, regiones y fondos de agua”, dijo Meyer, de la fundación Highstead Foundation.
La coalición evaluó la viabilidad del fondo mediante un estudio encargado a la Universidad de Maine. El estudio determinó que reducir las áreas forestales, incluso en un tres por ciento, podría aumentar notablemente los contaminantes. Según el estudio, si los bosques disminuyeran un 10 por ciento, la cuenca quedaría por debajo de las normas federales de filtración y agrega: “Proteger la exención de evitar la filtración les ahorra a PWD y a sus clientes un estimado de US$ 15 millones al año en los costos anuales adicionales previstos para una planta de filtración” (Daigneault y Strong 2018).
Sebago Clean Waters trabaja para garantizar la protección del 25 por ciento de la cuenca del lago Sebago, y ha comenzado a implementar proyectos que incluyen la conservación del Tiger Hill Community Forest. Crédito: Jerry y Marcy Monkman/EcoPhotography.
El argumento económico era sólido. Los investigadores descubrieron que cada dólar invertido en la conservación de los bosques probablemente produzca entre US$ 4,8 y US$ 8,9 en beneficios, incluida la preservación de la calidad del agua. Sin embargo, si fuera necesaria una planta de filtración, PWD tendría que aumentar las tarifas del agua en aproximadamente un 84 por ciento para compensar los costos de construcción. La conservación de la cuenca también tenía beneficios ecológicos, como proporcionar un hábitat para la trucha y el salmón, reducir la erosión y controlar las inundaciones.
Sebago Clean Waters elaboró un plan para garantizar la conservación de un total del 25 por ciento de la cuenca (14.163 hectáreas) durante 15 años. Comenzaron con proyectos como el Tiger Hill Community Forest, de 566 hectáreas, en la ciudad de Sebago. Esa extensión se protegió mediante una asociación entre Loon Echo Land Trust, miembro de la coalición que trabaja para proteger la región norte del lago Sebago desde 1987, y Trust for Public Land. En 2021, Sebago Clean Waters anunció su participación en un acuerdo que protegería más de 4.856 hectáreas en el condado de Oxford, incluida la cabecera del río Crooked, el afluente principal del lago. La cantidad de suelo protegido en la cuenca aumentó del 10 al 15 por ciento.
La conservación del suelo no es barata ni sencilla, en especial en Nueva Inglaterra, donde gran parte del suelo junto al lago estuvo durante mucho tiempo en manos privadas. Lograr los objetivos del fondo de agua requerirá unos US$ 15 millones. Pero el fondo está cobrando impulso: gracias a una subvención inicial para construir capacidad de US$ 350.000 de U.S. Endowment for Forestry and Communities, el financiamiento privado y empresarial, y el compromiso de Portland Water District de aportar hasta el 25 por ciento del financiamiento de cada proyecto de conservación de cuencas que cumpla sus criterios, la coalición consiguió hace poco un premio de US$ 8 millones del Programa de Asociación de Conservación Regional del USDA.
Las empresas locales también han hecho su aporte. En 2019, Allagash Brewing, de Portland, ofreció donar US$ 0,1 de cada barril de cerveza que fabricara (un total de casi US$ 10.000 al año). Allagash fue la primera de unas 10 empresas, incluidas otras cuatro cervecerías, que se unieron a la coalición. MaineHealth, una red de hospitales del estado, también acaba de unirse.
“La cuestión del agua potable es tan apremiante que no resulta difícil convencer a la gente de protegerla, sobre todo a las cervecerías, porque la cerveza es 90 por ciento agua”, dice Young. “Las personas comprenden el beneficio como empresas y como miembros de la comunidad”. Le sorprenden las razones por las que se unieron tantos socios. Muchos no lo hacen por su cuenta de resultados; les preocupa la sostenibilidad y quieren apoyar a las comunidades donde viven sus empleados.
Sebago Clean Waters ha logrado mucho, pero sus socios son muy conscientes de la necesidad urgente de proteger este recurso relativamente prístino. Al fin y al cabo, conservar el suelo y el agua es más fácil que restaurarlos. Una vez que una fuente de agua limpia desaparece, es difícil recuperarla.
A medida que el modelo de fondos de agua se extiende, revela el verdadero potencial de las asociaciones río arriba y río abajo para lograr un cambio significativo. Esta labor no es sencilla ni inmediata, pero puede tener efectos positivos duraderos en las cuencas y comunidades de todo el mundo. Meyer dijo que el modelo es muy prometedor: “Es increíble ver hasta dónde puede llegar una asociación fundada en la confianza”.
Heather Hansman es una periodista de Colorado y la autora del libro Downriver. Es guía registrada en Maine y una apasionada de los ríos del estado.
Imagen principal: El lago Sebago, Maine. Crédito: Phil Sunkel via iStock/Getty Images Plus.
Referencias
Abell, Robin, Nigel Asquith, Giulio Boccaletti, Leah Bremer, Emily Chapin, Andrea Erickson-Quiroz, Jonathan Higgins, Justin Johnson, Shiteng Kang, Nathan Karres, Bernhard Lehner, Rob McDonald, Justus Raepple, Daniel Shemie, Emily Simmons, Aparna Sridhar, Kari Vigerstøl, Adrian Vogl y Sylvia Wood. 2017. “Beyond the Source: The Environmental, Economic, and Community Benefits of Source Water Protection”. Arlington, VA: The Nature Conservancy.
Daigneault, Adam y Aaron L. Strong. 2018. “An Economic Case for the Sebago Watershed Water & Forest Conservation Fund”. Preparado para The Nature Conservancy por el Centro para Soluciones Sostenibles Senador George J. Mitchell de la Universidad de Maine. Orono, ME: la Universidad de Maine.
McDonald, Robert y Daniel Shemie. 2014. “Urban Water Blueprint: Mapping Conservation Solutions to the Global Water Challenge”. Arlington, VA: The Nature Conservancy.
Richter, Brian. 2016. Water Share: Using Water Markets and Impact Investment to Drive Sustainability. Arlington, VA: The Nature Conservancy.
Sargent, Jessica. 2022. “Sebago Source Protection: Collaboration, Conservation, and Co-Investment in a Drinking Water Supply”. Caso de estudio. Junio. Cambridge, MA: Instituto Lincoln de Políticas de Suelo.
TNC (The Nature Conservancy). 2012. “Water Funds: Conserving Green Infrastructure”. Arlington, VA: The Nature Conservancy.
Los habitantes de ciudades de todo el mundo notaron un efecto secundario sorprendentemente positivo de la etapa de aislamiento de la pandemia: menos ruido. En su mayoría, los paisajes sonoros urbanos volvieron a su forma original, pero ese interludio de paz sirvió como un recordatorio claro y rotundo para los planificadores y gestores de políticas de que el sonido tiene un efecto en la vida urbana y que, a su vez, puede modificarse mediante políticas que incluyan el uso y el diseño del suelo bien planificados. Inger Andersen, directora ejecutiva del Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente, destacó el problema en el Financial Times a principios de este año: “Los planificadores urbanos deben tener en cuenta los riesgos para la salud y el medioambiente de la contaminación sonora”.
Por supuesto, este problema subyacente no es novedad. Las quejas por ruidos provenientes de, por ejemplo, construcciones, conciertos y vecinos molestos probablemente existan desde el origen de las ciudades. Mientras que un barrio urbano relativamente tranquilo puede registrar un nivel de sonido ambiente de alrededor de 50 decibeles, los niveles más altos pueden interferir en las conversaciones: una calle muy transitada puede producir alrededor de 70 decibeles (casi lo mismo que una aspiradora) y un tren que cruza esa calle puede llevar el nivel sonoro hasta 90 decibeles o más.
Los estudios que documentan los efectos de la contaminación sonora sobre la salud, desde problemas para dormir hasta problemas cognitivos y cardíacos, se remontan a la década de 1970, como mínimo. La Organización Mundial de la Salud, junto con organismos reguladores en los Estados Unidos, Europa y otros lugares, lleva décadas haciendo hincapié en el problema, muchas veces animados por grupos de activistas contra la contaminación sonora.
“La buena noticia es que hoy en día hay mucho más interés”, dice Arline Bronzaft, profesora emérita de la Universidad de la Ciudad de Nueva York que realizó algunos de los primeros estudios en los que se documenta el impacto del ruido urbano en la salud y el bienestar. Bronzaft, que estudió Psicología Medioambiental, aboga por entornos construidos más tranquilos en su carácter de miembro de la junta de la organización medioambiental sin fines de lucro GrowNYC. Hoy en día, dice, hay mucha más investigación y más voluntad para experimentar con políticas. “Ahora que ya tenemos los datos, la pregunta es qué hacemos con ellos”, explica.
La respuesta todavía es incierta, pero es posible que este sea un momento decisivo para pensar acerca de los paisajes sonoros construidos. Las herramientas disponibles para evaluar el desafío han mejorado notablemente. Esto podría ayudar a los planificadores y gestores de políticas a idear y poner en práctica mejores estrategias de diseño y políticas para enfrentar el problema.
Quizás, el ejemplo más notable sea la evolución de las herramientas para medir el sonido, que se han vuelto más sofisticadas y se utilizan de maneras novedosas. Por ejemplo, hace poco las autoridades en París y otras ciudades francesas comenzaron a experimentar con “radares de sonido”, que son dispositivos que funcionan como cámaras de velocidad y que se activan ante sonidos que superan los límites de decibeles. Estos sensores fotografían las patentes de los vehículos que superan el nivel permitido e imponen multas a los propietarios.
Bruitparif, una agencia con apoyo estatal que se dedica a estudiar la acústica urbana en París y otras ciudades, desarrolló los sensores franceses. En Nueva York, Edmonton y otras ciudades, se está probando una tecnología similar. La mayoría de las ciudades ya tienen algún tipo de ordenanza sonora vigente, pero es poco frecuente que se aplique de manera sistemática o coherente. Estos sensores avanzados podrían ayudar a remediar este problema.
Pero, además, hay un motivo detrás de poner tanto esfuerzo en pensar acerca del sonido: usar la tecnología de medición como herramienta de planificación, en lugar de solo como una herramienta punitiva. Erica Walker, profesora de Epidemiología en la Facultad de Salud Pública de la Universidad de Brown y fundadora del Community Noise Lab de Brown, dedicó años a crear el “Informe de ruido del área metropolitana de Boston de 2016”, que muestra datos de ruido que recopiló en alrededor de 400 lugares de la ciudad. Esta experiencia le dio una perspectiva diferente de los paisajes sonoros.
“Cuando empecé, luchaba por la tranquilidad”, dice Walker. De hecho, explica riéndose, estaba interesada en descubrir si los códigos de ruido de la ciudad podrían ayudarla a que unos vecinos ruidosos se calmaran un poco. Mientras creaba el informe de ruido, Walker se encontró con un conjunto variado de situaciones que le demostraron que “los barrios y el sonido son complejos”. Como las ordenanzas se centran casi exclusivamente en el sonido como una molestia, muchas veces son incompletas o contraproducentes, explica. Walker dice que, dado que es inevitable que haya cierto nivel de ruido en una ciudad, la planificación y el desarrollo deben considerar cómo el entorno acústico afecta a los habitantes y sus interacciones. “Ahora no lucho por la tranquilidad, sino por la paz”.
El proyecto del Community Noise Lab se enfoca en reestructurar la conversación sobre el paisaje sonoro entre los ciudadanos y los gestores de políticas. Entre otras iniciativas, esto incluye la creación de una app gratuita llamada NoiseScore para que la medición del sonido sea una actividad accesible y colaborativa. Los funcionarios de la ciudad de Asheville, Carolina del Norte, usaron la herramienta como parte de su esfuerzo para incorporar más comentarios de la comunidad en las revisiones del código de ruido de la ciudad, que se actualizó en el verano de 2021. Si bien eso se reduce a crear ordenanzas, es un ejemplo de cómo la tecnología amplía el debate, en lugar de simplemente servir como una herramienta para hacer cumplir las leyes. “El primer paso no fue: ‘Vamos a colocar sensores en toda la ciudad y castigar a quienes hagan esto o lo otro’”, dice Walker. “Querían conocer la perspectiva de todos los socios”.
Tor Oiamo, un profesor en el Departamento de Geografía y Estudios Medioambientales en la Universidad Metropolitana de Toronto que llevó a cabo un estudio reciente sobre el ruido y la salud pública en esa ciudad, destaca que los sensores más sofisticados, el mapeo y el software de modelado crean oportunidades de planificación que incorporan la cuestión sonora. Dice que, en los próximos años, las herramientas disponibles podrían incluir una especie de base de datos de ruido mundial similar a aquellas que hacen un seguimiento de la contaminación del aire. Pero hay un desafío claro: “La mitigación se complica en una ciudad ya construida porque, en varios sentidos, la estructura ya es inamovible”, dice.
En algunos casos, las ciudades encontraron maneras de modificar la infraestructura existente o hacerle agregados. Gracias a la investigación innovadora de Bronzaft en la década de 1970 (en la que documentó el impacto negativo de una sección elevada del metro de Nueva York que pasaba cerca de una escuela), se instalaron paneles acústicos en las aulas y almohadillas de caucho en los rieles en todo el sistema del metro para amortiguar el ruido. En la actualidad, otros sistemas ferroviarios usan ruedas de caucho y la próxima ola de innovación en tranquilidad para transporte incluye trenes de levitación magnética y autobuses eléctricos.
Oiamo también destaca los esfuerzos exitosos en Ámsterdam y Copenhague para revaluar los patrones de tránsito, con el objetivo específico de reducir el ruido en las zonas residenciales. Además, reconoce el enfoque inteligente de Toronto en su proyecto de desarrollo actual, Port Lands: dado que recuerda a un barrio planificado, es posible tener en cuenta el paisaje sonoro en el proceso de diseño. Además, muchas de las maneras más útiles de mitigar el sonido urbano coinciden con el uso inteligente del suelo: más espacios verdes y árboles, una planificación cuidadosa de la densidad de construcción (la densidad estratégica puede crear espacios de tranquilidad) y demás.
Durante años, se usaron proyectos de suelo para mitigar el ruido urbano, desde terraplenes en los límites de Central Park en Nueva York, hasta árboles y barreras sonoras junto a las autopistas. Existe una versión más reciente y tecnológica, creada por una firma alemana llamada Naturawall, que diseñó “paredes con jardines verticales” (marcos de acero galvanizado con un perfil relativamente delgado, rellenos con tierra y que contienen una capa gruesa de vegetación y flores). Estas paredes, que actualmente se usan en algunas ciudades alemanas, tienen el objetivo de bloquear niveles de sonido casi equivalentes a los que produce el tránsito habitual de una ciudad. En otras partes del mundo, otras empresas, incluida una de Míchigan llamada LiveWall, están creando proyectos similares.
Ninguna de estas estrategias es una solución mágica. Pero Oiamo, al igual que Bronzaft y Walker, enfatiza que, en este momento, hay suficiente experiencia que puede aprovecharse para mejorar los paisajes sonoros construidos. Las tecnologías más nuevas ayudan a definir los problemas de manera más detallada y ofrecen soluciones innovadoras. Si bien es posible que los sensores que ayudan a multar a quienes violan las leyes de ruido no sean el tipo de enfoque holístico que Walker o Bronzaft tienen en mente, son un paso en la dirección correcta. A medida que se hace más hincapié en el tema y aumenta la cantidad de opciones tecnológicas disponibles, los expertos en paisajes sonoros notan la posibilidad de lograr avances reales, aunque sea en forma progresiva. “Hay un millón de cosas por hacer”, dice Oiamo. Ese es el desafío y también la oportunidad.
Rob Walker es periodista; escribe sobre diseño, tecnología y otros temas. Es el autor de The Art of Noticing. Publica un boletín en robwalker.substack.com.
Fotografía: En París y otras ciudades, hay sensores que controlan el ruido de los vehículos que circulan y fotografían las patentes de quienes superan el nivel permitido. Crédito: cortesía de Bruitparif.
When you think about innovations in development and construction, wood probably doesn’t leap to mind. It is, to put it mildly, an old-school material. But “mass-timber” construction—which involves wood panels, beams, and columns fabricated with modern manufacturing techniques and advanced digital design tools—is sprouting notable growth lately. Advocates point to its potential climate impact, among other attributes: using sustainably harvested mass timber can halve the carbon footprint of a comparable structure made of steel and concrete.
According to wood trade group WoodWorks, more than 1,500 multifamily, commercial, or institutional mass-timber projects had either been built or were in design across all 50 states as of September 2022—an increase of well over 50 percent since 2020. The Wall Street Journal, citing U.S. Forest Service data, reports that since 2014 at least 18 mass-timber manufacturing plants have opened in Canada and the United States.
The building blocks of mass-timber construction are wood slabs, columns, and beams. These are much more substantial than, say, the familiar two-by-four, thanks to special processes used to chunk together smaller pieces of wood into precisely fabricated blocks. The end result includes glue-laminated (or “glulam”) columns and beams, and cross-laminated (or CLT) slab-like panels that can run a dozen feet wide and 60 feet long. The larger panels are mostly used for floors and ceilings, but also for walls. The upshot, as the online publication Vox put it, is “wood, but like Legos.” Major mass-timber projects tend to showcase the material, resulting in buildings whose structural elements offer a warmer, more organic aesthetic than do steel and concrete.
Both the process and interest in wood’s potential have been building momentum for a while. Pioneered in Austria and used elsewhere in Europe since the 1990s, the practice has gradually found its way to other parts of the world. In an often-cited 2013 TED Talk, Vancouver architect Michael Green made a case for this new-old material: “I feel there’s a role for wood to play in cities,” he argued, emphasizing mass timber’s carbon sequestration properties—a cubic meter of wood can store a ton of carbon dioxide; building a 20-story structure of concrete would emit more than 1,200 tons of carbon, while building it with wood would sequester over 3,000 tons. Plus, mass-timber structures can withstand earthquakes and fire.
When Green gave his TED talk in 2013, the tallest mass-timber structures were nine or 10 stories high. But Green argued this new fabrication process could be successfully used in structures two or three times that height. “This is the first new way to build a skyscraper in probably 100 years, or more,” he declared, adding that the engineering wouldn’t be as hard as changing the perception of wood’s potential. Lately that perception has been getting a fresh boost thanks to a spate of eye-catching projects—including a 25-story residential and retail complex in Milwaukee and a 20-story hotel in northeastern Sweden—and proposals for even taller mass-timber buildings.
Because mass timber is prefabricated in a factory and shipped to the site, unlike concrete structures made in place, the design details must be worked out precisely in advance, requiring intense digital planning and modeling. This can ultimately make construction processes more efficient, with fewer workers and less waste. Most mass-timber projects still incorporate other materials, notes Judith Sheine,an architecture professor at the University of Oregon (UO) and director of design for the TallWood Design Institute, a collaboration between UO’s College of Design and Oregon State University’s Colleges of Forestry and Engineering that focuses on advancing mass-timber innovation. “But mass timber can replace steel and concrete in many, many applications, and it’s becoming increasingly popular,” she says. “That’s due to new availability, but also to an interest in using materials that have low embodied carbon.”
TallWood has run dozens of applied research projects and initiatives, addressing everything from code issues to supply chain challenges to building performance in an effort to help get more advanced and engineered timber into use. The institute is part of the Oregon Mass Timber Coalition, a partnership between research institutions and Oregon state agencies that was recently awarded $41.4 million from the U.S Economic Development Build Back Better Regional Challenge. That funding is meant to back “smart forestry” and other research initiatives tied to increasing the market for mass timber.
Of course, part of the newfangled material’s environmental promise depends on the back-end details, notably how and where the timber is harvested. Advocates of the sector argue that its expansion won’t cause undue pressure on forests, in part because mass-timber products can be made from “low-value” wood—smaller-diameter trees that are already being culled as part of wildfire mitigation, diseased trees, and potentially even scrap lumber.
Conservation groups and other forestry experts are proceeding a bit more cautiously. The Nature Conservancy undertook a multiyear global mass-timber impact assessment in 2018, researching the potential benefits and risks of increased demand for mass-timber products on forests, and is developing a set of global guiding principles for a “climate-smart forest economy”—best practices that will help protect biodiversity and ecosystems as the mass-timber market grows.
Often, builders and developers who specifically want to tout the use of mass-timber materials insist on sourcing that’s certified as sustainable, according to Stephen Shaler, professor of sustainable materials and technology in the University of Maine’s School of Forest Resources. “That demand is in the marketplace right now,” he says.
Beyond an interest in sustainability, there’s another reason for the proliferation of mass-timber projects: biophilia, or the human instinct to connect with nature. “Being in a wood building can just feel good,” Shaler says. That’s not just a subjective judgment; small studies have shown that wood interiors improve air quality, reduce blood pressure and heart rates, and can improve concentration and productivity.
The developers of the 25-story Milwaukee building, the Ascent, reportedly pursued the mass-timber approach largely for aesthetic reasons, and for the promotional value of its distinct look. Presumably the marketing payoff didn’t hurt: as the tallest wood skyscraper in the world, the Ascent has been a centerpiece of mass-timber press attention. But there’s another value to the public exposure: the 284-foot-high Ascent and other high-rise projects may not portend the future of all skyscrapers, but they demonstrate the possibility of safely building with mass timber at large scale. And that may help sway regulators and planners—particularly when it comes to approving the smaller-scale buildings that could be more important to proving mass timber’s real potential. “The majority of the use is likely going be in the mid-rise, six- to eight-story kind of project,” Shaler says.
The International Building Code permits wooden buildings up to 18 stories; the Ascent developers obtained a variance partly because their final design incorporated two concrete cores. As Sheine and Shaler both underscore, most mass-timber projects still incorporate at least some concrete, steel, or other materials. That’s just fine, Shaler says: mass timber should be viewed as a comparatively new option that can help improve carbon footprints, not as a full-on replacement for traditional materials. And new options are always useful—even when they’re as old-school as wood.
Rob Walker is a journalist covering design, technology, and other subjects. He is the author of The Art of Noticing. His newsletter is at robwalker.substack.com.
Image: Mass timber construction. Credit: Courtesy of ACSA.
Tecnociudad
Nuevas herramientas para gestionar los objetivos climáticos locales
Por Rob Walker, Julho 31, 2022
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En el esfuerzo cada vez más urgente de disminuir las emisiones de gases de efecto invernadero y ralentizar el daño que produce el cambio climático, los gestores de políticas y los planificadores locales cumplen una función fundamental. La buena noticia es que hoy en día tienen acceso a más datos que nunca. Sin embargo, analizarlos, clasificarlos y comprenderlos puede ser un gran desafío.
Un conjunto nuevo de herramientas tecnológicas ayuda a capturar datos relacionados con las emisiones de gases de efecto invernadero municipales, los organiza de manera que sean sencillos de comprender y hace que sean accesibles para los dirigentes municipales.
En Minneapolis–St. Paul, el Consejo Metropolitano de Twin Cities trabaja en un nuevo esfuerzo ambicioso para apoyar las decisiones climáticas locales. Según la Agencia de Protección Medioambiental, las emisiones per cápita de Minnesota en 2016 estaban apenas por encima del promedio nacional de 16 toneladas métricas de dióxido de carbono por persona. Desglosar los detalles detrás de ese número puede ser complejo. Simplificarlo es uno de los objetivos principales del Consejo, que es un cuerpo regional que gestiona políticas, y actúa como agencia de planificación y proveedor de servicios, incluidos transporte y vivienda asequible para una región de siete condados, que cuenta con 181 gobiernos locales.
La herramienta de planificación de escenarios de gases de efecto invernadero del Consejo Metropolitano, que lleva tres años en desarrollo y estará disponible más adelante este año, surgió del trabajo que realizó el Consejo con el objetivo de fomentar la habitabilidad, la sostenibilidad y la vitalidad económica regionales, pero, básicamente, pueden utilizarla todas las municipalidades de los Estados Unidos.
Curiosamente, el proceso comenzó con la creación de un equipo de socios, incluidos varios académicos de renombre (de la Universidad de Princeton, la Universidad de Texas en Austin y la Universidad de Minnesota) que estudian distintos aspectos del cambio climático y organizaciones sin fines de lucro del sector privado, lo que “posibilitó el acceso a la ciencia y la innovación que solo puede brindar la academia, combinadas con la sabiduría práctica del gobierno”, dice Mauricio León, investigador sénior del Consejo Metropolitano.
Entre las tareas de León, se incluye el registro de las emisiones de gases de efecto invernadero de la región de Twin Cities, por lo que está familiarizado con las complejidades de medir las emisiones en el presente y buscar la forma de proyectar esos datos en diferentes escenarios en el futuro. El Consejo notó que este puede ser un desafío que consume tiempo y recursos para los gobiernos locales. Esto condujo a la idea de crear una aplicación web que toma como punto de partida bases de datos existentes y que puede ajustarse según las estrategias de políticas específicas.
León y una de las socias académicas del Consejo, Anu Ramaswami, profesora de ingeniería civil y medioambiental en Princeton e investigadora principal del proyecto, destacan que las asociaciones entre el sector público y el académico no son frecuentes. “Es algo casi único”, dice Ramaswami, que trabajó con distintas ciudades durante años, pero muy pocas veces en un proyecto que servirá a una gran cantidad de municipalidades y gobiernos locales.
En cuanto a los procesos, dice ella, los científicos y los gestores de políticas formularon las preguntas relevantes y, luego, crearon el modelo juntos. Los colaboradores identifican conjuntos de datos relacionados con las fuentes principales de emisiones. Por ejemplo, en el área de Twin Cities, alrededor del 67 por ciento de las emisiones directas provienen de “energía estacionaria”, como la electricidad y el gas natural que se usan en los hogares y edificios, mientras que el 32 por ciento proviene del transporte. El equipo también identificó las estrategias y políticas de reducción y compensación más prometedoras, como regulaciones, incentivos económicos, inversiones públicas y usos del suelo (parques y áreas verdes), entre otras. Con tres áreas o módulos centrales: la construcción de infraestructura energética, de transporte y verde, la aplicación está diseñada para mostrarles a los gestores de políticas los posibles resultados de varias estrategias de mitigación. El marco general se ajusta al objetivo de los gobiernos locales de neutralizar las emisiones para 2040, una meta a la que aspira el Consejo Metropolitano.
En la demostración conceptual preliminar de la herramienta durante la conferencia Consorcio para la Planificación de Escenarios (CSP, por su sigla en inglés) del Instituto Lincoln a principios de este año, León mostró cómo diferentes tipos de comunidades, desde ciudades hasta áreas rurales, tienen diferentes efectos y opciones de estrategias. Por ejemplo, una ciudad tiene muchas opciones de transporte que no están disponibles en una comunidad rural. Los gestores de políticas que usan la herramienta también pueden tener en cuenta otros factores claves, como las implicaciones en la igualdad de las estrategias de reducción de los gases de efecto invernadero que podrían tener un impacto en algunos segmentos de una comunidad más que en otros. “Esta herramienta se puede usar para crear una cartera de estrategias según los valores de cada uno”, explica León.
Con objetivos similares pero un enfoque distinto, el Consejo de Planificación del Área Metropolitana (MAPC, por su sigla en inglés) de Boston presentó una herramienta localizada de inventario de gases de efecto invernadero varios años atrás. La herramienta del MAPC se enfoca menos en los escenarios futuros y más en brindar datos y aproximaciones de referencia precisos y específicos de cada comunidad sobre los impactos de varias actividades e industrias. Guiada en parte por un marco de inventario de gases de efecto invernadero desarrollado por World Resources Institute, C40 Cities y CLEI-Local Governments for Sustainability, busca medir las emisiones directas e indirectas de una municipalidad.
Jillian Wilson-Martin, directora de Sostenibilidad en Natick, Massachusetts, dice que la herramienta del MAPC recopila los datos y estima los impactos sobre las emisiones de automóviles, la calefacción hogareña, el cuidado del jardín y otros factores que sería difícil obtener para un pueblo en forma individual. Esto ayudó a Natick a medir las fuentes principales de emisiones, que es el punto de partida para diseñar las estrategias de reducción. En conjunto con las compensaciones, el pueblo busca reducir sus emisiones netas de nueve toneladas métricas per cápita a cero para 2050. “Será más fácil para las comunidades pequeñas sin presupuesto para cuestiones de sostenibilidad acceder a esta información importante, lo que les permitirá ser más eficaces”, dice Wilson-Martin.
Si bien el MAPC brinda recursos de guía y capacitación a las 101 ciudades y pueblos que sirve en el este de Massachusetts, es tarea del dirigente de cada municipalidad decidir cómo miden el inventario de emisiones locales y cómo pueden usar ese dato para la planificación. Esto puede limitar los usos de la predicción específica, pero tiene otra ventaja, dice Tim Reardon, director de Servicios de Datos del MAPC. “Lo valioso de tener una herramienta adaptada de manera local es que permite obtener la credibilidad y la aceptación de las partes interesadas a nivel local”, explicó Reardon en la conferencia CSP. También dijo que, si bien los datos generales que no aplican a una comunidad en particular pueden generar cierto desinterés, los datos locales bajan la crisis climática mundial a la realidad y facilitan la conversación sobre lo que debe suceder a nivel local para garantizar un futuro resiliente.
A menudo, en los debates sobre la planificación de escenarios de gases de efecto invernadero, “hay cierta sensación de que esto es demasiado complejo incluso para pensar en ello”, concuerda León. La herramienta web simple del Consejo tiene como objetivo contradecir ese argumento. Está diseñada para mostrar en forma gráfica y sencilla los diferentes niveles de emisiones que se obtendrían si se adoptaran diversas tácticas específicas, y compararlos con el escenario futuro si se mantiene la situación actual.
Un beneficio de contar con una herramienta tan asequible, agrega Ramaswami, es que fomenta una participación más amplia y “permite que surjan más oportunidades de creatividad”. De hecho, dice que el proyecto de Twin Cities tuvo un efecto similar en sus socios académicos: “Se necesitan un tipo de mentalidad científica y un grupo de investigación diferentes” para trabajar directamente con municipalidades y responder a opciones de políticas reales. Cuando la herramienta esté disponible, también se publicará la investigación académica relacionada que realizaron Ramaswami y el resto de los socios académicos del grupo.
León sabe que la aplicación tendrá sus limitaciones y que, en última instancia, las políticas internacionales y federales de mayor alcance tendrán un mayor impacto total que cualquier iniciativa local, pero cualquier cosa que impulse la participación es importante, agrega. La aplicación web está diseñada para alentar a las municipalidades de todos los tamaños a interactuar con los cálculos y los números que recopiló el equipo del proyecto, lo que significa que no tendrán que cargar sus propios datos. “Es muy fácil”, dice León, “y no hay excusa válida para que no la usen”.
Rob Walker es periodista; escribe sobre diseño, tecnología y otros temas. Es el autor de The Art of Noticing. Publica un boletín en robwalker.substack.com.
Fotografía: En Minneapolis, el metro ligero es una opción de transporte neutro en carbono. Las agencias de planificación regional en Twin Cities y el área metropolitana de Boston ayudan a los dirigentes municipales a acceder a datos sobre las emisiones de carbono y comprenderlos. Crédito: Wiskerke vía Alamy Stock Photo.
Course
Scenario Planning for Urban Futures
Maio 17, 2023 - Maio 19, 2023
Offered in inglês
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Create Resilient and Sustainable Communities with Scenario Planning
Scenario planning is a practice through which communities plan for an uncertain future by exploring multiple possibilities of what might happen. The practice guides planners, community members, and other stakeholders through considerations of various potential futures and explores how to effectively respond to and plan for them.
In the course, urban planning professionals will practice applying scenario planning techniques with leading practitioners and develop concrete ideas for how to implement scenarios in specific contexts, such as addressing climate change impacts, demographic shifts, or financial shocks.
Learning Objectives
Develop knowledge and skills to use scenario planning techniques to foster more effective urban planning practice
Apply a variety of qualitative and quantitative techniques used by scenario planners to analyze trends, construct scenario narratives, and model scenarios using software tools
Course participants will dive into scenario planning through a deep examination of theory, analysis of case studies, and participation in interactive activities.
This HyFlex program is available concurrently via a 3-day in-person session in Ann Arbor, Michigan, or remote-live via Zoom.
Detalhes
Date
Maio 17, 2023 - Maio 19, 2023
Time
8:00 a.m. - 4:30 p.m.
Registration Period
Novembro 16, 2022 - Maio 10, 2023
Language
inglês
Registration Fee
$1,700.00
Educational Credit Type
Lincoln Institute certificate
Palavras-chave
Planejamento de Uso do Solo, Planejamento
For the Common Good
Upstream and Downstream Communities Join Forces to Protect Water Supplies
By Heather Hansman, Outubro 6, 2022
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Twenty miles upstream of Portland, Maine, lies Sebago Lake, the state’s deepest and second-biggest body of water. The lake provides drinking water to 16 percent of Maine’s population, including residents of Portland, the state’s largest city. It holds nearly a trillion gallons of clear, cold water. Portland’s water utility has earned one of only 50 federal filtration exemptions in the country, which means the water, although treated to ward off microorganisms, does not have to be filtered before it flows into the city’s taps.
“The primary reason it’s so pure is that most of the watershed is still forested,” says Karen Young, director of Sebago Clean Waters, a coalition working to protect the area. Eighty-four percent of the 234,000-acre watershed is covered in forests—a mix of pine, oak, maple, and other species that filter water and help make this system work so well. But those forests face threats. Between 1987 and 2009, the watershed lost about 3.5 percent of its forest cover. Just 10 percent of the area was conserved. In 2009, 2014, and 2022, the U.S. Forest Service ranked the Sebago watershed as one of the nation’s most vulnerable, due to threats from development.
Over the last couple of decades, conservation groups began to worry about the future of this critical resource—and the Portland Water District (PWD) was worried, too. An independent utility that serves more than 200,000 people in Greater Portland, PWD purchased 1,700 acres around the water intake in 2005 and adopted a land preservation policy in 2007. In 2013, it established a program to help support conservation projects undertaken by local and regional land trusts.
Most of these organizations were working independently until 2015, when The Nature Conservancy brought them together to develop a conservation plan for the lake’s largest tributary, the Crooked River. That convening evolved into the Sebago Clean Waters coalition, which includes nine local and national conservation groups, the water district, and supporters from the business community. As they explored creative ways to protect the lake and the land around it, the idea of creating a water fund surfaced.
Water funds are private-public partnerships in which downstream beneficiaries like utilities and businesses invest in upstream conservation projects to protect a water source—and, by extension, to ensure that the supply that reaches users is as clean and plentiful as possible. In 2016, Spencer Meyer of the Highstead Foundation—one of the groups that founded Sebago Clean Waters—took a trip to Quito, Ecuador, with The Nature Conservancy. The group visited with representatives of the Fund for the Protection of Water for Quito (FONAG), a leading example of this novel source water protection model. Meyer saw some similarities to the situation in Maine.
“We thought, ‘What if we could bring the partners together as a whole system to accelerate the pace of conservation?’” he says. “And could we apply that model to a healthy watershed, to take a proactive position and build this financial model in a place where it isn’t too late?”
A water fund is a financial tool, but it’s also a governance mechanism and management framework that brings multiple stakeholders to the table. Quito’s fund, launched in 2000, is the longest-standing one in the world. Similar projects have proliferated across the globe, particularly in Latin America and Africa. According to The Nature Conservancy, more than 43 water funds are operating in 13 countries on four continents, with at least 35 more in the works.
The Importance of Healthy Watersheds
Globally, clean water is our most important resource. When upstream watersheds are healthy, they collect, store, and filter water. That provides a resource that can, in addition to meeting basic hydration and sanitation needs, support climate change adaptation, food security, and community resilience. When watersheds are not healthy, sediment clogs up water filtration systems, pollutants flow downstream, and ecosystems become degraded.
That difference is crucial. According to a Nature Conservancy report, more than half the world’s cities and 75 percent of irrigated agriculture are likely already facing recurring water shortages. Climate change is fueling extreme drought, from the U.S. West to Australia, and pollution from sources like nitrogen and phosphorus has grown ninefold in the last half century. In many cities, the source of water is far away and under different jurisdiction, which makes regulation and treatment challenging.
The Nature Conservancy also estimates that 1.7 billion people living in the world’s largest cities currently depend on water flowing from fragile source watersheds hundreds of miles away. That puts strain on both ecological systems and infrastructure, and demand is only growing. By 2050, two-thirds of the global population will live in those cities. That level of demand simply may not be sustainable, especially in a rapidly changing climate. Water funds can be creative, multilayered solutions to two urgent, interlocking issues: water quality and quantity.
Credit: Sebago Clean Waters
“Water funds sit at the intersection of land, water, and climate change,” says Chandni Navalkha, associate director of Sustainably Managed Land and Water Resources at the Lincoln Institute of Land Policy. “They are an example of the kind of cross-sectoral, multi-stakeholder governance and collaboration that is required to maintain water security in a changing climate.”
Navalkha recently oversaw the development of a case study of the Sebago Clean Waters initiative, which the Lincoln Institute will distribute through its International Land Conservation Network. Changing the way water has been historically managed isn’t easy, particularly because it’s tangled up in issues like city planning, economic growth, and public health. So groups like the Lincoln Institute and The Nature Conservancy are working to spread the water fund model by showing the science behind source water protection, giving communities tools to find ecosystem-specific solutions, and sharing the experiences of places like Portland and Quito.
Lessons from Quito
In the late 1990s, officials in the Metropolitan District of Quito started to worry that they were running out of water to support the city’s 2.6 million residents. The upstream ecosystems that filled the city’s aquifers were eroding, and those impacts were trickling downstream.
A full 80 percent of the city’s water supply originated from protected areas within its watershed: the Antisana Ecological Reserve, Cayambe Coca National Park, and Cotopaxi National Park. “But they were only paper parks,” says Silvia Benitez, who works for The Nature Conservancy as water security manager for the Latin American Region. Instead of being protected, the area’s páramos—biodiverse high-altitude grasslands that are home to a range of rare endemic species and filter the upstream water supply—were facing multiple threats from livestock grazing, unsustainable agriculture, and construction.
Where conservation was an option, lack of funding made it difficult to achieve. Benitez says water managers knew the situation needed to be addressed, so the Municipal Sewer and Potable Water Company of Quito and The Nature Conservancy set up a fund to support the upstream ecosystem with $21,000 in seed money. Over the next four years they built a board of public, private, and NGO watershed actors, including Quito Power Company, National Brewery, Consortium CAMAREN, which provides social and environmental policy training, and the Tesalia Springs Company, a multinational beverage corporation. All of those stakeholders had a vested interest in water, and each contributed to the trust every year.
Quito’s water sources include Cayambe Coca National Park, visible in the
background. Credit: SL_Photography via iStock/Getty Images Plus.
Today, FONAG is regulated by the Securities Market Law of Ecuador and has a growing endowment worth $22 million. That funding is used to support upstream environmental projects like agricultural training and plant restoration in the páramos, which helps limit sedimentation.
“It’s a financial mechanism that harnesses investments from private and public sectors to protect and restore forests and ecosystems,” says Adriana Soto, The Nature Conservancy’s regional director for Colombia, Ecuador, and Peru. It’s also a forward-thinking way to manage water, says Soto, who was previously vice minister of Environment and Sustainable Development of Colombia and serves on the board of the Lincoln Institute.
Traditional water infrastructure—often called gray infrastructure—consists of pipes, water filtration systems, and chemical treatments, which are designed to purify water before it’s used. Gray infrastructure has long been relied on to ensure that water was potable and accessible. But it’s expensive and energy intensive, it can negatively impact wildlife and ecosystems, and it breaks down over time. Climate change is also posing threats to gray infrastructure; for instance, intensifying wildfires have led to increased sedimentation that chokes existing filtration plants, and virulent storm cycles have overwhelmed water treatment plants and other key pieces of infrastructure.
By contrast, green infrastructure is a water management approach that takes its cue from nature. Protecting upstream water sources is a form of green infrastructure investment that can help alleviate the pressure on water systems. There are almost as many ways to manage source water as there are water sources, but The Nature Conservancy’s “Urban Water Blueprint” report, which surveyed more than 2,000 watersheds, identifies five archetypes: forest protection, reforestation, agricultural best management practices, riparian restoration, and forest fuel reduction.
For instance, in the páramos above Quito, FONAG funded work to keep cattle off the most fragile grasslands and employed guards to stop rogue burning, because rebuilding the ecosystem was a top priority. Working across nearly 2,000 square miles, the fund has now protected more than 70,000 acres of land. This effort has benefited more than 3,500 families, providing funding to support sustainable, profitable farming operations.
“One of the beauties of the strategy is the social and economic results,” Soto says. “It’s not just tackling water regulation, it tackles climate change resiliency, biodiversity conservation, and it strengthens communities and creates gender equality. Most of the farms are led by women.”
Quito’s model inspired a swell of other water funds, many launched by The Nature Conservancy. Like these examples, each has place-specific strategies and funding structures:
In 2021, the Greater Cape Town Water Fund invested $4.25 million in removing invasive plants such as gum, pine, and eucalyptus trees, which were absorbing an estimated 15 billion gallons of water each year from this drought-stricken watershed—equal to a two-month water supply. More heavily engineered solutions like desalination plants or wastewater reuse systems would have cost 10 times as much, The Nature Conservancy estimated.
Since the Upper Tana–Nairobi Water Fund launched in 2015, organizers have worked with tens of thousands of the watershed’s 300,000 small farms to keep sediment from running down the region’s steep slopes into the Tana River, which provides water for 95 percent of Nairobi’s 4 million residents. The effort has reduced sediment concentration by over 50 percent, increased annual water yields during the dry season by up to 15 percent, and increased agricultural yields by up to $3 million per year. In 2021, the fund became an independent, Kenyan-registered entity.
A representative of the Upper Tana-Nairobi Water Fund. Credit: Nick Hall.
The chemicals used in conventional bamboo production were polluting China’s Longwu Reservoir, which provides drinking water to two villages of 3,000 people. With an initial investment of $50,000, the Longwu Water Fund has helped local farmers adopt organic and integrated farming methods, now used in 70 percent of the area’s bamboo forests; promote ecotourism; and provide environmental education programs. In 2021, the water utility and local government agreed to pay into the fund on behalf of all water users.
Measuring Progress
Water funds support conservation projects that address a range of issues, including sedimentation and turbidity, nutrient build-up, and aquifer recharge. They also create social and environmental cobenefits, like protecting and regenerating habitat and sequestering emissions.
There are financial upsides as well: according to The Nature Conservancy, these investments in land management can provide more than $2 in benefits for every $1 invested over 30 years. One in six cities could recoup the costs of investing in upstream conservation through savings in annual water treatment costs alone.
Creating a water fund requires establishing governance systems, securing funding, identifying conservation goals, and defining benchmarks for measuring progress. “The business case development is hard: how much money, where is it going to be invested,” Soto says. Part of the business case is demonstrating the ecological and financial benefit of a fund. Soto says that’s the biggest challenge, because the benefits of conservation are long term, and don’t present themselves immediately.
“Water is difficult,” she says. “The challenge is not only time—we have to prove the case over many years—but also the aggregated result. How much of the water quality or quantity is because of the water fund?” She says FONAG struggled to find a way to quantify that, but researchers from San Francisco de Quito University helped set up a monitoring system that tracked water quality and quantity. That system has been used to mark progress and to show investors the direct benefits of this work.
“It’s not an easy sell, especially when you’re talking about committing funding for 50 or 70 years,” Benitez says. “But now, 20 years later, we have a lot of tools to show the benefits of nature-based solutions.”
She says that over those years, as The Nature Conservancy has introduced water funds in Colombia, Brazil, and other countries, they’ve learned to show potential partners concrete, measurable outcomes, and they’ve gathered tools and science to back up the work.
Scaling Up
Quito’s project has been considered a success over the years, but while building a single water fund is one thing, scaling the concept is another. As the water fund model has expanded to other countries and continents, challenges have come up. Changing the way water institutions think and operate takes time and negotiation. On the financial side, transaction and set-up costs can be high, and there’s no clear framework to compare the costs of nature-based solutions and gray infrastructure. Logistically, setting up a fund is different every time; Cape Town’s invasive species problem is different, for example, from Quito’s páramo protection needs.
To address these challenges, The Nature Conservancy—along with the Inter-American Development Bank, the FEMSA Foundation, the Global Environment Facility, and the International Climate Initiative—formed the Latin America Water Funds Partnership in 2011. The goal of the partnership, which is described in From the Ground Up, a recently published Lincoln Institute Policy Focus Report, is to scale the development of water funds in the region and provide a global model for how to help urban centers with source water protection.
A year after its launch, the partnership published a manual intended to provide resources that could guide work everywhere, even though each place faced specific challenges. “We have water funds that work with indigenous groups upstream, and we have other funds that have more large landowners, or small farmers,” Benitez says. “Our common purpose is to establish agreement with the groups and set up the responsibilities of the fund.”
That’s different in every case, but there are certain elements that can help make a water fund successful, like political involvement. For instance, Soto says that in Bogotá, Medellín, and Cartagena, fund organizers made sure to involve Colombia’s Ministry of Environment and Ministry of Housing, which is in charge of graywater. “Having them on board provides a platform to facilitate policy change, so we don’t start from scratch,” she says. The Nature Conservancy also offers strategies to engage companies, and to show them how supporting water funds reduces their long-term risk.
In 2018, The Nature Conservancy took the framework a step further, building a Water Funds Toolbox designed to guide potential partners through five stages of a project: feasibility, design, creation, operation, and consolidation. The toolbox, which leans on 20 years of accrued knowledge, shows how and where a water fund can help with water quality and availability, and provides a framework for the financial and conservation side of planning, too.
Maine Adopts the Model
In Maine, the members of Sebago Clean Waters took that toolbox and ran with it. “From the very beginning, we strived to design Sebago Clean Waters as a replicable model for other coalitions, regions, and water funds to learn from,” said Meyer, of the Highstead Foundation.
The coalition assessed the fund’s feasibility, commissioning a study by the University of Maine. The study found that reducing area forest cover by even 3 percent could noticeably increase pollutants. If forest cover decreased by 10 percent, it would cause the watershed to fall below federal filtration standards, the study said: “Protecting the filtration-avoidance waiver saves PWD and its customers an estimated $15 million per year in expected additional annual filtration plant costs.”
Sebago Clean Waters has supported projects including the conservation of Tiger Hill Community Forest. Credit: Jerry and Marcy Monkman/EcoPhotography.
The economic argument was strong. The researchers found that every dollar invested in forestland conservation is likely to yield between $4.80 and $8.90 in benefits, including the preservation of water quality. If a filtration plant became necessary, however, PWD would need to increase water rates by about 84 percent to offset the costs of construction. There were ecological benefits to conserving the watershed, too, like providing habitat for trout and salmon, reducing erosion, and managing floods.
Sebago Clean Waters came up with a plan to ensure that a total of 25 percent of the watershed—35,000 acres—was conserved over the course of 15 years. They started with projects like the 1,400-acre Tiger Hill Community Forest in the town of Sebago. That tract was protected through a partnership between the Loon Echo Land Trust, a member of the coalition that has worked to protect the northern Sebago Lake region since 1987, and the Trust for Public Land. In 2021, Sebago Clean Waters announced its participation in a deal that would protect more than 12,000 acres in Oxford County, including the headwaters of the Crooked River, the lake’s main tributary. The amount of protected land in the watershed has increased from 10 percent to 15 percent.
Land conservation isn’t cheap or easy, especially in New England, where much of the lakeside land has long been in private hands. Achieving the water fund’s goals will take an estimated $15 million. But the fund is gaining momentum: building on an initial capacity-building grant of $350,000 from the U.S Endowment for Forestry and Communities; private and corporate funding; and a commitment by the Portland Water District to provide up to 25 percent of funding for each watershed conservation project that meets its criteria, the coalition recently landed an $8 million Regional Conservation Partnership Program award from the USDA.
Local businesses have also stepped up. In 2019, Portland’s Allagash Brewing offered to donate 10 cents from every barrel of beer it brewed, a total of about $10,000 a year. Allagash was the first of about 10 companies—including four other breweries—that have joined the coalition. MaineHealth, a statewide hospital network, just got involved as well.
“Drinking water is so compelling, it’s not a hard sell to talk to people about protecting it—particularly the breweries, because beer is 90 percent water,” Young says. “They understand the benefit as a business and as a community member.” She’s been surprised at the reasons so many partners have come on board. Many aren’t doing it because of their bottom line; they’re concerned with sustainability, and with supporting the communities where their employees live.
Sebago Clean Waters has accomplished a great deal, but its members are very aware of the time-sensitive need to protect this relatively pristine resource. After all, conserving land and water is easier than restoring them. Once a clean water source is gone, it’s hard to bring back.
As the water fund model spreads, it’s illustrating the real potential of upstream-downstream partnerships to make meaningful change. This work is not simple or immediate, but it can have lasting positive impacts in watersheds and communities around the world. Meyer said the model holds great promise: “It’s powerful to see how far a trust-based partnership can go.”
Heather Hansman is a Colorado-based journalist and the author of the book Downriver. She’s a Registered Maine Guide and a lover of the state’s rivers.
Lead image: Sebago Lake, Maine. Credit: Phil Sunkel via iStock/Getty Images Plus.
City Tech: New Angles on Noise Pollution
By Rob Walker, Setembro 19, 2022
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City dwellers around the world noted one surprisingly welcome side effect of the lockdown phase of the pandemic era: less noise. Urban soundscapes have largely returned to form, but that peaceful interlude served as a loud and clear reminder to planners and policy makers that the audible does shape city life—and can, in turn, be shaped by policies that include thoughtful land use and design. Inger Andersen, executive director of the United Nations Environment Programme, highlighted the issue in the Financial Times earlier this year, writing that “city planners should take both the health and environmental risks of noise pollution into account.”
Of course, the underlying insight here is not new. Citizens have probably complained about various forms of city noise, from construction to concerts to rude neighbors, for as long as cities have existed. While a relatively quiet urban neighborhood might register an ambient level of about 50 decibels, higher levels can begin to interfere with conversation; a busy roadway can measure about 70 decibels (about equal to a vacuum cleaner), and a train crossing that road can push the decibel reading to 90 or higher.
Studies documenting the health effects of noise pollution, which range from sleep disturbances to cognitive issues to heart disease, date back at least to the 1970s. The World Health Organization, along with regulators in the United States, Europe, and elsewhere, has highlighted the issue for decades, often spurred by a panoply of noise activists.
“The good news is, there is much more interest today,” says Arline Bronzaft, a City University of New York professor emeritus who conducted some of the earliest studies documenting the impact of city noise on health and well-being. Trained as an environmental psychologist, Bronzaft continues to advocate for quieter built environments as a board member of the environmental nonprofit GrowNYC. Today, she says, there’s much more research, and an openness to policy experimentation. “Now that you’ve got the data,” she says, the question is becoming: “What are you doing about it?”
The answer is a work in progress, but we may be at a pivotal moment for thinking about what might be termed “built soundscapes.” The tools available to assess the challenge have radically improved. And that may help planners and policy makers devise and enable better design and policy strategies to cope with the problem.
Maybe the most prominent example involves the evolution of tools to measure sound, which have become more sophisticated and are being deployed in new ways. Recently, for example, authorities in Paris and other French cities have begun to experiment with “sound radar” devices meant to function like speed cameras: triggered by noise that exceeds code decibel limits, the sensors photograph the offending vehicle’s license plate and fine the owner.
The French sensors were developed by Bruitparif, a state-backed agency devoted to studying city acoustics in Paris and elsewhere. Similar technology is being tested in New York, Edmonton, and other cities. Most cities already have some sort of noise ordinances in place, but such rules are rarely enforced in a systematic or consistent way. The advanced new sensors could help remedy that.
Still, there’s an argument for going deeper in thinking about sound—using technology as a planning tool, not just a punitive one. Erica Walker, professor of epidemiology at the Brown University School of Public Health and founder of Brown’s Community Noise Lab, spent years creating the “2016 Greater Boston Noise Report,” mapping noise data she collected at some 400 locations around the city. The experience gave her a different perspective on soundscapes.
“I started as pro-quiet,” Walker says. In fact, she explains with a laugh, she was partly interested in finding out whether city noise codes might help her get some loud neighbors to pipe down. Creating her noise report brought Walker into contact with a cross section of situations, teaching her that “neighborhoods and sound are complex.” Because ordinances focus almost exclusively on sound as a nuisance, they’re often incomplete or counterproductive, she explains. Since some level of sound is inevitable in a city, Walker says, considerations of how the acoustic environment affects residents and their interactions with each other should be built into planning and development: “Now I’m anti-quiet—but for peace.”
Her Community Noise Lab project is focused on reworking the soundscape dialogue between citizens and policy makers; among other initiatives, that has included creating a free app called NoiseScore to make sound measurement an accessible, collaborative activity. City officials in Asheville, North Carolina, used the tool as part of their effort to incorporate more community feedback into revisions to the city’s noise code, which was updated in the summer of 2021. While that still boils down to crafting ordinances, it’s an example of technology broadening the discussion, rather than simply serving as an enforcement tool. “They didn’t start with: ‘We’re going to put these sensors up across the city and punish people if they are doing this or that,’” Walker says. “They wanted to understand all of the partners’ perspectives.”
Tor Oiamo, a professor in the Department of Geography and Environmental Studies at Toronto Metropolitan University who conducted a recent public health noise study in that city, notes that more sophisticated sensors, mapping, and modeling software are creating opportunities to plan with sound in mind. In the years ahead, he says, the tools at hand could include a kind of global noise database similar to those tracking air pollution. But there’s an obvious challenge: “The difficulty in mitigation with a city that’s already built is that the structure is in many ways locked in,” he says.
In some cases, cities have found ways to modify or add to existing infrastructure. Bronzaft’s groundbreaking research in the 1970s—she documented the negative impact of a New York subway traveling on an elevated line near a school—resulted in the installation of sound-muffling acoustic tiles in classrooms, and the use of rubber pads on tracks throughout the subway system to lessen train noise. Other train systems now use rubber tires, and the next wave of quiet mass-transit innovation includes maglev trains and electric buses.
Oiamo also points to successful efforts in Amsterdam and Copenhagen to revise traffic patterns, with the specific goal of reducing noise in residential zones. And he credits Toronto with a thoughtful approach to its current Port Lands development project: because it’s reminiscent of a master-planned neighborhood, it’s possible to factor the soundscape into the design process. In addition, many of the most measurably useful ways to mitigate urban noise overlap with thoughtful land use: more green space and trees, careful consideration of building density (strategic density can actually create pockets of quiet), and so on.
Land works have been used to mitigate urban noise for years, from the berms around the edges of New York’s Central Park to trees and sound barriers along highways. A more recent tech-forward iteration comes from German firm Naturawall, which has designed “plant walls”—galvanized steel frames with a relatively slim profile, filled with soil and sprouting a thick layer of foliage and flowers. The walls, currently in use in some German cities, are said to block sound levels roughly equivalent to typical city traffic. Other companies, including Michigan-based LiveWall, are undertaking similar projects around the world.
None of these strategies offers a silver bullet. But Oiamo, like Bronzaft and Walker, emphasizes that at this point, there is plenty of expertise to draw upon to improve our built soundscapes. Newer technologies are helping define the issues with greater nuance and offering fresh solutions. While sensors helping issue tickets for noise violations may not represent the kind of holistic approach Walker or Bronzaft have in mind, they’re a start. As the subject gets more attention and technological options proliferate, soundscape experts are sensing the potential for real, if incremental, progress. “There’s a million things to do,” says Oiamo. That’s the challenge—and the opportunity.
Rob Walker is a journalist covering design, technology, and other subjects. He is the author of The Art of Noticing. His newsletter is at robwalker.substack.com.
Image: Sensors in Paris and other cities monitor and report noise levels from passing traffic. Credit: Courtesy of Bruitparif.
Eventos
Consortium for Scenario Planning 2023 Conference
Fevereiro 1, 2023 - Fevereiro 3, 2023
Phoenix, AZ United States
Offered in inglês
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The Consortium for Scenario Planning will host its sixth annual conference in Phoenix, Arizona, in early February. Focused on new and current scenario planning projects, the in-person conference will showcase scenario planning work around the country. Download the complete agenda and a list of presenters.
In the wake of a pandemic, extreme weather events, and economic instability, scenario planning continues to be an invaluable tool for cities and regions as they prepare for an uncertain future. Practitioners, consultants, and academics will present cutting-edge advances in the use of scenarios to address many trends affecting communities large and small. Conference sessions will be eligible for AICP Certification Maintenance credits.
Register today to reserve your space, and reserve a hotel room as soon as possible once you are registered. The registration fee is $300, but discounts are available (see the registration form for details).
Please share this opportunity with your colleagues and contact Heather Hannon, Associate Director of Planning Practice and Scenario Planning with questions.
Detalhes
Date
Fevereiro 1, 2023 - Fevereiro 3, 2023
Location
David C. Lincoln Conference Center Phoenix, AZ United States
Adaptação, Mitigação Climática, Recuperação de Desastres, Desenvolvimento Econômico, Planejamento Ambiental, Terra Agrícola, Várzeas, SIG, Infraestrutura, Intermountain West, Dispersão do Emprego, Uso do Solo, Planejamento de Uso do Solo, Governo Local, Mapeamento, Planejamento, Políticas Públicas, Regionalismo, Resiliência, Planejamento de Cenários, Crescimento Inteligente, Transporte, Desenvolvimento Urbano, Espraiamento Urbano, Urbanismo, Planeamento hídrico, Zonificação