Mensaje del presidente
El desarrollo humano se ilustra, por lo general, como una guerra entre los objetivos contradictorios de la individualidad y la adecuación. Hacemos todo lo posible por distinguirnos del rebaño, pero nos aterramos ante la perspectiva del aislamiento social. Nuestras ciencias sociales, en especial la economía, presentan conflictos similares. El culto al individuo es un ícono social dominante, y esta dominancia se ve exacerbada por el auge del fundamentalismo económico: la fe incuestionable en los mercados no regulados y la desconfianza concomitante hacia el gobierno y los sistemas sociales. Tomando como punto de partida el concepto de “la mano invisible” de Adam Smith, muchos economistas construyeron sus carreras en la concepción de teorías cuyo fundamento era el individualismo metodológico, la idea de que “los fenómenos sociales deben explicarse como resultado de las acciones individuales, que, a su vez, deben explicarse en referencia a los estados intencionales que motivan a los actores individuales”, según lo expresa la Enciclopedia de Filosofía de Stanford. Estos teóricos preconizaban, de forma unánime, que el hecho de tener individuos y mercados sin restricciones era la mejor manera de lograr los objetivos compartidos de prosperidad y justicia, a la vez que promovían (o evitaban) las políticas públicas respaldadas por este punto de vista.
Simultáneamente, otros economistas de la corriente prevaleciente han advertido de la “paradoja del aislamiento”, una categoría de casos en los que los individuos, actuando en un relativo aislamiento y guiados únicamente por sus propios intereses a corto plazo, generan resultados que, a largo plazo, son destructivos para todos. Algunos ejemplos de esta teoría incluyen las pesadillas del maltusianismo sobre hambre y pestes que detienen el crecimiento de la población, el dilema del prisionero o la tragedia de los comunes (descrita por Garrett Hardin en su ensayo de 1968). Hardin advirtió de los peligros del crecimiento de la población utilizando una parábola sobre la explotación no administrada de tierras de pastoreo de uso común. La inevitable utilización desmedida de las tierras de pastoreo por parte de cada uno de los pastores que desean aumentar su ganado destruiría las tierras, convirtiéndolas en terrenos inútiles para todos. Según Hardin y otros pensadores, la solución radica en alguna forma de acotamiento de las tierras comunes, ya sea mediante la privatización o la propiedad pública, con el fin de establecer mecanismos de coerción que garantice que los individuos se comporten de tal manera que protejan el interés común.
Afortunadamente, la mayoría de los seres humanos no está de acuerdo con la teoría económica y, en lugar de ello, desarrollan sus propias maneras de conciliar estas contradicciones entre la individualidad y la adecuación. Ciertos intelectuales conocidos a nivel público, como Elinor Ostrom, la ganadora del Premio Nobel de Economía en 2009 (y la única mujer que obtuvo este galardón), han ampliado nuestros conocimientos respecto a las formas en que intentamos mediar entre estas dos tendencias tan humanas. Lo hacemos a través de las instituciones, descritas como grupos de seres humanos que se organizan voluntariamente para aprovechar los beneficios del esfuerzo individual, a la vez que evitan los inconvenientes provocados por individuos aislados que actúan sin control. Según Ostrom y otros pensadores, los diferentes tipos de acuerdos institucionales (organizaciones formales, normas de trabajo, políticas públicas, para nombrar sólo algunos) surgen orgánicamente para evitar que se produzcan situaciones indeseadas, tales como la tragedia de los comunes. En este número de Land Lines, presentamos las historias de algunas de estas decisiones institucionales que se tomaron para protegernos de nosotros mismos o crear beneficios mutuos. En nuestra entrevista a Summer Waters, del Sonoran Institute (pág. 34), aprendemos acerca de los esfuerzos realizados para promover la economía y proteger la ecología en la cuenca hidrográfica del río Colorado y para reintroducir el flujo de agua dulce en el delta del río.
Recién hemos comenzado a estudiar los sistemas que surgen orgánicamente para administrar los recursos comunes, pero aún sabemos mucho menos sobre la manera de crear dichos recursos. Y esto puede deberse a nuestra tendencia a tratar los recursos comunes como si fueran maná, es decir, como si vinieran del cielo, y no creados por la mano humana. No obstante, según informa Tony Hiss (pág. 26), miles de personas se han unido voluntariamente para crear nuevos recursos comunes: cientos de miles de hectáreas de tierra conservadas para proteger grandes ecosistemas, salvar el hábitat de especies en peligro de extinción, brindar espacios verdes a los habitantes de zonas urbanas muy densas y alcanzar muchos otros objetivos a largo plazo. Desde el punto de vista de los economistas ortodoxos, el mundo se ha vuelto loco. No sólo los individuos que antes actuaban aisladamente ahora lo hacen con el fin de evitar la tragedia de los comunes sino que también están tomando medidas para crear nuevos recursos comunes.
La educación pública es otro de los recursos comunes creados por el hombre, como lo son la mayoría de los bienes públicos. Nos organizamos y autoimponemos tributos para sustentar esta institución de capital importancia y, con el tiempo, debemos revisar las formas como la administramos y mantenemos, al igual que con cualquier otro recurso común. En este número de Land Lines, Daphne Kenyon y Andy Reschovsky ofrecen una mirada a los diferentes tipos de análisis de los desafíos que enfrentan las ciudades para financiar sus escuelas, así como también algunas ideas para abordar dichos problemas (pág. 39). Además, en el artículo sobre las estrategias de las instituciones “ancla” de Beth Dever y otros (pág. 4) también examinamos de qué manera las universidades y los hospitales pueden trabajar junto con los barrios y ciudades a fin de lograr objetivos de colaboración que los beneficie mutuamente.
Para algunos economistas, la creación de nuevos recursos comunes resulta una imposibilidad teórica. En su primer libro, The Logic of Collective Action: Public Goods and the Theory of Groups (La lógica de la acción colectiva: Los bienes públicos y la teoría de grupos), Mancur Olson propuso la hipótesis de que las personas soportarán las complicaciones derivadas de actuar conjuntamente sólo si existe un incentivo privado suficiente; además, ningún gran grupo de personas llevará a cabo medidas colectivas a menos que se vea motivado por una ganancia personal significativa (ya sea económica, social o de otro tipo). Evidentemente, se ha producido una colisión entre la teoría y la práctica, y el impacto de la misma es muy profundo y lo seguirá siendo. Tal como señala Hiss en su ensayo sobre conservación de grandes paisajes: “Lo primero que crece no es, necesariamente, el tamaño de la propiedad a proteger, sino la posibilidad de tomar medidas, algunas grandes y otras pequeñas, para marcar una diferencia perdurable en el futuro de la biósfera y sus habitantes, entre ellos la humanidad”.
Sin embargo, esto no termina aquí. En los Estados Unidos, bastión del mercado libre, unos 65 millones de ciudadanos pertenecen a comunidades con un interés común, tales como condominios y comunidades de propietarios, según señala Gerry Korngold (pág. 16). Un 25 por ciento de la nación ha limitado voluntariamente su propia autonomía con el fin de proteger y preservar los intereses comunes. Tal como subraya Korngold, este hecho no hubiera sorprendido a Alexis de Tocqueville, quien describió a los Estados Unidos como “una nación de personas que se agrupan”. En su obra Democracy in America (La democracia en América), de 1831, Tocqueville escribió: “Muchas veces he admirado la gran habilidad con la que los habitantes de los Estados Unidos logran proponerse un objetivo común al esfuerzo de muchos hombres y, como resultado, hacer que dichos hombres se alisten voluntariamente a su concreción”. Tal vez sea el momento de organizar un culto a la acción colectiva para celebrar las cosas increíbles que podemos hacer cuando trabajamos juntos. Es posible que descubramos que las políticas, prácticas, organizaciones e instituciones que creamos con el fin de mediar en nuestra guerra interna entre la individualidad y la adecuación han contribuido más al avance de la humanidad que los logros individuales que solemos celebrar.