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Mensaje del presidente
“Ojalá no supiera ahora lo que no sabía antes”.
Era un verso al pasar en la balada “Against the Wind” (“Contra el viento”) de Bob Seger de 1980, una reflexión sobre la inocencia y el remordimiento. Si bien le parecía que sonaba raro y no era gramaticalmente correcto, Seger lo conservó porque a sus allegados les gustaba. Desde entonces, el verso ha inspirado a otros artistas para hacer sus propias interpretaciones. A mí me inspira como invitación a aprender, ofrece un marco de reflexión acerca de las consecuencias impensadas y nos permite imaginar cómo podríamos haber actuado de otro modo. En particular, es relevante en el contexto de la crisis nacional actual de viviendas asequibles.
Desde la Gran Depresión, durante cuatro décadas, dirigí y estudié el uso de inversiones públicas, privadas y filantrópicas para producir viviendas asequibles y ofrecer un techo decente a familias de bajos ingresos. Se debatió una gran cantidad de ideas, y muchas se implementaron. La mayoría de las que se implementaron no dieron los resultados esperados, pero todas trajeron consecuencias impensadas. ¿Qué podemos aprender de estos tropiezos del s. XX? Y, más específicamente: ¿qué estamos dispuestos a aprender?
Hace más de ocho décadas, el gobierno federal lucha para cubrir los compromisos básicos contraídos en las Leyes de Vivienda de los EE.UU. de 1937 y 1949: “una vivienda decente y un ambiente adecuado de vida para todos los estadounidenses”. Las leyes consignaban importantes subsidios para construir nuevas viviendas públicas y erradicar los asentamientos informales. Prometían nuevos empleos, ciudades modernizadas y mejores viviendas para quienes las necesitaran. Dado que las Leyes de Vivienda sugerían beneficios para todos los ciudadanos, se ganaron un amplio apoyo del público.
Cuando llegó la hora de implementar, casi todas las autoridades de vivienda pública apuntaron a ofrecer viviendas a quienes estaban en la mitad inferior de la distribución de ingresos: una decisión políticamente popular. Para mantener la disponibilidad de viviendas nuevas, se establecieron alquileres que cubrirían los costos operativos de los edificios. Pero los costos operativos aumentaban a medida que los edificios envejecían, y los alquileres crecían a la par. Hacia fines de los 60, los inquilinos de ingresos más bajos se vieron sobrepasados por los precios: pagaban más del 60 por ciento de su ingreso para seguir teniendo un techo.
El senador Edward Brooke (republicano, por Massachusetts) remedió la situación: en 1969 propuso una enmienda a las Leyes de Vivienda que limitaba los alquileres al 25 por ciento de los ingresos de los inquilinos. El gobierno federal cubría los déficits operativos con subsidios. Para obtener un alquiler reducido, los inquilinos debían declarar sus ingresos. Pronto se hizo evidente que las viviendas públicas no servían para las familias más pobres, quienes tenían las mayores necesidades de vivienda. En 1981, el Congreso actuó de nuevo: reservó las viviendas públicas para familias que ganaban la mitad de la mediana de ingresos y reservó el 40 por ciento de las unidades para familias que ganaban menos del 30 por ciento de la mediana.
El deterioro de los edificios se aceleraba. Esto se debió a que los subsidios operativos federales no cubrían gastos de capital, y los sistemas principales (calefacción, iluminación, ascensores) empezaron a fallar. La austeridad fiscal federal de los 80 agravó los problemas, porque redujo los subsidios operativos. Hacia fines de esa década, la única respuesta razonable a la crisis nacional de viviendas públicas fue la demolición generalizada.
Al mismo tiempo que disminuían los subsidios y dejaba de haber viviendas antiguas disponibles, surgió un contrarrelato, en el cual se culpaba a los propios residentes. La “cultura de la pobreza” y la “indefensión aprendida” se convirtieron en los memes dominantes. Se veía a la pobreza como una enfermedad contagiosa, más que como un síntoma. Los pobres se convirtieron en chivos expiatorios convenientes que cargaban con la responsabilidad de que se rompiera su propio techo, como si se esperara que los inquilinos, pobres o no, se responsabilizaran de mantener sus edificios. Al concentrar a los pobres en las viviendas públicas, reforzábamos los malos hábitos y transmitíamos valores que perpetuaban la pobreza a lo largo de las generaciones. Otro meme dominante de los 80 apoyó este movimiento: los peligros del gobierno grande. Este relato contaba (y cuenta) que el gobierno grande era torpe e ineficaz; el deterioro de las viviendas públicas era culpa del gobierno.
Con los programas “HOPE” que surgieron luego (Vivienda y Oportunidades para Personas en Cualquier Lugar), se reemplazaron muchos proyectos de vivienda pública por desarrollos bajos de ingresos mixtos, que en general sustituían tres unidades demolidas con una asequible. Para estimular la producción adicional de viviendas de alquiler, el gobierno federal creó el crédito fiscal para viviendas de bajos ingresos (LIHTC) en 1986. El programa ofrecía a los inversionistas privados créditos fiscales por una década a cambio de adelantos en inversiones en patrimonio (que suele ser el dinero más difícil de encontrar) para producir viviendas. Los estados controlaban cómo se asignaban los créditos, y las normativas exigían una asequibilidad a largo plazo para las viviendas.
Es importante mencionar que el programa LIHTC prometía superar las dos grandes fallas de las viviendas públicas. Al atraer inversiones privadas, las eficiencias del sector privado superarían la relación de dependencia con el ineficaz gobierno grande. Segundo, las decisiones de ubicación se delegarían a los gobiernos estatales y locales, que podrían asegurarse de que la producción de viviendas no concentraría la pobreza. Además, la competencia por los créditos fiscales reduciría el costo para los contribuyentes y, con el tiempo, el sector privado produciría viviendas asequibles sin necesitar subsidios.
Algunos expertos consideran que el programa LIHTC tuvo un éxito extraordinario. En el transcurso de tres décadas, se construyeron más de 2,5 millones de unidades de vivienda. Pero en ese período, perdimos más unidades asequibles del inventario nacional de las que se construyeron. Además, las rentabilidades prometidas del sector privado nunca se materializaron. Según el año y el mercado, el costo de producción estimado de unidades de LIHTC fue entre un 20 y un 50 por ciento superior que el de las unidades similares sin subsidios. Esto ni siquiera incluye los US$ 100 millones estimados por año para la administración del programa.
Los créditos fiscales para patrimonios de inversionistas privados llegaron a los contribuyentes en tasas de tarjeta de crédito. Y los costos aumentaron cuando el capital público estaba en el valor más barato. Durante la Gran Recesión, los créditos fiscales producían un promedio de ganancias después de impuestos del 12 al 14 por ciento para los inversionistas cuando la tasa de fondos federales era casi cero y la ganancia de Hacienda a 10 años era de cerca del 2 por ciento. El sector privado nunca dejó de depender de los subsidios. Hoy, prácticamente no hay producción de alquileres asequibles sin créditos fiscales. Por último, es decepcionante que se haya aceptado universalmente que la producción de viviendas con crédito fiscal exacerbó la concentración de la pobreza.
¿Cómo puede ser que el programa de producción de viviendas más grande de la historia de la nación, con amplio apoyo de ambos partidos, provoque tanta decepción? Hay muchas cosas de las que no sabía (y no sabíamos) antes, en 1999, en 1979 e incluso en 1949, que me gustaría no saber ahora.
Ojalá no supiera que, aunque seamos muy buenos para identificar grandes desafíos y anunciar respuestas ambiciosas, nuestro compromiso casi nunca sobrevive a los desafíos económicos. Ahora sabemos que solo construir viviendas asequibles no alcanza para ofrecer una vivienda decente y un ambiente adecuado de vida. Se necesita un modelo sostenible que mantenga los edificios, conserve la asequibilidad en el tiempo y construya donde lo necesitamos: cerca de empleos y escuelas buenos.
Ojalá no supiera que el apoyo político es efímero, y que la memoria no perdura. Garantizar que el poco subsidio que hay llegue a quienes más lo necesitan es razonable, pero solo si el subsidio se protege. Los más necesitados son políticamente débiles y es poco probable que obtengan apoyo para defender sus derechos. Y cuando intentan hacerlo, es fácil convertirlos en el chivo expiatorio.
Ojalá no supiera que gastamos decenas de millones de dólares para evaluar programas de viviendas, pero no aprendimos mucho. Contamos unidades, hicimos de cuenta que la cantidad producida es la única medida importante de impacto. Hace veinte años, una de cada cuatro familias que reunían los requisitos para recibir ayuda para la vivienda la recibían. Hoy, es una de cada cinco familias. Aunque según la creencia general los costos de vivienda que superan el 30 por ciento del ingreso son insostenibles para las familias, alrededor de la mitad de los inquilinos pagan más del 30 por ciento de su ingreso antes de impuestos para alquilar, y el 20 por ciento entrega más de la mitad de su ingreso.
¿Cuándo haremos un análisis sincero de ocho décadas de labores para dar un techo a nuestra gente? Debido a la complejidad de los desafíos en cuanto a las viviendas, es imposible aprender algo de las evaluaciones de los programas. Para aprender, debemos revelar los resultados esperados y comprometernos con ellos, compartir la lógica que guía nuestras acciones y conciliar lo que logramos en realidad con nuestras intenciones. Este es un modelo de aprendizaje que adoptamos en el Instituto Lincoln, y espero que se pueda aplicar más ampliamente a análisis de políticas en los sectores de vivienda, desarrollo comunitario y filantropía.
Ofrecer viviendas asequibles para todos no es tarea fácil. Las dolorosas verdades de ocho décadas de trabajo se ofrecen no como una acusación, sino como una invitación para aprender, y pensar y actuar de otro modo. Debemos intentar cosas nuevas y aprender de ellas. Esa innovación puede ser construir departamentos sobre bibliotecas públicas, una tendencia que exploramos en este número. Puede significar forjar asociaciones inesperadas, como están haciendo los servicios públicos y los defensores de viviendas en Seattle. Puede significar rematar derechos de desarrollo o aprovechar el valor del suelo de otro modo.
Deberíamos aspirar a las mismas ambiciones de los confiados gestores de políticas de 1949, que se comprometieron para proveer “una vivienda decente y un ambiente adecuado de vida para todos los estadounidenses”. Pero tendremos que intentar muchas cosas nuevas y aprender de nuestros errores. Y, si nos comprometemos a “buscar un techo una y otra vez”, como canta Seger en la misma canción, podríamos lograrlo.
¿Tiene un ejemplo propio de “ojalá no supiera ahora lo que no sabía antes”? ¿Una política o programa del que podríamos o deberíamos haber aprendido? Queremos destacar algunos en uno de los próximos números. Envíenos el suyo a publications@lincolninst.edu.