Menaje del presidente
¿Alguna vez alguien intentó motivarlo con un “escenario de pesadilla” para que tome medidas sobre un problema apremiante? Estos escenarios extienden las tendencias actuales hacia el futuro a mediano y largo plazo, para intentar ilustrar los resultados que se consideran inevitables, a menos que se den cambios radicales en la conducta. Ya sea que el asunto por tratar sea un pico del petróleo o una infraestructura que se derrumba, los interlocutores bienintencionados suelen usar este mecanismo trillado para tratar de que las personas tomen consciencia de esos futuros desesperantes.
Pero este enfoque tiene sus falencias. Los escenarios de pesadilla son deprimentes, y la depresión inmoviliza a las personas que uno pretende movilizar. En general, las soluciones necesarias para evitar el desastre parecen inabarcables. Y la supuesta inevitabilidad del desastre, en realidad, puede generar una lógica extraña que exonera a la falta de respuesta, lo que lleva a conclusiones horribles.
Por todos estos motivos, es necesario recurrir a otro tipo de planificación de escenarios, que es lo que está haciendo el Instituto Lincoln. Antes de explicarlo, deseo ilustrar las desventajas de confiar en los escenarios de pesadilla con dos ejemplos: uno tomado de los libros de historia y otro más actual.
Thomas Malthus aplicó uno de los primeros usos retóricos de un escenario de pesadilla, en su Ensayo sobre el principio de la población, de 1798. En ese ensayo, Malthus elaboró un argumento teórico que reverbera en la economía y otras ciencias sociales de hoy (fue uno de los motivos por los cuales la economía se denominó “ciencia lúgubre”). Malthus propuso que la población crecía geométricamente (con un patrón de 2, 4, 8, 16, 32. . .), mientras que la producción de alimentos crecía aritméticamente (con un patrón de 2, 4, 6, 8, 10. . .).
Según su postura, el crecimiento de la población se debe a la propensión, aparentemente ilimitada, del ser humano a reproducirse y, lo que es importante, aumenta cuando los pobres están mejor. La producción de alimentos, por el contrario, está limitada por la disposición fija de territorio y la ley de rendimiento decreciente. La relación entre ambos puntos solo puede llevar al desastre. Los “controles positivos”, como las hambrunas, plagas o guerras, podrían desencadenar la muerte prematura de gran parte de la población y restablecer un equilibrio temporal. Malthus sugería que los “controles preventivos”, como el matrimonio a mayor edad o el celibato, que resultarían en menos niños, podrían prevenir el desastre, pero dudaba que los humanos pudieran ejercer este tipo de restricción moral de forma voluntaria (Malthus era un pastor anglicano, por lo que estaba en contra de la anticoncepción).
Todos los matemáticos saben que, empiece donde empiece, una serie geométrica termina por superar a una aritmética. Así, la propuesta de Malthus era convincente; pero el mundo real demostró que no tenía razón en nada de lo que dijo. Gracias a la Revolución Industrial y la Agrícola, a partir del s. XIX, la producción de alimentos creció a mayor velocidad que la población, incluso en los países en vías de desarrollo. Por su parte, en el s. XX, el crecimiento de la población, empezó disminuir, como resultado de la transición demográfica ocasionada por la urbanización, el mayor nivel educativo y las oportunidades de empleo para las mujeres. En todo el mundo cayeron los niveles de pobreza y la fertilidad disminuyó proporcionalmente.
Por desgracia, hoy se conservan algunos elementos de la teoría de Malthus, tanto en las labores ingenuas para predecir futuros cataclismos relacionados con la población (por ejemplo, La bomba demográfica, de Paul Ehrlich [1968], el Club de Roma o el ensayo de 2010 de Cristina Luiggi “Still Ticking” [“La bomba sigue activada”], publicado en The Scientist) como en el razonamiento confuso de quienes adoptan las extensiones lógicas de sus obras y adhieren a ellas.
Las implicaciones lógicas de la teoría de Malthus son espantosas y persistentes. Giran alrededor de ideas como el laissez-faire, la intervención divina y los riesgos morales, pero, indefectiblemente, culpan a la víctima. Malthus se oponía a ayudar a los pobres, con el precepto de que, si los pobres mejoraban, aumentaría la fertilidad y esto generaría hambrunas, cuando se terminaran los suministros de alimentos. Otros apoyaron esta perspectiva con mayor fervor. Unos 50 años después de la publicación del ensayo de Malthus, Nassau Senior, economista clásico y Canciller, escribió que la Gran Hambruna Irlandesa de la Papa de 1845 “no mataría a más de un millón de personas, y eso apenas sería suficiente para lograr algo bueno”. Charles Trevelyan, subsecretario del Tesoro británico y administrador colonial responsable de organizar la asistencia ante la hambruna, la describió como un “mecanismo efectivo para reducir el exceso de población”, y también como “el juicio divino”. Pero ninguna divinidad dispuso estos resultados. Durante las hambrunas de la década de 1840, se envió mucha comida de Irlanda a Inglaterra; de hecho, durante esos años aumentó la exportación de carnes, cereales y manteca. El suministro de alimentos no había fallado; una sola cosecha, la de papas (el único alimento básico que se admitía a las familias de arrendatarios), había sucumbido a las plagas. Fueron las políticas agrícolas, sociales y comerciales las que fallaron.
En el s. XX, los informes contemporáneos de múltiples hambrunas, entre ellas la que causó la muerte de más de 2 millones de personas en India en 1943 y de alrededor de 1,5 millones de personas en Bangladesh en 1974, siempre invocaron a Malthus. De algún modo, el razonamiento era: la población había crecido más de lo que se podía mantener y la hambruna fue el resultado inevitable. Pero estas y otras “pesadillas malthusianas” no tenían nada que ver con la superpoblación ni la escasez de alimentos. Fueron el resultado de fallas en políticas y respuestas ineficaces. Daban cuenta de la indiferencia desdeñosa declarada en la existencia teórica de las pesadillas malthusianas: un reconocimiento a regañadientes de que, a veces, simplemente no alcanza para todos.
A pesar de que me duele mucho reconocerlo, yo adopté un escenario de pesadilla para promover mis propios consejos sobre políticas. En los últimos años, con frecuencia cité estimaciones sobre la inversión global en infraestructura necesaria para responder a los 2.500 millones de personas que se agregarían a las ciudades de todo el mundo en los próximos 20 años. Incluso juego con el público y le pido que adivine si la inversión necesaria de USD 91 billones es mayor que el producto interno bruto mundial, el PIB total de todos los países del mundo. Sí, lo es.
¿Motivo al público o lo deprimo? Me pregunto si debería encarar este desafío de una forma más afirmativa.
Necesitamos mejores modos de observar el futuro, informar nuestras ideas y guiar nuestras acciones. Por suerte, tenemos, al menos, uno. Hace poco, el Instituto inició el Consorcio para la Planificación de Escenarios, una red experta de académicos y profesionales que desarrolla métodos más disciplinados y justificables para ayudar a la gente de áreas urbanas y rurales a considerar escenarios futuros alternativos y encontrar formas de concretar los escenarios deseables. La planificación de escenarios identifica futuros alternativos según la realidad de hoy, las tendencias y un análisis empírico riguroso de los motores que llevan a cambios. Explica la interconexión o la interdependencia de varios sistemas, anticipa consecuencias inesperadas y evalúa los intercambios entre las acciones y los resultados.
Ante todo, la planificación de escenarios es un proceso, un modo de pensar y de estructurar la toma de decisiones que aprovecha las habilidades y los conocimientos de un grupo grande de personas. El consorcio está desarrollando herramientas de software para superar los desafíos de trabajar con muchos participantes, gestionar grandes cantidades de información y aprovechar los datos y las nuevas técnicas analíticas para cuantificar los elementos específicos de un plan. La planificación de escenarios abarca numerosas disciplinas, y cada una aporta enfoques y perspectivas diferentes para informar y enriquecer el proceso. Mientras que los ambientes son cada vez más complejos, las limitaciones aumentan y el futuro sigue siendo incierto, la planificación de escenarios puede ayudar a grupos de responsables de decisiones a manejarse mejor en el terreno desafiante en lo que respecta a temas como preservación de viviendas asequibles, adaptación al cambio climático o comunidades más saludables y equitativas.
Resulta interesante que el campo de la planificación de escenarios nació en las salas de juntas de las corporaciones petroquímicas mundiales: las mismas personas que acuñaron el término “pico del petróleo”. Al darse cuenta de que el producto del cual dependen se acabaría, en vez de inmovilizarse, las corporaciones prefirieron considerar varios escenarios futuros, encontrar el que mejor les parecía y descifrar cómo llegar allí.
¿Cómo podría un planificador de escenarios novato como yo haber abordado los futuros desafíos de la infraestructura urbana? En vez de contextualizar el desafío como una inversión imposible que supera al PIB global, podría haber preguntado: según las proyecciones razonables del crecimiento del PIB, ¿qué se necesitará para obtener USD 91 billones en las próximas dos décadas? El PIB global de 2017 fue de unos USD 79 billones, mucho menos de lo que se necesita para la inversión en infraestructura. Se espera que para 2037 el PIB alcance los USD 192 billones, más del doble de la inversión necesaria. ¿Qué se necesitará para hacer una inversión acumulativa de USD 91 billones en infraestructura? Cerca del 3,33 por ciento del PIB global por año. ¿Cómo preparamos a las ciudades del mundo para recibir y proveer servicios a 2.500 millones de residentes nuevos? Construimos la voluntad política para lograr que los gobiernos nacionales dediquen una trigésima parte de su PIB a inversión en infraestructura. De algún modo, no parece una tarea tan imposible como obtener más del 100 por ciento del PIB global actual.
Mi decisión de sobrecoger al público con un hecho matador fue producto de una lógica incorrecta y de la pereza. Quería que los demás tomaran conciencia de los desafíos urbanos y movilizarlos con la urgencia de actuar ahora. Pero, al contextualizar el desafío como virtualmente imposible, corrí el riesgo de inmovilizarlos. Y corrí el riesgo de sentar las bases para que los futuros pensadores perezosos acepten una realidad en la cual millones de residentes urbanos se queden sin infraestructura: sin agua en su residencia, sin higiene, sin transportes confiables para llegar al trabajo; un escenario que se hará realidad si no invertimos. Temo que, entonces, la respuesta política sea una limitación conocida: simplemente no alcanza la infraestructura para todos, entonces algunos deberán quedarse sin ella.
Podemos ser mejor que eso. Y, con la ayuda de trabajos como el del Consorcio para la Planificación de Escenarios, mejoraremos.
Fotografía: Jon Nicholls/Flickr CC BY 2.0.