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Cómo mejorar un impuesto bueno
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ampala, Uganda, alberga 1,7 millones de habitantes y es una de las ciudades con mayor índice de crecimiento de África. Ubicada en la orilla norte del lago Victoria, esta capital tropical tiene muchas marcas distintivas de una metrópolis próspera: rascacielos, calles ajetreadas, transporte público y una animada vida nocturna. Fue sede de eventos importantes, como la conferencia internacional de la Asociación Africana del Agua y el campeonato mundial de carrera a campo traviesa. Pero al igual que otras grandes ciudades africanas, Kampala presenta un alto índice de urbanización que ha afectado su infraestructura financiera y física.
En la última década, la renta municipal aumentó porque mejoró el sistema de tributos inmobiliarios. Hasta principios de la década de 2000, la ciudad luchaba con bases de datos manuales poco fiables, tecnologías desactualizadas, procedimientos confusos, una base imponible reducida y prácticas inadecuadas de cobro. En 2010, el gobierno central ugandés creó la Autoridad de la Ciudad Capital de Kampala (KCCA, por su sigla en inglés) y le asignó la tarea de brindar servicios y encargarse de las recaudaciones en la ciudad.
Con la nueva renta de tributos inmobiliarios, el gobierno pudo invertir más en escuelas: renovó o construyó salones de clase y laboratorios de ciencia, y distribuyó cientos de computadoras. Desde 2011 se reabrieron tres bibliotecas públicas, y los proyectos viales están mejorando el acceso al núcleo urbano.
Cuando funcionan bien, los tributos inmobiliarios son una fuente fiable y productiva de renta para los gobiernos locales. En municipios de todo el mundo, la renta por tributos inmobiliarios respalda servicios e infraestructura esenciales, como educación y seguridad pública, servicios de agua y cloacas, recolección de basura, parques públicos, y construcción y mantenimiento de calles. Dado que el impuesto está vinculado con la propiedad y no con los ingresos o la venta, es relativamente estable y difícil de eludir. A diferencia de los ingresos, la propiedad “tiene una ubicación fija y es difícil de ocultar”, dice Joan Youngman, miembro sénior del Instituto Lincoln.
Pero los tributos inmobiliarios presentan una dificultad: a diferencia de los impuestos sobre los ingresos o la venta, que se incluyen en los salarios y recibos de caja, la factura del impuesto a la propiedad inmobiliaria llega por separado. Esto lo hace muy visible, políticamente delicado y, a veces, difícil de reformar. Para cambiar cualquier aspecto de los tributos inmobiliarios, se requiere perseverancia, innovación y la capacidad de explicar al público las complejidades de la financiación gubernamental.
Hacer cambios es difícil pero posible; las experiencias de Kampala y los otros lugares que se muestran en este artículo lo demuestran: Estonia y su capital, Tallin, que implementó un impuesto territorial y la tecnología sofisticada necesaria para rastrearlo; y Boston, Massachusetts, que recuperó un antiguo sistema que había entrado en decadencia y ahora es uno de los sistemas tributarios más estables y productivos de los Estados Unidos.
Los cambios en el impuesto a la propiedad inmobiliaria de Kampala, Tallin y Boston ofrecen previsibilidad, lo cual, a su vez, aumentó las inversiones en desarrollo y empleos y, en algunos casos, mejoró la calificación crediticia. Además, gracias a esta previsibilidad, quienes desean comprar o desarrollar propiedades pueden calcular mejor el gravamen a futuro y ajustar sus ofertas en consecuencia, dice Youngman. Además de ayudar a las ciudades a prosperar a nivel financiero, un sistema de tributos inmobiliarios basado en la eficacia y la transparencia puede alimentar la fe en el gobierno local; los residentes con impuestos regulares tienen más probabilidades de involucrarse con los funcionarios locales para procurar que su dinero se invierta bien.
Kampala, Uganda
Según el libro Property Tax in Africa del Instituto Lincoln, todos los países de África tienen un impuesto a la propiedad, salvo Burkina Faso y Seychelles. En algunos países, como Uganda, el impuesto es una fuente de renta de garantía constitucional para los gobiernos locales, pero “en casi toda África, este se infrautiliza y se administra mal” (Franzsen y McCluskey 2017).
En general, en África, el índice de recaudación de los tributos inmobiliarios ha sido bajo, según indica el Centro Internacional de Impuestos y Desarrollo (ICTD, por su sigla en inglés): en promedio, apenas un 0,38 por ciento del PIB, en comparación con el 2,2 por ciento en países desarrollados. Es más, la administración del impuesto presenta un sinnúmero de complejidades. En muchas ciudades, las calles no tienen nombre y las viviendas no tienen número. En muchos países, hay vastos territorios de propiedad colectiva que se usan para pastoreo comunitario y agricultura de subsistencia. En Uganda y Mozambique, este tipo de propiedad colectiva representa el 62 y el 90 por ciento de la superficie territorial, respectivamente (Franzsen y McCluskey 2017). La escasez de valuadores calificados aumenta las dificultades de administrar el impuesto correctamente.
Muchas secciones dependen de transferencias del gobierno central para obtener financiamiento. Pero se espera que el tamaño de las ciudades africanas se triplique entre 2010 y 2050, y este modelo es insostenible. El Banco Mundial estima que las ciudades subsaharianas tendrán un costo total de US$ 93.000 millones anuales para atender las necesidades de infraestructura de su creciente población (Taylor 2016). Los gobiernos centrales pueden ayudar hasta cierto punto, pero, si quieren ser más autónomas, estas ciudades deberán reformar sus sistemas tributarios.
Antes de que se fundara la KCCA, Kampala padecía de “recaudación de renta y moral fiscal muy bajas”, lo cual significa que los residentes tenían una renuencia general a pagar los impuestos, según indica un informe del Centro Internacional de Crecimiento o IGC, por su sigla en inglés (Andema y Haas 2017).
Priya Manwaring, economista del IGC en Kampala, indica que un aspecto fundamental del éxito de las primeras reformas en la renta fue que el personal de la KCCA se conformó, en parte, con especialistas de la autoridad impositiva nacional. “La Autoridad Ugandesa de Renta es una institución que funciona bien, y mucha gente llega con niveles altos de conocimientos y habilidades”, dice Manwaring.
Los primeros cinco años de reforma en Kampala se dedicaron a lograr que fuera más fácil para los residentes pagar los impuestos y para el gobierno hacer un seguimiento de los impuestos que se debían y de los pagos que se hacían. No fue una labor menor. Antes, la ciudad había tercerizado la recaudación de renta y usaba 151 cuentas bancarias, muchas de las cuales habían sido creadas por empleados sin autorización. Así, era imposible calcular la renta con precisión o evitar irregularidades. Los registros no se llevaban bien y tenían bastantes errores.
Para solucionarlo, la KCCA dedicó un año a desarrollar un programa de recaudación impositiva de código abierto llamado eCitie, que se lanzó en 2013. El programa envía facturas automáticas y recibe y registra pagos para ciertos trámites, como licencias comerciales y tributos inmobiliarios y por hospedaje. En relativamente poco tiempo, los residentes pasaron de hacer horas de filas en las oficinas del centro y lidiar con facturas perdidas a pagar el impuesto con el teléfono (el índice de posesión de smartphones en África es de menos del 50 por ciento, pero está aumentando rápidamente, en particular entre la gente con más educación).
Un informe de 2015 del IGC indicó que el sistema de pago de Kampala estaba a la par de los de países desarrollados (Kopanyi 2015), y las mejoras habían rendido sus frutos casi de inmediato. La renta se disparó de 30.000 millones de chelines ugandeses (US$ 9 millones) en 2011 a 81.000 millones (US$ 24 millones) en 2015. Incluso si se considera la inflación, esto implica un aumento del 89 por ciento. Si bien el costo anual de recaudación fue nueve veces mayor en ese período, el salto provino más que nada de costos de nuevos emprendimientos, que se recuperaron con mayor renta tras un año. Los costos operativos también aumentaron, pero “la KCCA pasó de una recaudación de renta de bajo costo, pero insostenible, a un sistema sostenible de mayor costo” (Andema y Haas 2017).
Lo que es más importante, en unos pocos años, Kampala empezó a percibir cerca de un tercio de sus ingresos mediante tributos inmobiliarios a propiedades comerciales y que generan ingresos, como viviendas en alquiler. La experiencia de esta ciudad, que empezó a cobrar tributos inmobiliarios en 1948, respalda con contundencia la idea de que al simplificar el sistema, se puede aumentar la renta. Kampala pasó de recaudar más de 20 tipos de impuestos a centrarse solo en las mayores fuentes de renta y facilitar el pago de esos impuestos (incluso en lugares con alto índice de recaudación, instaurar sistemas más convenientes hace la diferencia: cuando Escocia añadió una opción de débito directo, el índice de recaudación de Edimburgo aumentó del 93 al 97 por ciento).
En Kampala, el salto en la renta fue alentador, pero los funcionarios sabían que seguían recaudando apenas una fracción de los impuestos adeudados. La renta por tributos inmobiliarios aumentó en los primeros dos años y luego quedó estancada en un 35 por ciento en total. La etapa siguiente de la reforma apuntó a otros aspectos de un sistema que estuvo desatendido por mucho tiempo. La última tasación se había llevado a cabo en 2005, y en 2009 se había hecho una revisión incompleta. El registro de la propiedad estaba desorganizado y no incluía a muchos edificios modernos que podrían haber generado renta impositiva. En algunas partes de la ciudad, los valores de alquiler se habían triplicado entre 2005 y 2013 (Kopanyi 2015); así, la ciudad estaba dejando dinero sobre la mesa.
Con apoyo financiero del Banco Mundial, la KCCA usó SIG (Sistemas de Información Geográfica) para compilar una base de datos de todos los edificios, incluidas las residencias. La agencia asignó a cada edificio una dirección y una nueva tasación. Luego, la base de datos se vinculó con eCitie. El 64 por ciento de las 350.000 propiedades de Kampala se identificaron como imponibles, contra el 47 por ciento del inventario anterior.
Según Manwaring, ahora los funcionarios pueden registrar mejor el aumento de renta por tributos inmobiliarios, además de la renta potencial. Por ejemplo, en las secciones Central y Nakawa, la renta aumentó de 14.000 millones de chelines ugandeses (US$ 5,6 millones) en el año fiscal 2013–2014 a 38.000 millones (US$ 10,2 millones) cinco años más tarde (Manwaring y Regan 2019). Sin embargo, la recaudación de renta se vio afectada por la pandemia: un informe mencionó una caída del 83 por ciento en pagos recaudados entre abril y junio de 2020, en comparación con el mismo trimestre del año anterior (Mwenda 2020). Los funcionarios indican que un factor importante fue no poder realizar difusión en persona.
“Si bien hay brechas importantes en el cumplimiento, se comprende mejor cuál puede ser la renta potencial”, dice Manwaring. Al final, añade, los nuevos datos “establecieron la base para pensar en modelos de tasación masiva en el futuro”.
La comunidad financiera internacional reconoció el progreso de Kampala. La financiación del Banco Mundial respalda proyectos de infraestructura activos, y el Banco Árabe para el Desarrollo Económico en África está financiando un edificio de tres pisos que ofrecerá 2.000 puestos de trabajo a la comunidad (KCCA 2019). Además, en 2015 se otorgó a Kampala la primera calificación crediticia: un respetable A1. Y la KCCA hizo varias inversiones en la economía local. Estableció una oficina de servicios laborales que ya capacitó a más de 4.000 personas y conectó a unas 600 con un empleo.
A pesar del progreso y los elogios (Property Tax in Africa sugiere que las mejoras “se podrían y se deberían replicar en otros gobiernos locales de Uganda” [Franzsen y McCluskey 2017] ), al gobierno de Kampala le ha costado comunicar la relación entre pagar impuestos y recibir mejores servicios. Algunos residentes locales ven la creación de la KCCA como un intento de Yoweri Museveni, el presidente de Uganda, de adquirir poder. Manwaring dice que la KCCA “ha invertido mucho en comunicaciones y concientización”, pero confirma que es una labor a largo plazo.
“Yo no diría que la gente no está dispuesta a pagar impuestos y punto”, dice Manwaring. “Al menos desde mi punto de vista, la ciudad es una institución que funciona bien, y eso ayuda a infundir confianza. Pero siempre se puede hacer más para aumentar el cumplimiento voluntario”.
Tallinn, Estonia
En 1991, cuando la Unión Soviética se separó, más de una decena de antiguos estados soviéticos tuvieron que desarrollar un gobierno nacional y un sistema de renta casi de la nada. Estonia aprovechó la oportunidad al máximo. En el transcurso de una generación, la nación báltica de 1,3 millones de habitantes pasó de un sistema que nunca había reconocido ningún tipo de propiedad del suelo a uno que la reconoce, cobra un impuesto territorial y creó un ecosistema tecnológico sofisticado gracias al cual, según indica un artículo de Wired de 2017, es “la sociedad digital más avanzada del mundo” (Hammersley 2017). La aceptación del gobierno digital de todo el país implica que un estonio puede establecer legalmente un comercio en un par de horas, y las transacciones inmobiliarias se pueden concretar en cuestión de días, en vez de los meses que tomaban antes.
Este éxito no habría sido posible sin las bases que se establecieron cuando la nación recuperó su independencia. La turbulenta historia de Estonia estuvo marcada por siglos de dominio danés, sueco y ruso. Tras un breve período de independencia, entre 1918 y 1940, el país fue una república soviética durante 50 años. En esta etapa, se quitaron al pueblo la posesión y los derechos territoriales; así, cuando el país recuperó su independencia, el proceso de establecer quién poseía qué (y cuánto valía eso) fue extremadamente difícil.
Primero, se debió reestablecer el derecho de los individuos a poseer tierras; eso se logró en 1992 al redactarse una nueva constitución. Se creó un sistema para devolver predios a sus antiguos propietarios, y hacia 1993 se habían presentado 212.000 solicitudes (Malme y Tiits 2001). En los años que siguieron, el gobierno nacional redactó principios de valuación territorial y un tributo del valor del suelo. El resto de la década se dedicó a procesar las solicitudes y actualizar el registro territorial en consecuencia.
Al gravar el suelo únicamente, y no los edificios, el sistema estaba diseñado para promover el desarrollo, en particular en la capital, Tallin. “A diferencia de un impuesto sobre las mejoras, el territorial no desalienta el mantenimiento y la construcción”, dice Youngman. “También puede reducir los incentivos para la especulación territorial y para impedir que el suelo salga al mercado en momentos de aumento del valor”. También fue una decisión pragmática, porque los datos y los registros públicos de los edificios estaban incompletos. Aivar Tomson, exgerente de la Junta Territorial Nacional de Estonia, indica que muchos de los nuevos funcionarios gubernamentales, entre ellos el Primer Ministro del momento, Mart Laar, tenían alrededor de treinta años. Sus decisiones tendían a ser progresistas, basadas en el mercado y apresuradas. “En parte, fue una terapia de shock averiguar cómo puede sobrevivir la gente en un entorno totalmente nuevo”, dice Tomson.
El impuesto territorial evitaba los problemas contenciosos de la tasación de edificios, pero, aun así, la implementación fue controversial. “Fue bastante complicado explicarles a los propietarios”, dice Tomson, “que a pesar de sus derechos a la propiedad, tienen la obligación de pagar un impuesto territorial anual”.
Sin embargo, con los años este enfoque ayudó a impulsar el desarrollo económico, en particular en Tallin. A principios de la década de 2000 hubo un auge en la construcción, en particular en cambios de uso y viviendas de mayor densidad. En el 2000, se construyeron menos de 500 departamentos nuevos; en 2007, fueron 3.000 (Wenner 2015). Hoy, la economía del área metropolitana de Tallin representa el 64 por ciento del PIB del país, y el 51 por ciento del empleo. Pero, en parte, gracias a que el país aceptó la densidad urbana, Tallin sigue siendo una de las ciudades europeas más asequibles, y es una de las menos contaminadas. La ciudad invirtió mucho en la mejora de parques locales, la restauración de escuelas y la mejora de infraestructura. El presupuesto de 2020 consideró aumentos para docentes y enfermeros, y 5,7 millones de euros (US$ 6,7 millones) para renovar el complejo histórico del Teatro de la Ciudad de Tallin.
La transformación del país en una república digital también apoyó el sistema tributario. Mientras los gobiernos de casi todos los países digitalizan registros y transacciones de a poco, Estonia saltó al e-gobierno en la década de 2000. Con el lanzamiento de la plataforma gubernamental e-Estonia en 2012, empezó a usar tecnología segura que permite a los usuarios registrar datos y transacciones de forma instantánea. En tareas como votar, obtener una identificación móvil o pagar impuestos, para interactuar con el gobierno solo se necesita conexión a Internet.
Gracias al cambio a un sistema digital, Estonia recibió todo tipo de elogios de la comunidad comercial por sus facilidades para nuevos emprendimientos, y a los propietarios, les ofrece seguridad adicional. El sistema transformó la manera en que se efectúan las transacciones inmobiliarias: ya no hace falta que los residentes visiten oficinas públicas y pasen horas esperando que un funcionario público busque los registros. Este sistema libre de papeleos redujo el tiempo de procesamiento para las transacciones territoriales a apenas ocho días; antes llevaban hasta tres meses.
Estonia aún tiene una debilidad que conocen todos los funcionarios del impuesto territorial del mundo: los valores territoriales no se han reevaluado desde 2001, aunque prácticamente se hayan septuplicado en este tiempo, según indicó Tomson, quien hoy es director adjunto de una empresa consultora inmobiliaria con base en Tallin. Tomson espera que en 2021 haya una reevaluación, pero teme que esta se retrase por la falta de popularidad de una gestión así. “El período exacto de reevaluación no está determinado por ley”, dice. “Siempre es fácil esperar a un mejor momento”.
Boston, Massachusetts
En 1980, Boston era “una ciudad en decadencia”, escribió Edward Glaeser, economista de Harvard, años más tarde. La población de la ciudad había disminuido drásticamente desde su auge, indicó, “y los valores inmuebles habían caído tan bajo que tres cuartas partes de las viviendas valían menos que el costo de los materiales para construirlas”. Al igual que otras ciudades industriales que supieron ser prósperas, la capital de Massachusetts parecía encaminarse al “cajón del olvido industrial” (Glaeser 2003).
A los infortunios económicos de la ciudad se sumaba un sistema de tributos inmobiliarios que, según describió Boston Globe en 1976, estaba “en ruinas por los abusos” y repleto de desigualdades. La última reevaluación de toda la ciudad se había hecho en la década de 1920, y la falta de reevaluaciones durante medio siglo había llevado a desigualdades impositivas cada vez mayores en vecindarios cuyos valores inmobiliarios aumentaron de forma desigual. Depender de las tasaciones de los 20 implicaba, por ejemplo, que las propiedades residenciales del vecindario Roxbury, en su mayoría negro, se valuaban en alrededor del 40 por ciento de su valor de mercado actual, mientras que las propiedades de Charlestown, un vecindario de tradición irlandesa con una mayor revalorización, se valuaban (y, por lo tanto, gravaban) en una cifra inferior, cerca del 16 por ciento menos que el valor de mercado.
En vez de actualizar las tasaciones, la ciudad solo tendía a aumentar los impuestos para garantizar la renta que necesitaba. En 1981, los bostonianos pagaban un tipo impositivo nominal sobre la propiedad inmobiliaria del 27 por ciento, uno de los más elevados del país. Eso era “totalmente insostenible si las tasaciones siquiera se acercaban a los valores de mercado”, indicó el libro A Good Tax del Instituto Lincoln (Youngman 2016). El problema se daba a nivel estatal: el tipo impositivo nominal sobre la propiedad inmobiliaria de Billerica, entre Boston y el límite con Nuevo Hampshire, llegaba al 31 por ciento.
En los 70 y principios de los 80, una serie de procesos judiciales y una medida definida por plebiscito en todo el estado provocaron dos cambios importantes en la constitución estatal. El primer cambio permitía, pero no exigía, que se clasificaran las propiedades; esto significa que las residencias se podían gravar con valores inferiores a los comercios. Luego, una medida definida por plebiscito, la Propuesta 2½, limitó los tributos inmobiliarios a una renta total del 2,5 por ciento del valor total en efectivo de todas las propiedades, y estableció un tope del 2,5 por ciento para los aumentos del índice anual. Las ciudades estuvieron en contra de la medida, pero esta se aprobó sin problemas en 1980 durante una ola nacional de oposición a los impuestos. Como resultado, en cuestión de años, el flujo principal de renta de las ciudades y pueblos del estado se redujo en alrededor del 20 por ciento. “Fue un caos”, dice Ron Rakow, miembro del Instituto Lincoln y excomisionado del Departamento de Valuación de la ciudad de Boston. “Debimos recortar el gravamen en un 15 por ciento dos años seguidos para cumplir con la norma”.
Los primeros dos años, el estado ayudó a compensar parte de la pérdida de renta, pero luego las ciudades y los pueblos debieron ajustarse a los límites rígidos impuestos por la Propuesta 2½. De pronto, muchas secciones del estado comenzaron a realizar reevaluaciones que debían haberse hecho mucho antes. En 1981, menos de 100 de las 351 ciudades y pueblos del estado habían implementado tasaciones de valor de mercado. Cuatro años más tarde, ese número subió a 339 (Youngman 2016).
En Boston, los asesores solían viajar por la ciudad para reevaluar propiedades individuales, un ejercicio muy intenso que se basaba en opiniones subjetivas. Para mantenerse al día con los valores actuales de las propiedades y maximizar la renta potencial, Boston necesitaba un método de valuación más eficiente. La ciudad acudió a la valuación masiva asistida por computadora (CAMA), cuyos modelos estadísticos permitían a los valuadores estimar el valor de las propiedades según los precios de venta de otras propiedades con ubicación, tamaño y estado similares. Dado que el nuevo sistema se basaba en ventas de mercado, era más preciso y eficiente que la práctica anterior (puede obtener más información sobre la función innovadora del Instituto Lincoln en el desarrollo de CAMA en la página 26). Rakow dice que el departamento se redujo de unos 272 empleados en los 80 a unos 86 hoy. “Gracias a la automatización, un tercio de la gente hacía el trabajo 100 veces mejor”, dice.
La actualización de tasaciones también tuvo otros efectos positivos. En 1992, llegaron a la corte estatal más de 12.000 recursos sobre tasación, y la ciudad debió apartar más del 6 por ciento de su renta por tributos inmobiliarios para pagar reintegros. Hacia 2015, hubo menos de 500 recursos. La ciudad estaba apartando apenas el 1 por ciento del gravamen para reintegros, y la cuenta tenía superávit.
Con los años, la legislatura estatal permitió a la ciudad recaudar otros impuestos (como al combustible de avión, hospedaje y alimentos) para respaldar el presupuesto. Pero Boston aún depende mucho de la renta por tributos inmobiliarios: los US$ 2.200 millones de renta neta de 2019 representaron el 71 por ciento de la renta recurrente. La estrategia ganadora fue transformar los tributos inmobiliarios de una fuente impredecible a una bastante estable. Boston tiene uno de los tipos de tributos inmobiliarios más bajos del estado. En comparación con el resto del país, los tributos inmobiliarios per cápita aumentaron menos: la ciudad tuvo un aumento del 14 por ciento entre 1979 y 2009 en ajustes por inflación, contra el 60 por ciento a nivel nacional (Youngman 2016).
La estabilidad del sistema de tributos inmobiliarios fomentó la inversión de empresas, lo cual fortaleció la economía de Boston en general. En la última década, algunas empresas como General Electric, Reebok, Wayfair y LEGO Education North America transfirieron su sede central allí. A mediados de los 90, cuando la salud fiscal de la ciudad mejoró, esta empezó a crear reservas presupuestarias para superar los años difíciles. Según la agencia de calificación crediticia Moody’s Investors Service, en la Gran Recesión, fue una de las pocas ciudades del país sin una caída en la renta de un año al otro. Sí recurrió a sus reservas, pero al aumentar los tipos impositivos sobre la propiedad inmobiliaria y ofrecer reducciones a propietarios con dificultades económicas, logró evitar que la renta cayera incluso cuando disminuyeron los valores tasados. Cuando esos valores se recuperaron, la ciudad redujo los tipos impositivos sobre la propiedad inmobiliaria. Si bien es muy pronto para saber cómo le irá a Boston durante la recesión provocada por la pandemia, gracias a la estabilidad de su fuente principal de financiación, es una de las pocas ciudades grandes que pueden costear un aumento anual considerable (4,4 por ciento) en financiación para educación, vivienda y salud pública.
La estabilidad de la renta y la prosperidad económica han transformado a Boston: en los 70 se la consideraba un emprendimiento basura, y hoy es una ciudad triple A. Según Rakow, hace algunas décadas a los funcionarios les preocupaba que quizás la ciudad tuviera que declararse en bancarrota. Hace poco, Moody’s dijo que Boston es una de las pocas ciudades de los Estados Unidos que debería poder sobrellevar una recesión con relativa estabilidad. Por otra parte, la ciudad incrementó la inversión en casi todas las áreas principales de gastos. En los próximos cuatro años, espera contar con dinero federal y estatal para ayudar a financiar un plan por US$ 4.700 millones llamado Go Boston 2030, que destinará US$ 2.800 millones a proyectos de capital como nuevas viviendas, recuperación de parques, transporte, escuelas y resiliencia ante el cambio climático (ciudad de Boston 2019).
No sorprende que los funcionarios no siempre se hayan tomado bien las reformas. Quienes escriben las leyes suelen despreciar los mandatos de tribunales y las leyes por plebiscito. “En 1980 había mucho pesimismo”, dice Rakow. “Pero tras haber superado ese período inicial, ahora tenemos un sistema predecible y cada vez más renta para pagar servicios, pero que, al mismo tiempo, limita cuánto se puede gastar. Eso tuvo un impacto muy positivo”.
Liz Farmer es periodista y experta en políticas fiscales; sus áreas de especialización son presupuestos, dificultades fiscales y políticas impositivas. Su trabajo suele publicarse en Forbes.com, Route Fifty y otras publicaciones nacionales. Además, hoy es miembro de investigación en el Centro de Investigación sobre el Futuro del Empleo del Instituto Rockefeller.
Fotografía: Kampala, Uganda. Credito: Ben Welle/Flickr CC BY 2.0.
Referencias
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