En mis tiempos de becario en la Universidad de Cambridge, durante la década de 1990, mi colega y amigo Wynne Godley, que ya no está entre nosotros, pasaba a buscarme los domingos para llevarme a una de las iglesias medievales de las que pueden verse en todo lugar en los pueblos de East Anglia. Wynne decía frecuentemente que “una iglesia es más un proceso que un edificio. Se desarrolla a lo largo de los siglos e involucra a generaciones de familias en su construcción y mantenimiento”. Wynne tenía buen ojo para los detalles arquitectónicos, por lo que podía señalar un contrafuerte o un campanario que ilustraba la práctica de una técnica específica, el uso de materiales fuera de lo común, o ambos. Una sola iglesia ofrecía un registro vivo y estratificado de la forma en que cada generación en una comunidad resolvía el desafío de construir y mantener grandes espacios cerrados y abiertos que posibilitaran la belleza del culto.
En este sentido, las ciudades tienen mucho de iglesias medievales. A medida que transcurre el tiempo, las ciudades ilustran la colaboración de generaciones de residentes, así como también la evolución de las herramientas económicas, técnicas e, incluso, sociales que se utilizaron para construirlas y mantenerlas. Las reliquias de mármol que encontramos en Roma son un testimonio vivo de la estética y los valores antiguos y de la ingenuidad en la construcción, mientras que la ciudad moderna florece a su alrededor. El icónico horizonte de Manhattan, en apariencia inmóvil, en realidad fluye constantemente y hoy en día evoluciona en forma radical a fin de responder a las demandas de sustentabilidad, resiliencia, desarrollos mixtos y otras cuestiones del siglo 21.
Los límites de las ciudades también evolucionan y narran otra historia de importancia crucial. Es posible que el futuro de nuestro planeta dependa de nuestra capacidad de comprender dicha historia y desarrollar las herramientas y la voluntad colectiva necesarias para gestionar el patrón y la progresión del crecimiento urbano. Shlomo (Solly) Angel documenta esta trayectoria en el Atlas of Urban Expansion (Lincoln Institute of Land Policy, 2012), en el que se utilizan imágenes satelitales captadas a lo largo de décadas con el fin de llevar un registro de la evolución espacial de 120 ciudades en todo el mundo, desde Bamako y Guadalajara hasta Shangai y Milán. El último medio siglo de crecimiento urbano ha proporcionado un cuento con moraleja sobre la seducción de la expansión urbana descontrolada, un camino sin mucha resistencia que genera beneficios económicos de forma rápida pero cuyo desarrollo es poco sustentable. Nuestra capacidad para controlar la huella ecológica que dejamos y minimizar nuestro impacto a nivel mundial estará estrechamente relacionada con nuestra capacidad para planificar y construir asentamientos humanos más densos y eficientes. En vista de la predicción de las Naciones Unidas en cuanto a una población urbana mundial que casi se duplicará para llegar a las 6 mil millones de personas en el año 2050, la suerte del planeta dependerá de si los humanos, como especie, podremos adoptar un paradigma de desarrollo más apropiado en este medio siglo por venir.
A medida que nos esforzamos en reinventar nuestros asentamientos urbanos, nos enfrentaremos a un viejo enemigo: el suelo que ya ha recibido mejoras y desarrollo pero que debe adaptarse a usos nuevos. Aunque no desconocemos este proceso tan polémico, podemos decir que todavía no hemos logrado descifrar el código para gestionarlo. En este número de Land Lines analizamos algunas de las necesidades impulsoras que requerirán enfoques creativos para el redesarrollo en diferentes ciudades y contextos: cómo cubrir la demanda insatisfecha de vivienda que lleva a millones de trabajadores en Beijing a habitar en viviendas subterráneas; cómo financiar la infraestructura para gestionar la presión de la población en Río de Janeiro y otras ciudades de Brasil; o cómo darle nuevos usos al suelo ante la agonía derivada de un completo ajuste industrial, demográfico y fiscal en Detroit. Estos lugares son diferentes entre sí, pero todos enfrentarán desafíos similares a medida que evolucionen en las décadas futuras.
En el Instituto Lincoln somos profundamente conscientes de la necesidad de nuevas ideas y nuevas prácticas que faciliten el redesarrollo sustentable del suelo que ya se ha desarrollado o ya se encuentra ocupado. Durante el próximo año, comenzaremos a generar un emprendimiento intelectual para tratar los múltiples desafíos de la regeneración urbana, extrayendo lecciones de las medidas tomadas tiempo atrás en los Estados Unidos y en otros países desarrollados después de la Segunda Guerra Mundial, buscando maneras nuevas y creativas de financiar la infraestructura para mejorar el suelo en asentamientos informales que ahogan a las ciudades en los países en vías de desarrollo, o reavivando la salud fiscal de ciudades tradicionales del acervo estadounidense, como Detroit, descubriendo las causas que provocaron la insolvencia y probando soluciones para remediarla.
Las iglesias medievales que visité durante la década de 1990 ofrecían lecciones en piedra: técnicas y materiales innovadores que permitían a los arquitectos medievales desafiar a la gravedad. Y tal vez lo que resulta más importante es el hecho de que eran monumentos al esfuerzo comunitario y al compromiso a largo plazo de las congregaciones que construyeron y sostuvieron estas iglesias durante siglos. Al fin y al cabo, la supervivencia humana podría depender de nuestra habilidad para superar, de forma similar, las fuerzas centrípetas que socavan la acción colectiva, y construir y mantener las estructuras sociales y los marcos normativos con el fin de desarrollar y redesarrollar nuestras ciudades para el bien mutuo y para la posteridad.
Es una tarde de jueves en Cincinnati, y las personas que se encuentran en la biblioteca pública del centro de la ciudad están haciendo cosas. En una esquina, se oye el zumbido de una cortadora y grabadora láser Full Spectrum, que cuesta US$14.410 y sirve para crear cualquier cosa, desde piezas de arte hasta unos humildes posavasos, utilizando papel, madera y acrílico. Cerca de las ventanas, se oye a la replicadora MakerBot, una de las cuatro impresoras 3-D de la biblioteca, que se usa para fabricar una amplia gama de objetos, desde juguetes hasta un pedal de bicicleta personalizado que sea compatible con los zapatos especiales que usa un usuario con una discapacidad física. Cerca de allí, un joven diseñador crea un cartel de vinilo a todo color utilizando una impresora y cortadora profesional Roland VersaCAMM VS-300i para formatos grandes. “Este es nuestro taller”, dice Ella Mulford, líder de equipos en el Espacio de Fabricación del Centro Tecnológico de la biblioteca, mi guía en este recorrido, y me comenta que esta máquina cuesta US$17.769. La mayoría de nosotros no podríamos pagar un precio tan alto por un equipo. Pero, evidentemente, muchos residentes de Cincinnati piensan que pueden hacer muchas cosas útiles con esta máquina, ya que, según Mulford, funciona prácticamente sin parar durante el horario en el que la biblioteca está abierta y generalmente la reservan con dos semanas de anticipación.
La biblioteca pública de Cincinnati y el condado de Hamilton continúa ofreciendo el servicio de préstamo de libros y búsquedas en otros medios de comunicación electrónicos. Sin embargo, el amplio Espacio de Fabricación, que abrió a principios de 2015 y contiene una gran cantidad de herramientas tecnológicas que pueden usarse gratis, es un ejemplo impresionante de cómo la idea de biblioteca se está adaptando a una era digital que no siempre ha sido amable con los libros. Más específicamente, estamos viendo indicios de una evolución en la función que cumplen las bibliotecas en las ciudades, ya sean grandes o pequeñas, contribuyendo con nuevas aportaciones al entramado municipal del que han formado parte durante tanto tiempo.
En Cincinnati, el proceso que dio como resultado el Espacio de Fabricación se inició hace un par de años, tal como lo explica Kimber L. Fender, directora de la biblioteca. Unas cuantas bibliotecas del país estaban experimentando con la tecnología como un nuevo componente que podrían ofrecer al público. “Y parte de nuestro plan estratégico”, continúa Fender, “era introducir nuevas tecnologías en nuestra comunidad, por lo que nos pusimos a analizar: ‘¿Qué significa exactamente esto? ¿De qué se trata?’”. Agregar una impresora 3-D al centro informático que ya existía en la biblioteca fue un experimento de bajo riesgo, y atrajo la atención de todos los canales de televisión de la ciudad. “Fue el tema de conversación por excelencia”, recuerda Fender, “por lo que pensamos: “Mmm… esto nos está ayudando a cumplir nuestro objetivo’”.
Enrique R. Silva, fellow de investigación e investigador asociado senior del Instituto Lincoln de Políticas de Suelo, señala que no existe una verdadera razón para atar el destino de la biblioteca como infraestructura cívica al destino del libro físico. “Es un espacio comunitario para el aprendizaje”, señala. Según un estudio del Centro de Investigaciones Pew realizado en 2015, el público está de acuerdo con esta idea: aunque existen signos de que los estadounidenses han acudido a las bibliotecas con bastante menos frecuencia que hace algunos años, también se observa que muchos aceptan de buena gana la idea de que se ofrezcan nuevas alternativas educativas en este contexto específico, incluso la tecnología. “No es difícil dar este salto”, concluye Silva.
De hecho, dar este salto no sólo amplía sino que actualiza la función que han cumplido las bibliotecas en muchos planes municipales en los Estados Unidos. Uno de los desarrollos más importantes en esta historia fue la explosiva diseminación de instituciones fundadas por Andrew Carnegie en las décadas anteriores y posteriores al comienzo del siglo XX. Con sus orígenes en Pensilvania, se construyeron cerca de 1.700 bibliotecas denominadas “Carnegie” con diferentes temáticas, tales como bellas artes, renacimiento italiano u otros estilos clásicos. Estas iniciativas facilitaron y promovieron un movimiento mucho más amplio de construcción de bibliotecas, que representaron hitos significativos en los centros municipales de todo el país. Aunque es notable, hoy en día, por lo general, se subestima a este omnipresente elemento de la infraestructura cívica.
Observa Silva, “Creo que, en la planificación moderna, se considera a la biblioteca como algo que eres afortunado si la tienes como un activo que forma parte del esqueleto de la ciudad a la que buscas encontrarle la vuelta”. Al menos en los Estados Unidos, la construcción de nuevas bibliotecas con importancia arquitectónica es algo inusual (la biblioteca central de la Biblioteca Pública de Seattle, inaugurada en 2004 y diseñada por Rem Koolhaas y Joshua Prince-Ramus, es una excepción notable). Así, la planificación suele ocurrir alrededor de las bibliotecas, que quedan como elementos “heredados” de “infraestructura social y cívica”, en palabras de Silva. En un informe del Centro para un Futuro Urbano realizado en 2013 sobre la ciudad de Nueva York, se sostiene que las bibliotecas han sido “subestimadas” en la mayoría de los “debates sobre políticas y planificación en cuanto al futuro de la ciudad”.
Pero, tal vez, este error implique una oportunidad: estas estructuras existentes pueden comenzar a cumplir una nueva función que las convierta de nuevo en algo importante para los planes municipales en constante evolución. Un ejemplo de ello es cómo la biblioteca de Cincinnati reconsideró lo que significa ser un centro comunitario de aprendizaje e información compartida. Tal como ocurrió con las bibliotecas Carnegie, el uso inteligente de los recursos filantrópicos fue un factor importante: según Fender, la biblioteca recibió un legado discrecional de US$150.000, que decidió utilizar en el Espacio de Fabricación. Con el objeto de hacer lugar a este espacio, la biblioteca reorganizó su colección de revistas y periódicos.
Luego, la biblioteca decidió tomar una postura audaz sobre el tipo de tecnologías que podría ofrecer. La institución posee un pequeño estudio de grabación con micrófonos de calidad profesional, que utilizan los aspirantes a disc jockey o los que desean transmitir podcasts
Resulta que muchos tipos de emprendedores, desde aspirantes a fundar nuevas empresas a vendedores de Etsy, aprovechan lo que ofrece la biblioteca. Hay también estaciones de trabajo colaborativo con computadoras conectadas por Wi-Fi, que utilizan todo tipo de personas, desde diseñadores que trabajan con sus clientes hasta estudiantes que se reúnen para realizar sus tareas escolares.
Y aquí observamos una tendencia mucho más amplia. La biblioteca pública de Chattanooga ha convertido lo que solía ser el equivalente a un desván en un centro de fabricación y laboratorio tecnológico público, denominado “Cuarto Piso”, en donde, con regularidad, se realizan actividades públicas relacionadas con estos temas. La “Biblioteca de las Cosas” de la biblioteca pública de Sacramento permite a la gente probar cámaras GoPro y tabletas, entre otros aparatos tecnológicos. Y, así, abundan muchos otros experimentos, desde Boston a St. Louis, a Washington, D.C., o Chicago: según una encuesta, más de 100 bibliotecas han incorporado, desde 2014, algún tipo de espacio de fabricación; y otro informe afirma que más de 250 bibliotecas tienen disponible al menos una impresora 3-D.
Así, el pensamiento progresista y la creatividad de las bibliotecas se alinea con los objetivos de muchos planificadores: conservar y explotar los puntos de encuentro comunitarios que, por lo general, se encuentran profundamente integrados a los espacios públicos más importantes, así como también expandir la cantidad de ciudadanos que acuden a estos espacios. Resulta interesante destacar que algunos pensadores urbanos han comenzado a analizar el potencial de los espacios de fabricación que están surgiendo desde el sector privado o desde organizaciones comunitarias como un componente de “una nueva infraestructura cívica”. Tal vez bibliotecas como la de Cincinnati ya la estén desarrollando.
Según Fender, uno de los desafíos que existen es la falta de amplio consenso sobre los índices para medir los efectos que estas decisiones tienen sobre una institución dada o, por extensión, sobre su entorno cívico. Así, Cincinnati ha estado haciendo sus propios cálculos: en septiembre de 2015, el Espacio de Fabricación recibió 1.592 reservas para utilizar equipos, entre las que se cuentan 92 para el MakerBot, 157 para la grabadora láser y 298 para la impresora de vinilo. Todas las reservas reflejan un interés continuo o creciente (como consecuencia, la colección del Espacio de Fabricación está creciendo, con la incorporación de una máquina de libros Espresso que imprime libros bajo demanda).
“El Espacio de Fabricación le recuerda a la gente que la biblioteca está allí, pero también les ayuda a verla de una manera diferente y decir ‘Ah, están pensando en el futuro, en las necesidades de la comunidad y en cómo pueden ofrecer algo más que los libros que hay en los estantes’”, concluye Fender.
Rob Walker (robwalker.net) es colaborador de Design Observer y The New York Times.